Humillada en el viaje (y 7)
El resto de la mañana pasa sin novedad, conmigo convertida en el centro de atención de no sé cuántos hombres que me usan a su antojo, azotándome la espalda, el culo, mis muslos y mi pecho, corriéndose en mi cara y en mi boca, llevándome atada de un extremo a otro de la sala.
HUMILLADA EN EL VIAJE y 7
Alguien empieza a azotarme la espalda. Lo hace suavemente, pero me recuerda lo que soy y dónde me encuentro.
El resto de la mañana pasa sin novedad, conmigo convertida en el centro de atención de no sé cuántos hombres que me usan a su antojo, azotándome la espalda, el culo, mis muslos y mi pecho, corriéndose en mi cara y en mi boca, llevándome atada de un extremo a otro de la sala. Yo me dejo hacer, convencida de que tienen derecho a usarme, y me concentro en disfrutar de mi situación. La oscuridad en que estoy sumida por causa del pañuelo negro que me tapa los ojos me permite imaginar a mis dueños de esta mañana, hacer composiciones mentales de cada una de las escenas de las que soy protagonista y excitarme al hacerlo.
De pronto, escucho la voz de mi Amo. Acaba de regresar y se dirige al botones: "Nos vamos", le dice, y el botones viene a por mí, me ayuda a levantarme ya que he permanecido todo el rato arrodillada-, me ata las manos a la espalda y, enganchando de nuevo la cadena a la argolla de mi collar, tira de mi fuera de la sala.
Pasamos entre los invitados a usarme, que no pierden la oportunidad de tocarme por última vez cuando paso a su lado. Siento sus dedos rozando mis pechos, pellizcando fugazmente mis pezones, tratando de introducirse en mi sexo mientras con su roce contribuyen a que me moje un poco más. Yo sigo con los ojos vendados, así que me guío por los sonidos que escucho y por las sensaciones que me producen sus tocamientos. Cuando se hace el silencio, comprendo que hemos salido al pasillo.
Pienso que me llevarán a la habitación, pero me equivoco. El botones me introduce en el ascensor y pulsa el botón del sótano. Mientras bajamos, me quita el pañuelo negro que me impide la visión. Tengo que pestañear varias veces para acostumbrarme de nuevo a la luz. Pero no se me ocurre mirar al botones, sino al suelo. Veo mi cuerpo desnudo marcado por los azotes y me encuentro guapa.
Llegamos al aparcamiento. El botones tira de la cadena para indicarme que le debo seguir. Hay una furgoneta aparcada enfrente. Tiene la puerta lateral abierta y nos dirigimos a ella. Dos hombres esperan. El botones les entrega el extremo de la cadena: "Aquí os la dejo", les dice y se marcha, dejándome con ellos.
Uno de los hombres me ayuda a entrar en la furgoneta. Me obliga a arrodillarme y ata mi collar a uno de los laterales de la furgoneta. Al menos, me permite arrodillarme sobre un cojín; todo un detalle porque si no, el suelo metálico de la furgoneta me produciría heridas. Se sienta frente a mí, mientras su compañero se coloca en el lugar del conductor y arranca la furgoneta. En la penumbra, siento miedo. No los conozco ni sé a dónde me llevan. No tengo nada, ya que voy desnuda y estoy a su merced.
No sé cuánto tiempo llevamos de viaje ni en qué dirección. El hombre sentado frente a mí no habla, así que tengo tiempo para pensar. De repente, la furgoneta se para. La puerta se abre y el hombre que me acompaña me desata y me ayuda a bajar. Estamos en una especie de almacén. Parece vacío y en el centro, en una columna, unas argollas anuncian mi destino.
En efecto, los hombres que me han traído hasta aquí me acercan a la columna y, levantando mis brazos, me encadenan a las argollas. Debo estar ligeramente de puntillas, así que me siento incómoda, pero he aprendido a aceptar mi condición. Me colocan una mordaza en la boca y enganchan los anillos de mis pezones con una cadenita. Luego se van y me dejan sola.
Se hace de noche y, a pesar de que me molesta la postura, me quedo dormida. Me despierta un murmullo de voces. Abro los ojos y veo a mi Amo que se acerca. Tras él vienen no menos de doce hombres a los que no he visto nunca. Se paran muy cerca de mí, a menos de un metro, rodeándome.
Mi Amo les habla de mí, intenta venderme como una buena esclava. Les permite tocarme y se esmeran en hacerlo. Me examinan con todo detalle, introduciendo sus dedos por todos mis agujeros. Me siento humillada. Me obligan a darme la vuelta y me examinan por detrás. Me pellizcan el culo y lo palmean, estiran de los anillos de mis pezones, me manosean por todo el cuerpo. Piden que demuestre mis habilidades y mi Amo acepta. Me quita la mordaza, me desata y me ordena arrodillarme. Uno a uno, van pasando frente a mí para que se las chupe y yo obedezco con sumisión. Pronto mi boca y mi cara se llena de semen que trago, mientras el otro escurre por mi cuerpo.
Cuando todos han pasado por mi boca, mi Amo anuncia la subasta. ¡Me va a vender! Y yo no puedo hacer nada. Pronto se empiezan a escuchar las cantidades; alguno de los hombres pide permiso para examinarme con más atención, antes de hacer su oferta. Finalmente me compra un hombre a quien no he visto nunca, de unos 40 años, bien vestido pero con rostro serio. Aunque sólo se me permite mirar al suelo, siento su mirada severa posada en mí y un escalofrío recorre mi espalda. Estoy segura de que me hará vivir experiencias inolvidables, pero eso lo contaré en otro relato.