Hoy

Miro por un lado de mi pantalla y te veo en tu sitio, el semblante serio, la vista enfocada en una pantalla igual que la mía. Ajena al ruido que hace el resto de compañeros de la oficina, hasta que uno de ellos sobrepasa tu límite y le chistas de forma seca.

Miro por un lado de mi pantalla y te veo en tu sitio, el semblante serio, la vista enfocada en una pantalla igual que la mía. Ajena al ruido que hace el resto de compañeros de la oficina. Hasta que uno de ellos sobrepasa tu límite y le chistas de forma seca. Él pide disculpas a media voz mientras se hace el silencio. Todo el mundo conoce tu carácter y pocos se atreven a contradecirte directamente.

Desde mi sitio puedo ver que hoy llevas una falda gris, ajustada. Intuyo las medias claras en tus piernas cruzadas, adornadas con unos zapatos con bastante tacón. Aunque ahora no puedo verlo sé que tu blusa blanca deja entrever un sujetador del mismo color, con encaje. Lo sé porque me he levantado antes y he pasado a tu lado, mirándote de forma descarada el escote desde arriba. He ido despacio, recreándome, y tú te has dado cuenta. Sé que te has dado cuenta y que no te has movido. Querías que te mirara.

Cojo el móvil y escribo un mensaje. Desde tu mesa suena el tono de que te ha llegado. Tardas unos segundos en apartar tus ojos de la pantalla, ajustas tus gafas negras y miras el aparato. Pones cara de sorpresa, quizás algo más asustada que sorprendida. Haces ademán de levantar la mirada, pero te controlas y bajas la vista, ahora perdida en algún punto de tu mesa. Pasa menos de un minuto antes de que te levantes y salgas en dirección a los servicios.

Espero hasta que te veo volver y entonces me levanto, al tiempo que pulso el botón que te envia un segundo mensaje. Paso por tu mesa unos segundos después de que te hayas sentado. Alargas el brazo un poco y dejas sobre la mesa una bola de tela blanca que recojo inmediatemente. Salgo de la oficina en dirección al pasillo de los ascensores, pero en su lugar cojo las escaleras a la planta de arriba que se encuentra vacía y entro al baño, en una de las cabinas.

Abro la mano y desenvuelvo tus bragas, aún mojadas. Las llevo a mi nariz y aspiro el aroma de tu coño. Me bajo la cremallera del pantalón y me saco la polla, la envuelvo en tus bragas y empiezo a masturbarme con ellas. Lo hago despacio, disfrutando del momento, sabiendo que en estos momentos estarás resisitiendo el impulso de tocarte mientras notas el tacto de tus muslos desnudos rozándose.

Pasan unos cuantos minutos y oigo un ruido al otro lado de la puerta. Después dos golpes quedos en la misma. La abro y allí estás, con tu falda ajustada y tu blusa blanca y reveladora, tus gafas y el pelo recogido en un moño del que apenas escapa un estudiado mechón de rubio pelo rizado.

Sin decir palabra entras a la cabina y te colocas con la espalda a la pared mientras yo cierro. Estas expectante, nerviosa. Me coloco enfrente de ti, la polla dura y brillante aún fuera del pantalón. Te miro a los ojos y tu intentas mantener la mirada, desafiante, pero desistes enseguida. Los dos sabemos que aquí ya no eres tú la que tiene el control. Sin mediar más palabra empiezas a desabocharte la blusa, dejando a la vista tus redondos pechos, cubiertos por un bonito sujetador de encaje blanco. Tus rosados pezones se transparentan a través del mismo mientras parece que intentan atravesarlo con su dureza. Después subes tu falda dejando a la vista tu coño completamente depilado. Tus labios están rojos e hinchados, tus muslos mojados. Con cuidado empiezas a deslizar tu espalda por la pared, poniéndote en cuclillas, las piernas abiertas y los brazos pegados a la pared para mantener el equilibrio. No es fácil con esos tacones.

Me acerco un paso, todo lo posible en ese estrecho lugar, mientras te miro. Sigues con la mirada baja, la respiración agitada. En mi mano izquierda mantengo tus bragas, así que uso la derecha para cogerte por el moño. Al hacerlo tu abres la boca, pero no me parece suficiente, así que te doy un tirón hacia atrás, evitando por poco que te golpees con la pared. Ahora abres más la boca. Sin soltarte te meto la polla en la boca. La tengo dura, hinchada como lo está tu coño. La meto hasta el fondo, despacio pero sin pausa. La meto hasta que noto que he llegado al fondo de tu garganta. Tu nariz se aplasta contra mi estómago, tu lengua choca con mis huevos. Sigo apretando. Una vez que veo que no es posible seguir paro en ese lugar, manteniéndote sujeta con mi mano enredada en tu pelo. Hasta que empiezas a retorcerte, ahogada por la falta de aire. En ese momento te sujeto con más fuerza, unos segundos, lo suficiente para que levantes tus manos buscando apartarme. Sólo entonces la saco, despacio. Toses mientras tus babas caen por tu barbilla. Veo que tienes los ojos llorosos. Una vez que has cogido aire vuelvo a penetrarte la boca, otra vez hasta el fondo. Pero ahora ya no me quedo ahí parado. Entro y salgo, acompañando el movimiento con la mano con la que te sujeto la cabeza. Te follo la boca con golpes bruscos, mientras tu mantienes la boca todo lo abierta que puedes, tus labios rojos húmedos por la saliva que se desliza por ellos. Hilos de ella unen tu boca y mi polla. Parece que cuanto más te follo la boca, más densos se vuelven.

Empiezo a notar como mis huevos se ponen duros, señal inequívoca de que estoy a punto de correrme, así que acelero las embestidas contra tu boca. Tus brazos siguen extendidos contra la pared, intentando evitar caerte hacia delante. A estas alturas tus gafas están ñadeadas, tu moño deshecho, pero sigo agarrándote con fuerza mientras acompaño las penetraciones con mis caderas. Te follo cada vez más rápido, hasta que con la última embestida salgo de tu boca. Chorros de leche brotan de mi, impactando en tu ahora descompuesta cara. Línes blancas cruzan tus gafas y manchan tus labios. Respiras acelerada, recuperando el aliento. Pero te la meto una vez más obligándote a limpiármela y tu obedeces. Cuando terminas me la meto de nuevo en el pantalón. Luego levanto la tapa del inodoro y tiro dentro tus bragas. Salgo del habitáculo, sin dejar de notar que en el suelo, entre tus piernas, hay un charco de flujo. Tu sigues mi mirada y te ruborizas al verlo. Me hace gracia que sea precisamente eso lo que te provoque vergüenza.

Cinco minutos después, ya sentado en mi sitio, te veo aparecer. Estás completamente recompuesta, sin signos de lo que acaba de pasar. Enciendes tu pantalla y vuelves al trabajo.