Hotel, corrida y carrera

Lota y Ricardo van a pasar una noche agradable en un hotel pero, ¿qué pasará cuando Alvarito descubra el pastel?

—Teníamos habitación reservada, por favor. – sonrió Lota al recepcionista, mientras Ricardo permanecía un poco apartado de ambos, colorado como un tomate, y fingiendo que miraba las postales del expositor. No sólo disimulaba fatal, sino que además parecía una colegiala tímida y cada vez que alzaba la vista y notaba que alguien le miraba, se azoraba más aún; pegó un temblor y estuvo a punto de tirar el expositor, se cayeron varias tarjetas, se agachó a recogerlas y al alzarse de nuevo, se pegó un cabezazo contra el borde de la mesa de recepción. El viaje en coche hasta el hotel se le había hecho cortísimo, pero el recibidor del hotel le había parecido de mil kilómetros de largo.

Lota le había propuesto pasar el fin de semana en un hotel. Por una parte, le encantaba la idea, por la otra, le parecía algo muy indecente. Sí, desde luego que hacía algún tiempo que salían juntos y se acostaban, claro, ¡pero en casa de alguno de ellos, no en un hotel donde les veía todo el mundo! Lota llevaba una bolsa de tamaño mediano, lo suficiente para disimular, pero aun así a él le parecía que todo el mundo iba a saber que eran lío. Poco equipaje, sin anillo, la habitación a nombre de ella “y acompañante”… el recepcionista le dio a Lota la tarjeta-llave y sonrió con descaro. Estaba muy claro lo que se imaginaba: guarradas. Se imaginaba que él y Lota eran amantes, quizá que iban allí a esconderse de sus cónyuges, pero sin duda a hacerlo sin descanso, seguro que no salían de la habitación ni para ventilar. Seguro que se estaba imaginando todo eso y más. Y conociendo a Lota, tendría mucha razón.

—Muy bien, señorita Manrique y acompañante, que dis…

—Soy primo suyo. – intervino Cardo. La estúpida sonrisita del recepcionista. No había podido soportarla ni un segundo más. Éste le miró con cara de no entender. – Apúntelo ahí, en el registro, que se vea. - El recepcionista intentó decir algo, Lota intentó decir algo, pero Ricardo continuó – Lo digo porque a un hotel, seguro que viene mucha gente sólo a revolcarse, pero quiero que quede claro que nosotros no somos de eso. – Tomó a Lota del hombro y la apretó contra él - ¡Es sólo mi prima, somos gente decente, quiero que eso quede claro! ¡Venimos aquí sólo por alojamiento y nada más! ¿Lo ha entendido?

El chico de recepción había retrocedido un paso, pero se las arregló para contestar:

—Perfectamente, señor; que disfruten de su estancia – dijo muy rápido. Y Cardo asintió con una sonrisa complacida. La mujer le hizo un gesto con la cabeza para que echase a andar y Cardo obedeció. Y pegó un salto y se llevó al culo las manos cuando ella le dio un azote en él ahí mismo, delante de todo el mundo.

—Carlota… - susurró él, en tono de regañina. – Por favor, compórtate un poco.

—¡Boh! Eres un aburrido. – protestó ella, mientras llamaba al ascensor. Cardo se sintió picado.

—¡Yo no soy ningún aburrido! Soy muy divertido, muy apasionado. Puedo ser… ¡un salvaje! – se pavoneó – Pero no me gusta dar el espectáculo.

—…Desde luego que no. – Ricardo no entendía bien la mirada de Lota. Parecía como si no acabase de creerle.


“No les pienso llamar hasta que no esté ahí mismo, a ver qué me cuentan ese par” pensaba Alvarito en su coche, conduciendo de regreso. Le habían contratado para ser el guardaespaldas de una pareja y, además de pagarle, le habían dado una tarjeta de TodoIncluído para alojarse ese fin de semana en un hotel. Misteriosamente la tarjeta habíadesaparecido y, qué casualidad, que Cardo publicaba en su página que iba a pasar la noche con su pareja en un hotel con encanto (Ricardo era así; podía avergonzarse de ir a un hotel “como si fueran lío”, pero al mismo tiempo envanecerse de ello porque “no cualquiera” podía permitirse ir a pinchar a un hotel de cuatro estrellas). Aunque el trabajo al final se le hubiese estropeado porque la pareja sólo se había quedado en el hotel hasta después de comer y a él no le habían pagado más que un tercio de la cifra prometida, la preciosa tarjeta T.I. era SUYA y hubiera podido aprovecharla. Hubiera podido quedarse en el hotel todo el finde a gastos pagados, ponerse morado de lo que hubiera apetecido y, de haber conocido a alguien, haberla metido en su cuarto, puesto que la tarjeta era para dos.

Alvarito no quería pensar que, a fin de cuentas, él había grabado un vídeo de Lota y su chico haciéndolo y lo había vendido a un local de strip-tease; puesto que eso no lo sabían ni Lota ni Cardo, no tenían derecho a pedir compensaciones. Aquí, el que había sufrido un abuso era él, e iba a resarcirse por ello. “Si cuando llegue a casa de verdad me los encuentro en un hotel con mi tarjeta, ¡si no los mando a la puta Luna de una patada, será porque me falle la puntería!”. Aceleró. Sabía que no llegaría hasta casi la medianoche.


Ricardo se retorcía de impaciencia, ¿pero qué demonios andaba haciendo Lota, que no salía ya? En el pasillo, aprovechando que estaban solos, él se había lanzado a besarla y habían abierto la puerta de la habitación entre besos y con las manos de Lota desabrochándole la camisa. Al cerrar la puerta, él le metió mano bajo la camiseta e intentó quitársela, pero Lota se retiró y se negó a dejar que la desnudara. Dijo que tenía una sorpresa para él y le pidió que se desvistiera y la esperara; ella saldría enseguida. Se metió en el cuarto de baño y estaba claro que ella, no tenía el mismo concepto de “enseguida” que él. Llevaba allí ya más de diez minutos, ¿se estaba depilando o qué? Cardo se miró en el espejo de la habitación. Ojalá hubiera traído el pijama, pero no cayó en hacerlo, de modo que, como no le gustaba andar desnudo ni acostarse vestido, había optado por un saludable término medio: llevaba puestos los calzoncillos y la camisa. Harto de dar vueltas en torno a la cama, se metió en ella. Tenía unas ganas tremendas, no podía dejar de temblar del deseo que sentía, hasta sintió la tentación de tocarse un poco, pero se contuvo. Para distraerse, decidió poner la tele.

Dentro del baño, Lota se miraba al espejo, indecisa. Había traído consigo toda la ropa que había comprado aquélla mañana, y aunque sabía que le quedaba bien, le parecía que no le sentaba bien nada, que aquellas prendas no eran para ella. Tenía miedo de que a Cardo no le gustaran. Y le daba más miedo aún que le gustaran demasiado, leer en sus ojos que la Lota poco femenina que en realidad era, no le gustaba. Miraba aquellos camisones, suaves, brillantes, escotados, bonitos… y no se decidía por ninguno. Este le parecía demasiado corto, ese demasiado largo, aquél le hacía gorda, este otro le resaltaba demasiado las caderas anchas y el de más allá se le pegaba a la tripa. ¿Por qué nunca se sentía así cuando llevaba la camiseta y el pantalón corto? ¿Por qué siempre había adorado todos sus tatuajes, y en cambio llevando aquellos camisones, le parecía que no pegaban nada y que quedaban tan mal?

—Lotaaaa… - canturreó Ricardo desde la habitación – Tu Cardito se impacientaaaa… - Carlota suspiró. No se había gastado todo ese dinero comprando lencería de batalla para, a última hora, rajarse y no usarla. Eligió uno de los camisones escotados y cortos. Era de color verde, Trudy lo había escogido porque era elegante, bonito y ligeramente erótico; Zafi lo había escogido por que era verde “como tus ojos”, había dicho, con encajes en dorado en el escote y el vuelo. “Verde y oro, como una botella de champán”. Se puso unas bragas también nuevas, de encaje en color asimismo verde, y abrió la puerta.

Cardo apagó la tele al momento, y gateó por la cama, hasta el borde. La sonrisa le llegaba a las orejas, pero cuando Lota asomó por la puerta, se volvió todos ojos. Lo último que podía esperarse de ella, es que se pusiese encima ninguna prenda cuya tela no se bifurcara por las piernas. Carlota se apoyó en el vano de la puerta, jugueteando nerviosa con uno de los tirantes del picardías, y lentamente alzó la vista. Por lo que veía en la cara de Ricardo, le gustaba mucho, y eso la calmó un tanto. Sonrió y se acercó a él. Ricardo le echó las manos y estuvo de caerse de dientes, pero Lota le agarró, y como la cara le aterrizó en sus tetas, no hubo nada que lamentar. Lota le mantuvo las manos agarradas hasta que estuvo a su espalda y le abrazó por detrás, poniéndole los pechos en la nuca. A Cardo se le aceleró tanto el corazón que temió que le diera un infarto, pero sólo fue capaz de soltar una risa floja.

—He pensado que podía gustarte que, en la intimidad, sólo para ti y para mí, usase algo un poco más delicado, ¿te gusta? – Deslizándole las tetas por el cuello, se puso a su lado y le dejó el escote muy cerca de los labios. Su compañero no era capaz de mirarla a los ojos, y de hecho, ni lo intentaba, toda su atención era mirarle el escote y sus ojos iban de una a otra de sus tetas, como si siguiera un partido de tenis en sus pezones. Lota empezó a desabrocharle de nuevo la camisa que Ricardo se obstinaba en llevar abotonada hasta el cuello, pero él le tomó de la mano y la llevó a su ropa interior, que hacía un bulto considerable. – Me parece que sí te gusta.

Lota empezó a acariciarle por encima del slip blanco mientras él dirigía su mano al escote y lo recorrió con los dedos, siguiendo la V que formaba. Un escalofrío hizo temblar a Lota, y Cardo sonrió, y logró mirarla a los ojos al fin. La sonrisa ruborizada que encontró en ellos le hizo temblar como una hoja y, al ser consciente de que nunca ninguna mujer le había dedicado nada así, ni le había mirado con tanto cariño, ternura y deseo, su placer subió a cotas tan elevadas que hubieran roto el fotograma. Una deliciosa, exquisita sensación de picor nació en su polla y se expandió por su cuerpo en segundos, sin dejarle tiempo ni para advertir a Lota, aunque ya hubiese dado igual que parara; una ola de gusto infinito le hizo estremecerse entre sus brazos, cerrar los ojos y gemir desmayado mientras se le encogían los dedos de los pies descalzos… La boca de Lota casi atacó la suya y notó que le recostaba en la cama. Se tumbó sobre él y le apretó con brazos y piernas mientras las contracciones del orgasmo aún le hacían temblar hasta el ano y sus calzoncillos goteaban de gusto.

“No sé ni para qué he comprado condones” pensó Cardo, sus manos perdidas dentro del camisolín, recorriendo la espalda de Lota de los hombros a las nalgas. “De veras que no lo sé, ¡si la mitad de las veces, me corro antes de metérsela!”. Carlota le besó la nariz, las mejillas, la frente que fruncía en expresión de desencanto por ser tan rápido. “Eres un penas… Eres, objetivamente, feo, con ese pelo ralo rubio y esos ojos azules de pez, y esa cara de natillas cortadas, pero me pareces tan guapo… ¿cómo haces para serme tan guapo, siendo tan penas?”. La mujer vio que una disculpa iba a salir de sus labios, y negó con la cabeza.

—No te atrevas a pedirme perdón por haberte ido. Ya sabes lo que te dije; si tú has terminado y yo no, ponte a trabajar.

Cardo sonrió, aliviado, y metió las manos por los laterales de las bragas de su compañera. Al notar lo húmeda que estaba, se le escapó un suspiro, y no fue al único. Los dedos cálidos de Ricardo habían tocado directamente su clítoris, y habían hecho que Lota diera un brinco de placer. Esta se deslizó al costado de su amante y le llevó una mano al frente.

—Así… - sonrió – con ésta, la pepita. Y con esta otra, méteme los dedos. Suavemente. – pidió. Cardo sonreía sin parar y con mucho mimo hizo lo que le pedían. Al segundo, Lota le abrazó con una pierna y le dejó más espacio para tocar, y empezó a besarle. Ricardo devolvió las caricias con su lengua y exploró la intimidad de Lota con todo detalle. Los dedos de su mano derecha resbalaban sobre la pequeña perla, lo acariciaban en círculos lentos y se detenían en la parte baja del mismo, allí donde Lota soltaba un gemidito cada vez que él tocaba. Su mano izquierda acariciaba la vulva y el dedo corazón se metía muy ligeramente en ella, apenas entraba, y hacía giros allí, presionaba con suavidad, jugaba con la humedad y el calor internos. En pocos minutos, Lota estaba hecha un flan entre sus brazos.

—Oooh… oh, sí… sigue… sigue… sigueee… - pedía con vocecita desmayada, cada vez más colorada. Ricardo notaba que su polla se erguía de nuevo y pedía guerra, pero no pensaba parar ahora, ¡lo estaba pasando muy bien haciendo sufrir a Lota! Su compañera movía las caderas, buscando ensartarse en su dedo, hacer que se lo metiera más hondo, pero él seguía en la entrada, allí donde sabía que ella era más sensible y el deseo la enloquecía más que el placer. Carlota enterró la cabeza en el pecho de Cardo y se agarró a su camisa abierta. El vaivén de su cuerpo sobre los dedos del hombre hacía que el tirante del camisón se deslizase por su hombro más y más, dejando su pecho casi al descubierto. Los gemidos de Lota se volvieron entrecortados y su respiración más rápida. Sus piernas empezaron a ponerse tensas, y Ricardo supo que estaba llegando, ¡iba a correrse en su dedo! ¡Qué sensación!

Lota tensó la mano con la que agarraba la camisa de su novio, y sintió el dulcísimo placer cambiar de intensidad; lo que antes habían sido cosquillas deliciosas que excitaban su deseo, se convirtió en un picor eléctrico que irritaba su ansia y exigía más y más. Rompió a sudar y sus gemidos subieron de tono. Entre jadeos pidió, rogo, notando que su orgasmo se acercaba, pero que necesitaba más velocidad para ser saciado, y Ricardo aceleró las caricias, pero apenas notó que ella cerraba los ojos, metió dos dedos de golpe hasta el fondo e hizo las caricias lentas. Muy largas y lentas.

Carlota puso los ojos en blanco, ¡qué placeeeeeeeer…! Su orgasmo, en lugar de estallar, pareció desbordarse, caer como un alud de nieve. Lento, pero imparable, nació en el interior de su coño, reverberó en su clítoris y se extendió muy despacio por todo su cuerpo, pero con una intensidad arrolladora. Como la luz de un quinqué, empezó con un brillito, pero crecía y crecía hasta iluminar toda una habitación. El gemido de Lota pareció tan interminable como su placer, y aún después de quedarse sin aire, su misma manera de inspirar transmitía su bienestar. Una enorme sonrisa se abría en su rostro. Su cuerpo, desmadejado sobre la cama, tembló varias veces aún. Para Cardo, jamás había estado tan bonita; toda roja, sudorosa, con los ojos brillantes y una teta fuera. Las palpitaciones que su coño había dado en torno a sus dedos le habían parecido maravillosas, mágicas, y no pudo resistir la tentación de, al sacarlos de ella, aspirar el olor salado que había quedado en ellos. Era un olor fuerte, que llenaba toda su cabeza y se deslizaba, espeso, hasta la garganta, pero muy agradable. Olía a placer y a entrega, a travesuras y a secretos… y a triunfo. A fin de cuentas, ¿qué importaba si era un poco rápido en la cama, si con los dedos podía darle ese placer?


En otro lugar, cuatro días más tarde…

El tic-tac del reloj mecía el tiempo suavemente en el silencio del pasillo, mientras Trudy se preparaba para marcharse. Aquel día había tenido que quedarse un poco más, pero a cambio, el viernes se marcharía antes. Estaba cerrando ya su bolso, cuando la cámara de la puerta se activó y vio entrar a un hombre. Apenas le prestó atención hasta que entró en el pasillo y le miró.

—Buenas tardes, sr. Fíguerez – saludó a su jefe – Ya casi me marchaba. – El hombre sonrió, amistoso.

—No es la primera vez que nos confunden. Buenas tardes, señorita, ¿está mi hermano?

—¿Su her…? – y sólo entonces se dio cuenta Gertrudis de que aquél hombre, no estaba fumando. Zacarías no es que fuese fumador empedernido, es que fumaba hasta dormido; cuando se acostaba, dejaba un cigarrillo encendido sobre el cenicero de la mesilla de noche para oler el humo mientras se adormecía, y era frecuente que se despertase a mitad de la noche para encender otro, porque la ausencia de humo le despertaba. – Sí, sí está. – contestó, aún sorprendida, y llamó por el interfono. - ¿Sr. Figuérez?

—¿Sí? – contestó el aparato.

—Su hermano está aquí.

—Un momento.

—Tenga la bondad de esperar – sonrió la joven, y se sentó de nuevo.

—Señorita…

—Gertrudis. Trudy.

—Creo que estaba usted a punto de irse; por favor, no se quede por mí, esperaré. – el hombre tenía una expresión un tanto ansiosa, parecía nervioso, y habló como si tuviera necesidad de hacerlo – Es probable que Zacarías me haga esperar un buen rato. Usted sabe… él y yo somos muy diferentes, apenas nos tratamos. No me tiene mucha simpatía. Es capaz de tenerme aquí una hora, y yo no quiero retenerla. Si desea irse, hágalo, se lo ruego.

Gertrudis no pudo evitar evocar la vez, hacía ya más de medio año largo, que conoció a su jefe. Cuando le dijo su nombre, le faltó tiempo para plantarla dos besos, uno de ellos demasiado cerca de los labios, y llevarla de los hombros hasta su despacho para entrevistarla allí; había tenido que deslizarse con el hombro para que él la soltase. Durante el tiempo que duró la entrevista, Zacarías le había sacado el patrón mirándola a todas partes menos a la cara, y casi lo primero que le dijo fue que era un pervertido, apacible, pero pervertido, que no abusaría de ella ni la tocaría, pero que tenía que estar preparada para soportarle. Su hermano sólo la miraba a los ojos, permanecía a una distancia prudente y le había ofrecido marcharse. Zacarías vestía con trajes baratos de color azul o verde fosforito y chaquetas de raso negro, en cuyas hombreras se veían restos de caspa, con forro de leopardo, y combinaba el marrón con el amarillo limón, mientras que el recién llegado vestía un discreto traje negro; parecía un vendedor de seguros. A pesar del innegable parecido, Trudy lo tuvo que preguntar:

—¿Es usted su hermano… de verdad? – El segundo Figuérez sonrió, dejando ver unos dientes que no tenían manchas amarillentas de nicotina.

—Gemelos. – dijo. – Pero a veces creo que la genética tiene un extraño sentido del humor. No podemos ser más distintos. Él… verá, si trabaja para él, ya debe saber que mi hermano, no es lo que podríamos llamar un hombre muy sentado, ¿verdad? – Soltar un resoplido de asentimiento, no era en absoluto ser desleal, sino sólo no faltar a la verdad – Lo sé. Ha sido así desde que empezó a desarrollar. – bajó la voz – Nuestra madre le hacía dormir con mitones, pero ni eso podía pararle. No me extraña que haya terminado en un tugurio como éste. Oh, perdón. Olvidé que usted trabaja aquí también, no pretendía ofenderla.

—No, no me ofende. Yo solamente soy su secretaria. – Gertrudis lo tenía ya todo guardado y el abrigo en la mano, pero la curiosidad era más fuerte. El hermano de Zacarías suspiró, apenado.

—No me interprete mal, yo… quiero a mi hermano, le quiero mucho y me preocupo por él. Pero no puedo ver bien su estilo de vida. Y él no ve bien la mía. No puedo entender que queme el dinero en cartones y más cartones de tabaco, estropeándose la salud, ¡él, que encima es asmático! No puedo entender que malgaste su talento de empresario en un sitio como éste, no puedo entender que siga pensando como un adolescente, no puedo entender tantas cosas… Pero la estoy entreteniendo. – sonrió una vez más. – No quiero ser un pesado, usted tendrá ganas de irse a casa. Mucho gusto, señorita Gertrudis.

Le ofreció la mano y ella la estrechó.

—Mucho gusto, señor…

—Malaquías. – se rió. – Cosas de padrinos, creyeron que sería muy gracioso ponernos nombres similares ya que éramos gemelos.

—Malaquías – repitió con una sonrisa, se abrochó el abrigo y se marchó, pensativa. Era normal que su jefe tuviera familiares, se dijo. Pero nunca, jamás, había hablado de ellos, y Zacarías no era una persona precisamente introvertida, antes bien era una cotorra que no tenía secretos. Era indudable que estaba regañado con ellos y, viendo a su hermano, era fácil entender que no tenía en común con él nada más allá de lo físico, se notaba hablando con él sólo unos segundos como había hecho. No se acercaba a comerle el espacio a una, no la llamaba con apelativos ridículos… Y entonces cayó. Los apelativos ridículos. ¡Su jefe siempre los usaba! Siempre la estaba llamando vida mía, cariño, bombón y chorradas similares, pero al contestar por el interfono esa tarde, no lo había hecho.

“Soy una estúpida” pensó “He estado a punto, a punto de creérmelo, ¡claro que se le parece tanto, como es ÉL!”. Volvió sobre sus pasos; sin duda Zacarías se había limitado a grabar un par de respuestas y había conectado el grabador al dictáfono para que se activase automáticamente cuando saltase comunicación. Era capaz de mucho más con tal de idear una estrategia para llamar su atención. Entró en el pasillo dispuesta a descubrirle, pero se quedó clavada al suelo cuando oyó la discusión:

—…céntimo más, Malaquías, ¿lo oyes? ¡Ni un céntimo más!

—Pero, Zaca, ¡es nuestro hermano también! ¡Y su hijo! Que lleva seis años desaparecido. ¡Tu ahijado! No me digas que no…

—No pretendas juzgar cómo me siento. – Trudy sabía que debía marcharse. Ahora que oía las voces de ambos, sí notaba alguna diferencia; la de Malaquías no era tan ronca, sin duda porque no fumaba ni bebía tanto como su hermano gemelo. Si eso no era prueba suficiente, el enfado que se traslucía en la voz del último, sí lo era. Gertrudis jamás hubiera imaginado que hubiera nada en el mundo que pudiera hacer perder la cachaza a Zacarías Fíguerez. Pero precisamente por eso, no pudo resistir su curiosidad. – Sé lo que todos pensáis de mí: Zaca, el pervertido ese que se gana la vida llevando un club de fulanas y traficando con porno, qué asco, seguro que es un corruptor y un pederasta, seguro que se droga, seguro que le pegan el SIDA este año o el próximo… ¡pero cuando se trata de pedir, bien que tiráis del traficante de porno que tanto asco os da!

—Eso no es cierto… ¡no, no lo es! ¡No conmigo! – contestó con voz amarga su hermano – No te negaré que mamá se avergüenza, que papá no quiere ni hablar de ti y no soporta que te mencionen, pero yo siempre te he defendido, Zaca, ¡siempre lo he hecho, y tú lo sabes! Y Jerónimo…

—Jerónimo es un cabrón y un hipócrita.

—¡Pero está en un apuro, y es nuestro hermano mayor!

—¡Por mí, como si acaba durmiendo entre putos cartones en mitad de la Gran Vía! ¡Si le veo por ahí, me limpiaré las suelas con él! ¿Se te ha olvidado esto, eh? – Gertrudis veía dos figuras pasear por la rendija de la puerta, y vio a una de ellas extender un brazo. El dibujo granate con grecas negras de la chaqueta, delataba a su jefe – Tres meses enyesado. Nunca podré volver a estirarlo.

—Lo sé, lo siento, ¡los dos sabemos que Jero no tenía paciencia, que era muy emocional!

—¿Emocional? ¡Un tío emocional grita, le pega un puñetazo a una pared, tira un jarrón… pero no le retuerce el brazo hasta rompérselo a un crío de trece años! – Trudy se horrorizó. – Me pasé media vida con las manos envueltas, atadas, durmiendo en el suelo, rezando hasta quedarme sin voz, y duchándome con agua helada. Pero eso, de mamá aún podía soportarlo; ella estaba convencida de estarme ayudando y tenía otra educación. De Jero, no. Él me torturaba y lo sabemos los dos.

—Zaca, eso es exagerar, él también pensaba que lo hacía por tu bien, que tu forma de ser no era…

—No era normal, ya me sé ese disco – terminó Zacarías – Una mierda. Él había estudiado, y nos saca más de quince años. ¡El primero que se la pelaba igual que un mono, era él! Pero claro, hacerse el puritano daba más puntos delante de nuestros padres, oh, nuestro Jero, el hijo responsable que vela por sus  hermanos… Pregúntale a Matilde, a Angelino, a Zoylo, ¿qué opinan de él? – un silencio apurado fue la respuesta – Desengáñate, Mala. Nuestro querido hermano era un maltratador en potencia, y cuando creció, fue a más. No me extraña que su mujer se pirase, que su hijo viviese más conmigo que con él, y no me extraña que se largase sin avisar.

—¡Zaca, eso es cruel!

—No, hermano, ÉL es cruel. Pero aunque lo fuera, ¿qué? ¡Ya nos conviene ir admitiendo la realidad! ¡Por amor de Dios, elchico lleva seis años en paradero desconocido! ¡Creo que es hora de que todos nos hagamos a la idea de que no va a presentarse para la próxima Navidad!

Se oyeron sollozos roncos y el sonido de alguien desplomándose en una silla. Desde donde estaba, Trudy pudo ver la espalda de su jefe palmeando a alguien que estaba sentado en ella. No necesitaba ver u oír más, ni quería hacerlo. De hecho, ya había oído muchísimo, demasiado. Sin pretenderlo, había sido muy indiscreta. Ahora le pesaba. Caminó en silencio hacia la puerta, oyendo todavía a Zacarías decir a su hermano que lo hacía por él, que cedía en darle una cantidad, pero que no le sacaría nunca ni un céntimo más. Sin hacer el menor ruido, Trudy recorrió el pasillo hasta la entrada de servicio, salió y cerró la puerta con todo cuidado. Jamás haría la menor alusión a lo que acababa de oír.

(Continuará, ¡vuelve mañana!)