Humedad caribeña (1: el Caribe es húmedo)

Viaje a un país caribeño donde me encuentro con mi hermana y mi sobrina. El primer contacto se produce.

1: EL CARIBE ES HÚMEDO.

Aterrizaba por fin en la única pista del pequeño aeropuerto. Al salir del avión, una sensación de bochorno invadió mi piel, haciéndola llenarse de gotas de sudor. Un extraordinario calor mezclado con una intensa humedad, hacían difícilmente respirable el ambiente, lejos del aire acondicionado del interior de la cabina. Al fin llegué a la terminal, donde realicé las gestiones del equipaje y el pasaporte, que me demoraron más de lo que yo hubiera deseado. Por fin, ya pasada la aduana, me encaminaba hacia la salida del escueto aeropuerto, de aquel país que parecía todo él una sauna.

A lo lejos pude divisar a Inma. Mi hermana agitaba las manos ostensiblemente, para que yo la viera, en medio de una vorágine de gente, entre quienes éramos recibidos, y quienes ofertaban taxis y demás servicios. Atrapado por la muchedumbre, logré hacerme a un lado, evitar el gentío y saludar a mi hermana. Inma era una cuarentona que aún conservaba un cuerpo excelente. Había salido de España hacía décadas, para casarse en el país que yo ahora visitaba.

— ¡Santi, cielo! ¿Qué tal el viaje? –me recibía con dos sonoros besos en la mejilla –.

—Bien hermana –contesté yo, respondiendo a sus besos –. Un coñazo de horas con el culo sentado, y la lata de la aduana, pero ya todo pasó.

—Salgamos –sugirió ella –. Esto es un follón de gente y aquí no hay quien pare.

Rodando mi maleta, seguí a mi hermana, que me abría camino hacia la salida. Afuera, de nuevo ese bochorno insoportable me ahogó. Afortunadamente ella no tenía el vehículo muy lejos. Abrió el maletero, y yo introduje mi maleta.

—Evelina, sal a saludar a tu tío –le oí decir a mi hermana, mientras yo volvía a cerrar el maletero –.

Del interior del auto salió una jovencita que rozaba la veintena. Era más alta que mi hermana, y había heredado su espectacular físico. Se acercó a mí, y apoyó sus labios en mis cachetes, de la forma más superficial que jamás me hayan besado. Sin embargo su cuerpo se había pegado mucho al mío. Había notado el contacto de sus no muy abundantes pechos y sus piernas desnudas habían rozado las mías. Iba vestida con una camiseta muy ajustada y con un pantalón tan corto, que se diría parecía todo él un cinturón. He de reconocer, que esa primera visión me atrajo; no obstante, no quise incidir más en ello, y me subí con presteza el asiento delantero, al lado de mi hermana, que conducía.

Ahora podía ver claramente la blusa de Inma, cómo se vencía hacia delante (con los primeros botones desabrochados), según los movimientos que ella hacía, y el dibujo de sus senos en una mágica visión quedó a mi entera percepción. Entre los recuerdos que me venían a la cabeza, de los escarceos sexuales que habíamos tenido, cuando ambos empezábamos a desarrollar; ella me preguntaba todo lo que se le ocurría sobre las cosas en mi país, sobre nuestros padres, y sobre el resto de la familia. Con mi vista hipnotizada en su amplio escote, iba respondiendo mecánicamente a sus preguntas.

— ¿Qué te parece mi hija Evelina? –Preguntó al fin, después de haber desglosado todo su interrogatorio sobre lo más perentorio para ella –.

—Tiene la altura de su padre y tu hermosura, Inma –dije –. Ese cuerpo será objeto de muchos sueños oscuros y de deseos incontenidos. Seguro que le persiguen los pretendientes –finalicé –.

Miré discretamente hacia atrás cuando estaba hablando de ella, y pude percibir en mi sobrina un tenue rubor. Después de haber acabado, giré mi vista hacia Inma y la vi satisfecha y orgullosa por lo oído; e imaginé que su opinión también era similar.

—Es cierto, Santi –contestaba ella –. Yo también creía que tendría montones de moscones a su alrededor, pero no te creas: también ha heredado mi timidez, hermano, y ni tiene novios ni amigos especiales, ni nada de eso.

No quise mirar hacia atrás. Suponía que la conversación estaba siendo incómoda para ella, y su turbación habría aumentado.

—Bueno, Inma, dale tiempo, Nunca es bueno tener prisas para eso –dije –.

—Tienes razón, hermano –contestó ella, poniendo súbitamente su mano sobre mi muslo –. Ahora que estás tú de visita, espero que se anime un poco y salga más a menudo. Desde que murió su padre ha estado demasiado tiempo encerrada en casa –sentenció mi hermana –.

Había querido evitar lo máximo posible el tema del fallecimiento de mi cuñado, ocurrido hacía unos meses. Desde ese trágico suceso, yo había ayudado a mi hermana en lo posible, económica y humanamente. No sólo recibía una asignación mensual mía, sino que me había volcado con mi cariño sin ninguna reserva. Mi situación económica –poseía una cadena de tiendas textiles que daba pingües beneficios –, me permitía esa posibilidad, y mi soltería, brindaría que me pudiera dedicar a ella con bastante asiduidad; y ese era el principal objetivo de esa vista desde tan lejos. Los objetivos secundarios eran disfrutar de unos días.

Finalmente, llegamos a su apartamento. Era pequeño. Poseía dos dormitorios (uno el que fuera conyugal y otro para la chiquilla), un baño (ubicado en el dormitorio de Inma), una cocina y una sala de estar. Habían insistido en que yo durmiese en la cama matrimonial, a lo que me negué de inmediato. Me costó mucho más de lo que yo imaginaba convencerlas; pero finalmente lo hice so amenaza de irme a un hotel. Después de un breve debate, logré que ninguna de las mujeres se moviese de sus habitaciones, quedándome yo con el sofá cama de la salita. No obstante, usaría el cuarto de mi hermana como lugar para cambiarme, y tener ubicados mis enseres. Ahí estábamos los tres, yo colocando mi equipaje, y ellas dos acompañándome.

—Querrás darte una ducha Santi –habló por primera vez Evelina, sin que nadie se lo indicara antes –.

La miré fijamente. Estaba apoyada en uno de los ventanales. El sol de afuera entraba de frente y sólo se advertía su silueta. Sus curvas eran demasiado peligrosas para alguien con tanta imaginación como la mía. Noté en ese momento el deseo llamar con fuerza a mi puerta.

—Sí, por favor. No habría nada que agradeciese ahora más que una ducha. Estoy cansado y empapado en sudor; el clima aquí es ideal para adelgazar –contesté yo –.

Con presteza mi hermana me dio una toalla limpia, y me invitó a usar el baño. Al dirigirme ahí, me volví a encontrar a mi sobrina, que sonreía de forma sibilina.

—Ya verás cómo después de la ducha te sientes mejor –me dijo, mientras yo pasaba a su lado, rozando sus senos con mi brazo, pues ella no se había apartado cuando yo así lo creía.

Sentí como se estremecía toda mi sensibilidad sexual, y el deseo apareció repentino, igual que si escupiera fuego de la boca, todo mi aliento una llama. No hice ningún ademán ni comentario; ni siquiera me disculpé, como yo habría querido en un principio. Simplemente, seguí camino al baño.

Cuando me desnudé y entré en la bañera, había notado que ese roce con mi sobrina me había producido media erección. Resolví masturbarme mientras me duchaba, pues no quería ni por lo más mínimo, que esa semi excitación me provocase la más pequeña de las tentaciones. Y así fue como procedí a calmar mi apetito, que de por sí era abundante, mucho más ahora después de haber rozado el cuerpo de mi sobrina con mis brazos.

Pero hubo un detalle que se me pasó. Yo siempre dejaba la puerta sin cerradura. Vivía habitualmente solo y no tenía necesidad de usar el pestillo, y, por inercia, tampoco lo había hecho en aquella ocasión. Así que, cuando más esmero estaba poniendo en mi masturbar, todo mi pene ya empinado al máximo, la mano resbalando por su longitud, y los primeros gemidos de placer en mi garganta, la puerta se abrió. Ni que decir tiene que cesé inmediatamente el frote de mi mano con mi miembro; pero no pude evitar que mi erección fuera evidente a los ojos de mi hermana, que era quien había entrado. Así que yo quedé inmóvil, con mi erecto apéndice apuntándola directamente, sin el menor pudor, sin que la mampara transparente ocultase nada a sus ojos tampoco; y yo sin saber qué hacer ni cómo ocultarlo. Ni siquiera tuve reflejos para taparme los genitales con ambas manos, cosa que, aún de haberlo hecho, difícilmente hubieran ocultado mi estado.

—Perdona Santi –me dijo ella, tan sorprendida como yo, que no se esperaba encontrarme así –. Me meaba tanto que no podía más.

Dijo eso bajándose los pantalones y las bragas y sentándose en la taza para orinar. Pude oír con nitidez el tintineo del líquido en la cerámica. Lo había hecho con tal discreción, que yo sólo había conseguido percibir sus muslos. Inma no me quitaba ojo, y mi pija aún dura seguía señalándola.

—Dios Santi, veo que estás muy bien dotado –me hablaba como absorta, sin quitar ojo a mi pene–. Estoy segura que a más de una mujer la has vuelto loca. Pero dime: ¿Quién te ha puesto así?

Miraba con detenimiento para mi hermana, que parecía disfrutar con lo que estaba viendo, mordiéndose levemente los labios, acariciándose con disimulo pero con evidencia sus pechos por encima de su ropa; mientras no dejaba de clavar sus ojos en mi verga. Me la acaricié lo más provocativamente que pude antes de contestar.

—Verás, Inma, te prometo que yo soy una buena persona. Pero esto es biológico e incontrolable. No voy a hacer daño a nadie ni tampoco voy a decirte nada, creo que es lo mejor. Confía en mí, como siempre has hecho.

Mis torpes palabras, y mi absurda disculpa, sólo hicieron que confirmarle a mi hermana qué había sucedido. Si no lo había adivinado con exactitud, sí que sabía que su hija era parte de la causa. Mientras, ella había acabado de miccionar, se había limpiado sus genitales, se había vuelto a subir las bragas y los pantalones con la misma discreción, y sin que yo hubiese visto nada más, que sus bien formados muslos otra vez. Se acercó a mí, abrió la mampara y se sentó el borde de la bañara, con mi polla muy cerca de su cara, y me habló:

—Santi, no debes sentirte culpable. Sé que te has tropezado con Evelina, o algo así, y tu libido, que sé que es muy alta, por algo somos hermanos, hizo el resto. No estoy enfadada porque te hayas empalmado con mi hija, casi me siento halagada… –Hizo una pausa antes de continuar –. Y yo soy una privilegiada al estar contemplando semejante herramienta tan cerquita. Estoy segura de que a Evelina le chiflará tanto como a mí –concluyó –.

Para ser sincero, he de reconocer que mi hermana había estado más arcana que nunca. Sus palabras insinuaban tantas cosas y decían tan pocas, que me hallaba en un estado de sorpresa. Sin embargo, su actitud, ahí, delante de mí, con mi pene a escasos centímetros de su cara, todo el recto como una barra, delataba algo que no me quería ni creer. No porque no estuviese dispuesto a admitirlo, sino porque sobrepasaba toda mi capacidad de asombro.

Y al fin hizo lo que parecía inevitable: asió mi dura polla con su mano derecha. Sentí una descarga de placer inmensa, mientras que Inma la hacía resbalar por toda la longitud del tronco hasta llegar al glande, una y otra vez, multiplicando mi excitación, acelerando mi placer, y aproximando mi eyaculación. Ninguno de los dos decía nada, el silencio era un aullido audible a kilómetros. Así estuvo unos escasos minutos hasta que, sin que yo lo esperase, se la acercó a los labios. Besó levemente la cabeza, la lamió con dulzura fraternal, y se la introdujo todo lo que le cupo en la boca. Y me dedicó una de las mejores felaciones que jamás me hicieran. No sé cuánto tiempo estuvo hasta que me corrí, pero fueron unos instantes de un placer extraordinario. Yo no disimulaba mi respiración agitada ni mis gemidos, e inevitablemente, me vine en su boca, llenándola con mis chorros de semen. En su cara no hubo el menor gesto de repulsa, antes al contrario, se lo tragó todo como si estuviese degustando un exquisito elixir. Después ella misma me acabó de duchar y me acercó la toalla para que me secase, ya fuera de la bañera.

—Me ha gustado haberte ayudado –me dijo ella –. Si te ha incomodado o disgustado, por favor dímelo.

Aún tardé varios segundos en responder, pues no salía de mi estupefacción.

—Me has dado una mamada increíble, Inma –contestaba yo –, me he corrido como hacía mucho que no lo hacía, y te puedo asegurar que he disfrutado. Pero tú bien sabes cuál es la consideración social que hay sobre esto; no es que yo no sea liberal, todo lo contrario, simplemente que no sé si hemos hecho bien.

—Estás en mi casa –trataba de explicarme ella –, así que olvídate de las consideraciones sociales, que lo que ocurra aquí, aquí quedará. Me ha encantado saber que te ha gustado, así que disfrútalo; ahora casi no podemos, pero para la próxima vez, te aseguro que no te permitiré que me dejes con el coño tan empapado como lo tengo ahora.

Le dediqué la más cariñosa de mis sonrisas a mi hermana, mientras que con el dedo aún le limpiaba los restos de semen que brillaban alrededor de su boca. Los ojos de Inma eran pura luz, haciéndome ver la satisfacción que sentía al comprobar que yo no había reprobado su actitud. Sonrió, y se miró a espejo. Tuvo que frotarlo para verse pues estaba empañado, y evidenciar que no tenía más restos en sus labios.

—La verdad, Santi, es que te corres abundantemente –decía mientras comprobaba su aspecto en el espejo –. No es que haya tenido muchos hombres, pero jamás ninguno lo vi descargando tal cantidad de leche –aseguró mi hermana –.

Y después ya nada más. Ella salió del baño, yo me acabé de secar, y lo abandoné yo también. En el dormitorio de mi hermana, y esta vez a solas, terminé de vestirme. Me puse lo más cómodo que pude: unos pantalones cortos, una camiseta amplia, y unas sandalias. Y ya arreglado salí del dormitorio para dirigirme al encuentro de las mujeres, y hacer vida familiar con ellas, o cualesquiera que fueran los planes que tenían pensando para aquella tarde que ya se iba en su ocaso.

Aquella oscurecida salimos a pasear por el barrio de la capital donde ellas vivían. Íbamos los tres: Inma, Evelina y yo. Mientras caminábamos despacio, dejándonos seducir por la penumbra de la noche (aun cuando aún eran las seis y media), mi hermana me iba explicando las tiendas donde compraba esto y lo otro, y cada uno de los establecimientos por los que pasábamos. Evelina, iba como distraída; seguía nuestro paso, pero parecía no prestar atención a lo que hablábamos, como si nos acompañase sólo por cortesía. Era tan evidente, que cualquiera lo podría haber notado, y yo quise intervenir.

—Evelina –dije –, estoy seguro de que ahora estarás deseando ir con tus amigas a divertirte, o tus amigos, y no estar aquí con tu madre y con un viejo hablando de cosas que en absoluto te distraen. No debes quedarte por compromiso, cielo, yo me hago cargo de verdad, y lo que quiero de verdad es que seas feliz y te diviertas.

Inma me había estado mirando muy fijamente, mientras había hablado a su hija, porque para nada había previsto ni que me percatase de tal situación, ni que se esperase mi reacción. Y la chiquilla, levantado su carita y fijando su vista hacia mí, muy segura de sí misma, me contestó con una franqueza que me dejó sorprendido.

—No voy a estar en ningún sitio mejor que aquí, Santi –jamás me había llamado tío –. La conversación de mis amigas resultará tan insustancial que me desesperaré; y cuando encuentre un amigo que me mire antes a mi alma, que a mis tetas, me pensaré que podría estar mejor con él. No es que no me halague que guste a los demás, ni tampoco me desagrada que me miren el cuerpo, siempre y cuando me miren antes como persona –dijo –.

Observé como su madre la iba a reñir de inmediato; pero yo sujeté su brazo e impedí que lo hiciera. La madurez que había demostrado Evelina era digna de elogio, no de querella.

—Me parece fantástico que pienses así, le dije. Tu madre seguro que estará orgullosa de tu madurez y tu personalidad. Eres una mujer que sabe lo que quiere, y estoy seguro que encontrará lo que quiere. Yo me siento orgulloso de ti, Evelina. Sigue con nosotros si lo deseas, y por favor, siéntete partícipe de la conversación; no te quedes en un segundo plano sólo por cortesía. Cada vez que opinas yo aprendo algo –concluí –.

Las dos mujeres bajaron la cabeza, pero por motivos bien diferentes. Evelina, porque se había sentido realmente halagada, y para su enorme timidez, eso le resultaba difícil; e Inma porque se había sentido más orgullosa que nunca de su hija, y de un hermano que había sabido hablarle como ella no lo habría hecho. Y como yo no quería que aquello pesase en exceso, tomé de la mano a Inma, y proseguimos el paseo. Al poco tiempo se puso a mi lado Evelina, y también asió mi mano. Mientras caminábamos, movíamos los tres los brazos en una sincronización perfecta. El calor había cedido por la llegada de la noche, y todo invitaba a tomar una cerveza los tres en una terraza. Y así lo hicimos.

Me llevaron ellas, que conocían la zona, a un lugar donde se podía tomar una cerveza fría al aire fresco. Me preguntaron si me gustaba el sitio, y yo les dije que no tenía preferencias, mientras estuviera sintiendo el aire nocturno caribeño y la compañía de las dos mujeres. Y ellas empezaron a sentir cierto orgullo y se daban importancia: lo decían a gritos sus miradas y la luz que estas proyectaban.

Y así estuvimos largo rato, charlando los tres (esta vez participaba Evelina), de forma distendida y alegre. Ambas mujeres iban con las piernas desnudas: mi hermana con una falda muy corta y Evelina con aquel pantalón que parecía desintegrarse en sus glúteos. Estaban una a cada lado mío; y como yo soy una persona muy gesticulante al hablar, sin querer, mis manos rozaban uno u otro muslo. Me turbó, no el hecho de sentir su piel, si no el que ellas pudieran pensar que era un ardid mío para tocarlas. Pero me tranquilicé al comprobar que ninguna había hecho comentario alguno, ni tampoco observar gesto de contrariedad. Después de dos horas, decidimos irnos a acostar. En ese país acostumbraban a hacerlo pronto, y yo estaba cansado por un viaje tan largo.

El recorrido de vuelta lo hicimos en silencio. Seguíamos yendo de la mano, sin embargo. Yo acariciaba ambas palmas con mi pulgar, y ellas respondían. Eso me indicaba que se había formado una cordialidad extraordinaria. No tardamos en llegar al apartamento. Evelina enseguida me dio un beso en la mejilla y se fue a su cuarto, después de usar el baño. Inma, con una sonrisa en los labios me indicó que usaría primero el baño, y así la dejé pasar. Mientras la oía orinar, yo recogía de mi maleta algunos avíos. Al poco abrió la puerta y me cedió el paso.

—No hace falta que cierres, siempre es un placer ver esa hermosura –me dijo maliciosamente, aludiendo a mi falo–.

Y mientras ella se desnudaba en su cuarto, yo, lo hice en el baño. Sabía que Evelina ya estaba en su dormitorio, y no había riesgo en que me viera. Con más malicia aún que la usada por mi hermana en su comentario, no sólo dejé la puerta abierta de par en par, si no que hice lo posible para que ella tuviera la mejor visión posible de mi miembro, aunque esta vez no estaba erecto.

Cuando terminé y me giré para irme, después de tirar de la cisterna, pude contemplar a mi hermana en el umbral del baño, totalmente desnuda, con la penumbra de su dormitorio detrás. Me acerqué mucho a ella, y a escasos centímetros dije:

—Estás espectacular. Podrías quitarle el hipo a cualquier hombre, a mí ya me lo has quitado.

Ella sonreía, orgullosa por mi piropo, con sus pezones tan negros apuntándome, en la cima de sus bien redondos pechos, pequeños; y bajo ellos, su vientre plano, y su recortado vello púbico, muy negro.

—Esta noche me homenajearé a tu salud –me confesaba ella –. La mamada que te he dado, y los toquecitos, que sé que de buena fe eran involuntarios, en mi pierna mientras tomábamos la cerveza, me han puesto el coño a hervir. Pero te aseguro que no te irás de mi casa sin sentir tu polla dentro de mí, arrancándome hasta el último grito.

Acercó sus labios y los posó en los míos, someramente. Luego me dijo un hasta mañana que sonaba a promesa, y un descansa bien, que parecía insinuar que recuperase todas las fuerzas necesarias. Dejé mi ropa en su habitación, agarré un pantalón, para el día siguiente no levantarme desnudo, y me fui despacio, en cueros.