Humillada en el viaje (2)

No me da tiempo a terminar de preguntarme a mí misma qué ha podido pasar porque la puerta del cuarto de baño se abre para dar paso a un botones jovencísimo. Lleva en sus manos lo que parece ser un vestido y una toalla.

HUMILLADA EN EL VIAJE 2

La toalla y mi ropa han desaparecido. ¿Será…?

No me da tiempo a terminar de preguntarme a mí misma qué ha podido pasar porque la puerta del cuarto de baño se abre para dar paso a un botones jovencísimo. Lleva en sus manos lo que parece ser un vestido y una toalla. Me quedo tan sorprendida que sólo acierto a taparme para que el botones no me vea desnuda, mientras él se mueve con tanta lentitud que me pone nerviosa. Deja la ropa en un rincón y se acerca a mí. Con movimientos firmes aparta mis manos y permanece unos segundos mirándome a placer. Debo de gustarle, desnuda y mojada, porque no me quita ojo. Luego coge la toalla y empieza a secarme muy despacio, como si disfrutara acariciando mi cuerpo. Se detiene en mi pecho y en mi sexo, y yo le dejo hacer. No lleva ningún anillo pero algo me dice que debo mostrarme sumisa.

El botones termina de secarme y pellizca mis pezones, que inmediatamente se ponen duros. Entonces saca unas pequeñas pinzas metálicas unidas entre sí por una cadenita y me las pone en ellos. Duele, pero no me atrevo a protestar. Sólo se me escapa un pequeño gemido que ahogo cuando veo su mirada de desaprobación.

-¡Échate boca arriba en ese diván y separa las piernas!

La orden no deja lugar a dudas. Obedezco. Me tumbo en el pequeño diván que hay en el cuarto de baño y me abro de piernas todo lo que puedo. Imagino que el botones me quiere follar… pero no. Con rápidos movimientos me afeita el sexo. Me desilusiona eso; yo esperaba que me hiciera el amor y parece que no le intereso. Me siento humillada una vez más.

Me ordena levantarme. Me coloca un collar de cuero negro con adornos plateados y una argolla central, tan ancho que me obliga a llevar la cabeza muy alta. Eso me incomoda cuando tengo que bajar la vista, como me enseñó mi Amo que debo hacer delante de cualquier hombre.

El botones me viste con una minifalda negra muy corta, un corsé blanco que deja completamente al aire mi pecho encadenado –y que lo eleva- y unas sandalias de tacón muy alto que me molestan al andar. Por último me coloca unas muñequeras y me ata las manos a la espalda.

Tras enganchar una cadena a la argolla de mi collar, tira de mí y me obliga a seguirle fuera del cuarto de baño. En la habitación del hotel esperan tres hombres a los que no había visto nunca. El más mayor está sentado y me observa con interés, mientras los otros dos revuelven mis maletas y amontonan toda mi ropa que no es de su agrado. No he traído ropa interior pero pantalones, camisetas y faldas largas van a parar al montón que los dos hombres están haciendo en el suelo.

El botones me acerca al hombre que está sentado. Me levanta la falda y hurga en mi sexo, pellizcándomelo. Luego tira de la cadenita que une mis pezones, haciéndome daño. Indica al botones que me dé la vuelta y me explora por detrás. Lleva el anillo, así que ni se me ocurre protestar. Recuerdo muy bien lo que me ha dicho mi Amo.

_Vas a acompañarnos, esclava –me dice el hombre sentado-.

Hace una seña al botones, que tira de mí y me conduce fuera de la habitación. Estoy nerviosa y preocupada por si algún cliente del hotel sale al pasillo y me encuentra en esta situación, pero no se ve a nadie. El botones me conduce a un ala apartada del hotel, donde espera un montacargas. Me introduce en él y me ata a la pared del fondo. Me coloca una mordaza en la boca y se va, dejándome sola.

Pronto, el montacargas empieza a moverse. Primero baja hasta el sótano, donde montan en él dos hombres vestidos de negro. No parecen sorprenderse de verme atada, amordazada y medio desnuda; al contrario, acarician mis pezones y examinan mi sexo sin dejar de hablar de sus cosas, como quien observa distraídamente un objeto. En la octava planta se bajan, pero yo aún deberé hacer otros quince viajes en el montacargas, exhibida ante casi medio centenar de desconocidos que me miran, me tocan y hablan sobre mí sin importarles que yo les escuche.

Cuando han subido todos, el botones viene a por mí. Me coloca bien la minifalda y el corsé, ajusta las pinzas de mis pezones y me vuelve a atar las manos a la espalda. Tirando de la cadena enganchada a la argolla de mi collar, me conduce a una sala donde los hombres que han subido en el montacargas esperan, sentados en mesas, lo que parece ser una cena.

El botones me coloca en el centro de la sala y con rápidos movimientos me desnuda, pero no me quita las pinzas, ni el collar ni las muñequeras. Luego me ordena que me arrodille.

_Si los señores dan su aprobación a la esclava, puede empezar su instrucción y posteriormente servirá la cena.

_¡Adelante!

El que acaba de dar la orden de que empiece es mi Amo. El corazón me da un vuelco: estoy feliz de tenerle aquí y muy nerviosa porque no quiero defraudarle. Al mismo tiempo tengo miedo de lo que me puedan hacer.