Humillada por su hijo
(Historia de cómo María y su marido son vilmente humillados por su hijo Marcelo)
Humillada por su hijo.
(Historia de cómo María y su marido son vilmente humillados por su hijo Marcelo)
La intratable enfermedad de Vicente, su marido, sólo había traído consigo un mar de penurias en la vida de María, una mujer de cuarenta años anclada a un destino mísero. Tuvieron épocas felices, pero la mala fortuna aconteció como un rayo, dejando la tristeza y la amargura como las riendas de sus vidas. Vicente había fumado mucho y ahora tenía serios problemas respiratorios, incluso debía llevar oxígeno las veinticuatro horas del días y hasta para ducharse precisaba de ayuda. A todo esto, había que añadir sus problemas de artrosis, fuertes jaquecas y hondas depresiones, de hecho se le había concedido, a sus cuarenta y tres años, la invalidez permanente, con una mísera pensión que no llegaba a los seiscientos euros mensuales. Para llegar a fin de mes, María daba horas en una casa, se ocupaba de las tareas domésticas de un rico argentino del pueblo, médico de profesión, aunque ya jubilado, y viudo. Se mataba a trabajar para sacar la casa adelante. Vivía sumida en una vida oscura, llena de pesadumbre y melancolía. María y Vicente tenían un hijo que acababa de cumplir los veinte. Se llamaba Marcelo. Había sido un buen chico, un buen estudiante, con un futuro prometedor cuando se matriculó en la facultad de Medicina, pero su novia de toda la vida le había dejado y desde entonces empezó a desvariar, empezó a desmadrarse, a salirse del camino, a verse involucrado en un escándalo tras otro. Se había vuelto un sinvergüenza, un vago y un vividor que le daba a las drogas y al alcohol, que se había echado amistades poco convenientes, como su amigo Petrov, un chico de algún país de Europa del Este. Marcelo dejó los estudios, comenzó a malgastar dinero, perdió su simpatía y se volvió mucho más agresivo, todo agravado por el débil talante de su padre, ahogado en sus penas, incapaz de imponer orden en aquella casa. Ahora Marcelo plantaba sus cojones y ni su padre ni su madre intentaban contrariarle, por miedo a su mal genio, por miedo a los escándalos y al qué dirán de los pueblos. En una de las últimas broncas, Marcelo llegó a soltarle una hostia a su propio padre, incluso le sacó a rastras de la casa como si fuera un perro. De no haber sido por la intervención de María, que trataba de apaciguarle de cualquier manera, nadie sabe qué hubiera pasado. Le tenían miedo a su propio hijo, muchas noches llegaba borracho, consumaba drogas y no había vuelto a tener relaciones con chicas desde que lo dejó la novia, como si rehuyera de las relaciones serias. María se enteró con el tiempo de que a su hijo la novia le había puesto los cuernos, que le había dejado por otro chico más pijo, y esa circunstancia le había encabronado tanto que le había agriado el carácter, le había convertido en un ser intratable. Estaban en un punto trágico donde Marcelo imponía las normas, llegando incluso a robarles para sus vicios. María compartía sus temores con su marido, a sabiendas de que ya era un cero a la izquierda por sus continuas depresiones y achaques, por sus graves problemas de movilidad, así es que a veces se desahogaba con su hermana Cristina, cinco años menor que ella, casada y madre de dos niños. María era una infeliz por muchos motivos, y la resignación parecía el único valor para seguir adelante. Sólo cuando iba a trabajar por las mañanas a casa del doctor Castro, el médico argentino, lograba aliviar las penurias que la rodeaban. El hombre vivía solo y la trataba bien, tenía setenta años y le facilitaba las cosas cuando le surgía algún problema en casa, con permisos y adelantos de nómina.
Marcelo cada vez iba a peor y su carácter ya resultaba insociable, casi siempre estaba de malhumor y empleaba tonos muy maleducados, sin respeto alguno por sus padres. Su padre temía su comportamiento agresivo y perverso. Más de una noche se había levantado con las muletas y le había pillado frente al televisor haciéndose pajas mientras veía alguna película porno u hojeaba alguna revista, revistas que escondía en su cuarto. Para tenerla advertida, se lo había contado a su esposa, y hasta cierto punto lo veían normal ante sus escasas relaciones desde que la novia le dejó. Al fin y al cabo era joven y su físico tampoco llamaba la atención de las chicas. Era más bien bajo y estaba regordete, con piernas y brazos gruesos, tatuajes por los hombros, había echado una barriga cervecera que le afeaba todo el cuerpo y tenía la piel muy blanca, con un vello oscuro que contrastaba con esa blancura. Se había dejado barba, una barba densa, y tenía el cabello voluminoso y rizado, casi siempre ataviado al estilo heavy. María también le lavaba sus calzoncillos manchados de semen reseco, pero nunca se había atrevido a insinuarle nada al respecto. Se desahogaba con sus películas y revistas y sus padres lo pasaban por alto, como cualquier adolescente. María le había sorprendido alguna vez. Una noche se levantó de madrugada para ir al baño y vio luz encendida en el cuarto de su hijo. Se asomó con cuidado y le vio tumbado boca arriba en la cama, con el slip bajado hasta las rodillas, sacudiéndosela velozmente mientras permanecía embelesado con una revista que sujetaba con la otra mano. Vio su cuerpo blanco y peludo, cómo se le movían sus huevos gordos y flácidos mientras empuñaba una polla gruesa y venosa, no muy larga, de un tono rosado en contraste con su cuerpo, con un glande afilado. Le oía resoplar mientras se daba. La revista le tapaba el rostro. Por un lado sintió pena de él, sabía que había querido mucho a su novia, que hubiera sido una persona distinta de haber seguido con ella, que en el fondo estaba sufriendo mucho. Le oyó respirar más aceleradamente, atizándose veloces tirones, con los huevos botando en el colchón. Entonces tiró la revista, extendió la mano y cogió un cenicero de la mesita. Se incorporó, se lo colocó debajo de la polla y comenzó a llenarlo de leche muy viscosa. Luego se dejó caer hacia atrás, adormilado, con la verga empinada. María no sentía nada al verle masturbarse, ni un atisbo de morbo, era su hijo y estaba desbocado, con serios problemas psicológicos. Verle hacer aquellas cosas le infundía miedo. Ella llevaba mucho tiempo sin mantener relaciones sexuales, desde que su marido cayó enfermo, pero estaba hecha a esas carencias, siempre fue una mujer tradicional, de mente muy cerrada en cuanto al sexo, en los buenos tiempos hacían el amor una vez al mes y con eso se conformaban. Para María, el sexo no era esencial en la vida, había valores mucho más importantes. A la mañana siguiente, antes de irse a trabajar a la casa del doctor y después de que su hijo se marchara, entró en la habitación y vio el cenicero lleno de semen, algo más aguado. El muy cerdo no se molestaba ni en quitarlo. Le recogió los calzoncillos tirados por el suelo y cogió el pequeño recipiente. Olió el semen, luego lo llevó al baño para verterlo en la taza y enjuagar el cenicero. Más de una mañana repetía la misma operación, se había acostumbrado a eyacular en el cenicero, cuando no se limpiaba con los calzoncillos. Otro día se levantó de madrugada para ir al servicio y justo cuando abría la puerta le vio salir de su habitación. Se quedó inmóvil, oculta en la penumbra de su cuarto. Iba desnudo, con la barriga blandengue vibrándole con las zancadas y con la gruesa verga empinada, zarandeándose, como sus huevos, empujados por la robustez de los muslos. Entró en el baño y María aguardó unos minutos, pero al ver que no salía, se arriesgó y avanzó despacio para asomarse. Se hallaba de pie ante la taza, mirando hacia arriba, con los ojos entrecerrados, sacudiéndose el pollón con presura. María lamentó la continua degradación de su hijo, cada iba a más, con desesperación. Comenzó a salpicar goterones de leche sobre la cisterna y el borde de la taza, con algún goterón cayendo dentro. Después se puso a mear, un chorro disperso que salpicaba por fuera. Ni se molestó en tirar de la cadena. Con lo ordenado que siempre había sido y ahora se había convertido en un cerdo. Aguardó oculta en la penumbra hasta que le vio salir, ya con la verga floja, y le vio dirigirse hacia su cuarto, de espaldas, fijándose en sus nalgas robustas y peludas. Cuando entró en el baño, con trozos de papel higiénico, tuvo que limpiar las salpicaduras de semen y pis repartidas por la cisterna y el borde de la taza y después tirar de la cadena. También Vicente había tenido que hacer eso después de que su hijo saliera del baño, le resultaba asqueroso, pero temía llamar su atención para que tuviera más cuidado. Temía sus represalias. Cada vez iba comportándose de manera más pervertida, como más obsesionado con su madre, quizás porque se trataba de la mujer más cercana, con más acceso. A Vicente le preocupaba ese hecho, pero no quería alarmar a su mujer. Una mañana le descubrió masturbándose con sus bragas en el baño, sentado en la taza, hasta que se corrió y se limpió con ellas. Cuando las tiró al cesto de la ropa sucia, Vicente tuvo que cogerlas, llegándose a manchar los dedos con el semen de su hijo, y enjuagarlas en agua para borrar el rastro blanquecino. Las escenas pervertidas se sucedían, llegando a involucrar en esa perversión a su amigo Petrov. Otra mañana, Vicente se encontraba en su habitación. María ya se había ido a trabajar. Su hijo y su amigo se encontraban en su cuarto con música heavy a todo volumen. Petrov era alto, raquítico, con una piel rosada y rasgos caucásicos, con su cabello rubio cortado al rape y con los brazos tatuados como Marcelo. La música le resultaba ensordecedora y ese día tenía jaqueca. Anduvo con las muletas por el pasillo para pedirles por favor que bajaran la música, pero se quedó paralizado al verles por la ranura de la puerta entreabierta. Se estaban haciendo unas pajas, cada uno con unas bragas de María. Marcelo permanecía recostado sobre el cabecero, oliendo las bragas de su madre mientras se atizaba fuertes tirones a la verga. Petrov se hallaba de pie ante la cama, sacudiéndosela más despacio mientras se pasaba las bragas por los huevos y el culo, como si el roce de la prenda aumentara el gusto.
- Cómo me gustaría follarme a la guarra de tu madre… - jadeó Petrov.
- A mí me encantaría darle por el culo, ummm…
- Jodida puta, cómo me pone – añadió Petrov derramando salpicones de leche sobre las bragas.
- Y a mí.
- Tu padre se pondrá las botas, ¿eh, Marcelo?
- Mi padre es un maricón que ni se le levanta. Mi madre necesita una buena polla como la nuestra.
- ¿Te gustaría que me la follara?
- Me encantaría ver cómo te follas a mi madre.
Marcelo se tapó la verga con las bragas al correrse. Un rato más tarde, cuando se marcharon, Vicente tuvo que ocuparse de enjuagar las dos bragas, volviendo a mancharse con el semen de los jóvenes. Su hijo lo trataba como a un don nadie, como un cero a la izquierda, llegando a ofrecer a su madre como si fuera una prostituta. No se atrevía a contárselo a María, no quería meterle más preocupaciones en la cabeza, le sobraba con la que tenía encima.
Otra noche, Vicente se hallaba en la cocina viendo un partido de fútbol. María, derrotada por el cansancio, todas las noches solía tomarse un par de copas de whisky solo, para relajarse y dormir mejor. Se había quedado traspuesta en el sofá, tendida boca arriba. En el piso aquél hacía mucho calor y el salón era pequeñito. Marcelo se hallaba reclinado en el sillón de al lado, con medio cuerpo tapado por las enaguas de una camilla redonda. Vicente vio desde la cocina cómo la miraba. María era una mujer de curvas pronunciadas, con caderas muy curvadas y culo gordo y redondo, de nalgas tersas, con pecho grandes en forma de pera, muy separados entre sí. Era de media estatura, de tez blanca, con una melena pelirroja de cabellos rizados, con mejillas pecosas y sonrosadas, de mediana estatura, con rasgos finos y delicados. Esa noche llevaba un vestidito de estar por casa de color malva, de finos tirantes y escote en forma de U, muy suelto, con la base por las rodillas. Tenía la costumbre de no usar ropa interior para estar por casa ni para dormir, desde pequeña, por pura comodidad, y al estar echada, tenía los pechos caídos hacia los costados, y el pezón erecto de uno de ellos asomaba por el lateral del vestido, así como gran parte de su masa blanda y con casi toda la aureola clara a la vista. Involuntariamente, flexionó una rodilla y la falda del vestido le cayó sobre la cintura, dejando un amplio hueco para verle el chocho. Marcelo se quedó embelesado. Era un coño de pelillos negros muy cortos, con una raja jugosa cerrada de donde sobresalía un abultado clítoris. Vicente vio desde la cocina cómo su hijo se sacaba la polla y comenzaba a masturbarse alternando la mirada entre el coño y la teta que asomaba por el lado. A veces sacaba la lengua y hacía un gesto de lamida al aire, como si se imaginara que lo chupaba, atizándose fuertes tirones. Tenía el chocho de su madre a menos de un metro de sus ojos, disponía de una amplia visión bajo la falda. Se tocaba los huevos al darse, electrizado, hasta que la polla escupió leche hacia arriba manchando las enaguas de la mesa. Estuvo un rato viéndole el coño, hasta que su madre bajó la pierna y se tapó el hueco de la falda. Entonces Marcelo se levantó y se fue a su habitación. Fue cuando Vicente, con una servilleta, limpió el semen de las enaguas antes de despertar a su mujer para irse a dormir.
Otra vez también estaban los tres acomodados en el salón y ya era tarde. Una película acababa de terminar. María permanecía tumbada en el sofá y fue la primera en levantarse para irse a la cama. Se acababa de tomar un somnífero para dormir. Lucía unas mallas blancas ajustadas que realzaban las curvas de sus caderas y se su trasero y una camiseta negra ajustada. Nada más abandonar el salón, Marcelo se levantó sin decir nada siguiendo su misma dirección. Vicente temió que fuera a espiarla, y no se equivocó cuando fue tras los pasos de su hijo y le vio inmóvil ante la puerta del lavabo, una puerta que no encajaba bien y dejaba una ranura por la que asomarse. Vio que se bajaba la delantera del bañador y empuñaba su gruesa verga, para empezar a acariciársela despacio. A Vicente se le saltaron las lágrimas al comprobar el deterioro mental de su hijo, espiando a su propia madre y masturbándose mientras lo hacía. Marcelo veía a su madre de espaldas cepillándose los rizos ante el espejo, después se bajó despacio las mallas, descubriendo su culo ancho, de nalgas blancas y tersas, abombaditas, con una raja profunda. Se quitó la camiseta por la cabeza y exhibió sus dos tetazas blanditas, sufriendo ligeros vaivenes por el movimiento de los brazos. Al inclinarse para abrir la tapa de la taza, se le abrió el culo, y pudo distinguir su ano rosadito, arrugadito, y la raja del chocho a escasos centímetros, cubierta de pelillos. Se dio fuerte a la verga. La vio sentarse y al segundo vio cómo del chocho le salía el chorro de pis. Las tetas reposaban sobre los muslos de las piernas. Cuando terminó de mear, se pasó al bidé y se lavó el coño a base de salpicones de agua y refregones con la palma. Luego se lo secó con una toalla y se puso de pie para descolgar un camisón de color crema, un camisón semitransparente, cortito, de tirantes, y sin bragas, con sus tetas dando brincos bajo la tela al más mínimo movimiento. Justo cuando se lo estaba poniendo, Vicente vio cómo la polla de su hijo vertía goterones de semen sobre el suelo hasta formar un pequeño charco blanco en la baldosa. Más tarde, cuando Marcelo se metió en su cuarto y María abandonó el lavabo, tuvo que arrodillarse con mucho esfuerzo en el suelo y con un pañuelo limpiar la baldosa de leche. Los excesos de su hijo rozaban los límites de la lujuria y suponían un tormento para Vicente. Aquella noche no pegó ojo, tratando de valorar las consecuencias de aquel perverso comportamiento. Se levantó muy temprano, antes del amanecer, y se montó en la silla de ruedas para dirigirse a la cocina y prepararse una tila. Necesitaba a toda costa serenar los nervios. Estaba atormentado por lo que estaba sucediendo y se sentía con las manos atadas, con temor a tener que enfrentarse a su propio hijo. María dormía en el borde de la cama mirando para el otro lado, en posición fetal, acurrucada, con el camisón subido hasta la altura del ombligo, lo que la dejaba con todo el culo al aire. Vicente la miró y trató de tirarle de la tela para taparla, pero no pudo y tampoco quiso despertarla. Necesitaba descansar y en una hora debía irse a trabajar. Salió de la habitación y cerró la puerta, después rodó con la silla por el pasillo y con la mochila de oxígeno colgada del hombro. Nada más torcer hacia el recodo que conducía hacia la cocina, oyó que se abría la puerta de su hijo. Dio marcha atrás con la silla y se asomó. Vio a su hijo caminando de espaldas en dirección al cuarto de su madre. Iba desnudo. Su culo gordo y peludo botaba con los pasos y los huevos bailaban entre sus robustas piernas. Vicente quiso armarse de valor para detener aquella infamia, pero los nervios le impidieron echarle cojones para enfrentarse a él y se dedicó a mirar con sus ojos lagrimosos. Le vio abrir la puerta despacio y vio a su mujer al fondo, acurrucada en el borde de la cama, con el culo al aire. Marcelo dio unos pasos hacia ella y ladeó el tórax para asomarse a los bajos del culo. Se fijó en el chocho, en los pelillos negros que adornaban su entrepierna, en la sabrosa rajita, y en su ano tiernito, contraído, de color rosáceo, impoluto entre las nalgas. Qué culo más grande y más rico. Marcelo se curvó y le olfateó el chocho, con la nariz casi rozando los pelillos, sacudiéndose a la vez la verga, cerrando los ojos para inspirar profundamente y deleitarse con aquel olor. Vicente observaba desde el otro extremo del pasillo cómo su hijo le olía el culo a su mujer. María entreabrió los ojos al notar el leve roce de la nariz y descubrió la figura de su hijo tras ella, la veía reflejada en un pequeño espejo que había encima de la cómoda, un espejo a la altura de sus ojos. Los nervios la azotaron, pero permaneció inmóvil, fingiendo que dormía, aterrada ante un probable enfrentamiento. Notaba su respiración acelerada en el ano. Vio que se erguía y que empezaba a sacudirse la verga nerviosamente, embelesado con el culo. María, estupefacta por la embarazosa situación, cerró los ojos y al instante sintió caer la lluvia de leche, pequeños salpicones que le cayeron por las nalgas. Se formaron finas hileras que resbalaban hacia la raja del culo, cubriéndole el ano y manchándole el chocho. Cuando oyó que la puerta se cerraba, miró por encima del hombro para asegurarse de que había salido. Se miró el culo. Tenía una nalga con numerosas motas de leche y varias hileras deslizándose hacia la raja. Se había corrido encima de ella, sin importarle un carajo las consecuencias, sin importarle el hecho de que ella pudiera haberle pillado. La mente de su hijo ya estaba descontrolada. Vicente le vio salir con la verga empinada y zarandeándose como un péndulo al caminar. Cuando se encerró en su cuarto, rodó con la silla y al entrar vio la cama vacía y el camisón tirado por el suelo. Miró hacia la izquierda y vio a su mujer de espaldas, desnuda, curvada hacia unos cajones del armario, rebuscando entre la ropa. Vio algunas porciones de semen pegadas en la nalga y dos hileras blanquecinas que se perdían en la raja del culo. Acababa de presenciar cómo su hijo eyaculaba encima del culo de su madre y no había hecho nada por evitarlo.
- María, qué temprano. ¿Estás bien?
Ella se rodeó el cuerpo con una toalla para taparse y se giró hacia él.
- Voy a ducharme, sigo cansada, Vicente. Oye, vigila a Marcelo, últimamente está muy raro y no sé, hace cosas que no…
- Tranquila, ¿vale? Tú tranquila, cariño. Verás cómo cambia, sólo es una mala racha. Lo superará. No quiero que te preocupes.
- Voy a ducharme.
Vicente lloró aquella mañana cuando la vio salir de la habitación, maldiciendo mil veces su jodida mala sombra. Al muy cabrón no le importaba correr riesgos, les tenía amedrentados y cada vez estaba más degenerado. María también pasó una mala mañana, sumida en un estado de nervios brutal, hasta el doctor se preocupó por su inquietud, pero ella se excusó con la típica excusa de los problemas familiares.
- Mi hijo es una bala perdida y no sabemos qué hacer con él, doctor.
- Una mujer tan guapa como tú no puede ponerse triste. Si necesitas ayuda, puedes contar conmigo.
- Gracias, doctor.
María era consciente de que le gustaba al señor Castro, por la forma de mirarla, por la forma de tratarla, era un hombre viudo enfrascado en la soledad, pero tenía setenta años y ella amaba a su marido. Sabía que también se masturbaba, a veces cuando le lavaba los calzoncillos, observaba las pequeñas manchas de semen reseco. Pero nunca se había sobrepasado con ella, todo lo contrario, siempre la había tratado con respeto. Nunca había estado con otro hombre que no fuera Vicente. Luego se pasó a ver a su hermana Cristina y le contó la conducta depravada de su hijo y lo mal que lo estaba pasando. Su hermana le pidió calma y serenidad, incluso se ofreció a hablar con Marcelo, pero conociéndole, a María no le pareció una buena idea.
- Pero no podéis permitir esos abusos, hermana – la aconsejó Cristina.
- ¿Y qué hacemos? Mira lo que hizo con Vicente, creí que lo mataba, y es su padre. Nos trata como a una mierda. ¿Denuncio a mi propio hijo?
- Si hace falta sí. Mira, me llevo bien con él, si alguna vez le pillo a buenas, hablaré con él, a ver si entre todos le enmendamos, ¿ok?
Sólo asintió. Se fue a casa y almorzaron los tres en la cocina. Marcelo no les dirigía la palabra, sólo daba órdenes. La trataba como a una criada, como si fuera su esclava.
- Esta comida es una puta mierda – vociferaba -. Caliéntame la puta carne, joder. Venga coño, mueve el puto culo.
- No le hables así a tu madre, por favor – le regañaba Vicente.
- Tú cállate, mariconazo -. Hacía un ademán como para soltarle una hostia -. Me cago en la puta que te parió.
- No te pongas así, hijo, ahora te preparo otro plato – trataba de calmarle ella.
María acataba las exigencias de su hijo con sumisión. Tras la comida, Vicente se quedó adormilado en la silla de ruedas y Marcelo se tumbó en el sofá con el televisor encendido. Estaba muy sofocada, el cuerpo le abrasaba, precisaba de una ducha de agua fría para serenar sus nervios. Fue hasta el baño y se encerró tratando de encajar bien la puerta, sabía que Marcelo podía espiarla. Se quedó desnuda y se metió en el plato de ducha, un pequeño plato cuadrado sin cortinas ni mamparas. Abrió el agua y se metió debajo, relajada, dejando que el frescor del agua le aliviara la tensión y los nervios. Se encontraba de cara a la puerta cuando ésta se abrió de repente y apareció su hijo ataviado con el bañador. Instintivamente, se contrajo tapándose el coño con la palma de la mano derecha y las tetas con el antebrazo izquierdo, ocultando sólo la zona de los pezones, con el agua resbalándole por todo el cuerpo.
- ¡Hijo! ¡Un momento, me estoy duchando!
Marcelo la miró con sus ojos viciosos, dando pasos hacia ella.
- Me estoy meando y no puedo más, joder.
- Ya termino, un minuto.
- Que no puedo más, joder, ¿qué pasa? ¿Te da vergüenza de tu propio hijo?
- ¿Qué? No, no pasa nada.
María continuaba encogida bajo la ducha, tapándose sus partes íntimas. Se colocó ante la taza y se bajó la delantera del bañador desenfundando su salchichón, medio erecto, y parte de sus huevos peludos. Se la sujetó y apuntó hacia la taza, comenzando a mear, mediante un chorro disperso que salpicaba por fuera. Ella aguardaba encogida tratando de mirar hacia otro lado, sabiendo que la observaba con descaro. Se sacudió la verga y volvió a guardársela.
- Dame el puto frasco de colonia.
- Sí.
No le quedó más remedio que extender el brazo derecho para alcanzar el frasco de la estantería, dejando el chocho unos segundos a la vista de su hijo. Trató de juntar los muslos todo lo posible para taparse, manteniéndose encogida, pero la zona triangular de vello quedó visible. En cuanto le entregó el frasco, volvió a taparse con la palma. Marcelo se roció el cuello y las manos y después abandonó el baño. María, ruborizada, cerró los ojos resoplando. Menuda situación incómoda acababa de vivir. Enseguida se rodeó el cuerpo con la toalla y tuvo que acuclillarse para limpiar el pis del borde y del suelo.
Al día siguiente reviviría otra situación inmoral y desvergonzada. Marcelo no había acudido por casa en todo el día, María había regresado de trabajar, había almorzado con su marido y se había tirado toda la tarde cosiendo. Su hermana la había visitado y habían tomado café, pero a última hora de la tarde se marchó. Esa tarde a Vicente le dolían mucho las piernas y le había tumbado en la cama con un relajante muscular que apaciguara sus dolores. Sobre las nueve cenó sola en la cocina. Aún no había anochecido y se metió en el baño para arreglarse un poco, quería pintarse las uñas de los pies y las manos y arreglarse la melena con el secador. Estaba en bragas, unas braguitas blancas de encaje muy ceñidas a sus carnes, y para la parte de arriba llevaba una camiseta de tirantes de color marrón oscuro. Estaba descalza pintándose las uñas de los pies. Cuando terminó, abrió la tapa de la taza y se sentó con la intención de mear, con las bragas bajadas hasta las rodillas. En ese momento se oyó la puerta de la calle y unos pasos acercándose.
- ¡Madre! – gritó su hijo desde el pasillo -. ¿Dónde coño estás? Necesito treinta euros.
- ¡Ahora salgo, hijo, un momento, estoy en el baño!
Se produjeron unos momentos de silencio, pero la bestia insistió.
- Vamos, coño, que me están esperando – vociferó desde el otro lado de la puerta.
- Un momento, por favor, termino enseguida…
La azotaron los nervios y trató de concentrarse para terminar cuanto antes. Cuando comenzó a caerle el chorro de pis, su hijo irrumpió bruscamente pataleando la puerta. Amedrentada, levantó la mirada hacia él y cruzó los brazos sobre el vientre para taparse.
- ¡Hijo, ya salgo!
- ¿Qué te he dicho, jodida perra? – le gritó dando un paso hacia ella -. Levanta coño y dame el puto dinero…
La sujetó del brazo y tiró de ella levantándole el culo de la taza. Aún estaba meando cuando la arrastró por el baño. Empapó las bragas y dejó un reguero amarillento por el suelo, tratando de taparse con una mano y de subirse las bragas con la otra, pero la empujaba con tal brusquedad que al dar las zancadas sólo conseguía subirse las bragas de un lado.
- Tranquilo, hijo.
- Venga, no seas perra, no me hagas esperar más…
La sacó violentamente al pasillo tirando de su brazo y torciendo hacia la derecha. Aún le goteaba pis del chocho. Intentaba subirse las bragas tirándose de un lado, pero apenas lograba deslizarla unos centímetros. María miró hacia atrás por encima del hombro y vio a Petrov en el hall de la entrada, observando la escena. Ella llevaba el culo al aire en ese momento, con el chocho goteándole. La condujo con severidad a lo largo del pasillo y antes de llegar consiguió subirse las bragas, aunque una parte de le quedó metida por el culo. Abrió la puerta de una patada y Vicente, tendido en la cama, elevó el tórax asustado, viendo a su mujer con las bragas manchadas, siendo zarandeada por su propio hijo, con Petrov presenciando la escena al fondo del pasillo.
- ¿Qué pasa? ¿Qué haces, Marcelo? Suelta a tu madre…
Marcelo la empujó hacia la cómoda y ella diligentemente se puso a abrir los cajones, sacándose las bragas del culo y tapándose la delantera con la palma de una mano.
- Cállate, maricón, o te parto la puta cara. Y tú, date prisa, me cago en la hostia puta…
- ¡No puedes tratar así a tu madre! – se envalentonó Vicente -. ¡Eres un miserable!
Pero se ganó una hostia en la cabeza que le produjo un balanceo.
- Que te calles, coño…
María se volvió con los billetes en la mano, tapándose la zona del chocho, con sus tetazas dando brincos dentro de la camiseta.
- Toma, toma, tranquilo, toma. Está enfermo, tranquilo…
Marcelo recogió los billetes y se aseguró de la cantidad barajándolos.
- ¿Enfermo? Este maricón lo que tienes es mucho cuento. Llegaré tarde. Quédame la puta cena preparada, ¿entendido?
- Sí, sí, vete…
Y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. María, con las manos temblorosas, se miró las bragas manchadas y las hileras de pis que le corrían por el interior de los muslos. La había sacado medio desnuda delante de su amigo Petrov. La trataba peor que a una esclava y era su madre. Vivir con él resultaba tormentoso. Miró hacia su marido. Tenía una mano en el cuello por el golpe recibido y lágrimas en los ojos. Estaban inmersos en un auténtico infierno, una pesadilla interminable. La miraba boquiabierto, aterrorizado, con celos letales que le aceleraban el corazón, celos de que su propio hijo abusara de ella con aquella brutalidad.
- Estaba muy drogado, Vicente, ha esnifado, tenía la nariz muy roja. Parece el demonio, no sé qué vamos a hacer…
- No puedo con él, María, mírame, joder – se dejó caer tendiéndose hacia atrás, retorciéndose por los dolores en las piernas -. Deberíamos denunciarle.
- ¿Denunciarle, Vicente? ¿A nuestro propio hijo? Yo no sería capaz de hacer algo así…
- Será por su bien, María. Está muy colocado, mira cómo nos trata.
- Qué disgusto – lamentó ella.
- Ahhhh…
- ¿Quieres que avise al médico?
- No, pero necesito un calmante. Me duelen mucho los huesos.
Durante la siguiente media hora, María se ocupó de su marido. Le dejó dormido y tuvo que fregar los regueros de pis del lavabo. Estaba muy sofocada y nerviosa. Se puso un batín sedoso de color blanco, de tela fina y vaporosa, muy cortito, de manga corta, sin nada debajo, y fue a la cocina para tomarse un ansiolítico que le había recetado el médico. Tenía los nervios muy alterados. Fue al salón para relajarse un poco antes de irse a la cama y vio la botella de whisky. Le vendrían bien un par de tragos para serenarse, pensó, aunque era consciente de que se había tomado el medicamento y la mezcla podía resultar letal. Pero necesitaba silenciar sus temores, olvidarse de sus penurias. Se sirvió una copa y se la bebió de un trago, así hasta dejar la botella medio vacía. Se emborrachó, empezó a sentirse mareada y caérsele los párpados. La vista se le nublaba y la mente se le ponía en blanco. Se desabrochó la bata y se la abrió hacia los lados descubriendo sus partes íntimas. El calor le abrasaba el cuerpo. Trató de levantarse para irse a la cama, pero perdió el equilibrio y cayó tendida boca arriba en el sofá, con una pierna en el suelo y la otra extendida en el sofá, con el batín abierto y los pechos lacios hacia los costados. Cerró los ojos, mareada, y se quedó dormida. A las dos de la mañana llegó Marcelo acompañado de su amigo Petrov. El amigo había subido para que le diera marihuana. Cuando entraron en el salón se llevaron la grata sorpresa de sorprenderla en el sofá, con la bata abierta y todo a la vista. Petrov se quedó boquiabierto avanzando lentamente hacia ella, con los ojos fijos en el chocho jugoso y en sus tetas caídas hacia los lados.
- Joder, tío, la muy puta está desnuda – exclamó embelesado.
- Está borracha, la pedazo de puta, se ha ventilado la botella entera y mira, se ha tomado también la pastilla -. Su hijo se curvó hacia ella, a la altura de la cabeza, y primero le pasó la mano por las tetas antes de darle unas palmaditas en la cara para espabilarla -. Despierta, cabrona. La hija puta no da en sí… Menuda mona que tiene…
- Mira qué chocho tiene – dijo Petrov inclinándose para olérselo. Al ver que no reaccionaba, le pasó la mano por encima, manoseándoselo y removiéndoselo con la palma -. Qué buena está la hija puta. Yo no puedo aguantarme, tío – le dijo a Marcelo desabrochándose el cinturón a toda prisa -. Voy a hacerme una paja con la guarra de tu madre.
- Puta borracha.
También Marcelo comenzó a desabrocharse el cinturón. María continuaba sin conciencia, tendida en el sofá, con la cabeza ladeada y la boca abierta. Petrov fue el primero en bajarse el pantalón hasta los tobillos, acariciándose la verga al tiempo que se inclinaba y le lamía el coño con la lengua fuera, como un perro que lame un hueso. Marcelo se bajó la delantera del slip desenfundando su polla y dándose unos tirones. Le magreó las tetas, moviéndoselas como si fueran tartas de gelatinas, y luego le zarandeó los pezones con la punta de la verga. La trataban como a una muñeca hinchable. Su amigo le lamía el chocho sin parar, pasándole la lengua a lo largo de toda la raja. Marcelo flexionó las piernas colocándose la polla en posición horizontal y le rozó los labios con el glande, a modo de pintalabios, llegando a rozarle los dientes con la punta. María chasqueó la lengua y trató de abrir los ojos, pero los parpados se le caían y emitió un sonido similar al ronroneo de un gato. Luego le rozó los huevos por la boca, tratando de metérselos dentro. Ésta era la escena que presenciaba Vicente desde el recodo del pasillo. En cuanto oyó el ruido de la puerta y a los dos chicos susurrando y comprobó que su mujer no estaba en la cama, se temió lo peor. A pesar de los calambres, había logrado levantarse y con la ayuda de las muletas había recorrido el pasillo. Pero su cobardía, su honda cobardía y su débil talante le impedían actuar. Las hileras de lágrimas le corrían por la cara al ver a Petrov inclinado sobre la entrepierna de su mujer lamiéndole el chocho mientras se atizaba fuertes tirones a la verga. Veía su culo huesudo, en pompa, con los cojones bailándole entre las piernas raquíticas. A su hijo le veía de perfil, rozando la polla por los labios de su madre mientras se masturbaba y magreándole los pechos con la otra mano.
- Ufff, qué buena está la hija puta – exclamó Petrov incorporándose, sin dejar de machacársela.
Marcelo vio los salivazos en el coño de su madre. Aceleró su masturbación, rozándole la cara con la punta.
- Está buena mi madre, ¿verdad, cabrón?
- Hija de puta…
Petrov le separó las piernas y logró arrodillarse en el estrecho hueco que había entre los muslos de María. Sin dejar de sacudirse la polla, le hundió el capullo en la raja y continuó dándose, agitándolo en el interior. La polla de Marcelo comenzó a salpicar gotitas de leche sobre el rostro de María, gotitas que fueron transformándose en finas hileras que resbalaban por ambas mejillas. Algunas gotas le cayeron dentro de la boca y otra en un orificio de la nariz. Petrov frunció el entrecejo, dándose fuerte, con el capullo hundido en la raja blandita del coño, y frenó de repente los movimientos del brazo. Desde su posición, Vicente pudo ver cómo brotaba la leche del chocho y cómo le resbalaba por las ingles hacia la raja del culo. Petrov sacó la polla y se dio un par de tirones, vertiendo unas pequeñas salpicaduras sobre el vello vaginal.
- Jodida guarra, cómo me gustaría romperle el culo con mi polla a esta puta – dijo Petrov apeándose del sofá para subirse los pantalones.
- Y a mí – añadió Marcelo, igualmente guardándose la verga.
Vicente aguardó sentado en el borde de la cama hasta que cundió el silencio en la casa. Era un cobarde de mierda sin agallas para enfrentarse a los dos jóvenes que acababan de abusar de su esposa ante sus narices. Dedicó muchos minutos a menospreciarse. Sabía que continuaría sumido en esa cobardía y que sería incapaz de contarle a su esposa lo que había pasado. Los celos le mataban. Cobijado en la penumbra, regresó al salón y con mucho tacto le limpió el chocho de leche, secándolo con varios clínex. Estaba muy borracha como para que se hubiese percatado del abuso. Después le limpió la cara, le tapó el cuerpo con la bata y le echó una manta por encima. Y se sentó en el sofá, en la oscuridad, como si montara guardia para protegerla, avergonzado de su cobardía.
Ciertamente, María no se enteró de los abusos que había sufrido la noche en que se emborrachó. Su marido había borrado el rastro y ocultaba la maldad de su hijo para no sumirla en tantas preocupaciones. Marcelo cada vez estaba peor, llegaba a altas horas de la madrugada, colocado de drogas hasta los ojos y harto de alcohol. Las broncas y los malos modos por parte de Marcelo se sucedían día tras día. Tanto ella como su marido eran víctimas de sus iras. María ya se había encontrado varias de sus bragas manchadas de esperma, pero cualquiera se atrevía a llamar su atención. Una tarde, sobre las siete y media, llegó del supermercado. Colocó la compra en la cocina y se dirigió hacia su habitación. Al pasar frente al cuarto de su hijo, oyó la música a todo volumen, pero continuó hacia delante. No quiso pedirle que bajara la música. Entró en su cuarto y cerró la puerta tras de sí. Vicente estaba acostado, con la mascarilla de oxígeno y con un poco de fiebre. Había pasado un mal día y el médico había estado a visitarle esa mañana. Estaba muy estresado, sumido en un estado de nervios alarmante.
- ¿No te encuentras mejor? – le preguntó su mujer.
Sólo asintió, tenía la respiración muy acelerada. María sacó las mallas blancas de estar por casa y la camiseta marrón, las tendió encima de la cama y comenzó a desnudarse. Se despojó de la blusa y se quitó el sostén, liberando sus dos tetazas. Luego se bajó unas faldas grises muy apretadas y se quedó con un tanguita negro de satén muy pequeño, un tanguita que solía usar cuando se ponía esas faldas. La parte delantera era un pequeño triangulito que apenas le tapaba el coño, con dos finas titas laterales hundidas en las carnes y un hilo metido completamente por el culo, dando la sensación de que no llevaba nada. Iba a quitarse los zapatos de tacón grueso cuando la puerta se abrió de repente y apareció su hijo ataviado con un slip blanco, marcando paquete, con el relieve de la verga señalado tras la tela, con su barriga peluda y blandengue vibrando con los movimientos. La reacción de María fue encogerse y taparse las tetas con ambas manos, aunque los pelos del chocho le sobresalían por la tira superior del tanga. Vicente ladeó la cabeza hacia él atemorizado.
- ¡Hijo!
- ¡No me has planchado la puta ropa que te dije, me cago en la hostia! – le gritó acercándose -. Venga, a plancharla ahora mismo…
- Marcelo, sal de la habitación – le regañó su padre elevando el tórax y quitándose la mascarilla.
- ¡Cállate, maricón, o te parto la puta cara! Y tú, venga, que cada día eres más perra.
- Voy a vestirme y te la plancho, un segundo…
- Ven acá, perra – La sujetó bruscamente del brazo y tiró de ella -. Por mis santos cojones, me la vas a planchar ahora mismo…
La arrastró hacia la puerta con sus tetas sufriendo severos vaivenes y con el culo botándole por efecto de los tacones.
- ¡Suéltala, cabrón! – gritó Vicente desesperado, tratando de incorporarse.
Pero Marcelo la sacó al pasillo y la empujó para que marchara delante. Desde la cama, Vicente contempló cómo se alejaban. Les veía de espaldas, a su mujer con el hilo metido por el culo y las nalgas vibrándole y a su hijo tras ella en slip.
- Cuando yo te pida que me planches la puta ropa, me la planchas, ¿entendido?
- Sí – contestó amedrentada, sin mirar hacia atrás, con los brazos cruzados sobre los pechos.
- Jodida perra – murmuró, embelesado con los vaivenes del culo, fijándose en el fino hilo que llevaba metido por el culo.
Irrumpieron en la cocina y Marcelo se sentó al otro lado de la mesa, electrizado con el cuerpo de su madre. Se reclinó, rascándose los huevos, como si fuera a presenciar un espectáculo. Ya se había dado por vencida y llevaba los pechos sin tapar, dando brincos por el efecto de los tacones. Sacó de la despensa la mesa de la plancha y el cesto de la ropa. Tuvo que darle la espalda e inclinarse para coger las prendas. Se le abrió el culo irremediablemente y Marcelo pudo distinguir el hilo en el fondo, un fino hilo negro que apenas le tapaba el ano, con los pelos del coño sobresaliendo de los bajos del tanga, en la entrepierna. Bajo la mesa, se bajó la delantera del slip para acariciarse la polla. María se irguió y se giró hacia él con un pantalón en la mano. Sólo le veía de cintura para arriba, pero sabía que estaba manoseándose a juzgar por el movimiento del brazo derecho.
- ¿Te plancho éste?
Marcelo se fijó en sus tetas en reposo, en sus aureolas claras y en sus pezones erguidos, anchas en la base y separadas por una ranura muy abierta. Luego bajó la vista hacia el tanga, hacia el pequeño triangulito que apenas le tapaba el coño. Los pelillos le sobresalían por arriba y por los lados y un trocito de tela la llevaba metida por la rajita.
- Pareces una puta – le dijo sin dejar de mover el brazo bajo la mesa -. ¿No te da vergüenza?
- Iba a vestirme.
- Venga, aligera…
Se giró hacia la mesa de la plancha ofreciéndole su culito, cuyas nalgas le vibraban por los movimientos con la plancha. A través del cristal de una portezuela de los muebles de la cocina, veía reflejada la figura de su hijo tras la mesa, moviendo el brazo incesantemente. Vicente, que había logrado levantarse a pesar de lo mal que se encontraba, observaba una vez más cómo su hijo se machacaba la verga bajo la mesa, embelesado con el cuerpo de su madre, que planchaba de espaldas ante los ojos viciosos de Marcelo, meneando el culo para él mientras planchaba. Le vio verter leche sobre las baldosas a los pocos minutos. En ese momento, Vicente regresó a su habitación, con la mente noqueada. Aquello no podía seguir así. Debía hacer algo tajante que liquidara aquellos abusos. Cuando su hijo se marchó, María se echó un albornoz por encima y tuvo que ocuparse de limpiar con servilletas de papel la corrida de su hijo. Estaba llegando demasiado lejos, sacándola a la fuerza de la habitación, medio desnuda, y masturbándose después bajo la mesa mientras la observaba. Por un lado le daba pena, su novia de toda la vida le había dejado el corazón hecho trizas y le había perturbado. Le había dejado por otro. Estaba convencida de que saldría del pozo, de que con paciencia y poco de ayuda volvería a ser el mismo chico de antes. Así se lo hizo saber a su marido cuando más tarde lo discutieron en la habitación.
- No puedo permitir que te trate así, María, no puedo soportarlo. Te saca a la fuerza, desnuda, y se ha masturbado, y no es la primera vez que lo hace. Ya basta, María, por su bien y por el nuestro, es mejor denunciarle, que lo internen en algún centro, con el tiempo nos alegraremos… Podrá rehabilitarse.
- ¡No voy a denunciar a mi hijo, Vicente! – se oponía ella -. Esa puta le dejó por otro, imagina cómo debe sentirse…
- Pero eso no le da derecho a tratarnos así, a abusar de su propia madre…
- Cambiará, Vicente, ya lo verás, sólo necesita tiempo.
- Tienes que convencerte, María, joder, será lo mejor para todos…
- No denunciaré a mi hijo.
Y abandonó la habitación de un portazo. El agresivo comportamiento de Marcelo ya influía negativamente en la relación de pareja. Por un lado, Vicente ya no podía más con la situación, ya no podía soportar aquellos abusos sexuales, aquella agresividad, no podía seguir siendo un cobarde. Lo tenía decidido, iba a denunciarle ante la policía, ya era hora de pararle los pies a un monstruo como su hijo. Por otro lado, María trataba de ser comprensiva con su hijo. A pesar de su maldad, le quería por encima de cualquier cosa y como madre debía ayudarle a superar aquel trance tan traumático. Estaba convencida de que era algo temporal e ingenuamente pensaba que los abusos sexuales hacia ella se debían a su nula relación con las chicas, al increíble desengaño que le había ocasionado la relación con su novia. Vicente y ella volvieron a discutir durante la cena, sin que se pusieran de acuerdo en qué postura adoptar. Después llevó a su marido a la cama y ella se sentó a la mesa con la botella de whisky, su mejor aliada para combatir las penurias. Se había duchado y su mal cuerpo le provocaba escalofríos, así es que se puso un albornoz blanco de invierno, sin nada debajo. Se tomó dos copas que le sentaron bien e iba a tomarse una tercera, pero prefirió no hacerlo, no quería alcoholizarse como hizo la otra noche. Se tumbó boca abajo en el sofá, con la cara pegada al cojín, ladeada hacia la televisión. Al poco rato, oyó la puerta de la calle. Apagó la televisión con el mando y ladeó la cara hacia el respaldo, para evitar verle entrar. Y cerró los ojos para fingir que dormía. Marcelo irrumpió en el salón dando tumbos. Venía bebido, el hedor del alcohol invadió la nariz de María. Vio a su madre tendida en el sofá, boca abajo, dormida, y la botella de whisky y un vaso encima de la mesa.
- La puta borracha – murmuró con la voz trémula, dando unos pasos hacia ella -. Puta.
María mantuvo los ojos cerrados. Notó cómo le tiraba de los faldones del albornoz hacia la cintura y le descubría el culo. Sus nalgas vibraron. Marcelo comenzó a desabrocharse el cinturón, fijándose en la raja, en el ano rojizo y en los pelos del chocho que sobresalían de la entrepierna. De pie junto a su madre, se empezó a machacar la polla embelesado en aquel culo tan grande. María podía oír los tirones y la acelerada respiración. Enseguida notó la lluvia de leche cayéndole sobre el culo, numerosas gotitas que se repartieron por sus nalgas, formando finas hileras que le resbalaban hacia el fondo de la raja, llegando a cubrirle el ano de blanco, con alguna gotita colándose hacia la rajita del chocho. Cuando le oyó alejarse, aguardó unos minutos y luego elevó el tórax para mirarse el culo. Se vio las múltiples salpicaduras, las hileras blancas inundándole la raja del culo. Era una leche muy líquida. Desahogaba los deseos sexuales con ella. ¿Y qué podía hacer al respecto? Con un paño del sofá, se limpió el culo y volvió a apoyar la cabeza en el cojín para tratar de dormir.
A la mañana siguiente, Vicente iba a empeorar mucho las cosas tras su decisión de denunciar a su hijo ante la policía. Iba a precipitar una serie de acontecimientos que resultarían fatales para sus vidas. Antes de nada, llamó a Cristina, su cuñada, para pedirle su opinión. Le contó los abusos sexuales que estaba sufriendo María y a Cristina le pareció una buena solución, por el bien de Marcelo y de todos. Tras colgar con su cuñada, telefoneó a la comisaría y un rato más tarde se presentaron dos agentes en casa. Les narró parte del comportamiento agresivo de Marcelo, sus problemas con las drogas y el alcohol, sus malas influencias, aunque por vergüenza ocultó la parte de los abusos sexuales que sufría su esposa. Los agentes lo calificaron de hechos graves e insistieron mucho en el tema de las drogas, pero para poder intervenir le aconsejaron presentar una denuncia formal en la comisaría, de lo contrario, ellos no podrían hacer nada. María llegó cuando los agentes ya se marchaban, tras pactar con Vicente que intentaría convencer a su esposa para formalizar una denuncia.
- ¿Qué hacen estos hombres aquí, Vicente? – preguntó al verles.
- María, es lo mejor…
- Salgan de mi casa, por favor. Mi hijo no ha hecho nada malo.
- Señora, por favor, recapacite. Sabemos que consume drogas y para poder ayudarla, usted tiene que ayudarnos.
- Por favor, fuera de mi casa.
- Está bien, señora, pero piénselo, ¿de acuerdo?
Cuando se marcharon los agentes, María y Vicente se enzarzaron en una fuerte discusión. Ella quería evitar a toda costa un escándalo y ver cómo se llevaban a su hijo sin haberse esforzado en ayudarle. Ni siquiera almorzaron tras el disgusto y ella se encerró en su habitación a llorar. Más tarde, Vicente acudió a consolarla.
- Perdóname, cariño, pero no quiero verte sufrir – le dijo sentándose a su lado y abrazándola -. De que veo cómo te trata, no puedo soportarlo.
- Es un buen chico, Vicente, lo está pasando muy mal. Tenemos que tener paciencia, sé que volverá a ser la misma persona de antes.
Se besaron y se abrazaron tiernamente. A Vicente le hubiera gustado hacerle el amor, pero no podía, sus maltrechos pulmones le impedían cualquier esfuerzo. Llevaba la misma falda gris apretada y debajo el mismo tanguita negro de satén. Se quitó la ropa y se vistió con las mallas blancas ajustadas y la camiseta marrón de tirantes. A Vicente le dolían las piernas y le condujo en la silla hasta el cuarto de baño para ducharle. Le ayudó a desnudarse y a meterse en la ducha. Tenía un cuerpo muy delgaducho, con las costillas señaladas, y un pene que parecía una pequeña salchicha. Le metió en el plato de ducha y abrió el grifo. Estaba enjabonándole el cuerpo con la esponja cuando Marcelo abrió la puerta de una patada. Tenía los cabellos encrespados y la irritación trascendía de sus ojos desorbitados.
- ¡Hijo de la gran puta! – bramó desgañitado -. Me ha detenido la policía, cabronazo de mierda – le insultó acercándose hacia él con las manos empuñadas.
- Déjanos en paz, lárgate… - gimió su padre atemorizado.
- Tranquilo, hijo.
María intentó detenerle, pero Marcelo la apartó a un lado de un manotazo.
- Hijo puta, ¿qué les has contado, cabrón? – comenzó a propinarle una ensalada de hostias en la cabeza y la cara -. Menudo mariconazo de mierda -. Vicente trataba de protegerse la cabeza con los brazos, encogiéndose, pero recibía hostias por todos lados -. Venga, maricón, a ver si tienes huevos ahora…
Le arreó un guantazo que le hizo perder el equilibrio y cayó arrodillado bajo la ducha. María intentó frenarle evitando que le soltara un puñetazo.
- Por favor, hijo, no le pegues más, tranquilízate. No te hemos denunciado ni nada, por favor…
Se volvió de repente hacia ella, encarándose, con espuma en los labios, y la agarró del codo izquierdo con la mano derecha, apretujándola severamente.
- ¿Y tú, zorra? ¿Estás contenta?
- Hijo, yo no, yo no…
- ¡Ella no ha sido! – gritó Vicente.
- Eres una puerca -. La zarandeó hacia los lados -. Maldita zorra -. Le arreó una severa palmada en el culo, por encima de las mallas, y la empujó bruscamente hacia la puerta -. Ven conmigo, zorra, vas a saber lo que es bueno…
- No, suéltala – gemía Vicente.
La sacó al pasillo sujetándola del codo y la empujó hacia su habitación azotándole palmadas en el culo a medida que avanzaban, como si fuera una niña que se gana unos cachetes. Dado los bruscos zarandeos, el pezón de una teta le asomaba por el escote. Fue recibiendo azotes en el culo hasta que se adentraron en la habitación de matrimonio.
- No me esperaba esto de ti, ¡puta asquerosa!
- Marcelo, yo no…
La forzó a curvarse sobre la cama, con el culo en pompa y la cara pegada a la colcha, con las palmas de las manos a ambos lados de la cabeza y las tetas colgándole casi por fuera del escote. María abrió los ojos y la boca, con las cejas arqueadas, tratando de resistir aquella agresividad. Tras ella, su hijo continuó azotándole el culo con la palma de la mano. Ella encogía las nalgas en cada golpe y despedía un débil quejido. Le bajó las mallas de dos tirones hasta dejarlas enrolladas a la altura de la cintura y a continuación le tiró del tanga rudamente, dejándola con el culo al aire, con el tanguita en la mitad de los muslos. Tenía una nalga enrojecida. Continuó azotándola con la palma, palmadas que retumbaban en todo el cuarto al chocar con la carne. Ella se encogía cada vez que recibía un golpe.
- Puta asquerosa, no se te ocurra joderme -. Detuvo los azotes y se fijó en la sabrosa raja del chocho de la entrepierna. Le había enrojecido las dos nalgas. María aguardaba sin moverse, curvada sobre la cama, con el culo en pompa. Marcelo comenzó a desabrocharse nerviosamente el cinturón -. Vas a ver lo que hago con las putas como tú -. Se quitó el botón y se bajó aligeradamente el pantalón -. Puta.
Se bajó el slip hasta los tobillos y se sacudió la polla, con la vista fija en el culo enrojecido de su madre. Sujetándosela, en posición horizontal, la acercó a los bajos del culo y se la clavó en el chocho secamente, aplastándole las nalgas con la pelvis. María jadeó con las cejas arqueadas ante el repentino ensanchamiento del coño, despidió un jadeo profundo al sentirla encajada en sus entrañas. Notó su barriga peluda sobre la cintura y cómo la sujetaba con sus manazas por las caderas. Se agarró fuerte a las sábanas y frunció el entrecejo, con la boca abierta, tratando de soportar el dolor de la penetración. La sentía muy adentro. Comenzó a follarla, a embestirla secamente, con furia, haciendo que su cuerpo convulsionara al bombearle el chocho. María despedía agudos gemidos en cada clavada, arrugando fuerte las sábanas, con el ceño fruncido.
- ¿Te gusta, puta? Seguro que lo estabas deseando.
Aceleró, golpeándole el culo con la pelvis y manoseándole la espalda con sus manazas bajo la camiseta marrón. María continuaba gimiendo y Marcelo soltaba jadeos secos. Vicente, arrodillado bajo la ducha, lo oía todo. Por su culpa, la estaba violando. Tenía las piernas inmovilizadas y la respiración se le entrecortaba. En el cuarto, Marcelo se echó sobre la espalda de su madre, aplastando sobre ella su barriga peluda y blanda, jadeándole tras la oreja y sin cesar de menearse sobre el culo para ahondar con la verga en el chocho.
- Me gusta follarte, puta – le susurró al oído -. Eres mía, sólo mía.
Recostado sobre su espalda, contrajo el culo, con la verga clavada hasta los huevos, y al segundo María percibió los escupitajos intermitentes de leche dentro de su cuño. Su hijo le resoplaba en la nuca, con los ojos entornados, muerto de gusto. Notaba el roce de su barba sudorosa por la espalda. Le anegó el coño, la leche rebosó por la comisura de los labios vaginales aún con la verga encajada. Marcelo apoyó la mejilla en la espalda de su madre, respirando por la boca. Todo el cuerpo le sudaba. María no se atrevía a moverse, le costaba respirar por el peso del cuerpo de su hijo. Le mantenía la verga embutida el chocho, con la leche chorreándole por la cara interna de los muslos. La sentía muy tiesa dentro de sí, como si le hubieran metido un tubo grueso de hierro. Comenzó a menearse de nuevo, despacio, a jadear sobre su nuca, tratando de profundizar, con los huevos pegados a la vulva. María apretó los dientes, arrugando con fuerza las sábanas de nuevo, gimiendo rítmicamente con él. Marcelo sólo contraía sus nalgas peludas, cada vez más deprisa, follándola otra vez. Rozaba toda su barriga por la espalda de su madre al moverse, aplastándola contra el colchón. Fue desacelerando hasta parar del todo, derramando más leche dentro del chocho de su madre. Tras unos bufidos, Marcelo se incorporó extrayendo la polla del chocho al mismo tiempo. Nada más sacarla, fluyó leche del chocho a modo de manantial, con gotitas cayendo sobre el tanga, con hileras resbalando por la cara interna de los muslos. María le miró antes de erguirse. Estaba subiéndose el slip y los pantalones. Tenía la verga empinada y baboseada de leche. María se puso de pie, dándole la espalda, y se curvó para subirse el tanga y las mallas. Cuando Marcelo terminó de abrocharse el cinturón, le colocó la mano bajo la barbilla y le volvió la cara hacia él apretujándole las mejillas.
- No vuelvas a joderme, ¿entendido? -. María asintió -. Así me gusta.
Le volvió bruscamente la cara hacia el otro lado y retiró la mano para dirigirse hacia la salida. Cuando su hijo salió de la habitación, María se sentó en la cama con las manos en el regazo. Su hijo acababa de violarla, la había follado hasta eyacular dos veces dentro de ella. Tenía una extraña sensación en la vagina por el grosor de la verga y no paraba de chorrearle semen manchándole las bragas. La había tratado como a una furcia, pero trato de quitarle importancia al hecho para no atormentarse más, sólo se había desahogado con ella para satisfacer sus necesidades sexuales, su frustración amorosa. Si permitiendo aquellos desahogos conseguía ayudarle, estaba dispuesta a sacrificarse por su hijo. Un rato más tarde, entró Vicente en la habitación después de salir del baño con mucho esfuerzo. Nada más entrar, vio el tanguita negro por el suelo, con la tela manchada de blanco. Vio a su mujer de espalda, rebuscando en el armario, desnuda de cintura para abajo. Se fijó en sus nalgas enrojecidas antes de que se diera la vuelta para ponerse otras bragas y las mallas blancas.
- ¿Qué te ha hecho? – preguntó Vicente ante la dantesca situación.
- Nada, no me ha hecho nada.
- María, cielo, no pue…
- No ha pasado nada, Vicente, ¿de acuerdo? Estaba muy nervioso, nada más. La policía ha ido a buscarle para preguntarle, para asustarle. No ha pasado nada, Vicente. Voy a preparar la cena.
Con un rostro serio, María abandonó el cuarto dejando a su marido sumido en un mar de dudas.
Serían las once y media de la noche cuando Marcelo regresó. Iba algo alumbrado, desprendía una mezcla de olor a sudor y alcohol verdaderamente terrible, con ojeras, como si se hubiera fumado unos cuantos porros. Vicente, muy disgustado, ya estaba acostado, con la puerta abierta, y le vio entrar dirigiéndose hacia el salón. María se encontraba sentada en el sofá cosiendo unas prendas, ataviada con el albornoz de invierno, recién duchada, con el cabello pelirrojo remojado. Con rostro aprensivo, miró de reojo a su hijo y continuó con la aguja.
- Hola, hijo.
Marcelo dio unos pasos hasta detenerse delante de ella y le levantó la cara colocándole la mano bajo la barbilla, como si fuera una niña buena. Ella le miró con sus ojos asustadizos.
- Me pones caliente, madre, me pones muy cachondo cuando te veo -. María mantuvo su mirada dócil -. Acompáñame a mi habitación.
Le retiró la mano y ella apartó las prendas a un lado para levantarse. Marcelo la dejó pasar y marchó delante. Vicente, desde la cama, elevó el tórax cuando les vio pasar, primero su esposa y detrás su hijo. Dispuso de un segundo para intercambiar una mirada con ella, después les vio encerrarse en la habitación. Parecía una prostituta con su cliente. Estaba tan atemorizada, que había asumido su esclavitud. Vicente se dejó caer despacio, con la mirada perdida y las lágrimas asomando por sus ojos. Su vida era una mierda.
En el cuarto, María se giró hacia su hijo, a espera de sus órdenes.
- Desnúdate -. Muy despacio, se quitó el nudo y se despojó del albornoz echándoselo hacia atrás. Llevaba unas braguitas azul marino de satén. Sus dos tetas se menearon ligeramente tras el movimiento de los brazos. Marcelo la miraba con sus ojos corrompidos -. Quítate las bragas.
Igualmente, se deslizó las braguitas por las piernas hasta sacárselas, con sus tetas chocando una contra la otra, hasta que volvió a erguirse, plantada desnuda ante su hijo. Marcelo se sacó la camiseta por la cabeza y exhibió su torso peludo y blando, con la piel chorreando sudor, hileras que le resbalaban por la barriga. Después se desabrochó el pantalón y se lo bajó junto con el slip, quedándose desnudo, con su verga gruesa empinada.
- Acércate -. Dio unos pasos hacia él -. Chúpame la polla un poco -. María se arrodilló ante su hijo y miró su gruesa verga, con las venas hinchadas. Alzó la mano derecha y la rodeó por la base bajándola hacia la cara. La invadió un olor fuerte a sudor. Jamás había chupado una polla, con su marido siempre hizo el amor de una forma más calmada. Sacó la lengua y tímidamente le lamió la punta, como con asco, probando la babilla que brotaba -. Chúpala bien, coño -. Apremió su hijo. Mordisqueó el capullo con los labios, lamiéndolo con la lengua, sorbiendo, rodeándolo -. Muy bien… Así… Pónmela durita… Ummm…
Se afanó en mamársela bien, concentrándose en babosear por el capullo, mordisqueándolo y lengüeteando sobre la punta. A veces alzaba la mirada con sumisión. Quería tenerle contento, no quería que se enfadara con ella y degustaba el capullo como si fuera un caramelo. Marcelo se relajaba con los ojos entrecerrados, emitiendo suspiros.
- Así… Ummm… Lo haces muy bien… Sigue… Sigue… Tócame los huevos…
Sin dejar de chupetear por el capullo, sosteniéndole la verga en horizontal hacia la cara con la mano derecha, alzó la manita izquierda y comenzó a sobarle sus huevos peludos. Los tenía mojados por el sudor y blanditos, notaba las gruesas bolas tras la piel áspera y peluda. Tenía la verga muy rígida, como si sujetara un tubo de acero. Le achuchaba los huevos con suavidad, igual que las lamidas en el glande. Tras tirarse un ratito lamiéndole la verga a su hijo, Marcelo se curvó y la sujetó por las axilas para levantarla. María se limpió los labios con el dorso de la mano. Su hijo la giró hacia la cama.
- Ven… Ven conmigo – Le dio unas palmaditas en el culo -. Sube a la cama, ponte a cuatro patas como una perra. Deja que te folle…
Apremiada por las palmaditas, se sometió a los deseos de su hijo y subió encima de la cama, colocándose a cuatro patas en el centro, mirando hacia el cabecero. Sus tetas le colgaban hacia abajo, meneándose levemente. Marcelo se arrodilló tras ella, sacudiéndose la verga, y le separó las rodillas para abrirle más la entrepierna. Bajo su ano, aparecía la sabrosa rajita del chocho, rodeada de pelillos negros.
- Qué coño tienes, hija puta. Menea el culo, vamos, mueve el culo.
María meneó la cadera movimiento su culo grande en círculos. La raja se le abría, mostrando su ano rosáceo, mientras Marcelo, fascinado, se la machacaba. Ella miraba al frente, hacia el cabecero, tratando de contonear el trasero con sensualidad, como lo hacían las prostitutas. De repente, notó el pinchazo en el chocho, le hundió la polla de un solo golpe, con los huevos pegados, sujetándola fuertemente por los costados. María cerró los ojos envuelta en una mueca de dolor por la repentina dilatación, pero no emitió sonido alguno. Notó que le pasaba la yema del dedo pulgar por encima del ano y que después se ponía a follarla embistiéndola con fuerza, extrayendo casi toda la polla y hundiéndola de golpe, azotándole el culo con la pelvis, percibiendo el roce de su barriga peluda y sudorosa por la rabadilla, acariciándole el ano con la yema del dedo pulgar y la espalda con la otra. Bajo su cuerpo, sus tetas brincaban alocadas. Marcelo sólo despedía bufidos y ella trataba de mantenerse relajada, pero poco a poco su forzada respiración se transformó en débiles gemidos. Con la cara hechizada por el placer al hundir la verga en un coño tan jugosito, Marcelo golpeaba a su madre cada vez más aceleradamente, hasta que fue aminorando, a medida que le inyectaba chorros de leche dentro del coño. María abrió los ojos al notar cómo el esperma discurría dentro de sí. Marcelo paró y se dejó caer sobre sus talones sacándole la verga, con un hilo de babilla blanquinosa uniendo la punta con la vulva. Pronto asomó un pegote de semen espeso que resbaló por la rajita vaginal. Le dio una palmada en una nalga. Aún las tenía enrojecidas por los azotes.
- ¿Te ha gustado, cabrona?
María le miró por encima del hombro y desplegó una sonrisa temblorosa.
- Sí.
- Ven, baja – dijo apeándose él primero de la cama y extendiéndole la mano para ayudarla a incorporarse -. Chúpame el culo, me gusta cuando me chupan el culo.
- ¿El culo? – preguntó exaltada al apearse de la cama.
- Sí, vas a chuparme el culo -. Marcelo caminó hacia un mueble escritorio y se curvó sobre la superficie echando los brazos hacia atrás y abriéndose la raja, exhibiendo el fondo, un ano arrugado y de color marrón oscuro rodeado de vello, con los huevos colgándole entre las piernas -. Chúpame el culo, vamos, chúpamelo…
Nunca había oído algo parecido y sólo el hecho de pensarlo le provocó un gesto de repugnancia, pero debía acatar la exigencia de su hijo. Se arrodilló ante su culo peludo de nalgas abombadas. Lo tenía sudado, algunas hileras le caían por la rabadilla procedente de la espalda y se vio invadida por el tufo que desprendía. Él se lo abría con sus manazas para abrirle hueco, con el orificio anal relajado para abrirlo. Acercó la cara, sacó la lengua y empezó a lamérselo pasándole la lengua por encima, muy despacio, como una perrita que lame un hueso, probando la babilla anal, aclimatándose al mal olor. Estuvo lamiéndole el ano hasta quedarse sin saliva, con pelillos pegados por la lengua. No paró ni un segundo de pasarle la lengua por encima, hasta que Marcelo se irguió y se giró hacia ella machacándosela velozmente. La sujetó por la barbilla levantándole la mirada hacia él.
- Abre la boca.
Obedeció, entonces le colocó el capullo entre los labios, apuntando hacia el interior, sacudiéndosela velozmente, hasta que un pegote le cruzó la cara en diagonal, luego varias salpicaduras le cayeron sobre la lengua. María, mirándole sumisamente, cerró la boca y se tragó las gotas de la lengua, con la punta de la verga rozándole los labios y el rastro de la primera salpicadura de un lado a otro de la cara.
- Muy bien, mamá, lo has hecho muy bien -. Le retiró la mano de la cara -. Puedes vestirte, voy a mear.
Desde su cama, Vicente le vio salir desnudo, con la verga empinada e hinchada y el cuerpo envuelto en sudor. Entró en el bañó y al instante sintió caer el chorro de pis. Veía el resplandor de la luz de su cuarto, pero su esposa no aparecía. La había escuchado gemir. Se la había follado. Aguantó con el tórax erguido y al momento salió su hijo del baño hacia la habitación. Le vio de espaldas, fijándose en cómo le botaba el culo peludo. No cerró la puerta y a los dos minutos apareció su esposa abrochándose el albornoz y con las bragas en la mano. Se tiró un cuarto de hora metida en el baño. Los ronquidos de su hijo ya retumbaban en el pasillo. Cuando vio venir a María, Vicente elevó el tórax. Entró en la habitación y cerró la puerta. Llevaba puesto un pijama de verano compuesto por una camisola suelta y unos pantalones cortos, de un tono amarillo.
- María, ¿estás bien?
- Sí, no te preocupes – le respondió sentándose en la cama y dejándose caer hacia la almohada.
- Cariño, no tienes que pasar por esto, no puedes…
- Vicente, quiero ayudarle, es nuestra obligación ayudarle – le aclaró mirándole a los ojos -. Es nuestro hijo, tenemos que sacrificarnos por él, cueste lo que cueste, Vicente. La quería, y esa zorra le dejó por otro.
- Pero está abusando de ti – le replicó entristecido.
- Necesita desahogarse y yo soy su madre. Vicente, tenemos que intentarlo. ¿No te gustaría que fuera como antes?
- Sí.
- Por muy duro que parezca, con paciencia y resignación lo conseguiremos. Yo lo estoy sufriendo en mis carnes…
- Lo sé – añadió con la voz desvanecida -. Pero no quiero verte sufrir.
- Lo conseguiremos.
Ella le estampó un beso y se relajó abrazándose a su marido, concienciada de que debía someterse a las exigencias sexuales de su hijo. Vicente sintió el calor de su mujer, debía doblegar su voluntad y ayudarla a soportar aquel sufrimiento, aunque para ello tuviera que sacrificar los valores de su matrimonio.
María salió de casa antes de que su hijo se despertara. Había dormido poco, reflexionando acerca de la situación desdichada que estaba atravesando, manteniendo relaciones sexuales consentidas con su hijo, en presencia de su marido, con el grave riesgo de quedarse embarazada. Pero todo lo hacía por su bien, todo con el fin de enmendar su vida, aunque para ello tuviera que pagar tan alto precio. Le notaba más calmado desde que accedía a sus exigencias sexuales, advertía como un avance. Lo había hablado con Vicente, el chico sólo necesitaba desahogarse para expulsar sus demonios. No tenía dinero ni para ir a la compra, y tuvo que pasar el mal trago de pedirle un adelanto de cincuenta euros al doctor Castro. El hombre le hizo el favor y le dio cien euros sin preguntar y sin pedirle nada a cambio. Se portaba muy bien con ella. Sería una pena para María que terminara yéndose a su país, una idea que le rondaba por la cabeza desde hacía tiempo. Después de trabajar se pasó a ver a su hermana Cristina por si podía prestarle otros veinte o treinta euros, aunque su hermana económicamente tampoco pasaba una buena situación, llevaba unos meses separada de su marido, un importante abogado, y aunque tenían posibilidades de rehacer la relación, al no haber sentencia judicial, no le pasaba manutención alguna. Hablaron de Marcelo, María trató de tranquilizarla con sus argumentos de la depresión y la mala racha, aunque Cristina sabía lo mucho que estaba padeciendo su hermana con la extrema rebeldía de su hijo.
Regresó a casa al mediodía y se atavió con su pijama veraniego consistente en un pantalón corto, bastante ceñido a las carnes, y una camisola de manga corta abotonada en la delantera. Vicente se hallaba sentado en uno de los sillones del salón viendo la tele y allí le sirvió la comida, en una bandeja. Al poco rato, llegó su hijo y también se la sirvió en la bandeja. Se había sentado en el sofá de tres plazas. Parecía tranquilo. Tras la comida, mientras ella fregaba los platos y limpiaba la cocina, se fumó un porro delante de su padre, cambiando de canal con el mando, al que él le daba la gana. Vicente, acoquinado, se limitaba a mirarle de reojo sin abrir la boca. Cuando terminó de fumarse el canuto, Vicente vio que mantenía la mirada dirigida hacia la cocina y que se pasaba la palma por encima del bulto genital. Desde el salón, se veía a María de espaldas, pasando un paño por la encimera, meneando su culo gordo con el movimiento de sus brazos. Marcelo no paraba de refregarse la zona de la bragueta, calentándose con los movimientos de su madre, hasta que se levantó repentinamente dirigiéndose hacia la cocina. Vicente, nervioso, se mantuvo erguido, observando cómo iba en su busca. Se la iba a tirar ante sus ojos. En la cocina, Marcelo le pasó suavemente la mano por el culo y María se contrajo asustada, mirándole por encima del hombro con la sonrisa temblando.
- Hijo, me has asustado – continuó limpiando la encimera.
- Qué cachondo me pone este culo que tienes – le dijo deslizando la mano por todas sus nalgas, por encima del pijama -. Me pones la polla muy dura.
- Hijo, no es un buen momento.
Pero Marcelo se giró y vio a su padre sentado al fondo. Le lanzó una mirada despectiva y después cerró la puerta de la cocina, aislándole en el salón como a un perro abandonado. Se cebaba con él, como si él fuera el causante de todas las desgracias de la familia. Nada más volverse de nuevo hacia su madre, comenzó a desabrocharse el cinturón.
- Quítate el pantalón, vamos -. Cuando comenzó a deslizárselo, siguió dando órdenes -. Y las bragas, quítate las bragas, deja que te vea el coño.
Marcelo fue el primero en quedarse desnudo de cintura para abajo, ya con su polla tiesa y empinada. Se sentó en una silla de la cocina, erguido, acariciándose mientras su madre se bajaba las bragas y mostraba su apetitoso chocho. Separó las piernas para abrirle hueco.
- Ven, chúpamela, chúpamela como una puta… Vamos…
Diligentemente, María se arrodilló entre las robustas piernas de su hijo. Llevaba la camisola puesta del pijama. Sin perder ni un segundo, le levantó la polla con la mano derecha y acercó la boca para mordisquearle el capullo con los labios, saboreando con la lengua la fina piel del glande. Quería afanarse y a veces sorbía, llegando a degustar la babilla que extraía de la punta, y se la sacudía levemente cuando la tenía mordisqueada a modo de puro. Erguido, Marcelo le acariciaba los rizos del cabello, contemplando cómo le baboseaba el capullo, cómo le daba unos meneos, cómo se le movía el culo al son del tórax.
- Ohhh… Qué bien lo haces… Ummm… Sigue, así, lo haces muy bien…
Quería esmerarse más y ladeó la cabeza para lamerle los cojones, pasándole la lengua por encima, repetidas veces, percibiendo el tamaño de las bolas bajo la piel áspera. Le oía resoplar de placer cuando se los mordisqueaba con los labios, cuando se comía uno de los huevos. Subió con la lengua por el tallo hasta el capullo, dejándole toda la verga impregnada de babas, provocando el delirio de su hijo, convirtiendo sus resoplidos en continuos jadeos que Vicente escuchaba al otro lado de la puerta. María se irguió, machacándosela despacio con la mano derecha y acariciándole los huevos con la izquierda, repartiendo con la palma el rastro de la saliva. Buscó los ojos de su hijo. Quería esforzarse y dejarle contento.
- ¿Quieres que te chupe el culo? – le preguntó con sus ojos sumisos -. Sé que te gusta y no me importa, hijo.
- Así me gustan a mí las putas. ¿Quieres chupármelo, puta?
- Sí – respondió sin dejar de menearle la verga con suavidad, a veces rozándose los labios con la punta.
- Pídemelo.
- Deja que te chupe el culo.
- Otra vez, pídemelo otra vez.
- Quiero chuparte el culo.
- Ruégamelo, puta.
- Por favor, deja que te chupe el culo.
- Sí, guarra, me lo vas a chupar.
Se levantó y María permaneció arrodillada ante él. Se giró ofreciéndole su culo gordo y peludo y subió un pie encima de la silla, curvándose hacia el respaldo. Tenía la raja abierta, con el fondo velludo algo sudado, con los cojones meciéndose entre las piernas y la verga pegada a la barriga, pero se la agarró enseguida para machacársela. María plantó sus manitas en las nalgas y metió los dedos pulgares hasta el ano, tratando de abrirle el orificio, hasta ver la carne rojiza del interior. Le vino el tufo, pero acercó la cara y sacó la lengua, metiéndole la punta en el ano para acariciárselo con suaves agitaciones.
- Wow… Ohhh, qué bien… Qué bien lo chupas… Así… Sigue…
Trataba de profundizar con la lengua en el interior del ano. A veces apartaba la cara para tratar de abrirle más el orificio, cosquilleándole con la punta. Tras pequeñas y húmedas clavadas, ya empachada del sabor anal, retiró los dedos y se lo lamió pasándole la lengua por encima, muy despacio, llegando casi hasta la rabadilla. Las babas le colgaban del fondo de la raja y algunas gotas de saliva resbalaban hacia los huevos. Le chupó los huevos por detrás a base de mordiscones con los labios mientras él se la machacaba y volvió a concentrarse en las lamidas del ano, acariciándoselo con la punta o pasándole la lengua por encima. Ya estaba habituada al sabor y el olor y no dejaba de rechupeteárselo. A veces escupía los pelillos que se le quedaban pegados en la lengua y atrapaba las babas que le colgaban del ano. Marcelo bajó la pierna de la silla y se giró hacia ella ayudándola a ponerse de pie.
- Ven, siéntate en la mesa, te voy a follar. Y sácate las putas tetas.
Se desabrochó la camisola y se la abrió hacia los lados liberando sus dos tetazas blandas. Se sentó encima de la mesa rectangular y se echó hacia atrás apoyando los codos en la superficie, con la cabeza erguida y las tetas caídas hacia los costados. Subió los pies hasta apoyar los talones en el canto de la mesa y separó las piernas para que se le abriera la raja del coño. Marcelo posicionó la verga en horizontal y se la clavó despacio, hasta hundirla del todo, para comenzar a follarla sosegadamente mientras le manoseaba las tetas atizándole leves zarandeos con las palmas. María sólo resoplaba con el ceño fruncido, concentrada en el roce de la verga al sumergirse en su coño, aunque a veces se le escapaba algún gemido. Su hijo le acariciaba las tetas y los muslos de las piernas, deslizando las manos hacia las nalgas, sin dejar de contraerse para follarla.
Fuera, Vicente oía algún gemido esporádico de su mujer. Llevaban un buen rato dentro y les había oído murmurar. Allí estaba, como un pasmarote. No sabía qué diablos hacer. Se sentía al margen, vapuleado por los celos. Se levantó del sillón y se pasó a la silla de ruedas. Rodó hasta la puerta de la cocina y sujetó el pomo girándolo despacio. Empujó un poco la puerta y les descubrió de perfil. Su mujer echada hacia atrás, con los codos sobre la superficie, de piernas abiertas para que su hijo, de pie entre sus muslos, le destrozara el chocho con severas y múltiples clavadas al mismo tiempo que la acariciaba por todos lados. Marcelo ladeó la cabeza hacia él y frenó con la polla dentro. María también ladeó el tórax hacia él.
- ¿Qué coño miras, maricón? – le preguntó su hijo acariciando las piernas de su madre -. Quieres ver cómo me follo a esta puta, ¿verdad?
- ¡Vicente! ¿Qué haces ahí?
Marcelo dio un paso atrás extrayendo la polla del chocho. Un grueso hilo de baba le colgaba de la punta. Se giró hacia su padre y avanzó despacio hacia él, con la baba balanceándose. Terminó de abrir la puerta y se colocó ante él, con la verga a escasos centímetros de su cara. María, temerosa por la embarazosa situación, bajó de la mesa con las tetas meneándose bruscamente.
- Te pone cachondo ver cómo me la follo, ¿verdad?
María se colocó al lado de su hijo.
- Por favor, Marcelo. Vicente, haz el favor de salir, por favor…
Vicente y Marcelo mantenían las miradas enfrentadas.
- ¿Qué miras? – le achuchó su hijo.
- Nada.
Marcelo miró a su madre.
- Mastúrbame, mastúrbame delante de él, seguro que le gusta como un buen maricón que es.
- Marcelo, por favor – le suplicó ella.
- Mastúrbame, zorra…
- Marcelo, deja que se vaya…
La agarró bruscamente de los pelos y en ese instante María extendió el brazo derecho y empuñó la verga, sacudiéndosela apresuradamente, encañonando la cara de su marido. Vicente contemplaba cómo se la meneaba, cómo le bailaban los huevos, cómo diminutas gotitas de babas le caían sobre la cara. Las tetas rozaban el costado de Marcelo y el chocho casi estaba pegado al muslo peludo de la pierna. La mantenía agarrada de los pelos mientras le movía la verga cada vez con más presura, como si quisiera finiquitar aquella situación cuanto antes. Aminoró la marcha de las sacudidas tras el primer escupitajo de leche viscosa. Le cayó bajo la nariz y le resbaló hacia los labios. Un segundo escupitajo le cayó en la ceja derecha, resbalando hacia el ojo, y un tercero le cayó a lo largo de la mejilla llegando a salpicarle la oreja. María redujo la velocidad hasta cesar la masturbación, amedrentada al ver la cara de su marido manchada de semen. Vicente permanecía inmóvil, sin gesticular, notando cómo el semen le resbalaba por la cara. María se la soltó y se cerró la camisola cruzando los brazos, a esperas de la imprevisible reacción de su hijo.
- Quita del medio.
Vicente apartó la silla a un lado para dejarle pasar y entonces Marcelo se alejó hacia el salón, caminando desnudo. María se dejó caer en una silla, con la cabeza reclinada sobre las manos, alarmada por la caótica situación. Su hijo ya no estaba en sus cabales, gozaba humillándoles, gozaba esclavizándoles, gozaba ensañándose con su marido. Vicente sacó un pañuelo del bolsillo para limpiarse los pegotes de semen. Y ella estaba alimentando con su docilidad esa terrible humillación. Vicente la miraba, desnuda de cintura para abajo. Vio sus bragas en el suelo, junto a la ropa de su hijo.
- Está loco, María.
- Lo sé, lo sé.
- Deberíamos terminar con esto, cielo. Disfruta humillándonos, sólo hay que ver sus ojos. Así no vamos a poder ayudarle.
- ¿Y qué quieres, Vicente? ¿Meterle en la cárcel? Voy a vestirme.
Recogió la ropa del suelo y salió estrepitosamente del salón dejando a su marido sumido en su mar de penurias.
Pasaron la tarde sin apenas dirigirse la palabra, muy disgustados con la denigrante situación. La suerte les otorgó una tregua y Marcelo no se presentó en casa en toda la noche. A primera hora de la mañana, María se levantó temprano para irse a trabajar. Se asomó a la habitación de su hijo para comprobar que aún no había llegado. Temía que le hubiera pasado algo, pero salió deprisa de casa para evitar reencontrarse con él. La actitud de su hijo cada vez resultaba más despreciable, como si llevara el demonio dentro, un demonio de maldad imparable que estaba haciendo trizas la vida de ella y de su marido. Caminó por la calle como una zombie, envuelta en sus dantescas reflexiones, reflexiones que no conducían a ningún lado. Quizás Vicente llevaba razón y ella con su docilidad avivaba la llama de la maldad. Cuando llegó a la casa del doctor, se llevó otra sorpresa inesperada. Había decidido marcharse a Argentina.
- Quiero irme mañana, María, así es que necesito que prepares todas mis cosas. Aquí no tengo a nadie y allí tengo al menos a mis hermanos y mis sobrinos.
Era otro problema más para ella, iba a quedarse sin trabajo y perdía un aliado, un hombre que le había hecho muchos favores. Siempre la había tratado respetuosamente y sintió mucha pena de que tuviera que marcharse. Era un hombre apuesto para su edad, alto y delgado, de buena estampa, con el cabello ya canoso, así como el fino bigote. María sabía que el doctor la deseaba, pero ella nunca le había correspondido, por Vicente y por la diferencia de edad. Apenada, se dispuso a prepararle las maletas.
En su casa, Vicente ya se había levantado y tomaba el desayuno en la cocina cuando sonó el timbre. Eran las diez de la mañana y Marcelo aún no había regresado. Tenía llaves, así es que sería alguna visita. Era su cuñada Cristina. Cristina era alta y tenía la piel aún más blanca que María, con ojos azules y las mejillas muy pecosas, con una media melena del mismo tono rojizo que su hermana. Llevaba unas mallas azul celeste muy ajustada que realzaban las curvas de sus caderas y para la parte de arriba una camisa roja ceñida, sin mangas, abrochada en la delantera con corchetes. Llevaba unas sandalias con tacón de esparto.
- ¡Cristina, pasa!
- Buenos días, Vicente. Estoy preocupada por mi hermana.
- Vamos a la cocina, tómate un café.
Ya en la cocina, Vicente le sirvió una taza de café, ambos sentados a la mesa.
- Esto es un infierno, Cristina. Abusa de ella todo lo que quiere, me humilla cada vez que le da la gana, y la ha violado, Cristina, ha violado a su propia madre.
- Pero no podéis seguir así, Vicente, no lo podéis consentir.
- Tu hermana se niega a denunciarle.
- Esta mujer es tonta – lamentó Cristina -. Tenemos que ayudarla como sea.
- ¿Cómo, Cristina? Avisé a la policía y no sirvió para nada, si María no pone de su parte, ellos no pueden hacer nada.
- Seguro que trafica con drogas, seguro que las guarda en su habitación. Podemos denunciarle por posesión de drogas, que se lo lleven de una vez y que podáis respirar. Yo daré el chivatazo, anónimamente.
- Pero, ¿y si aquí no guarda las drogas? – temió Vicente -. Y si no le detienen, nos mata, Cristina, sé que nos mata, no sabes cómo se puso cuando le interrogó la policía.
- Tiene que tener, espera aquí, voy a registrar su habitación.
- Ojalá y la encuentres para que se lo lleven de una vez.
Vicente se quedó en la cocina y Cristina, muy envalentonada, se dirigió hacia la habitación de su sobrino. Encendió la luz y cerró la puerta tras de sí. Comenzó a rebuscar en los cajones y debajo del colchón. Abrió el armario para buscar en los bolsillos de las cazadoras. No oyó la puerta de la calle al abrirse. Tampoco Vicente pudo advertirla cuando desde la cocina vio pasar a su hijo. Marcelo abrió la puerta de su cuarto y encontró a su tía de espaldas, curvada hacia el interior del armario, abriendo y cerrando cajones.
- ¿Qué cojones haces enredando en mis cosas? – preguntó dando un paso y empujando la puerta.
Cristina dio un brinco del susto y se volvió hacia él, con las mejillas ruborizadas.
- Ma… Mar… Marcelo, ho… Hola. Yo… Quería hablar contigo…
- ¿Que qué cojones haces en mi habitación, jodida puta? – apremió enfervorizado.
- Tranquilo, Marcelo, no te pongas así, yo sólo quería hablar contigo.
- Ven acá, hija puta…
- Marcelo, calma…
La sujetó de la muñeca izquierda y comenzó a asestarle severas palmadas en el culo por encima de la mallas. Amedrentada, con los ojos desorbitados, comenzó a dar vueltas en torno a él a medida que la azotaba, como si fuera una yegua que están domando.
- Toma, cabrona, ¿quién coño te crees que eres?
- Ya vale, Marcelo, perdóname…
Le azotaba con la palma en su culo blando y ella trataba de huir dando vueltas. Marcelo le tiró bruscamente de las mallas hacia abajo y consiguió bajarle la prenda de un lado, después le tiró de la tira lateral de las bragas blancas, bajándoselas igualmente de un lado, dejándola con medio chocho a la vista y con una nalga enrojecida a la vista. Le azotó varias palmadas más, poniendo la piel aún más roja, hasta que agarró con fuerza ambas prendas y se las bajó hasta las rodillas, dejando al aire su chocho velludo y su culo blando, un culo de nalgas aplanadas y flácidas que vibraban con los azotes.
- ¡Jodida perra!
- Perdóname por favor – suplicaba sin llegar a llorar.
- Arrodíllate, zorra.
- Perdóname, por favor, yo no quería…
Cristina, obligada por su poderosa fuerza sobre la muñeca, se postró ante su sobrino. Marcelo la acarició bajo la barbilla y enseguida se puso a desabrocharse el cinturón de los pantalones. Ella observaba acongojada. Se bajó la bragueta, se lo abrió hacia los lados mostrando el bulto del slip negro y se bajó la parte delantera desenfundado su polla y sus huevos, una polla medio hinchada. En una décima de segundo, Cristina decidió que por su bien lo mejor era amansar su genio y levantó la mirada con ojos sumisos. Comenzó a acariciarse la verga tirándose del pellejo.
- Abre la boca y saca la lengua, zorra -. Cristina obedeció, abrió la boca y sacó la lengua todo lo que pudo -. Así… Muy bien, puta… -. Le rozó el capullo por toda la lengua y por los dientes superiores, metiéndole la punta por las encías, hasta que le plantó la palma de la mano derecha en la coronilla para inmovilizarle la cabeza y comenzó a follarle la boca -. ¿te gusta, zorra? Seguro que sí, seguro que llevas tiempo sin probar una buena polla… Muy bien… Así… -. Marcelo contraía el culo follando la boca de su tía, metiéndole la verga hasta la garganta, provocando que sus babas le discurrieran por la comisura de los labios y le resbalaran por la barbilla. Cristina notaba el roce por el paladar y la lengua y mantenía la cara inmóvil, con la manaza plantada encima de la cabeza. Le sacó la verga y comenzó a machacársela -. Chúpame los huevos, venga, cabrona, chúpamelos…
Cristina asentó el culo sobre los talones y ladeó la cabeza lamiéndole los huevos con la lengua por fuera, muy despacio, sacudiéndole las bolas con la punta, llenándolos de saliva. Marcelo se la agitaba muy deprisa. Ella procuraba mirarle sumisamente mientras le chupaba los huevos, mientras los impregnaba de gruesos salivazos, salivazos que llegaban a gotear en el suelo. Para mantener la postura, ella se aferraba a los muslos peludos de su sobrino. Llegó a meterse los huevos enteros en la boca mientras él se la sacudía, hasta que los escupió para poder respirar. Al ver su entrega, Marcelo se curvó apretujándole las mejillas con una mano y atizándole unas palmadas en la cara con la otra.
- Te gusta, ¿verdad, zorra? ¡Contesta!
- Sí…
- Abre la boca – le ordenó aún con la mano apretujándole las mejillas. Cristina abrió la boca y su sobrino le lanzó un escupitajo en la lengua, escupitajo que ella se tragó tras sellar los labios -. ¿Le has chupado el culo a alguien alguna vez? – le preguntó soltándole la cara e irguiéndose.
- No.
- Vas a chuparme el culo, ¿verdad, puta?
- Sí – contestó asintiendo, sometida a sus crueles exigencias, actitud que había decidido adoptar para no enrabietarle más de lo que ya estaba.
- Desnúdame.
Postrada ante él, se ocupó de bajarle los pantalones y el slip hasta sacárselo por los pies. Después, Marcelo dio media y se curvó apoyando las palmas en las rodillas, ofreciéndole su culo gordo y sudado, sus nalgas velludas, sus cojones balanceándose entre los muslos. Cristina se tomó unos segundos para examinar el culo peludo y carnoso de su sobrino, tragando saliva, olisqueando el tufo que desprendía, pero estaba dispuesta a someterse a cualquier asquerosidad con tal de satisfacerle. Le plantó las manitas en las nalgas para apoyarse y respiró hondo, después pegó la cara a la raja del culo, hundiendo en ella la boca y la nariz, y sacó la lengua agitándola a modo de víbora sobre el ano. Marcelo rugió al notar el roce de la nariz y la barbilla, el cosquilleo nervioso de la lengua y las suaves caricias de las manos. Se esmeraba en lamerle bien el ano, agitando la lengua sobre el orificio. A veces apartaba la cara para tomar aire y volvía a pegarla, acariciándoselo sólo con la punta con ágiles movimientos.
- Hija puta, qué bien lo haces… - suspiró Marcelo, manteniendo la postura, curvado sobre sus rodillas.
Cristina se puso a pasarle la lengua a lo largo de toda la raja, hasta llegar a la rabadilla, un recorrido lento y que repitió varias veces. Luego le estampó besitos por las nalgas y metió la cabeza entre los muslos mordisqueándole los huevos por detrás. Marcelo, sin alterar la postura, se bajó la polla para ofrecérsela y su tía se la agarró con las dos manos, como si sujetara el mango de un paraguas, comenzando a ordeñarla mientras saboreaba sus huevos por detrás, con la frente rozando el culo. Marcelo ya despedía jadeos eléctricos de placer, desorbitado por los tirones que sufría su verga y por las lamidas en sus cojones. A veces metía la cabeza y le daba una lamida al capullo. Comenzó a gotear leche en la baldosa, un continuo goteo de porciones viscosas que fueron formando un charquito blanco ante las rodillas de Cristina. A pesar de que el goteo fue cesando, Cristina continuó acariciándole la polla hacia abajo, con las dos manos, con la nariz y las mejillas rozando el culo sudoroso. Se fijó que de nuevo de la polla se iniciaba un goteo, esta vez gotas amarillentas que fueron transformándose en un chorro continuo que al caer al suelo salpicaba hacia todos lados, llegándole a caer pequeñas gotitas en el vello del coño. Estaba meando y la estaba salpicando, mientras ella le sujetaba la verga hacia abajo.
- Cómo me has puesto, cabrona – jadeó Marcelo mientras meaba. Iba formándose un charco entre las piernas de su sobrino, con el semen desparramándose en diminutas porciones, charco que alcanzaba las rodillas de Cristina manchándole las mallas que tenía enrolladas -. ¿No te apetece probarlo?
Metió de nuevo la cabeza entre los muslos de su sobrino y sacó la lengua, rozando con la punta el chorro flojo y calenturiento que vertía de la polla, como si bebiera de una fuente, degustando el sabor caliente y avinagrado. Era una gran meada. Cuando el chorro comenzó a cortarse, el charco ya la rodeaba empapándole las mallas y las bragas enrolladas, con todo el coño salpicado. Le había quedado un sabor horrible en la lengua, pero trato de tragar mucha saliva para deshacerse de la mala sensación. Le exprimió bien el capullo y se la soltó. Marcelo se irguió girándose hacia ella, pisando el charco con la planta de los talones.
- Te estás portando muy bien conmigo, tía. Tú y yo nos entendemos. ¿Desde cuándo no te folla tu marido?
- Desde que nos separamos – le contestó con mirada sumisa, arrodillada ante él en medio del charco amarillento.
- Ven, levántate… -. La ayudó a levantarse y sujetándola del brazo la condujo hasta el escritorio que había frente a la cama. Al llevar la ropa empapada y enrollada por debajo de las rodillas, caminaba como si llevara unos grilletes, con las nalgas blandas de su culo blanco vibrando -. Échate, échate sobre la mesa.
Cristina acató su deseo y se curvó sobre la mesa, aplastando las tetas sobre la superficie, con la cabeza ladeada y las manos a ambos lados de la cara. Cerró los ojos y apretó los dientes, aguardando la clavada. Marcelo trató de mantenerse erecta la polla acariciándola, mientras se fijaba en el culo blandito de su tía. Vio que del coño caían gotas de las salpicaduras de la meada. Tenía un ano muy rojo que destacaba con la blancura de las nalgas. Posicionó la polla y se la metió en el culo poco a poco, provocándole una dolorosa dilatación que Cristina trató de resistir soltando continuos bufidos. Nunca había probado una penetración anal. La sujetó por las caderas y mantuvo la verga encajada unos segundos, luego comenzó a follarla, asestándole severas penetraciones que provocaron sus chillos. Desde la cocina, Vicente lograba oír los escandalosos gemidos de su cuñada, pero se mantenía inmóvil como un cobarde, oyendo la sintonía de la violación. Tras follarle el ano durante un par de minutos, le sacó la polla de golpe. Le había dejado el orificio anal muy abierto y una babilla transparente discurría del interior. Sujetándose la verga, la guió hacia el chocho, acariciándole primeramente la raja con la punta, rozándole con todo el capullo, hasta que poco a poco se la fue hundiendo. Cristina cerró los ojos con la boca muy abierta para exhalar, sintiéndose más relajada, concentrándose en el gustillo que le producía la verga al bombearle el chocho. Le folló el coño durante más de cinco minutos, hasta que notó cómo se corría dentro de ella, cómo la llenaba, chorros calientes que la inundaron. Marcelo retrocedió sacándole la verga y caminó hacia la cama, tendiéndose boca arriba, con la cabeza en la almohada y la polla ya flojeándole. Cristina se irguió y se curvó para subirse las bragas y las mallas. Las manchas de orín oscurecían la prenda en distintos puntos. Sintió la humedad en sus piernas, pero no le importó.
- ¿Te ha gustado, putita? – le preguntó su sobrino desde la cama.
- Sí.
- Muy bien. Friega el suelo.
Cristina salió de la habitación y fue hasta la cocina. Vicente la miró con asombro, fijándose en las innumerables manchas de las mallas, en su rímel corrido por la cara y en sus cabellos alborotados.
- ¿Qué te ha hecho, Cristina?
- No pasa nada, tranquilo, está muy colocado – dijo sacando de la despensa el cubo de la fregona.
- Podemos avisar a la policía.
- No, Vicente, por favor, no quiero pasar esa vergüenza. No ha pasado nada, ¿de acuerdo?
Y le dejó con la palabra en la boca, como varias veces había hecho su mujer, como hipnotizadas con la humillación que Marcelo ejercía sobre ellas. Cristina irrumpió en la habitación y vio que su sobrino roncaba como un cerdo, con la polla recostada sobre un lado. Se puso a fregar el charco de pis y más tarde trató de colocarse un poco en el lavabo y secarse las manchas de pis con el secador. Después salió de casa sin despedirse de su cuñado, avergonzada de sí misma por lo que había consentido.
Al mediodía, llegó María, bastante apesadumbrada y exhausta de darle vueltas a la cabeza. Encontró a su marido sentado en el sillón del salón, con sus penitas reflejadas en la mirada.
- ¿Y Marcelo? – le preguntó con seriedad.
- Está en su habitación -. Levantó la mirada hacia ella -. Ha violado a tu hermana.
- ¿Qué? – preguntó horrorizada.
- No has querido pararle los pies y mira las consecuencias. María, tienes que recapacitar, está loco y tenemos que hacer algo, por favor, tienes que ayudarme a pararle los pies o terminará con todos nosotros.
Como anonadada, María asintió con la cabeza.
- Sí, sé que está loco. Esta tarde tengo que ir a casa del doctor Castro. Mañana se va a Argentina y voy a perder mi trabajo.
- Maldita sea…
- Voy a comer, tengo que irme, esta noche lo hablamos, ¿de acuerdo?
- Sí, piénsalo bien, María, será lo mejor para todos.
Comió sola en la cocina, ensimismada, como con la mente noqueada. Después se vistió toda de negro, con una falda ajustada con abertura trasera, con la base por las rodillas, y una camiseta negra elástica que realzaba el volumen de sus pechos. Y salió de casa antes de que su hijo se despertara. El doctor Castro se sorprendió al verla cuando abrió la puerta y la miró de arriba abajo. También ella se fijó en la bata de seda roja que llevaba abrochada y en los pelos canosos que le salían por el escote. Tenía el pelo remojado, daba la sensación que acababa de salir de la ducha y de que no llevaba nada debajo.
- ¡María!
- Buenas tardes, doctor. Quería pedirle un favor.
- Bien, pasa.
Ella pasó delante y el viejo se fijó en la manera de contonear su ancho culo por efecto de los tacones que llevaba. Cerró la puerta y ella se giró hacia él.
- Tú me dirás, María.
- Quería pedirle un último favor, doctor – confesó con las mejillas ruborizadas -. Sé que me ha pagado toda la nómina, pero necesitaba algo más de dinero. Se lo enviaré donde usted me diga con una transferencia.
- ¿Cuánto necesitas? – le preguntó el viejo con las manos en los bolsillos de la bata.
- Lo que usted pueda darme, doctor. Tenemos muchos problemas en casa.
- ¿Te vienen bien trescientos euros?
- Sí.
- Acompáñame.
María le siguió por el pasillo hasta que se adentraron en la alcoba donde dormía el doctor. Le vio rebuscar en los bolsillos de la chaqueta colgada en una percha de pie y con la cartera en la mano retrocedió hasta sentarse encima de la cama. Una parte de los faldones del albornoz se le cayó hacia el lado y le dejó una de sus piernas raquíticas a la vista. Tenía una piel rosácea sin apenas vello. María se fijó mientras extraía unos billetes de la cartera.
- Toma, cuatrocientos – le dijo entregándole cuatro billetes de cien -. No hace falta que me los devuelvas, tómalo como una propina por tus servicios.
- No sé cómo agradecérselo, doctor, mil gracias, me ha hecho usted muchos favores. Me da pena que se vaya, se lo juro. Yo le admiro, doctor.
- Tranquila, mujer, a mí también me da pena dejarte.
- Pídame lo que quiera – le dijo mirándole a los ojos -. Usted ha hecho mucho por mí.
El doctor se tomó unos segundos para reflexionar.
- Hace mucho tiempo que no estoy con una mujer. Eres una mujer muy guapa, María.
- Lo comprendo, doctor. Sé que se siente muy solo. ¿Quiere que me desnude? Puedo hacerlo por usted.
- Sí, desnúdate, deja que te vea.
María, dispuesta, se sujetó la camiseta y se la sacó por la cabeza, exhibiendo sus dos tetas blanditas, con la carne esponjosa meneándose por los movimientos de los brazos, chocando una contra la otra, provocando una mirada delirante en el doctor. A continuación, se desabotonó el broche lateral de la falda y la prenda cayó a los tobillos, dejándola en bragas, unas braguitas negras muy ceñidas a las carnes, con la delantera de muselina, donde se le transparentaba todo el coño. Se mantuvo de pie ante él, con los brazos pegados a los costados. El viejo la repasó con la mirada, centrándose en las tetas y en las transparencias de la muselina. Parecía fascinado a juzgar por sus ojos desorbitados.
- Quítate las bragas – le ordenó deshaciendo el nudo de la bata. María fue deslizando las braguitas por sus piernas, descubriendo su chocho peludo. Las tiró al suelo. Allí estaba, desnuda ante un hombre de setenta años. Mantenía los tacones -. Acércate -. Dio unos pasos hacia él. El viejo la rodeó con los brazos plantándole las manos en el culo y acercó la nariz para olerle el chocho. María cerró los ojos resoplando y al instante notó cómo le pasaba la lengua, cómo le lamía el coño lentamente, como un perro lamiendo el hueso. Para corresponderle, plantó sus manitas encima de su cabeza, como para darle a entender que estaba dispuesta. A la vez que le chupaba el chocho, le abría el culo y le metía las yemas de los dedos por dentro de la raja, rozándole el ano -. Qué ricas estás, María.
El viejo alzó la cabeza para lamerle las tetas, concentrándose en mordisquearle los pezones, sin dejar de acariciarle el culo con ambas manos. Ella le metía los dedos por el cabello, apretando su cara contra las tetas. La manoseaba con desesperación, por los muslos, por el culo, a veces pasándole la mano por encima del chocho, dándole fuertes lengüetazos a las tetas. El viejo apartó la cabeza de los pechos y la miró.
- Chúpamela.
- Sí.
Se arrodilló ante él y simplemente tuvo que abrirle bata para descubrir su polla erecta. Era un palote fino, rodeado de vello canoso, con unos huevos pequeños muy redondos y duros, salpicados igualmente de pelusa canosa. Se la sujetó por la base con las yemas de los dedos índice y pulgar y acercó la boca para empezar a mamar, primero mordiendo el capullo y sorbiendo y después subiendo y bajando la cabeza de manera continua, deslizando los labios desde el glande hasta la base. El viejo, hechizado por la inesperada mamada, se tendió hacia atrás. Ella le miraba al chupársela. Alzó el brazo izquierdo para acariciarle los huevos con suaves estrujones, provocando el delirio del viejo, que jadeaba como fatigado. Los pelillos canosos le cosquilleaban en los orificios de la nariz. Tras empaparle el palote de saliva, bajó más la cabeza y le besuqueó los huevos, tirando de la piel áspera con los labios, aplastándolos con la boca, lamiéndolos con la lengua fuera. Al mismo tiempo le sacudía la verga. El doctor cabeceaba muerto de placer con los brazos extendidos. Tras mojarle los cojones, le levantó las piernas elevándole la cadera del colchón y se lanzó a lamerle el culo, un culo arrugado y encogido, saboreando su ano rugoso con la punta de la lengua. El viejo mantenía las piernas elevadas y se las sujetaba para no bajarlas, notando cómo le pasaba la lengua por dentro de la raja, cómo trataba de meterle la punta dentro del ano mediante blanditas clavadas. Tras dejarle calado el culo de saliva, arrastró la lengua de nuevo hacia los huevos, zarandeándolos con los labios, para pasar de nuevo al tronco de la polla. El viejo bajó las piernas y elevó la cabeza hacia ella.
- Levántate -. María se incorporó poniéndose de pie y el viejo bajó de la cama -. Túmbate, quiero follar contigo…
De los huevos le colgaban hilos de babas y la polla le brillaba por la rociada de saliva. Con obediencia, María se tumbó boca abajo en la cama, con las tetas aplastadas sobre el colchón y la mejilla pegada a la almohada. El viejo se sentó encima de sus muslos y se echó ligeramente hacia delante, hurgando con la polla en los bajos del culo, hasta que logró clavarla en el chocho. Y comenzó a menearse secamente sobre ella, con el tórax separado de la espalda de María, asestándole fuertes pinchazos que le hacían convulsionar todo el cuerpo. María apretaba los dientes y agarraba con fuerza las sábanas, sintiéndole muy adentro, soportando las embestidas secas, escuchando sus jadeos estridentes. El viejo frenó inyectándole una dosis de semen dentro del chocho. Con la verga encajada, se dejó caer sobre su espalda, respirando fatigosamente sobre su nuca.
- Siempre te he deseado, María – le susurró el viejo besuqueándola por el cuello -. Vente conmigo, allí serás una reina.
Era la proposición que ella esperaba para escapar del infierno. Su plan de huida surtía efecto, iba a aprovecharse de los sentimientos del doctor para alejarse de su hijo. Llegó a casa sobre las nueve de la noche, una hora propia para que su hijo se encontrara ausente. Le dio de cenar a Vicente y le ayudó a ducharse, después se ocupó de acostarle. Preparó un neceser, cogió su pasaporte y cuando comprobó que su marido dormía sacó toda la ropa que pudo e hizo una maleta. Huyó de casa, huyó de su infierno. Se marchó a Argentina con el doctor Castro en busca de una vida más feliz. El doctor le propuso matrimonio y al poco tiempo de llegar se casó con él, a sabiendas de que su hijo Marcelo la había dejado preñada. Pero para ella y para su futuro hijo el destino le deparaba, en aquel país lejano, una vida tranquila. Heredaría una fortuna. En España, Vicente tuvo que ser internado en una residencia y sus penurias terminarían ahogándole. Marcelo terminó en la cárcel por posesión de drogas, después de haber dejado preñada a su tía Cristina, quien cayó en la prostitución en cuanto su ex se enteró de su embarazo. Una familia rota, un destino cruel y una vida nueva para María. Fin. Carmelo Negro. joulnegro@hotmail.com
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