Huérfano

Abandonado

ABANDONADO

Se comenta en dos Reyes que me encontraron sentado en una banca de la estación del tren, muy asustado y con un letrero en el pecho con mi nombre de pila y fecha de nacimiento. Dicen que tenía dos años. Aseguran que era un niño hermoso, blanquito de piel, grandes ojos azul cielo y muy robusto para mi edad, que estaba bien vestido, con ropa de calidad y bien alimentado. Suponen que era el niño no deseado de alguna muchacha de familia acomodada.

Agotada la instancia de rastrear en todos los registros denuncias de niños perdidos o desaparecidos y de no encontrar ninguna pista que llevara a identificarme, me llevaron al que sería mi hogar los próximos años.

Mi nombre es Juan y me apellidaron Reyes, soy hijo de este pueblo y esta es mi historia.

MARIA

Comparado con hacerlo en las grandes y frías estructuras estatales de las grandes ciudades o los regentados por las diferentes religiones, crecer en un orfanato de pueblo tiene sus ventajas. En estos, el trato es más cercano y afectuoso, carente de adoctrinamiento social o religioso.

Mis primeros años pasaron entre juegos, caricias y coscorrones, que prodigaban por igual las queridas matronas que nos cuidaban y que trataban, a veces infructuosamente, de que nos convirtiéramos en personas de bien. Mujeres mayores, solteronas o viudas, que por lo general vivían solas y encontraban un sentido a su vida ocupando su tiempo ayudando a los niños que no tenían hogar.

Entre ellas, Maruja, una caribeña cuarentona, dulce y amorosa, que además de mimarnos por demás y prepararnos unos postres deliciosos, estaba empeñada en enseñarnos a bailar. Con los años, la cita de sábados y domingos con las clases de salsa, merengue y cualquier otro ritmo tropical, era impostergable.

Curioso por naturaleza, me fui haciendo amigo de todos los obreros que venían a colaborar y realizar algún arreglo al orfanato. Ellos me explicaban con paciencia su trabajo y con el correr de los años me fueron enseñando su oficio, dejándome ayudarlos en sus tareas.

Así fue como poco a poco fui aprendiendo carpintería, electricidad, albañilería, jardinería y otras tareas comunes al mantenimiento del que era mi hogar. Colaborar con ellos, era mi forma de agradecer el amor que nos brindaban.

Siempre fui grandote para mi edad, lo que evitaba bastante el abuso físico de mis compañeros mayores y como además el estudio se me daba bien y no me metía en problemas, poco a poco me fui ganando el cariño y respeto de mis maestros.

Comentan que a los cuatro años ya estaba alfabetizado y entender los números se me daba bien. Dicen que me apasionaba leer o que me leyeran libros de aventuras. Tarzán, Sandokán, Los tres mosqueteros, fueron mis amigos de la infancia y la inspiración de mis juegos y aventuras inventadas a la hora de dormir.

Con el correr de los años, la biblioteca del pueblo se convirtió en uno de mis lugares favoritos, no solo por el acceso a bibliografía que me hubiera estado vedada por su valor económico, sino también por permitirme el acceso al mundo de la informática.

En esos años el acceso a internet no era barato para quien como yo, carecía de recursos, por lo que las computadoras del salón de lectura, eran una fuente inagotable para mis consultas.

La escuela primaria se me dio bien, hice amigos y enemigos y como en todos los pueblos, las diferencias entre unos y otros, se arreglaban a la salida con unas buenas tortas. Por suerte no fueron muchas y di mas de lo que recibí. Eso sí, siempre con códigos, que si bien no estaban escritos en ningún lado, se respetaban a rajatabla. El que los violaba era repudiado hasta por sus amigos.

Desarrollé tempranamente. A los trece años, medía ya un metro ochenta, y producto de los trabajos que realizaba en el orfanato y lo bien que me alimentaban, mi cuerpo era fornido y bastante definido.

Con la adolescencia y la toma de conciencia de mi realidad de vida, vinieron las preguntas sin respuestas y los planteamientos del por qué de mi abandono, lo cual  me fue encerrando en un estado de melancolía, que poco a poco me alejó de mis amigos.

Pasaba mis horas entre el estudio, la investigación en la biblioteca y las tareas en el orfanato o ayudando a los vecinos que necesitaran cualquier arreglo en sus casas. Gente mayor o de pocos recursos que pagaban mis servicios con un plato de comida, un postre o algún regalo, y también algunas familias acomodadas, que en agradecimiento me dejaban ropa o útiles, que sus hijos ya no usaban.

El premio más grande, me lo lleve años después de la casa del alcalde, al repararle de urgencia la instalación eléctrica de su casa, previo a un partido del campeonato local, lo que le permitió ver por TV junto a sus hijos el triunfo del equipo de sus amores. En agradecimiento, me obsequió una laptop en desuso, la que con el tiempo se convirtió en una compañera inseparable y testigo de mis primeros aciertos en programación.

Al empezar la escuela secundaria, había descubierto el gimnasio del club social. A diferencia del bien equipado salón ubicado en la zona céntrica y que era visitado por la clase acomodada del pueblo, este contaba solamente con barras, mancuernas, discos y algunos bancos y era frecuentado por un grupo de hombres mayores. Ex hippies y chulos de playa en su juventud.

Conformaban un grupo muy divertido y con mucha vida a cuestas. Se notaba que un par de ellos, habían sido culturistas en su juventud, ya que exhibían una musculatura muy desarrollada, eso sí, acompañada de una buena panza cervecera. Gente amable y generosa, que conociéndome desde chico, no tardó en integrarme al grupo como uno más y en el caso de Antonio, un solterón empedernido de edad indefinida, brindarme su magnífica amistad.

Antonio vivía con su hermana mayor viuda, en un viejo caserón que había sido de sus padres.

Era normal que nos juntáramos los Sábados temprano en un galpón de su propiedad, donde tenía montado un pequeño taller y compartiéramos su mayor pasión, acondicionar una vieja Harley heredada de su padre. También lo usaba de picadero con alguna viudita del pueblo o casada insatisfecha.

Los primeros tiempos, me hicieron entrenar poco a poco, mientras me iban explicando cómo impacta cada ejercicio en cada músculo, me enseñaron los secretos de una buena alimentación y así como ellos vigilaban mis ejercicios, yo colaboraba asistiendo en los trabajos más pesados, sosteniéndoles la barra para evitar accidentes.

Concurría tres veces por semana, Lunes, Miércoles y Viernes y lo complementaba Martes y Jueves, entrenando MMA en un local marginal a las afueras del pueblo. En el dojo la historia era diferente, ya que era frecuentado tanto por chicos deseosos de saber defenderse, como por macarras con ganas de zurrar. No era extraño salir con moretones de las prácticas.

Los sábados se organizaban torneos contra otros clubes regionales, y ahí sí que nos fajábamos de lo lindo. Amanecer el Domingo con morados y raspones o algún labio roto era bastante normal.

Con el tiempo mi vida se acomodó en una confortable rutina, la cual me alejaba de mis malos pensamientos. Arrancaba la mañana desayunando bien temprano en el orfanato, marchaba a la escuela, volvía sobre el medio día, almorzaba y me dirigía a la casa de algún vecino a cortar el pasto, arreglar el jardín o lo que hiciera falta.

Una de mis casas preferidas, era la de don Manuel Cordoba Barrantes. Un hombre bonachón de setenta años, que arribó al pueblo un par de años atrás y para mi grata sorpresa, me dedicó su afecto desde el primer día que me conoció. Apenas terminaba de cortar el pasto en el caserón que habitaba solo con sus sirvientes, me hacía sentar en una mesita de su jardín de invierno y me daba lecciones de ajedrez.

Hablaba mucho conmigo, se interesaba por mis cosas, se reía de las anécdotas del pueblo y me sermoneaba cuando algún día aparecía muy fajado por las peleas de los sábados. Aunque siempre me decía, que mejor en el torneo que en la calle.

Normalmente a las cinco de la tarde, iba al club o al gimnasio y a las seis sin falta ya estaba metido en la biblioteca, donde realizaba mis tareas y avanzaba en mis investigaciones del mundo de la informática hasta la hora de cierre, sobre las diez volvía a la residencia, picaba algo, me daba una ducha y a la cama.

Las charlas con don Manuel, mi amistad con Antonio,los torneos de los sábados y los bailes de los domingos con Maruja, eran un bálsamo para mi soledad.

El haber sido criado prácticamente por todo el pueblo, la confianza que me tenían y mi habilidad para resolver la mayoría de los problemas que se podían generar en una casa, me permitió empezar a cobrar algunos trabajos y tener algún dinero para mis gastos.

Previo a entrar al instituto ya daba clases a los alumnos de cursos menores y tenía un dominio bastante desarrollado en todo lo referente a programación, llegando incluso a incursionar en la deep web y el mundo hacker. Desde temprana edad me obsesionaba todo lo relativo a los algoritmos y la seguridad de los sistemas, volcado a páginas de intercambio comercial. Las compras por internet y el pago electrónico empezaban a despuntar.

Empezar el instituto supuso un gran cambio en mi vida, y no precisamente por el tema estudio, ya que este se me daba fácil, sino por mi relacion con el sexo femenino. Comprendí que ser huérfano era portar un estigma.

A pesar de ser alto, fornido y bien parecido, ninguna muchacha de buena familia iba más allá de brindarme su amistad, el no tener familia era un obstáculo insalvable al querer avanzar en la relación.

Todo lo contrario a lo que me pasaba con la mujeres mayores, las que siempre me acogieron y brindaron cariño como si fuera de su familia, me miraban con orgullo al ver el hombretón en que me había convertido, llegando algunas a pegarme algún pellizco o susurrarme alguna picardía para hacerme enrojecer provocando sus carcajadas y ni que hablar si se juntaban varias.

  • Mira Juana que fuerte se nos ha puesto el Juanito, que me lo llevo para casa.
  • Pués mira que buena idea, que Manolo ya está para el desguace, ja ja ja

Después de lo cual me daban unos besos y achuchones, que con las hormonas revolucionadas como las tenía, me dejaban temblando.

Faltando un par de meses para terminar ese curso y ya con dieciocho años, todo empeoró.

Por un lado, al ser mayor de edad tuve que dejar el orfanato. Por suerte, como me conocían desde pequeño y ayudaba mucho, me permitieron poner un camastro en el cuarto de jardinería hasta que encontrara algo mejor.

Y por el otro, el arreglo de los parques y jardines se tornó un trabajo insalubre y duro, Tener que cortar el césped o limpiar natatorios, rodeado de las féminas livianas de ropa o tomando sol, me ponía cardiaco.

Entre ellas, Maria, una morena treintañera, simpática y voluptuosa, de figura envidiable, mirada intensa y sonrisa fácil, con un par de tetas y una cola parada que, por donde pasaba, arrastraban la mirada de hombres  y mujeres por igual.

Casada con José, un cuarentón fornido y barrigón, camionero y dueño de la compañía de transporte encargada de la distribución de todo lo que se producía o se consumía en la región.

Debido a su trabajo, José pasaba días enteros fuera de su casa, tiempo que Maria aprovechaba para matarse en el gimnasio a fin de conservar su silueta o en visitar a sus amigas, todas ellas, parejas de los hombres que integraban el cuarteto de poder del pueblo, formado además de José, por el alcalde, el Juez, y el jefe de policía.

José, malhumorado y tacaño, era todo lo contrario a su esposa, que divertida y pícara se tomaba con humor las chanzas sobre el putero de su marido.

  • Mejor que desagote afuera que en casa-

solía decir * ¿Sabes lo que es aguantar esa panza encima?- ja ja ja

-acotaba divertida-

Producto de esa tacañería, era la escalera precaria sobre la que me encontraba podando el seto de su casa esa tarde. A esa altura de mi vida, media ya cerca del metro noventa y pesaba ochenta y cinco kilos, esta circunstancia y mi distracción, desencadenaron el accidente que dio inicio a uno de los cambios más importante de mi corta existencia.

Realizaba mi trabajo levemente distraído por la inquietante presencia de Maria. Es que no era para menos, estaba vestida con una corta falda de tablones que le lucía unas piernas infernales y una camisa abierta en sus botones superiores, que dejaba a la vista el apetitoso canalillo de sus abundantes pechos.

Al subir del tercer al cuarto escalón distraído por las vistas, olvidé no pisar en medio de las endebles tablas, provocando la ruptura en cadena de todas ellas a medida que caía, raspándome todo el torso de frente contra la maltrecha escalera. Si bien la caída no fue importante dada la altura a la que estaba, sí lo fueron los raspones en mi pecho.

Mi camisa quedó rasgada de arriba a abajo saltando todos los botones y mi piel raspada por las astilladas maderas, desde el ombligo hasta las tetillas, con un punto de sangre en medio de ellas, producto de un corte.

Maria corrió presurosa en mi ayuda, asustada por el estallido de la madera, y tomándome de la mano, me llevó al interior de la casa para curarme. Al entrar, me pidió que esperara en medio del salón, mientras ella iba en búsqueda del botiquín.

Colocó una silla frente a mi, se sentó y procedió a abrirme la camisa para sacármela. Una vez esta estuvo afuera, procedió a limpiarme el raspón con agua y jabón, para después desinfectar la herida.

Mientras frotaba suavemente la gasa sobre el corte, pidiéndome disculpas por el estado de la escalera, con la otra mano acariciaba delicadamente mi torso explorando asombrada, mi marcada musculatura. La dibujaba sobre la piel como quien contempla una escultura. Mientras tanto, desde arriba, al contemplar el balcón de sus pechos y verificar que empezaba a marcar sus pezones, comencé a empalmarme sin remedio.

No sé si por haberme criado libre o por no haber tenido pautas restrictivas en mi educación, no sentí ninguna  vergüenza cuando Maria al percatarse de mi erección, me miró a los ojos con una sonrisa y volviendo a bajar la vista, procedió a desabrocharme el cinturón y  bajar el cierre de mi amplio pantalón, que no tardó en caer arrugado a mis pies.

  • Vaya, vaya, que tenemos por aqu

í

-acotó maliciosa-

como me ocultas esta maravill

a

-me retaba risueña,

Mientras pasaba la mano suavemente, sobre el bulto cada vez más notorio de mi erguido rabo- El cual sin ser una maravilla, es bastante proporcional a mi gran físico.

Al bajarme los boxers tirando suavemente del elástico, para que no se enganchara con el glande, mi pene emergió majestuoso, supurando lastimero las primeras gotas de excitación. Maria lo tomó suavemente como si se fuera a romper y después de dos o tres suaves meneos, procedió a descapullar y engullir mi rabo en un solo movimiento.

¿Existe el Paraíso ? Debe ser algo parecido. La sensación de mi pene dentro de esa cálida boca, el cosquilleo de su lengua traviesa, los meneos arriba y abajo de sus manos, me estaban transportando a una dimensión desconocida, lo que me llevó en pocos minutos a un orgasmo violento sin darme tiempo de avisar a Maria para que se aparte. Esta no pareció inmutarse y continuó mamando como becerro, tragando todo lo que yo expulsaba, logrando de ese modo, que mi erección no disminuyera un ápice.

Al notar mi dureza, Maria se levantó de su asiento liberando la presa, solo para girarse y hacer que me sentara yo. Mirándome a los ojos con expresión felina, procedió a sacarse las bragas, metiendo las manos por debajo de la falda, en uno de los movimientos más eróticos que recuerdo haber visto jamás, después de lo cual, pasando sus piernas por mis costados y levantando la pollera por delante, procedió a empalarse en mi falo suavemente, descendiendo centimetro a centimetro como si se fuera a romper.

Sentir como me iba introduciendo lentamente en su cálida y húmeda intimidad, me llevó a cotas de placer que nunca hubiera podido soñar, cuando sus nalgas desnudas tomaron finalmente contacto con mis piernas, tuvo un estremecimiento, se le erizó la piel y abrazándome fuertemente, hundió la cabeza en mi cuello y alcanzó su primer orgasmo.

Pasados unos minutos levantó la cabeza de mi hombro y amorrando  dulcemente su boca  a mis labios, comenzó un vaivén de caderas suave y cadencioso que me transportó al séptimo cielo. No alcancé mi orgasmo en ese momento gracias a mi reciente eyaculación, pero no me faltaba mucho. Poco a poco comenzó a aumentar la velocidad de sus caderas hasta alcanzar que, yo primero y ella segundos después, llegáramos a un nuevo éxtasis, disfrutado entre gritos por el placer alcanzado.

Permanecimos conectados muchos minutos, besándonos como enamorados, encandilada ella por el placer alcanzado y agradecido yo por la tremenda experiencia de mi primera vez.

Mirándome provocativa a los ojos, se desacopló lentamente de mi aún erguido falo y tomándome de la mano, me llevó a su dormitorio, donde después de dos horas de fogosa entrega, quedamos desfallecidos y derrotados sobre esa cama, muda testigo de la batalla librada.

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