Hoy he soñado con Mauthausen (2)

Un campo de concentración. Una pareja de presos inocentes. Un oficial de poder ilimitado. ¿Qué será de ellos?

HOY HE SOÑADO CON MAUTHAUSEN (2)

Un campo de concentración. Una pareja de presos inocentes. Un oficial de poder ilimitado. ¿Qué será de ellos?

Hoy he soñado con Mauthausen. Sería extraño si no ocurriera. Las mismas imágenes sobrevienen después de cada plenilunio. A lo largo del último año han cobrado una fuerza escalofriante. Dentro de mi cerebro tengo un zumbido de moscas cuyo volumen va de aumento. ¿Creéis que sufro? Todo lo contrario. Una sonrisa relajada baila en la pista de mis labios como si acabara de recibir un beso del ángel malévolo, un roce de sus alas negras. La trama de mi sueño varía poco. Estoy en una habitación secreta del Jefe, frente a un conjunto escultórico: Apolo despellejando a Marsias. “Es una expresión del amor más puro” – dice Wolf. El desnudo de su torso maravillosamente esculpido puede emular con estatuas. El resplandor de velas se disuelve en las burbujas de champán. La música de Wagner da un toque solemne al ambiente. Empiezo a arder de emoción, más fuerte que la chimenea a mi lado, prescindiendo de aquel viento que trae cenizas de mis compatriotas. El oficial me tumba sobre los cojines sedosos, me acaricia la espalda, juega con la entrada prohibida donde se concentran nuestros anhelos, esparce algo líquido por el terreno y poco a poco me penetra con ímpetu de un navegante que echa el ancla en su puerto natal. El vaivén de mis aguas oscuras me arrastra al borde de obsesión, me impulsa a lanzar al aire una sarta de gritos incoherentes: “¡Dueño de mi vida! ¡Dueño de mi amor! ¡Eres tú, Wolf! ¡Perdóname, Katia!” ¿Qué pensarían mis vecinos si supieran que un anciano silencioso no deja de evocar los detalles de su iniciación sexual? ¿Qué pensarían si supieran lo de mi origen ruso y de mi pasado de preso en un campo de concentración? No me importa. Sólo importa mi lugar de trabajo – una librería diminuta, situada en una especie de buhardilla, apenas visitada por algún que otro bibliófilo chiflado. (Gracias al Ayuntamiento por su autorización de “servir a la sociedad” a un jubilado que no quería pudrirse en casa). Allí, aislado de todos, me pierdo en el bosque de recuerdos


Mis primeros días en Mauthausen aparecen confusos y fragmentados, trocitos de mosaico que no se juntan. Sentía un miedo cerval – por mi novia, por mi patria, por el futuro de humanidad. Y a la vez las ganas tremendas de vivir o, mejor dicho, de existir a nivel vegetal. Mucha gente se vio arrasada por un remolino de muerte, fulminante como una puñalada o lenta como una oruga carcomiendo la corteza de un árbol. Los que poseían una personalidad marcada caían en seguida porque derrochaban sus fuerzas sin resultado alguno. Entablaban una lucha inútil, se ponían nerviosos y en un momento dado se reventaban debido a la combinación nefasta de estrés y extenuación fisiológica. Mi personalidad carecía de rebeldía. Era un típico “cándido” desprovisto de ambiciones, proclive a la sumisión ante la crueldad del destino. Quizá por eso me aferraba al instinto protector, puramente animal. Y además tuve la suerte de trabajar en la cocina en vez de cavar túneles en los Alpes – actividad que multiplicaba enfermedades.  Pude disfrutar del acceso a una comida sana y mantener el funcionamiento de mi organismo. Descubrí la vocación gastronómica de la que había sospechado desde hace tiempo. El talento de crear exquisiteces de ingredientes sencillos me asombró a mí mismo. (Mi padre no permitía desarrollar esta faceta por el temor patológico de convertirme en un “afeminado”, puesto que las tendencias homosexuales se consideraban el mayor oprobio en la URSS). Tampoco olvidaba robar los víveres para mis amigos de la barraca. Por supuesto, los presos se alimentaban de porquería: sopas acuosas, guisados indigeribles, infusiones de hierbas, todo antinutritivo y con olor a carroña a diferencia de los platos que deleitaban el paladar de militares alemanes. Los males estomacales contribuían en gran medida al encuentro con gusanos en las entrañas de la tierra.

Dentro de poco conseguí entregar una carta a mi querida Katia gracias a la osadía de una lavandera. La respuesta me llenó de alegría. Se encontraba bien, dispuesta a aguantar el martirio hasta el final de la Guerra. La verdad que había unas cuantas notas discordantes. Estilo efusivo, redundancias, metáforas patéticas, frases sueltas sin sentido, contradicciones… esos detalles no encajaban con sinceridad escueta, tan propia de mi novia. Ahora me doy cuenta de que las repeticiones infinitas (“te amo”, “te adoro”, “soy tuya para siempre”) provenían del sentimiento de culpa y representaban un intento de resistirse a la transformación radical que se apoderó de ella. En aquel entonces pasé por alto los indicios desconcertantes. Me derretía leyendo su verso dedicado a mí: “Tus ojos iluminan mi insomnio…” Por desgracia, llegó un día que me bajó de las nubes y me arrojó a un charco de realidad obscena.


“¿Qué diablos estoy haciendo aquí?” – me preguntaba en un cuarto vacío sin muebles ni otros objetos. La celadora no explicó nada, tan sólo ordenó que observara. ¿Observar… qué? De pronto me percaté de una pared de cristal que hacía visible todo lo que sucedía en un despacho adyacente. Allí se presentó un oficial apuesto, una ilustración ideal del cuento de Andersen “La Reina de las Nieves” (variante masculina). Se acercó a la pared y me saludó sonriente. No me veía, miraba en otra dirección, pero sabía que me encontraba al otro lado. Acto seguido besó el espejo con tanta lascivia que vibré de pies a cabeza. ¿Qué era? ¿Un golpe de relámpago? ¿Un coágulo de pasión ferrea? ¿Una flecha envenenada? No sé, una sustancia mágica entró en mi cuerpo y me paralizó.

Las sorpresas no hacían más que empezar. Mi estupor alcanzó el punto álgido cuando la puerta se abrió dejando pasar a Katia. Totalmente desnuda, trémula, bella, como un cisne herido. Se lanzó al militar y abrazó sus rodillas mientras él, distraído e indiferente, palpaba las nalgas sabrosas. Un sofoco subió a mi cara. Traté de huir y… permanecía clavado en el lugar. Nunca había visto a una mujer sin ropa, ni en sueños. Me lo prohibía de acuerdo con la censura de mi país y con mis convicciones personales acerca de lo “indecente”. No me faltaba respeto por el sexo opuesto, en especial por mi madre y por mi prometida. Presa de terror, contemplaba a la chica amada, frágil y conmovedora, de pechos firmes, cintura de avispa y piernas esbeltas que culminaban en un precioso triangulito rubio. Su silueta todavía guardaba una huella de las curvas anteriores. Ansiaba explorar esos tesoros en la noche de bodas, entre luces apagadas y suspiros de amor. Y ahora los tenía frente a mí, mercancías de feria, expuestas impúdicamente y manoseadas por un enemigo burlón. “Debe obedecer al chantajista o morirá , - pensé. – No hay derecho de juzgarla. Algún día se acabará la pesadilla y entonces la curaré. Las cicatrices se borrarán…” ¡Pobre de mí! La conocía demasiado bien para engañarme. Su expresión radiante proclamaba a cuatro vientos que el hombre le inspiraba algo distinto del odio. Katia no sabía disimular. En efecto, se convirtió en una hembra servil, subyugada por un vándalo. Ofrecía un espectáculo lamentable limpiándole las botas con su melena, besándole las manos (dedo por dedo, nudillo por nudillo), desabrochándole el uniforme con devoción de una sacerdotisa que desvela a su deidad.

Lo peor estaba por venir. Muy pronto el oficial le dio unas lecciones de felación. Mi azoramiento traspasó todos los límites. No le pediría a mi esposa un tratamiento semejante, por nada del mundo. Maldecía la naturaleza cuando me asaltaban sueños húmedos o cuando derramaba mi semen en el puño después de una dura lucha interior. En los tiempos de adolescencia me encantaría ser un personaje incorpóreo, una melodía de Chopin. Sin embargo, Katia gozaba del aprendizaje. Por cada fallo recibía una bofetada, un tirón del pelo, un pellizco en los pechos, un azote en el trasero o incluso una patada en las costillas. No recuerdo cuántas veces caía de bruces y se levantaba aún más ansiosa, lista para contener las arcadas y seguir con la faena. Estaba hipnotizada por aquella verga, dura e implacable como el dueño. Su lengua no paraba de describir círculos, sus mandíbulas se movían en un baile bacante, su boca acogía al visitante sin un asomo de asco. Se pegó al fetiche al estilo de una sanguijuela y succionó a la desesperada en su esmero de provocar el estallido. Por fin los esfuerzos se recompensaron con creces. Unos chorros potentes embadurnaron las facciones delicadas de la joven que siempre se me asociaba con verdadera inocencia. Abrió los labios y tragó algunas gotas de aquella lluvia abundante, sumamente agradecida y fascinada por el sabor. El “maestro” la premió con una palmadita de aprobación y al parecer dijo un par de halagos.  Luego la recostó en el sofá y le devolvió el favor.

Yo me perdí. Representaba una masa de carne, sin sangre, sin nervios, sin emociones. Una enorme lágrima congelada. El depredador colocó a la presa en la mejor postura para mi ángulo de vista atormentándome con el panorama magnífico de su entrepierna. La vagina de Katia era la de niña, tierna, rosada, de pliegues perfectos. Un racimo de flujos brillantes se deslizaba por el interior de sus muslos. La protuberancia del clítoris se erguía a modo de invitación. Explotó al primer lengüetazo por lo candente que se había puesto. Se retorcía cual un arroyo en la búsqueda de un mar inhóspito, encerrado en el pecho de su amo. O un molusco en la bandeja, rociado por su propia salsa, clamando que lo devoraran.  Me acordé de un cuento popular finlandés sobre una virgen que atrajo la atención de una serpiente. Durante las visitas nocturnas el monstruo lamía su dulce sexo. La doncella se apegó a esta costumbre y desde entonces reclamaba la lengua viperina en su interior. El seductor alemán también era una serpiente que irrumpió en mi Edén y lo quemó con el fuego de sus fauces impuras. Su rostro, igual de transparente como la pared que nos separaba, no mostraba nada de voluptuosidad. Un cuadro estático. Párpados entornados, muecas despectivas, mirada inmóvil. ¡Cuántas ganas de romper aquel espejo de bruja que reflejaba nuestro lado tenebroso!

Después de llevar a Katia a otro clímax devastador el oficial la puso en una posición humillante que yo había observado en las praderas rusas, entre yeguas y potros.  Se clavó en su nido caliente de un empujón y la espoleó a placer mientras apretaba sus pechos, más grandes e hinchados debido a los estímulos. El semblante de ella delataba una satisfacción inmensa. Le ayudaba a hundirse más profundo con el bamboleo sugerente de las caderas. Menos mal que no se oían sus monólogos alocados ni sus gritos de éxtasis. Sería la última gota en la copa de hiel que me sirvió. Por cierto, un hueco en mi estómago se iba ensanchando. Al cabo de unos minutos tuve que abandonar el escenario para correr hacia un rincón y vomitar el desayuno. Cuando regresé a mi puesto la pareja ya terminó su cópula. El malhechor se despidió de mi futura esposa a su manera: sacó una correa de cuero y le grabó una marca roja sobre las nalgas, un jeroglífico que confirmaba la posesión. Katia volvió a besarle las manos “Tus ojos iluminan mi insomnio , - reflexioné en voz alta. – Dudo que sean míos” .  De repente me di cuenta de que su entrega al enemigo no me parecía tan espantosa. ¿Por qué? No sé cómo, pero se produjo una vuelta de la tuerca. Llegué a detestarla no por haberme traicionado, sino por una razón inconcebible: ¡vendería mi alma por el permiso de sustituir a mi novia y experimentar lo mismo que ella!


Lloré a lágrima viva. Segundos, horas, eternidades. Contra mi voluntad, resurgió aquel Misha latente y extraño cuya existencia desde siempre me infundía vergüenza. Un Misha aficionado a coser y cocinar, temeroso de palabrotas y juegos masculinos. Un Misha enamorado de su compañero de clase a la edad de 12 años. Un Misha que se excitaba al rememorar los bultos de deportistas. Amenazaba con invadir todo el territorio de mi alma. Resulta que Katia, mi fiel amiga de infancia, representaba una figura maternal que no tenía nada que ver con el sexo. Su cuerpo desnudo me inspiraba una mera admiración estética. Y el deseo, con sus túneles, recovecos y abismos, lo sentí plenamente por un hombre desconocido, de pelo platino y mirada hechicera. Un roce suave en mi espalda me transportó a la realidad.

-         Ella no merece tu llanto, - sonó una voz agradable.

¡Qué equivocado! Lloraba y vomitaba por el asco a mí mismo.

-         He montado un espectáculo para demostrártelo. No cuesta nada calentar a Katia hasta el punto de caramelo. Generalmente prefiero castigarla más. El disfrute es un privilegio masculino. Hoy he hecho una excepción y el resultado vale la pena. No puedes negar que una cualquiera congenia mal con un joven como tú.

Mi débil intento de protestar fue sofocado de inmediato. Estrechó mi cabeza contra su pecho musculoso y me tapó la boca.

-         Primero escúchame, Misha. Te amo desde que te vi en la estación, rodeado de multitud de presos. Es a ti a quien he buscado tanto tiempo. A un santo de iconos antiguos, con ojos azules, barba castaña y boca infantil. ¿Has oído hablar de Ate de mitos griegos? Su forma principal es Poder. Se mantiene gracias a la capacidad humana de transmitir su culpa y su sufrimiento a otros seres que a su vez los transmiten a los prójimos. Así se construye la espiral de maldad por la que gira el mundo. Sin embargo, hay casos únicos – almas impolutas en las que Ate se extingue. No transmiten su dolor y por eso no se contagian desafiando a todo el sistema. Al contrario, suelen absorber las penas de los demás. ¡Igual que tú! ¿Crees que no estoy al tanto de tus robos? ¡Qué ingenuo! Pones en juego a tu vida por unos condenados. Una parte de tu encanto

-         ¿Qué quieres de mí? – atiné a decir, mi cabeza hecha una caldera hirviendo de sentimientos opuestos.

-         ¿Y tú? ¿Quiéres que deje de emputecer a Katia? Tienes una buena oportunidad de salvarla. Me olvidaré de ella si te haces mi amante permanente. ¡Voluntariamente! No me apetece tomarte por fuerza, te quiero demasiado. ¡Contesta ahora! ¡Sí o no!

-         ¡Sí! – exclamé resuelto, tratando de disimular que esta decisión coincidía con mis expectativas secretas.

-         Perfecto, - Sus dedos firmes se colaron debajo del pantalón y se cerraron en torno de mi miembro subiendo y bajando a un ritmo delicioso. – Te vas a enamorar de mí porque me he adueñado de todo tu universo. Juntos seremos omnipotentes. Mi fuente de poder y tu fuente de serenidad angelical.

Me plantó un beso voraz, con la misma lengua que hace poco se adentraba en la intimidad de Katia. Después se arrodilló delante de mí, libró la verga tiesa y chorreante para repetir conmigo la labor que le había realizado mi chica. Ni siquiera me moví. Cerré los ojos y me dejé llevar. Unos ratos de tensión divina y toqué el cielo. La descarga me estremeció hasta los cimientos. Juro que algo de mi “alma impoluta” se fue de mí en aquella avalancha de fluidos.

-         Ya me lo esperaba, tu semilla sabe a gloria, - se limpió con un pañuelo y se convirtió en la máscara impasible de antes. – A propósito, me llamo Wolf. El lobo. ¡Vamos! Debes descansar un poco. Celebraremos nuestra unión esta noche. A lo grande.

La promesa se cumplió. Por la tarde se armó un escándalo relacionado con unos hombres fugitivos. Acabaron por incinerarles con sus cómplices a los que conocía bastante bien. La tragedia no me importó. Rebosante de euforia, fui a la cita y me entregué al oficial. Lo viví muy intenso. No en vano la escena amorosa que describo al comienzo de mi historia se reproduce en los sueños durante décadas. Recuerdo que antes de quedarme dormido en los brazos de mi conquistador agradecí mentalmente a nuestros países el hecho de haberse involucrado en una guerra que predestinó mi encuentro con Wolf. Conseguí evadirme de esclavitud y represión, impuestas por el régimen soviético, y encontrar la libertad absoluta en el campo de concentración más terrorífico. ¡Vaya ironía!