Humilladas y dominadas 1
(Rosario y su marido viven felizmente de la huerta con su hija Nieves, una linda chiquilla con ilusiones de casarse pronto con Mauro, su novio. Pero un incendio trunca el futuro de todos ellos. Un rico señorito de la zona les ofrece trabajo como criadas. Rosario y su hija serán vilmente sodomizadas por los hombres de la casa, serán humilladas y dominadas hasta convertirlas en putas)
Humilladas y dominadas 1.
(Rosario y su marido viven felizmente de la huerta con su hija Nieves, una linda chiquilla con ilusiones de casarse pronto con Mauro, su novio. Pero un incendio trunca el futuro de todos ellos. Un rico señorito de la zona les ofrece trabajo como criadas. Rosario y su hija serán vilmente sodomizadas por los hombres de la casa, serán humilladas y dominadas hasta convertirlas en putas)
EN LOS AÑOS 50.
Moisés y Rosario eran un matrimonio que vivía de la huerta, una extensión de regadío donde sembraban una gran variedad de cultivos. También tenían vacas y cuidaban caballos. Trabajaban duro, de sol a sol, pero eran felices, para una postguerra tan larga, al menos no pasaban hambre, al menos tenían su propio negocio. El banco les había concedido un crédito a largo plazo para comprar la huerta y a través de varios intermediarios habían conseguido préstamos para comprar los animales. Entre la venta de la leche, los quesos que preparaban, la venta de cereales y la cuida de caballos, ingresaban de sobra para ir saldando las deudas poco a poco. Vivían en el cortijo que había en la finca y allí estaban también las cuadras y los establos para los animales. Tenían 42 años cada uno y se conocían desde que eran unos críos. Tenían una hija que se llamaba Nieves y acababa de cumplir veinte años. Estudiaba para enfermera. Salía con un chico que se llamaba Mauro, un chico muy trabajador que estaba muy enamorado de ella. Moisés era un hombre de campo, un hombre muy machacado por el trabajo agrícola, con facciones muy abrutadas, y ya a su edad, con dos hernias en la espalda. Pero para ganarse el pan de su familia, trabajaba a destajo. Rosario era una mujer muy maciza, alta y ligeramente rellenita, con piernas gruesas de piel tersa, un culo amplio y redondeado y unos pechos gigantescos, muy circulares y blandos. Tenía una linda expresión de rasgos delicados, con una fina nariz, labios pequeños y rosados, ojos marrones y una melena negra y ondulada que descansaba sobre sus hombros. Nieves era una chica muy mona, con el pelo corto, los mismos ojos de su madre, su misma altura, pero más delgada, más llamativa. Su culo era redondito y ligeramente abombado, pero más pequeño que el de su madre, y sus pechos, algo más pequeños también, tenían forma de U, blanditos y poco erguidos. Pronto se casaría con Mauro, el amor de su vida. Con trabajo y tesón, el negocio prosperaba, Moisés calculaba que en unos ocho años terminarían de saldar todas las deudas. Pero un grave incidente iba a desbaratar todas las ilusiones. Un incendio en el cortijo y en los establos destruyó todos sus planes, esfumó todas las ilusiones cosechadas durante años. Todo quedó reducido a cenizas, todos los animales murieron, todos los aperos agrícolas quedaron destrozados. No les quedó nada. Y para mayor desgracia, Moisés sufrió severas quemaduras en el cincuenta por ciento de su cuerpo, sufrió la rotura de varias vértebras y una grave afección pulmonar. Estuvo varios meses hospitalizado y quedó incapacitado de por vida, sin apenas poder moverse por sí solo. Fue una auténtica desgracia, fue la ruina para la familia. Tuvieron que vivir de la beneficencia y de la limosna de los vecinos y de los escasos familiares. Con el paso de los meses comenzó el acoso de los acreedores, de los intermediarios a los que les debían dinero, de los bancos, los impagos iban acumulándose diariamente. Agobiados por las continuas amenazas, tanto Rosario como su hija Nieves tuvieron que ponerse a dar horas por las casas, mientras que Moisés permanecía postrado en la cama, atrapado en una cruel impotencia. El sueldo de las dos no daba para asumir tanto gasto. Un destino negro se cernía sobre ellos.
Mauro trabajaba como jornalero para un señorito muy importante, Don Rogelio Villartón, médico y propietario de grandes fincas. Vivía en una suntuosa hacienda a las afueras del pueblo, donde también pasaba consulta de pago a los grandes terratenientes de la zona. Era un hombre muy influyente que todo el mundo conocía, que todo el mundo adulaba. Le gustaba derrochar y aparentar. Era viudo y vivía con su hijo Adán, de dieciocho años. Al parecer, según les contó Mauro, Don Rogelio buscaba una criada que se ocupara de las labores del hogar y una enfermera para su consulta. Parecía un trabajo idóneo, porque todo el mundo sabía que el señorito pagaba generosamente.
Don Rogelio es muy serio, pero paga muy bien. Podéis conseguir dos buenos sueldos. Tengo buena relación con su hijo Adán y si queréis puedo hablar con él para que os dé el trabajo. Seguro que ganaréis cuatro veces más.
Por favor, amor le suplicó Nieves -, tienes que hablar con su hijo, necesitamos ese trabajo para salir adelante.
Sería nuestra salvación señaló Rosario ilusionada.
No os preocupéis, mañana mismo hablaré con él. Le hago todo tipo de favores, espero que sepa devolverme alguno, aunque esa gente ya se sabe lo crecida y orgullosa que es
Al día siguiente, Mauro habló con Adán, el hijo del señorito, y le habló de su novia y de su suegra, de la desgracia que habían sufrido y de la necesidad que tenían por trabajar. Adán le prometió que se lo comentaría a su padre y dos días más tarde Don Rogelio las mandó llamar a la hacienda para entrevistarlas. Ambas acudieron muy guapas a la cita, se ataviaron con sus mejores trajes para deslumbrar al señorito, con la esperanza de que las escogiera para el trabajo. Las atendió el capataz de la finca por mediación de Mauro, que en aquel momento trabajaba en una de las fincas cercana a la hacienda. El capataz se llamaba Toribio, era un tipo cuarentón, alto y grandullón, muy gordo, poseía una impresionante barriga redonda, con pectorales muy abultados y cabeza grande y cuadrada, un tipo que las examinó con una mirada sucia, una mirada que incomodó a las dos mujeres. Mauro le conocía bien. Era un solterón, un putero al que le gustaba alardear y dominar, sentirse superior. Las estuvo mirando con descaro como si fueran dos esclavas que fuera a comprar, como si se precisara de su visto bueno para que el señorito las contratara. Mauro sabía que era el hombre de confianza de don Rogelio, un sargento de hierro que tenía firmes a todos los empleados. Luego se volvió hacia Mauro, al que ridiculizó de malos modos delante de su novia atizándole un tortazo detrás de la cabeza.
Tú, gandul, vuelve al trabajo, coño, bastante tiempo has perdido ya. Venga, andando
Sí, señor, ahora mismo.
Cruzó una mirada con su novia y después se encaminó hacia el sendero que conducía a la finca. El capataz las rodeó volviéndolas a ojear, deleitándose con las curvas macizas de Rosario y con la juventud de Nieves. Iban muy elegantes, estaban para comérselas.
Venga, vosotras dos, moved el culo y para dentro.
Ambas se dirigieron hacia el interior de la hacienda. El capataz las seguía a cierta distancia, caminando lentamente debido a su excesiva obesidad, fijándose en cómo contoneaban las caderas y cómo se movían sus culos. Qué buenas estaban las dos, qué polvo tenían, tanto la madre como la hija, una madurita y otra jovencita. Irrumpieron en un despacho muy amplio. Ambas actuaban cohibidas por las malas maneras del capataz. Era un tipo grosero y maleducado.
Sentaos, que enseguida vendré con don Rogelio.
Y salió cerrando la puerta tras de sí. Madre e hija se miraron sin atreverse a soltar palabra, nerviosas por el ambiente tenso que imponía el capataz. Estuvieron esperando cerca de una hora hasta que apareció don Rogelio acompañado del capataz. El señorito era un tipo de sesenta y cinco años, alto, delgado, recto, con una melena cuadrada cubierta de canas y aspecto taciturno, ya con algunas arrugas propias de la edad en la cara y ataviado inmaculadamente con un traje de chaqueta y pañuelo en el cuello. Apenas las miró cuando rodeó la mesa y ocupó su sillón. Toribio aguardaba tras ellas. El señorito le mostró un folio con el sueldo desglosado.
- Mi hijo me ha hablado de vosotras y sé que necesitáis el trabajo. Bien, estoy dispuesto a contrataros y a pagaros mensualmente esta cantidad a cada una, con techo y comida gratis -. Ambas se fijaron en el líquido final. Era todo un sueldazo, más de lo que jamás hubieran imaginado. Con ese dinero podrían afrontar sin problemas los impagos que martirizaban a la familia y Nieves podría ahorrar sobradamente para casarse con Mauro el día de mañana -. ¿Os parece justo?
Rosario tomó la iniciativa por las dos.
Sí, señor, no sabe cuánto se lo agradezco. Nos ponemos a su plena disposición.
Está bien sentenció reclinándose, ahora examinándolas con detenimiento -. Como habéis podido comprobar, soy un hombre generoso, pero exigente. A cambio quiero entrega y dedicación. ¿Me habéis entendido?
Sí, señor contestaron.
Estaréis a las órdenes de Toribio, el capataz. No quiero quejas ni jaleos. Si Toribio me viene con algún cuento, os pongo de patitas en la calle. Viviréis aquí, dispondréis de dos habitaciones y una cocina. Trabajaréis de lunes a sábado y tendréis libre el domingo. Tú serás mi criada le dijo a Rosario señalándola con el dedo -, te ocuparás de la labores domésticas y tú me ayudarás en la clínica. Podéis instalaros esta misma tarde. Toribio os entregará los uniformes. Ahora largo, estoy muy ocupado.
Esa misma tarde acudieron a la hacienda en un carro con todos sus enseres y con Moisés en una silla de ruedas. Estaban ilusionados con el nuevo trabajo, al parecer iban a solventarse los problemas económicos que atravesaban. Toribio observaba cómo las dos mujeres descargaban el equipaje. No les quitaba la vista de encima. Ni siquiera tuvo el gesto de saludar a Moisés ni las ayudó a bajarlo del carro. Era un baboso, sólo había que ver cómo las miraba. A Moisés le mataba la rabia de estar incapacitado y tener que humillarse ante un tipo de aquella calaña. Las condujo al ala donde se encontraban sus habitaciones, en la parte izquierda de la casa y en la planta baja. Indicó la habitación de Nieves, un pequeño cuarto rectangular muy estrecho y oscuro, sin ventanas, con un catre, una mesita redonda con una palangana y un armario destartalado. Luego les mostró la habitación donde se hospedaría el matrimonio. Era una alcoba igual de oscura, sin ventana, con dos camastros separados por una mesita de noche, un soporte para la palangana y un armario viejo. Todo muy cutre, pero al menos tenían techo y comida gratis, al menos hasta que consiguieran ahorrar un poco de dinero.
Venid conmigo les ordenó Toribio -. Voy a daros los uniformes.
Quedaron a Moisés en la habitación, quien observó cómo aquel cerdo las seguía detrás, babeando como un cabrón ante el meneo de sus culitos. La impotencia le avasallaba, pero estaba atrapado y no podía hacer nada. Toribio las condujo a otra alcoba donde había una mampara. De encima de la cama, cogió dos cajas y le entregó a cada una la suya. Después se sentó en una mecedora, con su barriga descansándole sobre los muslos de las piernas, y se encendió un puro.
Vamos, a probarse los uniformes. Daos prisa, hostias.
Abrumadas por la rudeza del capataz, se metieron detrás de la mampara para desvestirse y ataviarse con los uniformes, para recibir el visto bueno del jefe. Parecían dos putitas disfrazadas a conciencia. Cuando salieron de la mampara para exhibirse ante aquel cerdo, el sonrojo se apoderó de sus mejillas. Rosario lucía un traje de criada consistente en un vestidito negro de hilo muy ajustado y muy corto, tan corto que la base se hallaba en la parte alta de los muslos, con un delantal blanco y una cofia en el pelo, con medias negras cuyo encaje llegaba a verse a continuación de la base del vestido, con liguero de finas tiras laterales enganchadas a las medias y braguitas negras de muselina, así como zapatos de tacón. Rosario, abochornada, tragó saliva mirando a su hija de reojo. Nieves lucía un vestidito de enfermera muy ajustado y tan corto como el de su madre, abotonado en la parte delantera, con medias blancas brillantes, con el encaje de las mismas visible por lo corto del vestido, a igual que las tiras del liguero, e igualmente con zapatos blancos de tacón. El muy cabrón las había vestido como si fueran sus putitas, había elegido hasta las bragas que debían ponerse. Observó sus curvas relajadamente, fumando y devorándolas con aquellos ojos saltones.
Tú, vete a hacer la cena le ordenó a Rosario -. Don Rogelio y su hijo cenan a las diez. A mí me la pones antes. Andando -. Cabizbaja, Rosario se dirigió hacia la puerta meneando todo su cuerpo por efecto de los tacones, avergonzada por la manera en la que iba vestida, temerosa por la impresión que iba a llevarse su marido cuando la viera así. Se quedó a solas con Nieves -. Mañana a las ocho te presentas en la consulta ante el señor. ¿Te están bien las bragas?
¿Qué? preguntó sorprendida.
¡Que si te están bien las bragas, coño! ¿Estás sorda?
Sí, señor, me están bien, un poco apretadas.
Enséñamelas.
Le temblaron las manos y se le aceleró el corazón. Ella era una chica de carácter, pero dadas las circunstancias, temió contrariar a un cerdo como Toribio. Don Rogelio lo había dejado claro, no quería quejas. Se sujetó el vestido por los laterales y se lo subió un poquito hasta la cintura, hasta mostrar sus bragas blancas de muselina, el encaje de las medias y las tiras del liguero. En la parte delantera se le transparentaba todo el coño, la forma triangular del vello, un vello apretujado contra la gasa de la prenda. Toribio se mordió con descaro el labio inferior, sin parpadear, dándole una calada lenta al puro.
Tápate y largo de aquí.
Se bajó el vestidito de un tirón y abandonó la alcoba a toda prisa para encerrarse en su habitación, donde se tumbó en la cama para derramar sus primeras lágrimas. Estaba asustada. Había tenido que enseñarle las bragas a un desconocido. No sabía si contarle a Mauro los abusos de Toribio, pero si lo hacía, las cosas se complicarían para todos. Decidió ser fuerte y tragarse el orgullo.
Al anochecer, Rosario se encontraba sacando la ropa del equipaje y doblándola en los estantes del armario. Su marido no paraba de mirarla vestida de aquella manera. Estaba enfurecido, la habían vestido como una puta en una casa de hombres. De pronto, Toribio irrumpió en la alcoba sin avisar. Rosario se volvió hacia él asustada y Moisés retrocedió con la silla sin agallas para enfrentarse a él.
Hazme la puta cena, cojones.
Sí, sí, perdone
Soltó las prendas y pasó delante de él. Toribio cerró la puerta para seguirla y dejó a Moisés encerrado en la alcoba. Tuvo que prepararle la cena ante sus ojos, sabiéndose observada por aquel cerdo, pendiente de todos sus movimientos, sobre todo cuando se inclinaba y se fijaba en su escote o cuando se agachaba para coger algo. Más tarde le sirvió la cena a don Rogelio y a su hijo Adán. Adán era un chico alto de cuerpo robusto, con gruesas piernas y brazos, barriga ligeramente abombada y con una melena rizada bastante voluminosa. Era un fanfarrón y un vago al que le gustaba alardear de su posición social. Tanto el padre como el hijo, no le quitaron la vista en todo momento, casi babeando con la silueta maciza que realzaba aquellas vestimentas de criada. Cuando quiso acostarse junto a su marido, era casi medianoche. Se abrazó a él para sentirse protegida.
No te preocupes, cariño le tranquilizaba -, todo irá bien. Don Rogelio ha sido muy generoso con nosotros.
Pero no me fío de ese cabrón, mira cómo os ha vestido
Tú olvídate. Piensa en nuestro futuro, dependemos del señor Rogelio. Gracias a él, tenemos una oportunidad. Venga, descansa.
Trataron de descansar después de un día tan duro, pero al poco rato se empezaron a escuchar gemidos procedentes de la habitación del capataz, ubicado enfrente de la de ellos. Era como chillos y entre ellos los jadeos secos de la bestia. Retumbaban en la oscuridad. Moisés y Rosario se miraron, pero no dijeron nada y permanecieron abrazados. Daba la impresión de que estaba fornicando con dos mujeres. Nieves también oía los gemidos desde su cama. Se levantó sigilosamente sin encender la luz y entreabrió la puerta. Unos metros más allá se encontraba la habitación del patrón, abierta, con unas sombras proyectándose en la pared. Los gemidos de las mujeres se sucedían. Fornicaba con dos prostitutas. Aguardó unos segundos más hasta que los gemidos cesaron. Sabía que era un jodido cerdo al que todo el mundo temía, pero don Rogelio le tenía en un pedestal y se aprovechaba de esa confianza. A los cinco minutos vio salir a las dos prostitutas ya vestidas, dos chicas jóvenes, de su edad, ataviadas con trajes de lentejuelas. Continuó espiando por la ranura de la puerta, hasta que instantes después apareció Toribio completamente desnudo dándole unas caladas al puro, como deambulando para relajarse tras el esfuerzo. Su cuerpo era impresionantemente seboso y sudaba como un jodido cerdo. Poseía una barriga inmensa, redonda, blanda y peluda, de piel blanca, con tetillas fofas y abombadas cubiertas de un denso vello, con gruesas piernas y una polla gigantesca, una polla que ya le colgaba lacia hacia abajo, una polla ancha y venosa, con unos huevos gordos y peludos entre las piernas. La verga se columpiaba hacia los lados al moverse y de la punta colgaba una babilla transparente. A Nieves le dio miedo mover un músculo y siguió observándole. Dio unas caladas al puro y se volvió para entra en la habitación. Entonces vio su espalda ancha y sebosa, igualmente velluda, y su culo encogido, con las nalgas cubiertas de granos. El tipo resultaba vomitivo. Cuando le vio desaparecer, Nieves cerró la puerta despacio y volvió a acostarse, aunque le costó conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, Nieves se despertó antes del amanecer para estar lista y ser puntual. Le gustaba acicalarse y precisaba de una hora para estar a punto, aunque tras vestirse de uniforme y mirarse al espejo, tuvo que reconocer que parecía una puta disfrazada de enfermera. Y esa fue la misma sensación que tuvo su novio al verla. La esperaba en la puerta, quería desearle suerte en su primer día de trabajo. Se quedó de piedra cuando la vio aparecer vestida con aquella batita corta y ajustada, aquellas medias y aquellos tacones, donde a la más mínima inclinación quedaban visibles los encajes de sus medias.
- ¿Qué haces así vestida?
Ella le besó.
El señor Toribio me ha obligado a ponerme este uniforme.
Hijo de puta
Es un cerdo, amor, ayer me pidió que le enseñara las bragas.
Hijo de perra, ojalá y se muera
Me da miedo, Mauro, y es que no podemos perder este trabajo.
Tranquila, mi amor.
Se abrazaron y él la besó en el cabello, pero se separaron enseguida en cuanto oyeron unos pasos acercándose. Era el joven Adán, ataviado con una bata roja de seda y los pelos revueltos, como si acabara de levantarse. Mauro sintió celos de que Adán viera a su novia vestida tan eróticamente y Nieves también se sonrojó. Resultaba incómodo vestir así ante cualquiera. Adán la bombardeó con la mirada, deteniéndose a su altura, con las manos en los bolsillos de la bata. Mauro se quitó la gorra.
Buenos días, señorito Adán. Es mi novia, Nieves, ayudará a su padre en la clínica.
Tienes una novia muy guapa, Mauro.
Gracias, señorito Adán le agradeció ella con voz temblorosa.
Venga, Mauro, andando a coger aceitunas.
Sí, señorito.
Se puso la gorra y avergonzado se alejó del pasillo dejándoles a solas, apabullado por los celos. Mauro la miró de nuevo de arriba abajo. La mirada incomodaba a Nieves, sobre todo viniendo de alguien de su misma edad, pero en una posición social mucho más alta.
¿Tienes conocimientos de enfermería?
Sí, señorito, estaba estudiando cuando nuestra huerta se incendió. No he podido terminar los estudios.
Pues si aquí te portas bien, podrás terminarlos algún día.
Es la ilusión de mi vida, señorito.
¿Cómo te llamas?
Nieves.
Vete a la consulta, Nieves, a mi padre no le gusta que su chica llegue tarde. Y acuérdate, si eres buena chica, tendrás futuro.
Sí, señorito.
Vete.
Con la cabeza gacha, dio media vuelta para recorrer el largo pasillo que conducía al otro ala de la casa. Adán se quedó mirando todo el tiempo. Estaba buenísima. Meneaba el culito sensualmente que daba gusto verlo.
Rosario llevaba levantada desde las seis de la mañana y, siguiendo las órdenes impuestas por el capataz, con el uniforme puesto. Hizo el café y limpió la habitación mugrienta de Toribio. Las sábanas apestaban, impregnadas de semen reseco, tuvo que recoger y lavarle los calzoncillos y limpiarle el pequeño habitáculo para el baño, con los bordes de la taza salpicados de orín reseco. Hedía a alcohol y tabaco. Era un auténtico guarro. Preparó la bandeja para subirle el desayuno a don Rogelio cuando al pasar vio que Adán irrumpía en la habitación de su hija. Soltó la bandeja y se acercó para asomarse con mucho cuidado. Se quedó helada. Le vio al pie de la cama, con la bata abierta, masturbándose con unas bragas de Nieves. Miraba hacia arriba con los ojos cerrados, concentrado, machacándose una polla que parecía una zanahoria, de un tamaño normal. Se la meneaba arropándosela con las bragas. Se fijó en sus huevos, redondos y duros como una pelota de tenis, moviéndose al son de los tirones, y en sus piernas, robustas y peludas de un tono tostado. Otro jodido pervertido. Se tapó la boca terriblemente escandalizada, sobre todo cuando le vio escupir leche hacia el suelo y a limpiarse después la verga con las bragas. Su hija y ella estaban rodeadas de pervertidos. Trastornada, subió a servirle el desayuno a don Rogelio, tratando de convencerse de que era mejor guardar silencio y no contarle a nadie lo que acababa de ver.
¿Da usted su permiso? preguntó dando unos golpecitos en la puerta -. Le traigo el desayuno.
Pasa.
Al entrar, se ruborizó en un segundo ante el nuevo bochorno. Estaba levantándose y permanecía sentado en el borde de la cama, en calzoncillos, un calzón largo de color blanco, pero ajustado, tipo maya, donde se apreciaba el bulto de sus genitales, con los contornos del pene y los cojones. Dio los buenos días y se fijó en sus piernas raquíticas y su tórax arrugado salpicado de pelo canoso. Se dio cuenta de cómo la miraba. Depositó la bandeja en la mesita de noche.
¿Desea algo más, señor?
Ponme los calcetines y las botas, con este dolor de lumbago no puedo ni agacharme.
Ahora mismo, señor.
Abochornada, cogió las botas y los calcetines y se arrodilló ante él. Al hacerlo, dejaba el escote expuesto a sus ojos, con las tetas como si fueran a reventar de lo ajustado del vestido, con el canalillo claramente visible. Igualmente, el refajo del vestido se le subió unos centímetros y la dejó con los encajes de las medias y los broches de las tiras del liguero a la vista. Le resultaba repelente, pero le cogió un pie y le puso un calcetín. Después el otro y a continuación las botas. Después se puso de pie enseguida. El señorito se levantó y deambuló en calzoncillo por la habitación, con la taza de café en la mano. La estuvo observando mientras ella se ocupaba de hacerle la cama. Cuando terminó de desayunar, se vistió delante de ella y abandonó la habitación. Rosario había pasado apuros, se había sentido humillada. Respiró hondo para calmarse sentada en el borde de la cama.
Bajó al poco rato, tras preparar toda la planta alta. Disponía de unos minutos para levantar y vestir a su marido y darle algo de comer. Le encontró muy desesperado, aún tumbado en la cama, a las once de la mañana.
No soporto verte así vestida, Rosario, delante de esos hombres.
Comenzó a desnudarle para ayudarle a ponerse ropa limpia. Desde el exterior venían las voces del capataz abroncando severamente a los jornaleros.
No desesperes, Moisés, necesitamos este trabajo Hay que aguantar, por el bien de todos, peor me siento yo, así es que por favor te lo pido.
Iba a ponerle los calzoncillos cuando Adán abrió la puerta de golpe, sin avisar. Rosario, asustada, se irguió girándose hacia él y Moisés elevó el tórax del colchón. Enseguida se tapó su pequeño pene lacio, muerto de vergüenza ante el joven. Llevaba la bata de seda roja, con el nudo del cinturón muy flojo, por lo que se abría hacia los lados con los pasos para así exhibir sus muslos robustos.
¡Señorito Adán!
¿Cuándo piensas arreglarme la puta habitación? ¿Eh?
Estaba cambiando a mi marido, señorito.
Venga, coño, que espere
Con suma obediencia, atendió a las órdenes del joven y salió disparada hacia la puerta. Dejó a su marido como un tiesto de mierda, tirado encima de la cama, desnudo, con las manos en los genitales. El joven lo miró con cara de burla y después cerró la puerta dejándolo encerrado, ahogado en su rabia. No soportaba que la trataran con aquella falta de respeto, que aquel joven pervertido se aprovechara de su escala social. Iba a pasarlo mal, era plenamente consciente.
Rosario estaba haciéndole la cama cuando le oyó entrar. Le miró por encima del hombro y vio que se acomodaba tras ella en una mecedora para liarse un cigarrillo, pero sin quitarle la vista de encima. Adán la observaba de espaldas, observaba su amplio y abultado culo, con la tela del vestido a punto de reventar de lo tensa que estaba. No le quedaba más remedio que curvarse hacia delante para alisar las sábanas y al hacerlo el vestido se deslizó hacia arriba lo suficiente como para dejarla con las ligas de encaje a la vista, también las carnosas asentaderas de sus nalgas y las dos tiras laterales del liguero. Adán se dio una pasada por el bulto genital para calmar la erección. Rosario rodeó la cama para remeter la manta por el otro lado y al curvarse expuso su escote. Adán puso ver la carne blanda de sus grandiosas tetas meneándose bajo la tela. Ella se fijó de pasada en que tenía los faldones del albornoz abiertos hacia los lados y que se distinguía una parte de sus huevos, aunque trató a toda costa evitar su mirada. Nerviosamente, terminó de hacer la cama y limpió el polvo, mientras que el joven se deleitaba con sus movimientos.
Tienes una hija muy guapa le dijo.
Gracias, señorito. Quiere casarse pronto.
Estaba planchándole unas camisas en ese momento. El joven se levantó y se acercó hasta ella. Alzó la mano derecha y le acarició la cara con las yemas de los dedos. Ella le sonrió amargamente.
Tú también eres una mujer muy hermosa. ¿Cuántos años tienes?
Cuarenta y dos -. Agobiada por el acoso, dobló cuidadosamente la camisa y apartó la mesa de la plancha -. ¿Necesita algo más, señorito Adán?
Espero que os sintáis bien en esta casa. Si necesitáis algo, nada más tienes que pedirlo. A una mujer guapa como tú le hago cualquier favor.
Gracias, señorito Adán. Tengo que seguir.
Puedes irte.
Y salió con los nervios a flor de piel. Había sufrido momentos angustiosos, pero prefirió no contarle nada a Moisés para no agobiarle más de lo que ya estaba. Entró en la habitación de su hija y se arrodilló en el suelo para limpiar las salpicaduras de semen con un trozo de papel higiénico, un semen blanquecino y espeso que le dio mucho asco. Después cogió las bragas. Estaban manchadas y las tuvo que enjuagar en la palangana. No quería que su hija se enterara. Luego fue a su cuarto y terminó de vestir a su marido.
- ¿Por qué no hablas con don Rogelio y le dices cómo te tratan?
Rosario cosía una camisa sentada en la cama.
Ya basta, Moisés, somos nosotras las que nos estamos partiendo los cuernos por sacar esto adelante. Dale gracias de que tenemos un buen trabajo.
Moisés dio un giro con la silla y le agarró suavemente las manos.
Perdona, mi amor, pero no soporto que todos nuestros sueños se hayan roto, que os traten así, y yo aquí, maldita sea
Saldremos adelante, cariño, sólo hay que tener paciencia, todo saldrá bien, ya verás
En ese momento, Toribio abrió la puerta sin avisar y les pilló agarrados de la mano. Rosario se levantó inmediatamente soltando las manos de Moisés y volviéndose hacia el capataz, como poniéndose a su disposición.
¿Os pensáis que esto es un puto hotel?
Perdone usted intervino Moisés -, nosotros
¡Cállate, cabrón! ¿Alguien te ha dicho que hables?
No, señor contestó achicado.
Venga a trabajar de una puta vez. Tú a pelar patatas a la puta cocina le dijo a Moisés señalándolo con el dedo -. Y tú a limpiar la puta mierda del suelo del salón. Venga, coño, mueve el culo
Rosario salió contoneándose con los tacones y Moisés hizo rodar la silla hasta la cocina. Toribio les seguía a corta distancia. Una vez en la cocina, le acercó un baño de patatas a Moisés y le ordenó que las dejara todas peladas, lavadas y cortadas para luego hacer unas tortillas. Después salió de la cocina y trató de cerrarla, pero la puerta no llegó a encajarse del todo y quedó una ranura por la que mirar. Moisés vio cómo se dirigía hacia el salón y se sentaba en un sillón junto a una camilla redonda con enaguas. Se encendió un trozo de puro, reclinado sobre el respaldo. Unos minutos más tarde apareció su esposa con un cubo lleno de agua y unos estropajos. Le dijo dónde debía limpiar, justo enfrente de él, unas manchas aceitosas que había cerca del rodapié. Moisés vio cómo irremediablemente su mujer se arrodillaba encima de un trapo para ponerse a cuatro patas y comenzar a refregar las baldosas. Tenía el vestido tan ceñido al cuerpo que se le corrió casi hasta la cintura, dejándola con las bragas a la vista, unas braguitas tan pequeñas y ajustadas que tendían a meterse por la raja. Toribio tenía para sus ojos aquel culo ancho y grande, de nalgas blandas y carnosas, con parte de las bragas metidas por la raja, con las ligas de encaje visible en la parte alta de los muslos y las tiras laterales del liguero muy tensadas. Aunque disimuladamente Rosario trató de taparse, por la posición del cuerpo la base del vestido no cedía. Sabía que el muy cerdo se estaba aprovechando, pero continuó fregando el suelo, viendo su reflejo en el mueble, aunque sólo le veía de cintura para arriba al estar la camilla en medio. Toribio se mordió el labio inferior y Moisés vio cómo se bajaba la bragueta y se metía la mano dentro. Maldito hijo de puta. Sus ojos casi se salen de su órbita cuando vio cómo se sacaba su polla gorda y tiesa para comenzar a machacársela despacio, con la vista clavada en el culo de su mujer, un culo que se meneaba al son de los movimientos de los brazos en las baldosas. Dada su voluminosa barriga, se la agitaba en horizontal, mordiéndose el labio y respirando por la boca, casi acezando como un perro. A Moisés le tembló la barbilla ante los azotes de la impotencia. Al muy cerdo le caían gotas de sudor por las sienes dado el esfuerzo al machacarse la polla. Debido a los incesantes movimientos al limpiar el suelo, el vestido se le había corrido hasta el ombligo, quedándole a modo de corpiño, dejándola ya con todas las bragas a la vista, unas bragas de finas tiras laterales que se hundían en sus carnes, que se le habían metido por el culo a modo de tanga. Toribio se sacudía la verga muy velozmente. Podía distinguir desde el sofá los pelos del chocho entre las piernas, escapando de entre las bragas. Las nalgas le vibraban y la parte trasera de las bragas ya se habían convertido en una tira metida completamente por el culo. Rosario veía su figura borrosa reflejada en las portezuelas del mueble. Moisés asistió a la eyaculación. La verga comenzó a salpicar abundante leche sobre las enaguas, gruesas salpicaduras blancas que se repartieron de arriba abajo. Se guardó la polla y se subió la bragueta para darle al puro unas caladas y poder así relajarse. Rosario terminó de fregar el suelo, se irguió quedando arrodillada y se bajó el vestido antes de levantarse y volverse hacia su amo. Toribio la observó. De tanto moverse, la aureola de una teta le asomaba por el escote. Tenía los pechos excesivamente apretujados contra la tela.
Venga a hacer la puta comida.
Moisés les vio venir. Toribio llevaba un pantalón caqui con una mancha redonda en la bragueta. El hijo de perra se había hecho una paja a costa de su mujer, sin importarle un comino de que él se encontrara a solo unos metros. Cuando entraron, quiso avisarla con un gesto de que se colocara el escote. Parecía que ella no se había percatado de ello y con las zancadas el pezón ya lo tenía por fuera. Estaba tan nerviosa por bajarse el vestido cuanto antes que no se había dado cuenta del meneo de los pechos. Pero el capataz intervino con sus malos modos.
¿Te has estado tocando los cojones? se indignó al ver el baño vacío.
Me duelen las manos
Ante la sorpresa de Rosario, Toribio le arreó un tortazo a su esposo. Le volvió la cara por la fuerza y Moisés se llevó la mano a la mejilla dolorida, humillado delante de su mujer por aquella bestia.
Me cago en la puta que parió, venga a pelar las putas patatas o os vais todos a tomar por culo
Tranquilícese, don Toribio, ahora mismo pela las patatas.
Toribio volvió a mirarle el pezón.
Cuando vuelva quiero ver la puta comida lista, ¿entendido?
Sí, señor, no se preocupe usted.
Y abandonó la cocina dando un fuerte portazo. Moisés, abatido, cogió el cuchillo y una patata para pelarla. No quiso decirle nada a su mujer de lo que había visto. Ella se colocó el escote y se inclinó para besarle en el cabello.
- No te preocupes, cariño, no te obsesiones, ya iremos cogiendo confianza con él.
Y se dispuso para sacar las cacerolas y preparar la comida.
Tras el mal trago con Adán, Nieves llevaba hora y media esperando en la consulta cuando apareció el señorito ataviado con su bata blanca y tan recto como siempre. Ella se levantó en señal de respecto, pero el amo no le dio ni los buenos días y se sentó directamente en su sillón tras la mesa. Nerviosa, se mantuvo de pie. Levantó la mirada hacia ella y la examinó con detenimiento, fijándose en sus deliciosas curvas y en el escote, con los pechos apretujados y el canalillo a la vista. Vio que rellenaba un cheque, lo arrancaba del talonario y extendía el brazo para entregárselo.
Toma, esto es un anticipo, imagino que necesitaréis dinero.
Sorprendida por la generosidad del señorito, recogió el cheque, fijándose en la cantidad, una tercera parte del sueldo, y se lo guardó en el bolsillo de la ajustada bata.
Se lo agradezco mucho, don Rogelio.
Continuaba de pie delante de la mesa.
Vas a ayudarme con gente muy importante, ¿entiendes? Necesito certificar que estás en pleno estado de salud. No quiero problemas con mis pacientes. Antes de que empieces, necesito hacerte un reconocimiento médico, algo rutinario. ¿Conforme?
Sí, señor, lo que usted diga.
Le hizo una serie de preguntas acerca de algunas enfermedades, preguntas muy rutinarias que iba anotando en un bloc a medida que ella respondía, hasta que la sorprendió con una pregunta comprometida que no se esperaba.
¿Eres virgen? -. Nieves tragó saliva con la mente noqueada. Transcurrieron unos segundos -. Que si eres virgen, coño.
Sí, señor.
Bien. Quítate la bata. Voy a tomarte la tensión y a auscultarte le ordenó tomando nuevas anotaciones en la hoja.
Nieves se ruborizó y sintió pánico ante la imposición del señorito, pero lentamente comenzó a desabrocharse los botones de la bata. La observaba sin pestañear siquiera. Al llegar al último botón, se abrió la bata hacia los lados y se la quitó. Sus dos tetas con forma de U se menearon levemente, rozándose una con la otra. Poseía unas aureolas oscuras con gruesos pezones erguidos. A través de sus bragas de muselina se le transparentaba la forma triangular del coño, con los pelillos sobresaliéndole por la tira superior. Llevaba el liguero blanco de tiras laterales enganchadas a las ligas de encaje de las medias, con los zapatos de fino tacón otorgándole un grado de erotismo. Estaba sintiendo mucha vergüenza al exhibirse ante el señorito, pero quiso pensar en sus buenas intenciones como médico que era. Se levantó sin quitarle la vista de encima.
Siéntate en la camilla.
Se giró para dar unos pasos hacia la camilla, dándole la espalda, por lo que don Rogelio pudo fijarse en su culo redondito y pequeño, de nalgas duritas cubiertas por las bragas. Se sentó en el borde de la camilla y cruzó las manos a la altura del ombligo, en un intento por tapar las transparencias de las bragas. El señorito le tomó primeramente la tensión, después la auscultó con un estetoscopio hundiéndolo en sus tetas blandas con todo el descaro del mundo. Llegó a rozarle los pezones con el canto de la mano.
Baja y date la vuelta le dijo soltando el aparato -. Voy a tomarte la temperatura.
Cómo protestar después de la jugosa propina que le acababa de dar con el anticipo. Se apeó y se volvió dándole la espalda. Él mismo la sujetó por la nuca y le bajó la cabeza para que se curvara hacia la camilla.
Bájate las bragas -. Abrió los ojos desorbitadamente, atemorizada por el abuso, y le miró por encima del hombro con ojos suplicantes. Agitaba un termómetro -. Que te bajes las putas bragas, hostias, que no tengo todo el día.
Enganchó las tiras laterales con los pulgares y se las bajó un poco, pero don Rogelio le dio un nuevo tirón bajándoselas hasta por debajo de las ingles, dejándola con su culito expuesto. Miraba al frente, muerta de miedo por los malos modos que utilizaba. Don Rogelio empleó unos instantes para verle el culo, resoplando, notando la erección bajo sus pantalones. Mantenía los muslos pegados, pero algunos pelos del coño escapaban por la entrepierna.
Ábrete el culo.
Temblorosamente, echó los brazos hacia atrás y se abrió la raja del culo, mostrando su ano tierno y delicado, un orificio palpitante de esfínteres rojizos, ya con parte de la rajita vaginal a la vista. A don Rogelio le iba a explotar la polla al verla con el culo abierto, tan dócil, a su entera disposición. Le acercó el termómetro y se lo clavó en el ano hasta la mitad. Nieves emitió un débil gemido, pero mantuvo la mirada hacia la pared, sin querer mirar hacia atrás, aún con las manos en las nalgas abriéndose la raja.
Muy bien, aguanta unos minutos.
El señorito no lo pudo evitar. Se le caía la baba observando aquel culito fresco con el termómetro pinchado en el ano. Se apartó la bata para bajarse la cremallera del pantalón y se sacó su polla, una polla pequeña que parecía una croqueta, gruesa y muy corta. Nieves pudo verla a través del reflejo de una bandeja de aluminio que tenía frente a sus ojos. Comenzó a sacudírsela arropándosela con la mano, mediante movimientos frenéticos, relamiéndose los labios, sin parpadear, con la vista puesta en el culito de su enfermera, en su jugoso ano y en los pelos del coño que sobresalían de la entrepierna. Nieves lograba oír las agitaciones del brazo y su respiración acelerada, pero no se atrevía ni a mirar ni a retirar las manos de las nalgas. Cada vez se la machacaba más deprisa, hasta que de pronto un salpicón de leche muy líquida le cayó en la rabadilla y resbaló por la raja como un riachuelo, inundándole el ano y alcanzando su coño, de donde comenzó a gotear hacia las bragas. Otros salpicones le cayeron por las nalgas, formándose numerosas hileras blancas que le resbalaban hacia las piernas. Le puso el culo perdido de leche, pero ella mantuvo la posición. El señorito se guardó la verga y se subió la cremallera, tratando de normalizar la respiración. Luego le sacó el termómetro del culo. Las filas de leche le corrían por las nalgas hasta topar con el encaje de las medias. Del chocho continuaba goteando leche hacia las bragas por el torrente que circulaba por la raja del culo.
Límpiate y luego prepara esos expedientes que hay encima de la mesa. Tengo que salir.
Abrió la puerta y abandonó la consulta sin más explicaciones. Nieves se irguió en ese momento y se miró el culo. Tenía el rastro de varias hileras blancas señaladas en las nalgas y al mirarse el coño vio que aún le caía alguna gota mojándole las bragas. Cogió trozos de algodón para secarse el culo y la vagina, después se subió las bragas y se abotonó el vestidito. Estaba atrapada en una casa de hombres pervertidos, pero debía aguantar por el bien de su familia y por su propio futuro. Se sentó a la mesa para preparar los expedientes.
Rosario se encontraba planchando en la cocina y tratando de reflexionar acerca de lo que les estaba pasando. Estaban recibiendo un trato denigrante por parte de los hombres de aquella casa, como si fueran rameras, su marido estaba sufriendo mucho y tal vez merecía la pena buscarse la vida en otro sitio, en otras condiciones más dignas. Pero eran muy pobres, no tenían nada, y el señorito estaba siendo generoso, de hecho su hija le había entregado el cheque que don Rogelio le había dado como anticipo. Había visto al capataz propinarle una ensalada de patadas a un jornalero por no espabilarse. Trataba a la gente de manera inhumana. Oyó voces procedentes de su cuarto. Asustada, soltó la plancha y se asomó al pasillo. Al fondo, en su cuarto, vio a dos extraños abofeteando a su marido. Le habían partido el labio y le habían tirado de la silla. Uno de ellos llevaba la voz cantante. Tendría cuarenta años, era corpulento y con una melena muy negra, con una expresión ceñuda.
O nos pagas lo que nos debes o vas a sufrir como un condenado le amenazaba uno de ellos cogiéndolo por la pechera.
Os lo juro suplicaba muerto de miedo -, en dos semanas mi mujer y mi hija cobrarán y podré daros una parte.
¡Cabrón!
Le arrearon una patada en el estómago y entonces Rosario salió flechada en defensa de su marido.
¡Moisés! ¡Por favor, lo vais a matar! lloriqueó tratando de incorporarle.
¿Quién es esta puta? preguntó indignado el de la expresión ceñuda.
Rosario tuvo que inclinarse para sujetar a su marido e inevitablemente la base del vestido se le corrió unos centímetros dejándola con medio culo al aire ante aquellos dos sabuesos, con las bragas casi metidas por la raja y con el encaje de las medias bien visible. Algunos pelos del chocho le asomaban en la entrepierna al llevar las bragas remetidas. Los dos tipos se miraron, aunque enseguida volvieron la cabeza hacia aquel culo. Rosario se incorporó y se volvió hacia ellos.
Tomad.
Rosario les entregó el cheque con el anticipo del señorito y en cuanto vieron la cantidad parecieron calmarse. Ella se arrodilló para ayudar a Moisés. Uno de ellos se acuclilló ante Rosario y le achucho severamente las mejillas.
Soy Andrades, guapa. Así me gusta, ya nos debéis menos. Volveremos a vernos muy pronto y espero que la deuda quedé saldada -. Miró a Moisés sin soltar las mejillas de Rosario -. Dale las gracias a esta putita tan guapa, maricón, si no te mataba a palos.
Se incorporó y abandonaron la habitación. Rosario ayudó a su marido a levantarle del suelo y a tumbarle en la cama. Le estuvo curando los golpes y al final le convenció para que se quedara acostado y así pudiera descansar. Ella aún tenía labores que hacer.
Era media tarde. Rosario se hallaba fregando el pasillo, con su erótico uniforme de sirvienta puesto, teniéndose que bajar el vestido cada dos por tres para que no se le viera el encaje de las medias. Había dejado a su marido traspuesto tras la paliza que le habían dado. Debían mucho dinero. Estaban muy agobiados económicamente como para dejar aquel trabajo en la hacienda, de hecho gracias al anticipo que el señorito le había dado a su hija, había conseguido aplacar los ánimos de aquellos matones. Entró en la habitación del capataz para fregarla y perfumarla. Le entraron ganas de mear. Aquella alcoba era bastante espaciosa y disponía de un cuartucho contiguo con una taza y un pequeño lavabo. Soltó la fregona y entró en el habitáculo. Un diminuto ventanuco iluminaba tenuemente la estancia. Se subió el vestido hasta la cintura, se bajó las bragas negras hasta las rodillas y se sentó en la taza a mear. Justo cuando le salía el chorro de pis, apareció Toribio de repente. Atemorizada por su presencia, se tapó las piernas cruzando los brazos encima, de manera instintiva.
¿Qué coño haces meando en mi puto baño?
Perdone, don Toribio, yo
¡Fuera de aquí, guarra!
La sujetó del brazo y la levantó de la taza violentamente. Aún le caía pis del chocho y numerosas gotas se repartieron por el borde de la taza y el suelo. Trató de subirse las bragas para taparse, pero sólo consiguió subírselas de un lado, quedando su coño peludo y su culo ancho a los ojos del capataz. Aún le goteaba pis en las bragas.
¿Quién te ha dado permiso para mear en mi baño, zorra?
Por favor, perdóneme
¡Puta! ¡Jodida cerda!
Moisés oía los insultos en la lejanía. Uno tras otro. Se encontraba tumbado, con los ojos inundados por las lágrimas. En el baño, Toribio la obligó a arrodillarse ante la taza. Dado los movimientos bruscos, el pezón de una teta le asomaba por encima del escote. Continuaba con medio culo al aire, postrada a los pies del capataz.
¡Mira cómo has puesto todo, guarra! vociferó indignado -. Vas a limpiarlo con la lengua. Vamos
Se colocó a cuatro patas frente a la taza, junto al capataz, que se mantenía de pie, a su lado, observándola. Había numerosas gotas amarillentas repartidas por el borde. Sacó la lengua y comenzó a lamer la superficie del borde, degustando las gotas de su propio pis. Toribio se fijaba en cómo lamía, como una perra, y se fijó en su culo, con los pelos del chocho entre las piernas, aún goteándole orín en las bragas. Rosario lamió todo el borde hasta dejarlo reluciente y al incorporarse sufrió una arcada por el fuerte amargor de la boca. Le miró sumisamente, arrodillada ante él.
Me has salpicado los zapatos y el puto suelo. ¿Qué te he dicho? Vamos, perra, verás como aprendes
Tragó saliva, pero volvió a curvarse para colocarse a cuatro patas. Inclinó el tórax y bajó la cabeza, lamiendo del suelo algunas gotas desperdigadas. Arrastró la lengua por la baldosa hasta comenzar a lamerle los zapatos. Toribio no le quitaba la vista al culo gordo y ancho, meneándose al son de las lamidas, con las bragas medio bajadas. Parecía una perrita lamiéndole los pies. Le dejó los zapatos relucientes y volvió a incorporarse para mirarle con la misma sumisión. Toribio se bajó la cremallera lentamente. Se metió la mano dentro y se sacó su gruesa polla erecta, con las venas que recorrían el tallo a punto de reventar. Rosario, arrodillada, la tenía ante sus ojos. Se la empezó a machacar en posición horizontal, con movimientos desesperados, apuntándola, acezando como un perro. Sus jadeos retumbaban en el pequeño habitáculo. Se fijaba en el pezón de su teta y en la parte visible del coño, al tener la tira superior de las bragas en diagonal, los pelillos quedaban a la vista. Rosario miraba la verga fijamente, percibiendo una fina lluvia de babilla por todo su rostro. Instantes más tarde, un escupitajo de semen le cruzó la cara desde el pómulo hasta la frente. Un segundo salpicón se estrelló contra el párpado derecho y un tercero en la punta de la nariz, gota que le cayó en el escote. Rosario se pasó el dorso de la mano por el ojo. Él descolgó una toalla, se limpió la verga y volvió a guardársela para subirse luego la cremallera. Le tiró la toalla encima.
Largo de aquí, puerca.
Se subió las bragas al tiempo de levantarse y se bajó el vestido huyendo de allí a toda prisa, vejada y humillada por aquel cerdo. En el pasillo se limpió la cara con el delantal y escupió varias veces en el cubo de la fregona. Era asqueroso, se sentía sucia. Cuando entró en su habitación, su marido elevó la cabeza, preocupado por los insultos que había escuchado, pero ella le sonrió al sacar el cesto de la costura.
Duerme, cariño, que no pasa nada.
He oído las voces. ¿Qué te ha hecho?
Nada, este hombre que es así de bruto, tú no te preocupes y descansa.
Y se puso a coser envuelta en un semblante pálido, con el mal sabor del pis en la boca y el olor del semen incrustado en la nariz.
Ya eran las ocho de la tarde. Nieves se encontraba terminando de ordenar y documentar los expedientes de algunos pacientes. Desde el incidente, no había vuelto a ver al señor. Le había entregado a su madre el cheque y le había confesado a su novio que don Rogelio había abusado de ella, que se había masturbado corriéndose en su culo. El pobre Mauro no dijo nada y quiso mantener la serenidad, aunque se le notó su disgusto y rabia, al fin y al cabo él las había metido en la boca del lobo.
Creo que está arrepentido de lo que me ha hecho, se fue avergonzado le había dicho a su novio -. Espero que no vuelva a pasar.
No tiene derechos sobre ti, Nieves, no tienes que soportar ese tipo de humillación.
Lo sé, pero qué podía hacer
A sus padres prefirió no contarle nada. Cuando más abstraída se encontraba, don Rogelio irrumpió en la consulta precipitadamente. Ella se levantó enseguida en señal de respeto. Venía ataviado inmaculadamente con un traje de chaqueta. El señor se detuvo a su altura y la miró de arriba abajo.
- ¿Cómo te encuentras?
Ella bajó la cabeza para evitar sus ojos, pero él le levantó la cara sujetándola por la barbilla.
Bien, señor.
Quería disculparme contigo, sé que lo de esta mañana no ha estado bien. Pero, entiéndeme, soy un hombre viudo que lleva muchos años sin compañía y tú eres una joven muy guapa.
Gracias, señor.
Ya no va a volver a pasar más. Es mejor que abandonéis esta casa, ya buscaré otras personas Os pagaré lo que os prometí y luego podréis marcharos. No quiero problemas.
Y rodeó la mesa para sentarse en su sillón y rebuscar entre un manojo de papeles. Nieves se quedó anonadada, la estaba despidiendo. Enseguida reprodujo mentalmente las sensaciones de estar sin dinero y el constante acoso de los acreedores. Necesitaban ese trabajo. Dio unos pasos con los tacones y él giró el sillón hacia ella.
- Puedes irte, me encargaré de que el capataz os pague todo el mes.
Tragó saliva, nerviosa, con mirada suplicante.
De verdad, señor, por mi parte no ha pasado nada y comprendo sus, sus, sus necesidades. Yo quiero trabajar para usted. Aquí estoy a gusto. Por favor
Soy un hombre solo, ¿entiendes?
Sí, señor, no pasa nada.
¿Por qué no me dejas verte las bragas? -. Nieves exhibió una agria sonrisa, pero se sujetó el vestidito blando por los lados y se lo subió hasta mostrar sus bragas, las ligas de sus medias y las tiras del liguero. A través de la muselina se le transparentaba la mancha oscura del chocho. Don Rogelio se refregó el bulto y se desabrochó la bragueta -. Mastúrbate.
Con un movimiento lento, condujo su manita derecha hacia sus bragas y se la metió por dentro para acariciarse suavemente el coño. Don Rogelio ni parpadeaba contemplando el movimiento de los nudillos tras la gasa. Se sacó su pollita, una pollita pequeña y arrugada que parecía una salchicha, rodeada en la base por pelos canosos muy largos, con unos huevos flácidos y arrugados. Se la comenzó a sacudir sujetándosela por el capullo, pendiente de la actuación de la mano dentro de las bragas. Se la meneaba deprisa, soltando bufidos secos de placer.
Acércate -. Nieves, abochornada, con la mano dentro de las bragas, dio un par de pasos hacia él -. Hace mucho que no me la chupan. ¿Te importaría? Necesito relajarme
Con el vestido arrugado en la cintura, se postró ante él. El señorito separó las piernas para que ella pudiera meterse en medio. Le sujetó la pollita con la mano derecha para mantenerla en vertical y acercó la boca para mamarla, subiendo y bajando la cabeza a un ritmo acompasado y constante, deslizando sus labios desde el capullo hasta la base, con la lengua pegada al tallo. A pesar de tenerla erecta, estaba blanda, y tenía un sabor rancio. No perdía el ritmo. Don Rogelio se había relajado con los ojos cerrados reclinándose en el sillón, con los brazos colgando por fuera, dejándola mamar con un compás sosegado. La barbilla le estrujaba los huevos al llegar abajo. La punta de la nariz se clavaba en su bajo vientre y la frente le rozaba la barriga fofa. Tras unos minutos sin parar de mamar, le oyó resollar con suspiros de por medio y unos instantes más tarde percibió el derramamiento de leche dentro de su boca, pequeñas porciones que iba tragándose a medida que se corría. Fue frenando los movimientos de su cabeza al mismo tiempo que iba dejando de eyacular y al final se irguió soltándole la pollita y limpiándose los labios con el dorso de la mano. Se había tragado toda la leche. La pollita relucía por la humedad de la saliva, sin un rastro de semen. Le miró sumisamente, aún arrodillada ante él. Don Rogelio se metió la polla dentro de la bragueta y se subió la cremallera.
Gracias, chica, ahora lárgate. Tengo que hacer algunas cosas. Mañana quiero verte aquí puntual. ¿De acuerdo?
Sí, señor.
Se levantó y se bajó el vestido. Luego caminó hacia la puerta exhibiendo el contoneo de su culo y abandonó la consulta tras hacerle una mamada al amo de la casa.
Ya era casi la medianoche y el silencio reinaba en toda la hacienda, tan sólo los ronquidos del capataz retumbaban en el pasillo. Rosario permanecía acurrucada bajo las sábanas contra el regazo de su marido. A pesar de la estrechez de la cama, se había acostado con él, buscando sus brazos, y dormía profundamente. Estaba rendida por el duro trabajo, el fuerte temor y la tensión a la que estaba sometida. Moisés se mantenía despierto, apretujándola contra él, oyéndola respirar plácidamente. Lo que estaba sufriendo, siendo sometida a continuas vejaciones por parte del capataz. Nieves se encontraba en su cuarto junto a su novio, Mauro. Se había colado cuando todos ya dormían para estar un rato con ella. Nieves tenía puesto un camisoncito negro muy corto, de gasa, con la base con adornos de ganchillo, casi al límite de las ingles, con sus dos tetas balanceantes transparentándose tras la tela. Se estaban besando con pasión sentados los dos en el borde de la cama, abrazados, lamentando la patética situación que estaban atravesando. Nieves precisaba de la protección de su novio y Mauro necesitaba consolarla. Vivían momentos muy frustrantes. Ambos trataban de tranquilizarse mutuamente. Le había dicho la verdad, que don Rogelio había tratado de despedirla y que para evitarlo había tenido que hacerle una mamada. Lo contó como algo grave, pero como sumida en la ingenuidad, como si fuera una obligación para evitar el despido. La luz de un candil iluminaba tenuemente la estancia. Hablaban en voz baja.
En cuanto consiga ahorrar un poco más, te sacaré de aquí le prometió Mauro acariciándole la cara -. Quiero casarme contigo, te amo tanto No quiero que sufras
Ya basta, amor mío, yo también te quiero muchísimo, pero tenemos que ser fuertes.
No quiero que nadie te toque
Olvídalo, cielo, para mí no significa nada
Iba a besarle cuando la puerta se abrió de repente. Ambos jóvenes se levantaron asustados. Sus tetas se movieron tras la gasa. Era el capataz, en calzoncillos, con su monstruosa barriga al descubierto y sus gruesas piernas, sudando como un cerdo, con hileras corriéndole por las sienes y la frente.
¿Qué coño hacéis? ¿Os pensáis que esto es un burdel? gritó con la indignación reflejada en la mirada.
Perdone, don Toribio - trató de intervenir Nieves.
¡Cállate, guarra! Y tú ven acá, cabrón, fuera de aquí
Le echó a patadas, arreándole varios tortazos en la cabeza. Mauro huyó por el pasillo a toda prisa tras resbalar varias veces, dejando a su novia sola ante la bestia, hasta que consiguió salir fuera. Se había dado un buen costalazo y le dolían los riñones. Hacía frío, había una noche cerrada con luna llena. Acababa de dejar a su novia a expensas de un cerdo de la calaña del capataz. Cayó arrodillado, retorciéndose de dolor. Miró hacia atrás. La puerta principal la había dejado abierta. Moisés también oía los insultos y el vocerío del capataz en mitad de la oscuridad de su cuarto. Estaba abroncando a su hija. Rosario continuaba dormida. Cerró los ojos, como rogando que aquel infierno cesara, inmóvil como un cobarde.
Toribio volvió a entrar en la habitación sin cerrar la puerta. La miró como un baboso, clavando sus asquerosos ojos en sus pechos y en los muslos de sus piernas. Nieves se mantenía de pie junto al camastro.
Por favor, don Toribio, sólo nos estábamos despidiendo No estábamos haciendo nada malo.
¡Cállate, guarra! vociferó -. Nadie te ha dado permiso para hablar. Maldita puta, mañana mismo hablaré con don Rogelio y os iréis todos a la mierda
Por favor, no, don Toribio suplicó juntando las manos y dando un paso hacia él -, ya no lo haremos más, se lo ruego No le diga nada, por favor
El sudor le cocía en la frente y las sienes y unas finas hileras le corrían por la barriga. Despedía un hedor repugnante. La agarró por los pelos y le tiró de la cabeza hacia atrás. Nieves frunció el cejo y abrió la boca ante el estiramiento brusco de sus cabellos, con los músculos del cuello en tensión. Le pasó la yema del dedo pulgar por encima de los dientes superiores, metiéndole la uña por debajo del labio superior, para después darle unas bofetaditas en la cara. Una de sus tetas rozaba su barriga sudorosa, manchándose la gasa de sudor.
¿No quieres que le cuenta nada?
Por Por favor
Eres una putita -. Le arreó unas palmaditas en una teta, por encima de la gasa, haciéndola danzar bajo la tela, provocándole una mueca de dolor -. ¿Sabes lo que hago yo con las putitas como tú?
La sujetó del brazo y la forzó a colocarse a cuatro patas sobre la cama, con las rodillas cerca del borde y los pies por fuera. Nieves, atemorizada, plantó las manitas encima del colchón, con la almohada bajo su cuerpo y sus pechos columpiándose hacia abajo. Toribio se bajó el calzoncillo a toda prisa y lo tiró al suelo, acto seguido le rajó el camisón por la espalda, desde el cuello hasta la base de ganchillo, abriéndoselo hacia los lados y dejándole a la vista la espalda y el culo, porque no llevaba bragas. Nieves cerró los ojos mirando hacia la pared, agarrando las sábanas con fuerza, como si supiera lo que le deparaba. Hubiese deseado aquel momento especial para su primera noche de bodas. Toribio, fascinado y babeando con aquel culito, se meneaba la verga para enderezarla. La almejita salpicada de vello le esperaba entre las piernas. Se colocó tras ella, sujetándosela con la mano derecha para guiarla a los bajos del culo. Le rozó la rajita con el capullo, con todo el peso de su barriga en la cintura de Nieves. Contrajo el culo y le taladró el coño con media verga. Nieves despidió un hondo jadeo, con los ojos desorbitados, arrugando las sábanas con toda su fuerza. Comenzó a gotear sangre en el borde de la cama, señal de que la había desvirgado. El agudo dolor la envolvió en sudor de forma repentina. Toribio terminó de hundirle la polla hasta el fondo, después le abrió el culo con los pulgares de sus manazas para poder fijarse en su ano tierno y rojizo y comenzó a follarle el chocho embistiéndola severamente, con todo el tallo de la polla manchado de sangre. Ella se puso a gemir como loca, con la cabeza erguida y los ojos abiertos como platos, con sus pechos columpiándose alocados. Toribio jadeaba secamente como un cerdo. Moisés oía desde la oscuridad de su cuarto los gemidos estridentes de su hija mientras unas lágrimas le corrían por las mejillas. Por suerte, su esposa dormía sin enterarse de nada y él cómo un cobarde escuchando la sintonía de la violación. También Mauro oyó el grito desesperado de su novia. Temblando de miedo, volvió a entrar en la casa, y en medio de la penumbra, avanzó hacia el pasillo que conducía al ala izquierda. Los gemidos de su novia y los jadeos del capataz hacían eco en toda la planta. Miró hacia los lados, hacia la escalera, dudando si pedir auxilio al señor de la casa. Su obligación era parar aquello, avisar a los guardias para que pararan aquella bestialidad. Pero quien iba a creer a un jornalero ante aquellos terratenientes, aparte de que sus vidas terminarían de derrumbarse. La estaba violando como castigo. Anduvo lentamente por el pasillo hasta que torció hacia la zona de las alcobas. Unas sombras se proyectaban en la pared, unas sombras procedentes del cuarto de su novia, unas sombras que se movían incesantemente al son de los gemidos y jadeos, un claro reflejo de lo que estaba sucediendo. Se quedó paralizado y retrocedió un paso.
En el cuarto, el capataz continuaba abriéndole el culo con los pulgares y perforándole el coñito secamente. Varias gotas de sangre manchaban el borde de la cama. Jadeaba muy fatigosamente al embestirla, con los ojos fijos en el ano. Nieves gemía de manera muy aguda, a veces mirando hacia atrás por encima del hombro para ver cómo la follaba. Su cuerpo seboso relucía por el sudor. El dolor por la dilatación y la rotura del himen se había ido suavizando y percibía cierto gustillo ante la acelerada entrada y salida de aquella impresionante verga. La sentía muy hondamente dentro de su cuerpo. Algo tan especial reservado para su novio y se lo arrebataba aquella bestia humana. Le vio fruncir el entrecejo y resoplarse el sudor, dejando de abrirle las nalgas para sujetarla por las caderas. Aceleró las embestidas y Nieves percibió que comenzaba a correrse dentro, pero la polla resbaló y salió del coño, salpicándole el culo de leche descontroladamente. Varios pegotes viscosos quedaron repartidos en sus nalgas. Toribio retrocedió acezando como un perro y limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. Ella mantuvo la posición mirándole por encima del hombro. La dejó con el coño muy abierto, con una gota de semen asomando en el interior. Resoplaba muy fatigado. Vio que se curvaba hacia la palangana y se refrescaba la cara con agua. Pudo fijarse en su culo encogido y peludo, con los enormes huevos entre las piernas. Nieves se apeó de la cama tratando de cerrarse por detrás el camisón desgarrado. El capataz se irguió secándose la cara con su toalla para después limpiarse la sangre de la verga.
Que no vuelva a ver a ese maricón por aquí, ¿estamos?
Sí, don Toribio.
Moisés se asomó por la esquina. Le vio salir, con el sudor corriéndole por todo el cuerpo. Iba desnudo. La barriga le botaba con cada zancada, así como sus pectorales blandengues, y llevaba la polla erecta, pegada a los bajos de la panza, con los huevos gordos danzando hacia los lados. Se metió en su habitación sin cerrar la puerta ni apagar el candil. Necesitaba verla, debía arriesgarse. Aguardó un par de minutos hasta que le oyó roncar. Entonces se quitó los zapatos y avanzó sigilosamente. Al pasar por delante, vio su cuerpo monstruoso tumbado boca arriba en la cama. La barriga subía y bajaba al son de los ronquidos. La polla lacia permanecía en reposo hacia un lado y los huevos descansaban sobre el colchón. Aún se le apreciaba un refregón de sangre en el tronco. Jodido cerdo, qué ganas de matarlo. Avanzó un poco más hasta asomarse al cuarto de su novia. Se encontró con los asquerosos calzoncillos tirados en el suelo y vio las gotas de sangre en el borde de la cama. La había desvirgado. Ella se encontraba de espalda y curvada hacia delante colocando la almohada. Vio su camisón desgarrado y abierto y las manchas de leche pegadas en el culo, dos pegotes en una nalga y otro en la rabadilla, una leche blanca muy condensada. Notó su presencia y Nieves se volvió hacia él asustada. Tenía todo el cabello humedecido por el sudor y algunas gotas hirviendo en su frente.
Soy yo. Maldita sea, ¿qué te ha hecho?
Uff Me duele -. Dijo sentándose en el borde con ambas manos en la vagina y cerrando las piernas -. Lo siento, Mauro, me la ha metido
Amor Voy a matarle
Chsss, vete de aquí o él te matará
Pero
Tranquilo, vete, por favor, puede despertarse. Para mí esto no significa nada. Pero sal de aquí antes de que se despierte.
Destrozado, Mauro retrocedió y comenzó a recorrer el pasillo en dirección a la salida, sin querer mirar de nuevo a la bestia que roncaba, a la bestia que había violado al amor de su vida, a la bestia que acababa de destrozar sus ilusiones. CONTINUARÁ. Carmelo Negro.
Email y Messenger:
joulnegro@hotmail.com
.
Gracias.