Humillada por mis compañeros

Una chica es humillada por sus compañeros de clase.

Sucedió en clase, a la hora del recreo. Por alguna razón que ya no recuerdo entré al aula. Quizá a buscar en mi mochila una aspirina o dinero, es lo de menos. Lo que encontré al atravesar la puerta fue a Nelson y a otros tres chicos más, todos de mi clase. Estaban sentados en la mesa del profesor.

–Mierda –pensé.

No esperaba que hubiera nadie, y menos ellos, que siempre se metían conmigo y me insultaban. Me llamaban "Tabla" y "Plana" y otras lindezas ofensivas. Que tuvieran algo de razón me lo hacía más doloroso, claro. En efecto yo tenía muy poco pecho y que me lo recordaran a cada rato hacía que me avergonzara y acomplejara más.

Apenas los vi allí sentados cambié de idea y di media vuelta para salir por donde había venido pero uno de ellos dijo mi nombre.

–Elena.

–¿Qué? –susurré mirando hacia ellos. Y vi que el rubio venía hacia mí. Se llamaba Óscar y me intimidaba. Tenía que haber echado a correr pero no lo hice. Me cogió de la muñeca. Intenté soltarme pero me había agarrado fuerte. La escena empezaba a no gustarme en absoluto, se parecía a una de mis peores pesadillas. Los otros se acercaron, se miraban entre sí.

Nelson tomó la iniciativa. A empujones hizo que me metiera en el hueco del armario. Era casi verano así que no había ninguna prenda colgada.

–¿Sabes, Tablita? –empezó a decirme con voz casi dulce– Tenemos un problema; creemos que eres un tío.

Al escuchar eso supe lo que iba a pasar y quise huir pero unas cuantas manos me lo impidieron, empujándome contra la pared.

–Compréndenos, tenemos que comprobarlo.

Me miraban con más odio que deseo. Yo empecé a llorar al darme cuenta que por mis medios no podría escapar de allí. Eran cuatro. Eran más fuertes. Yo estaba en el hueco de un armario y ellos alrededor, sin apartar los ojos de mi asustado cuerpo.

–Enséñanos las tetas y ya –dijo Óscar.

Yo no podía reaccionar, estaba paralizada por el miedo y la vergüenza.

–Enséñanoslas, putita –dijo otro de ellos–. ¿O prefieres que te desnudemos nosotros?

Me aterraba que me pusieran las manos encima así que hice caso y subí mi camiseta. Dejé al descubierto un sujetador blanco, bastante infantil y nada sexy. Me sentía humillada y avergonzada. Avergonzada de mis pequeños pechos de los que estaba segura se iban a burlar y humillada de que me estuvieran obligando a hacer aquello.

–Sácate la camiseta del todo, zorra –gruñó Óscar–. No hagas que te lo tengamos que decir todo paso a paso.

Obedecí. Ingenuamente pensé que quizá se conformarían con verme en sujetador pero no tardé en darme cuenta de que no iba a ser así.

–¿Qué parte no entiendes, puta? En-sé-ña-nos las tetas. ¡Ya!

Los insultos, los gritos y la humillación hacían que no pudiera parar de llorar. Llevé mis manos hasta el broche de la prenda y lo solté. Aparecieron mis pechos, eran apenas unas suaves elevaciones coronadas con un pezón rosado y pequeño también, casi sin areola.

Uno de ellos se rió y fue muy hiriente para mí. Encima que me obligaban a enseñarles el cuerpo se burlaban de mi físico. Yo desviaba la vista, no quería mirarlos. Entonces empezaron a tocarme. Un montón de manos se paseaban por mi piel, apretándome los pechos, pellizcándome los pezones, masajeándome sin ningún cariño. Aquella era la primera vez que me tocaba alguien y yo me sentía fatal.

–¿Os queda claro que sea una tía? –le preguntó Óscar a sus amigos–, porque yo hasta que no vea el coñito no me quedo conforme

–Eso no –me atreví a decir yo.

–Es sólo ver que no tienes polla –dijo uno de ellos.

–Eso no, por favor –volví a decir yo con un hilo de voz.

Entonces Nelson me cogió violentamente del cuello y me empujó contra la pared. Apretaba aunque yo sabía que podía apretar mucho más si así lo quería. Debió de ver el miedo en mis ojos, pero eso sólo hizo que sacara su lado más violento.

–No te enteras, puta –me dijo–. Haremos lo que nos dé la gana contigo. Deja de poner pegas.

Me soltó y se quedaron expectantes. Yo llevaba un pantalón de chándal y no tuve más remedio que empezar a bajarlo. Bajaba la braguita también a la vez. Las lágrimas no habían parado de recorrer mis mejillas desde que me metieron en aquel armario y me rodearon como a un animal al que tenían ganas de hacer sufrir.

Apareció mi sexo y pude notar que estaban excitados, se relamían como chiquillos ante un helado. Yo no quería ser su helado. Pero Nelson puso su mano con fuerza entre mis piernas, me hizo separarlas y comenzó a tocarme. Pasaba los dedos por mi rajita, presionándola. Yo estaba demasiado asustada y humillada como para sentir placer, además me tocaba con rudeza, nada que ver con la forma en que yo me acariciaba en mis noches de deseo.

Sus dedos abrían mis labios, se asomaban apenas a mi vagina. Me preguntaba a mí misma cuándo acabaría aquello. Entonces sentí como sus dedos entraban en mí de golpe. Me metió dos y empezó a follarme con ellos, moviéndolos dentro y fuera rápidamente. Cerré los ojos, no soportaba ver sus caras. Bañada en lágrimas noté como me toqueteaban por todas partes, los pechos, el vientre, las nalgas

Luego fue Óscar el que me metió los dedos. Lo hizo a lo bestia, como si quisiera hacerme el mayor daño posible. Afortunadamente sonó el timbre que señalaba la vuelta a las clases. Me subieron el pantalón y me alcanzaron el sujetador y la camiseta para que me los pusiera.

–Si cuentas algo –dijo Nelson sacándome del armario– la próxima vez no será sólo los dedos lo que te metamos.

–Zorra –gruñó Óscar mientras salían del aula.

Me quedé allí llorando y sin saber qué hacer.