Hotel del mar

Un turista vive un episodio inesperado con un jovencito de un puerto mexicano.

El calor era sencillamente insoportable. Al igual que los ronquidos sin compás del gordo, que dormía en una cama junto a la del Roberto.

Sin conciliar el sueño, Roberto se levantó y salió al balcón que miraba al oscuro patio central de esa casa, adaptada como hotel de cuarta categoría, al que Lorenzo y él se habían visto forzados a llegar. Puerto Escondido, al suroeste de México, estaba saturado de turistas ese 27 de diciembre del 95. Había sido una mala idea viajar sin reservación alguna, en un camión destartalado en el que un hombre manco los había trasladado desde Oaxaca y a través de la alta sierra hasta el paraíso de los surfistas.

Roberto veía desde el balcón del segundo piso, cómo todos los cuartos estaban con la luz apagada. La penumbra era apenas cortada por el resplandor de las lámparas de la

calle. El genio que decidió que este caserón funcionara como hotel, con antiguos abanicos y baños comunales, estaba hinchándose los bolsillos de dinero: familias numerosas pernoctaban amontonados en las habitaciones, pintadas de un horrendo color rosa, con camas apenas cubiertas por sábanas genéricas, sin más decoración que un desnudo foco en la pared. ¡Qué hospedaje!

No, no había sido buena idea. Roberto no soportaba el concierto de gruñidos de su amigo. Dormía desde que llegaron de la disco donde mataron el tiempo desde que llegaron a Puerto Escondido, una vez que encontraron alojamiento. Tenían cinco días viajando, desde México hasta Veracruz y ahora en Oaxaca. Se conocían desde niños, hasta los 30 años que ahora ambos tenían y que celebraban con estas vacaciones navideñas; se trataban como amigos únicamente. Habían intentado ser amantes pero Roberto había perdido el gusto por el sexo con Lorenzo, ahora que había agregado muchos kilos a su anatomía.

"¡Demonios!"-pensó, advirtiendo una de esas erecciones que le venían, como desde niño, de la nada. "Hoy no habrá diversión, amiguito, no te emociones en balde", le advirtió a su pene, excitado quizá por el calor, y apenas confinado en las bermudas de algodón, que era lo único que Roberto vestía. Y es que no era para menos. Roberto tenía cosa de tres meses sin actividad sexual, después de una fallida relación.

Entrecerrando la puerta, Roberto decidió primero dejar que su erección cediera para poder bajar él y ver si en la cochera con cancel improvisada como recepción venderían refrescos, o lo que fuera para bajar el calor. Unas horas antes en la tarde, Roberto y Lorenzo fueron recibidos por un exótico y obeso empleado, por demás amanerado, que se identificó como "el hijo del dueño", y tras cobrarles una exorbitante cantidad les dio los detalles de las golosinas y bebidas que se vendían ahí mismo. Resignado a cruzar palabra con el heredero del emporio hotelero, Roberto bajó las escaleras y se encaminó a la reja donde estaban las sillas, único mobiliario de la recepción, pero no vio a nadie, sólo un candado y la quietud de las 3 de la madrugada.

Después de dudarlo unos segundos, Roberto tocó quedamente con una moneda sobre el cancel de la entrada, esperando que el gordito hiciera su sobre actuada aparición. Y de una habitación contigua sin puerta, surgió un ruido hasta que apareció una silueta en la penumbra: "¿Diga?".

-"¿Vendes refrescos todavía?-preguntó. "Sí, pura coca."-respondió la voz. Y Roberto

intuyó de inmediato que no era la misma loca de la noche la que le atendía. "Está bien, una por favor". La silueta desapareció unos segundos, mientras Roberto había avanzado más cerca de la puerta y del patio, para recibir a bebida. En unos segundos, la silueta cobró vida y se plantó frente a Roberto.

"Aquí tiene"-dijo, un muchacho de no más de 14 años, 1.60 de estatura, pelo negro y lacio, el cual Roberto intuyó que era moreno como muchos lugareños. La calidez de la mano del chico le envió señales al sistema nervioso de Roberto, al entregarle la botella congelada. Dentro de sus bermudas, el perezoso de dió por enterado en un segundo y comenzó a despertar nuevamente de su letargo. "Gracias", atinó apenas a decirle, en dos segundos que su mano entró en contacto con la del moreno, viendo más de cerca sus facciones. Era hermoso, definitivamente. El muchacho vestía igual que Roberto, una bermuda muy amplia, y su desnudo torso aparecía bellamente modelado.

Saliendo un poco de su distracción, Roberto cae en cuenta que no tiene monedas para pagar la coca-cola. "¿Cuánto va a ser? ¿Me permitirías ir por dinero?", comienza a disculparse, mientras en su cerebro -como se dice en estos casos- se agolpan las ideas, y su pene comienza a levantar una carpa involuntaria en su bermuda. "Diez pesos", le dice el chico mostrando en la oscuridad sus dientes blanquísimos, mientras Roberto le devuelve la sonrisa y se da media vuelta rumbo a las escaleras, turbado y emocionado. "¡Vuelvo!" le anuncia mientras sube, con el corazón a mil.

Mientras sube las escaleras, Roberto se inquieta. A él nunca le han gustado los menores. Debe ser el cachondo calor de este puerto, o mi abstinencia, se explica, pero se flagela mentalmente por verse en medio de esta contradicción entre la culpa de sentirse atraído hacia un muchacho y la grata sensación que esa atracción le produce.

Entrando al cuarto, el ronquido de Lorenzo lo recibe. Y busca en la oscuridad la cartera, las monedas, pero no. Sólo tienta un billete y lo toma, mientras baja, haciendo planes para platicar unos momentos con el recepcionista. El chico lo espera sentado en una desvencijada silla, y al verlo llegar, se pone de pie. La luz de una lámpara en la calle lo ilumina y Roberto siente que su corazón late más fuerte. Es guapo, sin perder su candor indígena. En los tres, cuatro segundos que los separan, Roberto reconoce su cuerpo y ve que no es delgado ni grueso, pero que su cintura es pequeña y sus piernas son fuertes. Va descalzo.

Extendiendo el billete con el "Aquí tienes", Roberto advierte que trajo un billete de doscientos pesos, "Son doscientos", le dice con un dejo de pena, pero su mano no se detiene hasta que se produce otro choque eléctrico: la mano del muchacho ha tocado la suya junto con el billete, y éste no la suelta.

"¿Y no tienes uno más chico?"-le dice el moreno, tuteándolo.

Se produce un silencio tenso. Los dos están tomados por una mano. Roberto percibe el calor de los dedos del chico como un incendio que le seca la boca y le produce un vacío en el estómago. Algo está sucediendo.

"¿No tienes?"- repite, y la mirada de Roberto no se aparta de los ojos del adolescente, mientras indica con cabeza y hombros, como autómata, que es todo lo que trae.

"Yo te llevo el cambio", le anuncia, y le suelta la mano.

"¡Gracias!... ¿no gustas tu una soda?".

"¡Te la acepto!... ahora te alcanzo." le anuncia, mientras Roberto trata de reconstruir las instrucciones. "Me lleva el cambio, me acepta la soda, me alcanza, me vio en qué habitación me metí", reflexiona, cuando el chico se da la media vuelta y se pierde en la oscuridad de la habitación contigua a la cochera. Roberto sube de nuevo a su habitación, prende un cigarro, revisa su sensación de culpa y es entonces cuando se da cuenta que su erección apenas ha bajado un poco. No sabe si fue muy visible, por el amplio bermuda, pero no le importa. Piensa en el moreno, encargado de abrir y cerrar el cancel a turistas que seguro llegan borrachos en la noche, y sale un segundo al balcón, bebiendo su coca-cola, y nota ruidos en la calle, y un toquido en el cancel, y ve la silueta del muchacho salir, abrir el portón y cederles el paso a los que él pensaba. El grupo de ebrios va y se mete a un cuarto del patio, y ni siquiera prenden la luz, ni siquiera le han visto en el balcón. Roberto piensa si estarán cogiendo, si alguien en este hotel estará cogiendo ahora. Y piensa en la mano del muchacho, y sin embargo, le asaltan dudas sobre si todo a estado en su imaginación. Es muy chico, no debes, se dice, pero él tampoco es un viejo. A sus treinta está consciente que es joven todavía, y esto le consuela.

Unos menudos pasos le sacan de sus pensamientos. Es él, viene con una botella de coca-cola en la mano y le sonríe. Le da la otra mano, y Roberto extiende la suya, y la señal se repite:

"No tengo cambio. Tu dirás cómo le hacemos", le anuncia el muchacho, dando el billete sin soltarle la mano durante unos segundos. "Como tu digas", improvisa después de un breve silencio, y el chico se guarda el billete y se sienta entonces en el pasillo del balcón, junto a la abierta puerta del cuarto. Roberto se sienta junto a él y se entera que se llama Jesús, que recién cumplió los 14, y que es hermano del gordo que les recibió más temprano, sabe que cumple todas las noches con atender el negocio familiar y que está solo, y dormita en la misteriosa habitación junto a la entrada. El le informa también de su amigo, que duerme como tronco, que "nunca" se despierta –se atreve a subrayar, arrepintiéndose en el acto- y advierte entonces, para su felicidad, que Jesús ha entendido la indirecta disfrazada y ha comenzado a acariciarse ahí abajo, mientras toma su coca totalmente desenfadado.

Y es que Jesús quería matar el tiempo. Su sexto sentido le decía que Roberto era homosexual. Un minuto antes de subir, Jesús pensó que andaba muy caliente, "ya lo que quiero es un arreglo", decidió, sin que mediara mucho análisis, porque durante los meses anteriores se había aventurado a seducir a un primo meses menor que él, cuando les tocó dormir juntos. "Ándale, primo, déjate, verás que te va a gustar", le repetía, hasta que logró a medias lo que quería. El problema es que nunca pudo penetrar bien a su pariente, porque el dichoso primo era muy escandaloso cuando lo intentaba picar, nunca permitió que terminara y además un día amenazó con decírselo todo a su madre.

En todo esto pensaba Jesús cuando le pregunta a Roberto: "¿Tienes cigarros?"-

"Seguro, aquí tengo", responde aquel, poniéndose de píe y dejando ver su erección bajo el bermuda, entrando al cuarto. "La red ya está echada, Roberto... ¿Qué vas a hacer?..."-piensa, flagelándose.

Buscando la cajetilla en la oscuridad, hecho un mar de nervios, Roberto ve que el chico lo ha seguido, y que ya ha visto a su compañero de viaje desparramado y roncando como locomotora en la otra cama. Ahí, a mitad del cuarto apenas iluminado, Roberto ve cómo Jesús se lleva las manos a la cintura y se baja los bermudas para terminar de deshacerse de ellos con las piernas y hacerlos a un lado con el pie.

Jesús no quiso complicarse la vida. "Este güey quiere algo y se lo voy a dar", pensó al entrar, y porque su erección ya no daba para más. Siempre había sido así su naturaleza. No le daba vergüenza exhibir su pene cuando podía, porque en la secundaria era "el más chiludo" de su salón. Al contrario, le excitaba ser exhibicionista, aunque no conocía el término ni el concepto.

"Hace mucho calor... ahi disculparás", le dice, desnudo en medio del cuarto, sin temor alguno que Lorenzo despierte. Roberto se queda paralizado, viendo el contorno del hermoso cuerpo contra la luz en el marco de la puerta. "¿Tu no duermes encuerado?", le pregunta.

"No, sí, eso iba a hacer", responde, extendiéndole la cajetilla de cigarros mientras con la otra mano se deshace de los bermudas. Jesús toma el cigarrillo y Roberto prende el encendedor, en un segundo eterno. Ahora ve los ojos del muchacho, siente sus dos manos sobre las suyas para poder prenderlo bien, y nota, con la débil luz de la flama, una verga morena y brillante, inflamada y apuntando hacia la suya. Jesús prende el cigarrillo, y Roberto, tembloroso, hace otro tanto. Los dos están muy cerca, y Jesús se acerca unos centímetros más, tomando una vez más la iniciativa. Los dos penes chocan suavemente, el de Jesús contra la parte inferior del de Roberto, porque es de menor estatura. Roberto fuma dos, tres veces seguidas y su corazón desbocado no le deja abrir la boca.

"Así es"-rompe el silencio Jesús, y se deja caer boca arriba en la cama de Roberto, fumando casualmente su cigarro y sobándose los huevos. Ahora Roberto sabe que es su turno, y se sienta en la cama junto a él. Ahora puede distinguir poco mejor en la penumbra este cuerpo adolescente, la cintura pequeña, el pecho plano y definido, las piernas lampiñas por las que se aventura a pasar su mano, porque la invitación era más que correspondida. Ahora se acerca a esa verga de joven, más joven que él, y la siente responder cuando la acaricia. Ahora sabe que es una delicia.

"¡Llégale!", le ordena Jesús levantando un poco su cabeza, mientras sigue fumando y mantiene su otra mano en sus testículos. Roberto prueba apenas con la lengua, recogiendo un poco del jugo transparente que corona el miembro del muchacho. Prueba, saborea, lame la corona del grueso pene. Las medidas están de menos, es algo grande para su edad y más grueso que el suyo, y no está circuncidado, se admira, mientras deja que la virilidad de este hombrecito entre por su paladar, y siente al hombrecito retorcerse levemente, empujando un poco sus caderas. Prueba y no cierra los ojos, porque ahora sabe que la pelusa del púber es escasa pero trenzada densamente, y sabe que la piel de Jesús es sedosa e impecable. Huele a muchacho, a muchacho ansioso de sexo.

La mano de Jesús atrae entonces un poco su cintura, y Roberto se reubica en el colchón. Jesús explora, lujurioso, las nalgas velludas del huésped con su mano pequeña y segura. Roberto en tanto, ahora pone a trabajar labios y lengua con más confianza. Su mano izquierda conoce las costillas, tetillas y muslos de Jesús mientras con la otra empuña con firmeza su propia erección. Mama la verga del jovencito como una golosina, como un regalo prohibido que Puerto Escondido le ha regalado esta noche, al sentir la manita de Jesús hurgando sin miramientos en su cola. Chupa mientras siente la otra mano de Jesús fijándole un ritmo en su cabeza, para después seguir estimulando sus testículos, como al principio.

Roberto cambia de posición, deja de chupar un momento y se centra en los huevos del muchacho: no tienen pelos, son grandes y pegados a su cuerpo; están cubiertos de una piel corrugada y tersa que se contrae con los lengüetazos, mientras Jesús aprovecha para tomar su verga con una mano y masturbarse suavemente, porque Roberto tiene sus manos ocupadas en acariciar el interior de los muslos del chico, en grabarse cada pedacito de piel, en oler ese aroma indefinido de un varón que suda erotismo en cada poro.

La lengua de Roberto decide otra ruta: baja por el perineo, busca entre las piernas un acceso hasta que llega al objeto prohibido, sabrá dios qué virginidad aún exista, o qué caricias han sido ofrendadas en esta rosa de los vientos, rosa sin otro aroma que el de un sueño. Ahora las piernas de Jesús se levantan para dar paso al misterio, ya no con la seguridad del terreno caminado, sino con la precaución que impone el paraíso. La lengua de Roberto tantea, sus labios besan este nuevo abismo, el pequeño culo de Jesús responde y goza, y sus gemidos lo confirman.

Jesús no piensa, pero le da un inmenso temor el placer que acaba de experimentar. Una vocecita muy dentro de sí le dice: No soy puto. Y cierra este episodio sin más preámbulos.

Jesús baja las piernas, atrapando a Roberto en la interrupción no deseada, pero lo atrae hacia él, y con seguridad lo coloca a su costado y de espaldas a su herramienta. Ninguno de los dos ha hablado. Los dos saben lo que quieren.

En ese momento Roberto siente toda la extensión del grueso tronco presionar contra sus nalgas. Todo su cuerpo, toda su alma está deseando este momento. Toda su mente está concentrada en este largamente esperado rito de coger. Y de coger ahora con la puerta abierta, con la alarma del durmiente amigo y en un lugar impensable al fin del mar.

Jesús era un muchacho que no sabía de lubricación, mas qué mejor lubricante que la abundante saliva depositada en su verga, y el sudor del ano de su ocasional amigo: nada faltaba, excepto metérsela. Su único objetivo en la vida era meter la verga y ahora estaba a punto de lograrlo. Sin muchos reparos, apuntalado firmemente en la cadera y en el hombro de Roberto, Jesús decide no perder más tiempo y penetrar, no muy cuidadosamente, en un solo movimiento. Esto no era lo mismo que medio-cogerse a su primo, era una sensación brutal de ser envuelto en una caricia de carne tibia, de resbalarse por una funda apretada a la medida. Por eso tiene que hacer un esfuerzo por no vaciarse en ese mismo instante, y concentrarse en entrar y salir, en bombear como dios le da a entender. Qué chingón coger así, piensa, mientras intenta meterse todo lo posible entre esas nalgas.

Entonces sucede, no lo piensa y de la cadera de Roberto desde donde se sujeta, pasa su mano hacia su verga, que no está siendo atendida por su dueño. Esto no es como la verga de su primo, que es muy pequeña y no le antojaba ni tocarla. Esta es más larga que la suya, pero se siente más delgada, y es muy peluda. Esto lo excita más. Es la primera vez que siente otro pene que no es el suyo, pero su mano a conoce las reglas: puñetear, con esa sabiduría que se tiene a los catorce años. Jesús siente que va a llegar al cielo cuando se ve así, pegado a un hombre, un perfecto desconocido, metiéndole la verga como un perfecto adulto y acariciándole la reata. No hay más conciencia que ésta, no hay nada parecido y presiente que nunca en la vida habrá de venirse así, como esta noche.

Roberto siente la mano de su ángel, subiendo y bajando furiosamente por su verga, y decide no esperar más. Su mano atrae más la cadera de su amante, toca sus nalgas duras, pequeñas y lampiñas para sentir más cómo esa verga juvenil le taladra y lo ocupa. En ese momento, Roberto siente cómo su ano comienza a contraerse, y se le va el aliento. Desde lo más hondo de su vientre se derrama como ola, como fuente en la mano incontenible del muchacho mientras su intestino festeja su relajación total con gusto en oleadas de un placer supremo. Quiere llorar, pero no puede, quiere comparar esta cogida con alguna de las que ha tenido con hombres mayores a él, o al menos de su edad, y no puede, y busca en medio de su orgasmo una sombra de culpa o de juicio y no la encuentra. Está derramándose lenta y gozosamente A la vez, Jesús baja involuntariamente el ritmo de su penetración al sentir las contracciones que lo ordeñan avasalladoramente, y aprieta fuerte, tiembla y lucha por seguir callado mientras acerca su boca al hombro de Roberto y lo besa –le vale madres que sea hombre-, y entonces deja que suceda: se vuelve todo mecos, su corazón explota y palpita en su verga. Quiere llorar pero no debe, quiere comparar esto con algo más, con otro gusto igual pero no encuentra con qué. Y se sigue prolongando en este culo, que es como si fuera parte de él.

Lorenzo deja de roncar en ese instante. Ambos se dan cuenta y voltean hacia la otra cama, donde el gordo hace un ruido gutural con la garganta y comienza a mover su gruesa humanidad. Ambos agregan este diminuto instante al placer, que aún no cesa, y se arriesgan como cómplices ante su deseo. Lorenzo inicia su rutina de ronquidos, y en ese momento sus largos orgasmos terminan y ellos desfallecen –como se dice en estos casos–, pegados todavía el uno al otro y adheridos al sudor, a sus almas y a sus sexos. No hay culpa en ninguno. Sin decirse una palabra, ambos se besan en la boca, se dan las gracias sin palabras.

Afuera, en Puerto Escondido, la noche nunca se imagina estas historias. Jesús y Roberto no se han vuelto a ver desde entonces, cuando después de aparearse los dos se bañaron en las regaderas comunales, con cierta discreta distancia, y Jesús le pidió a Roberto el billete de doscientos pesos, "para traerte el cambio mañana", le explicaba. En los dos días que le quedaban en la ciudad, Roberto no pudo dormir esperando al joven, quien fue suplido por su hermano el gordo en ambos días. No hubo ni se pidieron explicaciones. La vida es así, carece de explicaciones frente a muchas oportunidades. Roberto regresó con Lorenzo a México y de Jesús se supo que partió a estudiar a Oaxaca, donde quizá piense, como Roberto, en la experiencia de esa noche de Puerto Escondido que nadie imaginaba. En la lenta madrugada del mar que se regala, nadie adivina los conjuros que se dibujan detrás de cada puerta.