Huida

Peripecias de un joven en su huida de la casa familiar

HUIDA

"Yo no le maté. Bueno, sí, pero fue un accidente y…" No. Renuncié a intentar redactar mentalmente una nota a mi padre explicándole lo que había pasado. ¿Cómo explicarle que en una especie de juego había matado a uno de los sirvientes de la casa?

Como en toda buena casa de familia con dinero teníamos varios sirvientes que se encargaban de ella, y de nosotros, claro. Uno de ellos debía ser de mi edad, sin llegar a la veintena. Y quizás por eso mi padre le puso a mi servicio. Éramos como la noche y el día. Él, moreno de piel tostada. Yo, rubio y piel lechosa. Al principio no le presté demasiada atención, como es lógico con un sirviente. Siempre he sido bastante consentido y mimado, desde niño. Y no me ha importado hacerle dar mil paseos a un sirviente si me traía algo que no estaba exactamente como yo lo había ordenado o repetir la tarea varias veces hasta que estaba perfecta. Pero un día me fijé en que Juan, el criado, se excitaba cuando yo me comportaba como un niño malcriado. Comprobé que el bulto en sus pantalones crecía proporcionalmente a lo injustas de mis órdenes. Aquello me excitaba a mí también. Pero no era por una reacción ante la polla dura de un chaval que me gustaba. Ni era por el placer de dominarle. Era sólo por el hecho de saberme capaz de excitarle.

Y hoy, un aciago día, decidí castigarle por incumplir una orden imposible de realizar, y le llevé al establo. Le até las muñecas a una viga del techo y empecé a darle latigazos. Suavemente. Juan, dócilmente, se dejaba hacer, y gemía en voz baja. Aquello ya no me gustaba. No me excitaba. Y probé a ponerle un saco en la cabeza mientras le azotaba. Al rato dejó de gemir. Me asusté y le descolgué, mientras le destapaba la cabeza. No respiraba. Me asusté, lo reconozco y salí corriendo a mi habitación.

He cogido algo de dinero y de ropa, y me voy de casa. Cuando mi padre se entere, yo podría seguir el mismo camino de Juan. Como un completo cobarde, huyo. Y mis pasos me llevan hasta el puerto. Ya ha anochecido, y hay pocos barcos. Nunca antes había rondado esta zona. No estaría bien visto para alguien de mi clase social. Aunque siempre había fantaseado con aventuras sexuales con marineros idílicos, morenos, de cuerpos fuertes. La realidad es bien distinta. La poca gente con la que me crucé vestía de forma desaliñada y sucia, y me miraba con curiosidad. Yo les devolvía la mirada con miedo.

Encontré un rincón oscuro y aparentemente tranquilo, y me escondí un rato para aclarar mi cabeza y fijar un plan. No tenía ni idea de qué hacer, salvo que debía huir de mi ciudad, la única que conocía. Unos gritos me devolvieron a la realidad. En el muelle, a escasos metros de mi escondite, terminaban de cargar un viejo barco, y los trabajadores se iban a una taberna a beber. Sin pensarlo, y mirando siempre a mi espalda por si alguien me veía, me colé dentro. Sabía poco o nada de barcos, pero bajé a lo más profundo, suponiendo que estaría la bodega o almacén. Y allí, entre unos toneles, suciedad y unos seres que se movían arañando el suelo, me escondí. Rezaba para que aquello que corría por el suelo no fueran ratas. Pero sabía que lo eran.

Quizás el cansancio o la tensión lograron que me quedara dormido. Y me despertó el balanceo de la nave. ¡Estábamos navegando! Estuve a punto de soltar una carcajada de alegría por haber logrado escapar, pero no quise delatarme tan pronto. Confiaba en mantenerme oculto hasta que llegáramos a otro puerto.

El balanceo dejó de ser agradable, y empezó a revolverme el cuerpo. La cabeza me daba vueltas y vomité todo lo que llenaba mi estómago. Necesita aire fresco. Me obligué a aguantar a que oscureciera para intentar salir de mi refugio. Cuando lo hice, asomé la cabeza y comprobé que no había nadie en la cubierta. Llené mis pulmones de aire marino y sentí que la vida volvía.

"¡Coño, un polizón!", fue lo último que escuché antes de que un golpe en la cabeza me quitara el sentido, nublándome la vista.

Un intenso dolor en la nuca me hizo despertar, a mi pesar. Estaba de vuelta en la bodega del barco. Pero al intentar moverme, no pude. Mis manos, a la espalda, estaban atadas. Y un trapo tapaba mi boca. Maldije mis locas ideas, mis planes, y hasta el día en que nací. Y cerré los ojos, deseando morirme. Hasta que un leve golpe en la cara me hizo abrir los ojos. Y al hacerlo me encontré con unos pies descalzos a escasos centímetros de mi cara. Al subir la mirada, me sorprendieron unos profundos ojos negros y una sonrisa traviesa. En cuclillas, a mi lado, un chaval me miraba con curiosidad.

"Me pareció que alguien subía al barco la noche que zarpamos, pero pensé que me equivocaba", me dijo una voz suave, casi en susurros, y con fuerte acento andaluz. "Pero siempre he estado orgulloso de mi vista, y sabía que te había visto. Tu ropa es de mi talla y tu dinero me vendrá bien. Pero ahora debo entregarte al capitán". Hizo una pausa, como pensando en algo. "Salvo que lleguemos a un acuerdo", dijo enarcando las cejas.

Yo no sabía a qué acuerdo querría llegar aquel chaval, cuando me tenía atado a sus pies, y me había robado lo que llevaba encima, pero accedí con la cabeza. Y eso hizo que su sonrisa se ensanchara, formando unos hoyuelos en sus mejillas. Me desató y me quitó el trapo sucio de la boca.

"Mira", empezó a explicarme, "en este barco de mierda soy el último mono. Pero yo sé que soy alguien especial, destinado a lo más grande, a ser reconocido mundialmente. Y quiero empezar a practicar contigo. Algún día seré alguien importante, y tendré sirvientes, y no obedeceré a nadie. Al contrario, serán mis órdenes las que se obedezcan. Te propongo ser tu dueño hasta el final del viaje, ser mi esclavo, y a cambio no te delataré al capitán." Pensé que tanto tiempo en alta mar había desequilibrado la mente de aquel niñato, pero accedí. ¿Qué opciones tenía?

"Por mi parte, estoy de acuerdo", le dije.

La bofetada fue dura e inesperada. "Me llamaras Señor. No, mejor, me llamarás Amo cuando te dirijas a mí". Nunca me habían abofeteado. Lo peor no fue el dolor, sino la humillación de no poder devolverla, y además tener que decir "sí, Amo". En aquel momento pensé que fue su sonrisa la que me excitó, porque no quería admitir que era la humillación y el golpe lo que me lo habían provocado. Me dijo que me escondiera y que no hiciera ruido. Él se encargaría de alimentarme durante el viaje y mantenerme a salvo. Decidí ponerme en sus manos.

Pronto aprendí la rutina que me impuso. Dormité de día intentando no oír los ruidos de los marineros, y sus gritos. Y en cuanto anochecía, sus pasos por la escalera me anunciaban que mi nuevo dueño se acercaba para usarme. Me explicó que siempre había sentido curiosidad por la posibilidad de poder usar a alguien a su antojo, de poseer un ser humano. Decía sentir que era algo inmoral, pero que necesitaba imponer su superioridad natural a alguien. Y quería practicar conmigo. El Destino, Dios o quien fuera, me había puesto en sus manos para iniciarle.

Empezó preguntándome si era capaz de hacer ciertas cosas. No me daba órdenes. "¿Serías capaz de besarme los pies?", fue la primera pregunta. Yo había dado mi palabra de obedecerle hasta el final del trayecto, y mi honor me obligaba a cumplir. Eso me decía a mí mismo por no admitir que estaba disfrutando de la situación.

En las primeras sesiones hablamos bastante. Era un chico inteligente y quería saber todo sobre mi "vida anterior", como decía él. Le dí mil detalles, y le narré la aventura que me llevó hasta allí. Luego empezó a dejar de preguntarme, y las órdenes empezaron a ser frecuentes. El trato era cada vez más distante.

Perdí la noción del tiempo. Una noche los pasos sonaron más decididos. Cuando entró en la bodega sus ojos brillaban en la oscuridad. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal, quizás de miedo, quizás de excitación. Sin mediar palabra, me agarró del pelo y me puso en pie. Me amordazó, y me colocó sobre un tonel, de tal forma que mi abdomen se apoyaba sobre éste. Ató mis manos con mis pies. De reojo pude verle asir una especie de fusta. Se colocó a mi lado, y si más empezó a golpearme con ella en la espalda. Me retorcí de dolor, y la mordaza cumplió con su misión. Por su mirada supe que su mente no estaba allí. Mi cuerpo estaba sufriendo las represalias de algo que le había sucedido en la cubierta. Poco a poco sus golpes se fueron centrando en mi culo. Y sus pensamientos se centraron en mí.

"¿Estás casado o tienes novia?", me preguntó, sin dejar de torturar mi culo. Asentí con la cabeza, recordando la cara pecosa de la niña que mis padres habían decidido que cumplía los requisitos mínimos para ingresar en la familia. Qué lejos me parecía ahora todo. Qué irreal.

El dolor había llegado a un límite en que ya no lo sentía. O eso creía. Los golpes habían cesado, y él observaba fijamente el resultado de sus golpes. Creí ver satisfacción. Se alejó, y le perdí de vista. Y cuando volvió, me dio agua de beber.

"Vas a quedarte así hasta mañana. Pero para que tus heridas no supongan una molestia mañana y ya estén cicatrizadas, te voy a echar sal por encima. Dolerá. Pero es bueno. Tu dolor siempre es bueno, para ti y para mí". Instintivamente arqueé la espalda, pero eso no evitó que el dolor, adormilado, despertara. Se fue sin despedirse, dejándome dolorido, exhausto y terriblemente solo. Quería que volviera. Necesitaba que estuviera a mi lado, aunque eso implicara dolor físico. O quizás por eso. ¿Me estaría volviendo loco?

Debí dormirme, pues unos pasos bajando la escalera me sobresaltaron. Tras tanto tiempo aprendí el sonido de sus pies al bajar. Me asusté pues no eran los suyos. O no sólo los suyos, al menos. Al abrirse la puerta, me tranquilizó escuchar su voz. Sin embargo, me aterró escuchar otra distinta. Pensé que me había delatado al capitán, y todo había acabado. Esperé, maniatado e indefenso, a que pasara cualquier cosa.

"Recuerda las condiciones: no me estropearás la mercancía, no se lo contarás a nadie y me pagarás al terminar. Vengo en una hora a ver qué tal", dijo mi dueño, mientras se acercaba. "Sí, joder, no seas pesado Rodrigo", le respondió una voz grave. Y al llegar a mi altura, puso sus ojos a la altura de los míos, agachándose. "No me hagas quedar mal", me dijo guiñándome un ojo. Y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.

Lo siguiente que apareció frente a mi cara fue una polla enorme y gruesa, y una mano que me quitaba la mordaza y me obligaba a abrir la boca. No voy a mentir y decir que era la primera vez, pero siempre que lo había hecho antes fue por voluntad propia y con hermosos chavales de familias amigas. La fuerza de la mano no me dio oportunidad a negarme a abrir la boca. Y la voz de mi Amo resonando en mi cabeza, tampoco.

Las embestidas eran brutales, llegando al fondo de mi garganta y provocándome arcadas. Sin embargo, la fuerza con que aquella mano sujetaba mi nuca hacía inútil cualquier resistencia. Pero quizá por llevar tanto tiempo en alta mar, no aguantó mucho. Sujetándome la cabeza con fuerza, me llenó la garganta y la boca de semen. Tragué todo lo que pude, para poder respirar, pero varios chorros cayeron por las comisuras de mis labios. Sacó bruscamente la polla de mi boca, y se alejó unos pasos. Cuando volvió, traía una tabla de madera en las manos. Sin mediar palabra me volvió a amordazar y comenzó a golpearme con la tabla en el culo. Primero despacio, recreándose en cada golpe. Pero el ritmo aumentó, junto con la fuerza. No era una tabla excesivamente gruesa, y no paró hasta que se rompió de un golpe. Entonces la dejó apoyada en mi espalda, le oí escupir, y me clavó la polla hasta el fondo en el culo. Esa sí fue la primera vez que me follaban. El dolor fue casi insoportable. Intenté gritar, pero la mordaza lo impidió. Sentí que me rompía por dentro. La mantuvo dentro un par de segundos y la sacó entera. Y al momento volví a sentirla dentro, haciendo que mis lágrimas rodaran por mi cara. Esta vez, al sacarla, mantuvo la punta dentro, y empezó a bombearme. Lo hacía con fuerza, mientras gruñía por lo bajo. Sentía mientras cómo sus manos sujetaban mis caderas, para que soportaran el ritmo que él marcaba. Esta vez, tardó más en correrse. Y lo peor para mí fue descubrir que mi polla reaccionaba, y me empezaba a empalmar. Casi al unísono, nos corrimos, él llenándome el culo de semen, y yo manchando el tonel sobre el que estaba apoyado.

La sacó de golpe, y me regaló un par de azotes en mi culo, que ardía por dentro y por fuera. Casi al momento, se abrió la puerta y mi Amo entró.

"¿Qué tal? ¿Lo que te prometí, no?", le preguntó.

"No ha estado mal… no es como follarse una puta del puerto, pero desahoga", respondió aún jadeante. "Ahí tienes", añadió, antes de cerrar de nuevo la puerta.

Los pasos se acercaron por detrás. Y sentí las manos de mi Amo tocando las partes golpeadas de mi culo. Tocaba, acariciaba, pellizcaba, golpeaba suavemente. Mezclaba dolor y placer con pericia. E, increíblemente, mi polla volvió a la vida. Me negué a aceptar que aquello me gustaba. Pero mi cuerpo funcionaba por libre. Me estaba volviendo loco. Cuando sentí el calor de la punta de su polla en mi culo, instintivamente me eché hacia atrás, deseando que me penetrara. Una risilla traviesa y unos azotes en el culo fueron acompañados por un leve movimiento de caderas con el que introdujo unos centímetros su polla en mi maltratado agujero. Sin embargo, esta vez, todo era placer. Me encargué de moverme, mientras él simplemente se mantenía en pie, y reseguía con la punta de sus dedos mis magulladuras. Hasta que de repente, gimió, y tomó el control de la situación. Me agarró con fuerza de las caderas, y empezó a marcar un ritmo endiablado. Me corrí de nuevo, pero era lo que menos me importaba. Necesitaba que él sintiera placer. Tanto como para llenarme de su semen. Y por fin lo hizo. Con cinco embestidas salvajes, se derramó dentro de mí.

Se dejó caer sobre mi dolorida espalda, sudado, y empezó a susurrarme al oído.

"¿Sabes? El día que zarpamos escuché un rumor en el puerto. Buscaban un chaval, de tu edad y tus rasgos. Le buscaba su padre, preocupado. Al parecer, dejó inconsciente a un sirviente. Posiblemente de un castigo. Y temían que amigos o familiares del sirviente le hubieran hecho daño al señorito". Intenté girarme para mirarle. Sentí furia porque no me lo hubiera dicho hasta hoy. Pero el cansancio y las cuerdas que me sujetaban lo impidieron. "Ahora que lo sabes… ¿qué vida prefieres? ¿a mis pies o a los pies de tu padre?" Aquello me calmó y me desconcertó. "De todas formas, tienes tiempo de decidir durante el resto de travesía, dure lo que dure".

Sin esperar respuesta, me desató, y con sus sorprendentemente fuertes brazos, me tumbó en un rincón con delicadeza. Me dio de comer y de beber, se fue cuando me quedé adormilado, confuso.

Me despertó una palabra pronunciada a gritos por la inconfundible voz de mi Amo desde la cubierta, repetida sin parar, y las carreras de los marineros de un lado para otro.

"TIERRA, TIERRA, TIERRA".

Lo logró, al final. Rodrigo pasaría a la Historia.