Hombres marcados. Cap.9 El juego de todo o nada
En el Oeste siempre es mejor echar un polvo que morderlo...
Capítulo 9
El juego de todo o nada
– Por lo que en este mismo cuarto vivimos– dijo Eddie con voz temblorosa, esperando el sonido de una detonación, el desgarro, el dolor, la muerte al fin.
Albert bajó la pistola, en aquellas palabras reconoció al antiguo camarada.
– Vete– le dijo–.
Vete y no vuelvas. La próxima no habrá recuerdo que te salve.
Sin mirar al excamarada, como un reptil que se arrastra por el suelo, salió Eddie de la habitación, entró en la suya, recogió su ropa y apenas vestido cruzó por la puerta de Albert quien le había seguido a una distancia prudencial, el revólver en la mano.
El sonido de los cascos de un caballo en la noche despertó a algunos pájaros que dormitaban en los árboles.
La habitación que compartían los tres forajidos, Red, Paul y Johnyboy se encontraba tenuemente iluminada por los primeros rayos de sol. Red Cutface era el único de los tres que tenía ya abiertos los ojos. Había pasado una mala noche, no solo el whisky ingerido ni las ganas frustradas de descargar su oscura y venenosa culebra, sino también el tener que compartir la cama con Paul, de quien conocía su interés por ciertas anatomías del cuerpo de los hombres, o al menos el del joven Johnyboy, le había provocado una intranquilidad que le había impedido conciliar ese sueño reparador que tanto ahora echaba de menos. Pero ya nada podía hacer, cuando el sueño desaparecía no había forma de volverlo a llamar, o eso es lo que pensaba el oscuro y rudo forajido mientras paseaba sus pequeños y negros ojos por la habitación. A su lado, su compañero parecía dormir plácidamente. Se incorporó un poco y vio a su joven jefe también durmiendo a pierna suelta en la cama individual que por sus propios méritos, y los méritos de aquella verga carnosa y joven que lucía entre las piernas, había conseguido la noche anterior. Como el sueño no llegaba decidió levantarse, y aprovechar que aún no se percibía movimiento en el hotel para darse un buen baño que quizás podía relajarle tanto como aquel sueño que no había podido conseguir. Apartó la cobija que le tapaba y notó el frescor del suelo, llevaba puesto solo uno de sus viejos calzones, tan holgado como los otros, lo que permitía que su polla se bamboleara con el enérgico movimiento de sus pasos; cogió una de las toallas que estaba doblada en una de las sillas de la habitación y salió de esta procurando no hacer mucho ruido, no sin antes lanzar un vistazo a la desnuda espalda de Johnyboy, quien parecía estar disfrutando de uno de aquellos dulces sueños que solía tener.
El pasillo de la segunda planta estaba desierto; tal como les había dicho la noche anterior, la atractiva Jacqueline, encaminó sus pasos hacia la puerta del fondo, donde estaba el baño. Al ser tan temprano había supuesto que aún no habría nadie, por eso su sorpresa al abrir la puerta y encontrarse, dentro de una amplia y blanca bañera, el sorprendido rostro de aquel muchacho de aspecto indio, que les había servido las dos botellas de la noche anterior. Tuvo un impulso de volver sobre sus pasos y cerrar la puerta, pero la voz del muchacho lo detuvo.
– Disculpe– tembló la voz del chico – , la señora Jacqueline me permite una vez a la semana hacer uso de este baño, siempre y cuando sea a primeras horas.
Los ojos del muchacho apenas se atrevían a mirar el rostro de Red, quien en vista de la situación se dio la vuelta para encaminarse de nuevo hacia la puerta. De nuevo la voz del muchacho lo detuvo.
– Es grande la bañera– oyó que este le decía– y el agua está aún caliente. Si a usted no le importa, podemos compartirla.
– Siempre he procurado ahorrar agua– contestó
Red pensando que quizás era una buena idea aprovechar el agua del muchacho, cuyo nombre no lograba recordar, había bebido tanto la noche anterior...
Se quitó los calzones, los ojos del chico fijos en su cuerpo nervudo y moreno, y con paso decidido entró en la amplia bañera, justo por el extremo opuesto donde estaba el joven, quien prosiguió con su tarea de enjabonarse.
Realmente el chico tenía razón, el agua estaba a una temperatura estupenda, y el cuerpo, casi siempre tenso de Red, se relajó al entrar en contacto con ella. No había aún mucha espuma sobre el agua, no llevaría el chico mucho tiempo allí, pensó Red, mientras contemplaba cómo este seguía enjabonándose a la espera de que terminara para que le pasara la pastilla de jabón. Como no tenía otra cosa que hacer se puso a observar al chico, sus movimientos lentos con la pastilla que iba pasando por todo su cuerpo, un cuerpo de ligero color cobrizo, bien formado y muy lampiño; no cabía duda del origen indio del muchacho. Cuando este terminó por fin le alargó la pastilla a Red quien se tuvo que incorporar un poco para alcanzarla, al ir a cogerla la pastilla se resbaló de la mano del chico y cayó en el agua, rápidamente Red sumergió sus manos y en su búsqueda tocó algo que le sorprendió, alzó la mirada y vio los ojos negros del chico clavados en los suyos y una sonrisa algo tímida en su rostro. Ahora Red recordó el nombre del muchacho: Len, que significaba flauta, él mismo lo había dicho la noche anterior, y ahora ya sabía el motivo de aquel nombre. Red no podía dejar de agarrar aquel trozo de carne que a cada instante parecía llenarle aún más sus rudas manos. Los indios sabían lo que se hacían cuando ponían los nombres, pensó Red mientras sentía cómo seguía creciendo aquel instrumento entre sus manos.
Len no decía nada, estaba expectante a la reacción de aquel vaquero cuya cara cruzada le resultaba a la vez atractiva y peligrosa, podía ver sus ojos negros fijos en los suyos, su pecho marcado, tan moreno y velludo, agitarse por la respiración con la misma agitación que empezaba a invadir su propio pecho, causada por los enérgicos tirones que las manos rudas del vaquero habían empezado a imprimir a lo que le había dado nombre, un nabo que había empezado a extenderse como una anguila sinuosa, una anguila que había caído en la red de un pescador que no estaba dispuesto a soltarla. Con un gesto rápido se incorporó un poco más Red, a fin de tener una postura más cómoda para su propósito, en este movimiento uno de sus pies fue a dar con los suaves huevos del muchacho que dio un pequeño respingo; los dedos de los pies del oscuro jinete empezaron a juguetear con sus huevos, mientras la mano ruda del vaquero seguía deslizándose por su desproporcionada polla. Jamás en sus cortos años, el joven indio había sentido lo que estaba sintiendo en aquellos momentos, echó la cabeza hacia atrás hasta recostarla sobre el borde de la bañera. La visión del cuello del muchacho y de aquella nuez que ahora subía y bajaba, excitó grandemente a Red, aficionado a los platos exóticos, lo que hizo que diera un vigoroso tirón al bicho que palpitaba entre sus manos, logrando que el chico levantara un poco las caderas, momento que aprovechó Red para empujar un poco más hacia dentro su pie, hasta lograr lo que se había propuesto que no era otra cosa que encajar el dedo gordo del pie en medio del culo del muchacho, allí donde Red imaginaba un agujero tan delicioso como prohibitivo. Fue notar Len la presión de aquel dedo gordo y su empuje decidido que empezó a nublársele la vista. Sí, nunca había experimentado aquella sensación que ahora empezaba a recorrerle todo el cuerpo, aquel temblor punzante que se extendía por cada poro de su cobriza piel. Red seguía agitando la bicha que cabeceaba a escasos centímetros del agua, mostrando un capullo de un cárdeno encendido, mientras no se olvidaba de hacer presión con el pie, sintiendo cómo la carne prieta del culo del muchacho parecía querer mordérselo. La visión del cuello del chico, su cabeza inclinada hacia atrás y la respiración agitada de su pecho había provocado en él una importante erección, erección que tendría que esperar a ser saciada pues otra era ahora la prioridad del jinete. Len parecía desfallecer cuando con un movimiento enérgico levantó al fin la pelvis, lo que provocó un pequeño maremoto en la bañera haciendo además emerger como un legendario monstruo marino aquella polla que empezó a escupir un fuego blanco y lechoso. Red, que estaba acostumbrado a domar potros jóvenes, no soltaba aquel animal furioso sino que lo retenía entre sus manos, a la vez que hundía un poco más el dedo en aquella carne que con tanto ahínco se lo agarraba. Unas gotas de espesa crema blanca culebrearon el aire y cayeron sobre la agitada agua de la bañera. Vino al fin la calma, después de la tormenta, el cuerpo exhausto del muchacho frente al cuerpo aún si cabe más excitado de Red, quien en un gesto que hasta a él mismo le sorprendió, acercó sus labios a la cansada bicha que flotaba en el agua, mientras que con la punta de su lengua recogía una última perla, lo que hizo que el joven indio volviera a estremecerse.
Estaba Len decidido a corresponder generosamente al placer que aquel jinete le había ofrecido y ya se disponía a complacer con sus finos labios lo que la culebra oscura y larga reclamaba como propio entre las piernas de Red cuando la puerta del baño se abrió repentinamente.
El muchacho se echó hacia atrás al ver la figura algo rechoncha de Paul, quien también se quedó sorprendido no solo por la visión del joven sino también por la de su compañero Red, que compartía bañera con el chico.
– Vaya, parece que se me han adelantado– dijo Paul casi más para sí mismo que para los otros dos.
Red había girado ahora la cabeza y veía la mirada, aún soñolienta de su compañero, fija en sus ojos negros.
– Hay que madrugar más– se limitó a decir, bastante contrariado, la verdad, pues era la segunda vez en menos de veinticuatro horas que aquel tipo de aspecto anodino le fastidiaba una buena corrida.
No pareció darse por aludido Paul quien continuó hablando.
– Si no os importa, esperaré aquí dentro, no quiero que nadie más se me adelante.
Y diciendo esto se sentó en un taburete que había detrás de la puerta, junto a la pared.
El chico de origen indio lanzó una mirada a Red en la que había tanta frustración como tristeza. Red, viéndolo así, volvió a hacer presión con su pie entre las piernas del muchacho, aquello pareció consolarlo un poco. Len, lanzándole una última mirada a lo que evidentemente tendría que esperar, dijo:
– Yo ya he terminado.
Paul al oír la voz del muchacho se levantó de su taburete, no sin antes sorprenderse por lo que colgaba entre los muslos del joven indio. Se frotó los ojos pero cuando los abrió ya el chico se había envuelto en una toalla y pasaba por su lado, camino de la puerta.
Se quedaron solos en el baño Paul y Red, este intentando lograr que su culebra volviera a su estado natural. Paul había empezado a desnudarse, dispuesto a ocupar el lugar que el chico había dejado vacante. Cuando Red lo vio junto a él, aquel cuerpo blancuzco y tan poco agraciado, comprendió las intenciones del compañero.
– Ni se te ocurra– fueron sus palabras.
– Pero la bañera es grande, Red– balbuceó como un niño el jinete.
– Ni se te ocurra– volvió a repetir.
Así que Paul, desnudo como estaba, se giró y volvió a sentarse en el taburete que había detrás de la puerta, a la espera de que su compañero Red terminara su baño, baño que prolongó todo el tiempo que pudo. Paul, ya completamente repuesto, no dejaba de intentar adivinar lo que tanto entretenía a su compañero.
Dedicaron la mañana cada uno a sus asuntos. Johnyboy, que fue el más dormilón, después de asearse decidió darse una vuelta por la ciudad. En su mente tenía claro el plan aunque aún faltaban perfilar algunos detalles. Paul se acercó a la estafeta de correos y recogió una carta de su mujer en la que le contaba las tonterías habituales y le amenazaba con presentarse en Dodge City si no se portaba bien. Red, por su parte, permaneció toda la mañana en el bar del hotel, sentado al fondo de una mesa, observando el trabajo del chico que tan buen despertar le había dado, e intercambiando con este, de vez en cuando, algunas miradas. Sí, le había gustado aquel chico, y quería seguir poder disfrutando de él.
Al llegar la tarde, los tres jinetes coincidieron en el bar de Jacqueline, quien había estado toda la mañana sin aparecer por allí, al final iba a ser verdad aquello que dijo sobre que necesitaba dormir al menos diez horas diarias. Lucía radiante y espléndida, era una mujer imponente que sabía cómo llevar un negocio de aquella clase.
Se acercó a la mesa donde los tres jinetes apuraban sus vasos.
– ¿Qué tal chicos?– los saludó–. ¿Cómo fue el reparto de las camas?
– Bien, muy bien, no tengo quejas– contestó Johnyboy guiñándole un ojo a la mujer.
– Seguro que no, muchacho, pero no sé yo si tus compañeros tendrán algo que decir.
Ya le hubiera gustado a Paul decir algo, pero prefirió guardar silencio. Red, sin embargo, habló.
– Ganó quien disparó primero, y en eso nuestro jefe es el mejor.
Los ojos de Jacqueline se abrieron como flores sorprendidas por el sol.
– No me cabe la menor duda– contestó como si supiera de qué estaba hablando.
Cambió de tema Paul.
– Oye, Jacqueline, ¿qué tal jugadores son los tipos aquellos?
La peinada cabeza de Jacqueline se volvió hacia donde le había indicado el jinete, una mesa en la que tres tipos, dos vaqueros y un tipo joven elegantemente vestido con una levita azul, jugaban una partida de cartas.
– Los dos vaqueros llevan casi un año parando de vez en cuando por aquí, yo no me fiaría mucho de ellos, y el otro, en fin, el otro es el joven Frank, un pardillo la verdad.
Al decir aquello, como si supiera que estaban hablando de él, el joven dirigió su vista hacia el grupo, sus ojos se detuvieron en los ojos de Johnyboy, que también lo estaba mirando. Ambos, como pillados en una falta, apartaron la mirada.
– ¿Te animas, Red?– preguntó Paul a su compañero.
– ¿Por qué no? Llevo todo el día aquí y va siendo hora de que le saque un poco de provecho.
– Tengo entendido que algo de provecho has sacado ya hoy– le dijo Jacqueline casi en un susurro.
La cicatriz que le cruzaba la cara parecía más roja después de oír este comentario. Ni estaba acostumbrado ni le gustaba al rudo jinete que se supiera de él más de lo que él quisiera contar. Sus ojos negros y pequeños buscaron al chico indio, quien desde la barra le dedicó una sonrisa, sonrisa que se quedó sin respuesta. Len, al ver el gesto adusto en el rostro del jinete, se extrañó, pues durante toda la mañana el jinete le había estado observando y tratando muy amablemente. Pero no quiso darle más importancia al asunto, un cliente reclamaba su atención.
– ¿Vamos, Red?– preguntó Paul dirigiéndose hacia la mesa del tapete verde. Red le siguió. No les fue difícil hacerse un hueco en aquella mesa.
Jacqueline se quedó charlando con Johnyboy.
– ¿Y tú? ¿tienes algo que contarme?– preguntó la mujer al joven.
– ¿Yo? ¿qué puedo contarte?– le devolvió la pregunta.
– No sé, ¿tienes alguna chica esperándote en casa? ¿alguna guapa granjera que se haya enamorado de tus andares de vaquero?
Johnyboy soltó una risa.
– Algo hay, Jacqueline, para qué te voy a engañar.
– Ya decía yo... Anoche me quedé esperándote.
En los ojos de la mujer una sombra de melancolía se dibujó, una de sus manos fue a posarse en el antebrazo del joven.
– Bueno, no quiero parecer ansiosa pero ayer tarde, cuando te vi, recordé los buenos momentos que pasamos en Chayenne.
Los ojos verdes de Johnyboy se clavaron en los ojos casi violáceos de la mujer, no tenía el joven los mismos recuerdos que la mujer.
– Jacqueline, siempre te estaré agradecido por lo que hiciste por mí, pero siempre te lo dejé bien claro: aquello formaba parte del negocio.
Intentó Johnyboy ser cuidadoso en el uso de las palabras pues sabía que podía herir a la mujer, nada más lejos de su intención. Un suspiro se escapó de los rojos labios de la mujer, que, apretando suavemente el antebrazo del joven, se levantó para marcharse. Estaba ya de pie cuando un caballero, no llegaría a los cincuenta, apareció junto a ella.
– Jacqueline...– la saludó llevándose una mano al sombrero.
– Mr. Bradbury– exclamó la mujer alargando su mano.
Al oír ese nombre Johnyboy, que permanecía sentado en la mesa, sintió un estremecimiento. No, no podía ser, aquel tipo se apellidaba igual que el banquero que lo acusó injustamente cuando era un adolescente, pero no, aquel banquero sería, si vivía aún, un viejo y no un tipo maduro como el que ahora le sonreía. La voz de Jacqueline lo sacó de su ensimismamiento.
– Jerry– lo llamó acordándose de que no quería que lo llamara por su verdadero nombre– Jerry... Te presento a Mr. Bradbury, el director del banco de Dodge City.
Johnyboy se levantó y estrechó la mano que el tipo le ofrecía. A pesar de su edad no tenía mal aspecto, lucía un buen pelo que viraba ya al plata, anchos y rectos hombros y un porte entre elegante y caballeroso, aunque algo había en aquel tipo que le resultaba familiar.
– ¿Te importa si me siento contigo, muchacho?– le preguntó a Johnyboy–, todas las demás mesas están ya ocupadas y no me apetece beber solo.
– No, no, para nada. Siéntese– le respondió el joven indicándole una de las sillas que se habían quedado vacía–. Además, precisamente tenía ganas de conocerle pues estoy de paso por la ciudad y aún me quedan algunos días y había pensado que quizás necesitara de sus servicios.
– Si vamos a hablar de negocios es mejor que bebamos algo– dijo el banquero mientras hacía una señal a Len, quien al momento apareció con un par de vasos limpios y una botella de whisky.
Entonces, Johnyboy empezó a contarle sus inquietudes. Según le dijo al banquero, estaba de camino hacia Texas donde pensaba comprar un buen número de reses, y por eso llevaba una buena cantidad de dinero encima, 15.000 dólares, al oír aquella cifra a Mr. Bradbury se le dibujó una sonrisa en los labios, el problema era que a él, a Jerry ,
no le gustaban los bancos, como siempre había oído decir a su padre: uno no se puede fiar de unos tipos que se llevan media vida sentados,
otra sonrisa se dibujó en el rostro del banquero; así que quería saber si podía confiar en él. Mr. Bardbury le habló con gran profesionalidad y le dijo que era una temeridad, un riesgo innecesario, llevar encima tanto dinero; también le dijo que su banco tenía sucursales por prácticamente todos los pueblos desde Dodge City hasta Texas, con lo que siempre tendría garantizada la disposición de su capital. Johnyboy se mostraba desconfiado y poco receptivo, haciéndole numerosas preguntas sobre la seguridad de la sucursal. Para tranquilizarlo, Mr. Bradbury le invitó, después de que terminaran la botella, a que lo acompañara a la oficina, de tal manera que el propio Johnyboy pudiera convencerse por sus propios ojos. Estuvieron charlando un buen rato más, hasta que, apurada ya la botella, decidieron salir del bar.
Jacqueline, que había seguido atentamente desde la barra la reunión de los dos hombres se acercó a ellos cuando vio que se marchaban.
– ¿Nos abandonáis?– les preguntó.
Mr. Bradbury se giró y con voz suave le respondió.
– ¡Oh, no te preocupes, Jacqueline! Volveremos. Simplemente le voy a enseñar la sucursal al joven Jerry... No se fía de los bancos.
– Hace bien– comentó Jacqueline, lo que provocó la risa del banquero, quien llevándose una mano al sombrero cruzó la puerta.
Se disponía a hacer lo mismo Johnyboy cuando la mano de la mujer le detuvo.
– ¿Qué te propones, Jerry?– preguntó con un brillo de temor en sus ojos.
– ¿Yo? Nada– contestó el joven.
– Hace tiempo que nos conocemos, Johnyboy– había bajado el tono de su voz y había optado por decir su verdadero nombre–. Y sé que algo tramas. A mí no puedes engañarme.
Johnyboy sonrió a la mujer, y quitando suavemente la mano de esta de su antebrazo, salió por la puerta del local. La noche empezaba a caer en Dodge City.
La mesa del tapete verde se encontraba bastante animada. Red estaba teniendo una buena racha, la mejor de la mesa, no así Paul que había decidido retirarse al perder cien dólares en la última partida. De los tres tipos que había cuando llegaron, también se había retirado el de la cara picada, quien se había ido con Paul a seguir bebiendo en la barra. Red continuaba desplumando a los otros dos, uno era un vaquero que llevaba un pañuelo rojo al cuello, el otro un joven abogado que sabría mucho de leyes pero poco de naipes, a este Red le había sacado ya hasta el último céntimo, pero a pesar de lo cual quería seguir apostando.
– Te gusta arriesgar ¿no?– le había preguntado Red fijando sus ojos negros en los ojos azules del abogado.
Este no contestó, se limitó a tragar saliva, la blanca piel moteada de pequeñas gotas de sudor.
El otro jugador miró a Red.
– ¿Cómo va a seguir jugando si no le queda un centavo?
Red dio un sorbo a su vaso, las cartas en su mano. El joven abogado lo miraba, como un perrillo miraría a su dueño, a la espera de que este le tirara un palo.
– Todo o nada, es la única opción– dijo al fin.
La nuez del joven abogado se deslizó por su fino cuello. Una sonrisa se trazó en la cara del vaquero. Los ojos negros de Red fijos en los del letrado.
– ¿Todo o nada?– lanzó la pregunta a la mesa.
El vaquero echó para atrás su robusto cuerpo.
– Paso– dijo.
Red seguía mirando al joven abogado, a quien parecía sobrarle la levita de fino algodón, la camisa y el corbatín burdeos que lucía sobre su inquieto pecho.
– Todo o nada– respondió al fin.
El vaquero se levantó y se retiró. Quedaron solos Red y el abogado. A Red aquellas situaciones solían excitarle bastante, la sensación de poder, sobre todo con tipos como aquel que le mantenía la mirada, le resultaban muy gratificantes. No siempre le habían salido bien las jugadas, pero eso era parte del juego, y a él el juego le ponía mucho.
– ¿Prefieres repartir tú?– le preguntó al abogado.
Este hizo un gesto negativo con la cabeza, así que el vaquero de la cara cruzada empezó a dar las cartas.
Cuando terminó de repartir, el abogado estaba más pálido aún, mientras que en el rostro de Red la cicatriz parecía más viva. Soltó un par de cartas el tipo del corbatín y tomó otras dos, su rostro seguía manteniendo aquel color como de la cera. Red, sin embargo, solo soltó una carta y tomó otra; la cicatriz pareció brillar aún más.
Con un gesto lento Red extendió sus cartas sobre el verde tapete. Los ojos azules del tipo fijos en los naipes de Red, un temblor se apoderó de sus manos que arrojaron al suelo las cartas que sostenían. Red sonrió satisfecho.
– Has apostado y has perdido, amigo– dijo mientras se levantaba de la silla y recogía el dinero que había ganado–. Ya sabes cómo es el juego.
El joven abogado no se atrevía a alzar la vista, su respiración se había acelerado, porque sabía que el todo podía implicar cualquier cosa. Ahora estaba a merced de aquel vaquero cuyo aspecto tan rudo y oscuro le había provocado tanta repulsión como atracción desde el momento en que se acercó a la mesa. Se levantó al fin de su silla y siguió a Red, quien ya traspasaba la puerta del local, seguido por el hombre del corbatín como un perro sigue a su amo.
La noche ya había caído sobre Dodge City. Tipos de toda condición y aspecto cruzaban la calle principal, entre voces, ruidos de cascos de caballos y chirriar de ruedas. El aire de la noche hinchó los pulmones de Red, quien no se giró para comprobar si el tipo que había perdido todo en las cartas le seguía, no le hacía falta, sabía que aquel tipo cumpliría con su palabra. Bordeó Red el edificio del que había salido buscando un pequeño callejón que él había visto el día anterior, apenas un metro de anchura, lo encontró por fin y entró por él, oía los pasos del otro tipo detrás de él. Aquel callejón daba a la parte trasera del hotel, un rincón un poco inmundo, lleno de trastos inservibles, viejos muebles rotos, cubos de basura. La única luz que había era la que salía de las habitaciones del hotel iluminado. Un gato asustado cruzó veloz el patio, el corazón del joven abogado, ya de por sí acelerado, se sobresaltó aún más. Después de un rápido vistazo, Red dio con lo que estaba buscando: el rincón más oscuro y apartado. Hacia allí se encaminó, con los pasos del otro pisándole prácticamente los talones. Cuando por fin llegó se apoyó en la pared más apartada, un gran barril de madera ocupaba buena parte del rincón, Red echó un vistazo y comprobó que estaba lleno de la ropa sucia del hotel, sábanas y toallas. El joven abogado se había quedado quieto, junto al barril, la mirada expectante y fija en los ojos negros del vaquero. Red se metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó una pequeña caja, de la que extrajo un poco de tabaco que se llevó a la boca empezándolo a mascar lentamente, su mano izquierda se deslizaba hasta el centro de sus pantalones y empezaba a frotar la tela suavemente. El tipo del corbatín seguía con su mirada las maniobras de Red, quien no dejaba de fijar sus ojos negros en los ojos azules del tipo. Una vez más pudo ver Red cómo la nuez del joven abogado se deslizaba por su blanco y afeitado cuello, pero no era esto lo único que se movía en el cuerpo del abogado, dentro de sus pantalones holgados otra cosa también había empezado a deslizarse.
Red seguía masticando el tabaco y seguía escurriendo su mano izquierda por aquella zona del pantalón donde más se abultaba la vasta tela. Hasta ahora ninguno de los dos había hablado, en el juego de todo o nada no hay mucho que decir. La protuberancia de los pantalones de Red era ya notoria cuando este vino a romper el silencio.
– Bájatelos– dijo con voz firme.
El joven abogado volvió a tragar saliva. Es lo único que podía hacer, eso y cumplir con su palabra, así era aquel juego.
Con dedos nerviosos desabrochó los botones de su bragueta y deslizó el pantalón hacia abajo dejando ver unos calzones de fina seda blanca que se abombaban en medio. No había visto nunca Red una tela tan fina y delicada como aquella; aquel tipo tenía que tener mucha pasta para llevar una prenda así.
– Y eso también– añadió Red mientras seguía frotándose la entrepierna.
El joven abogado obedeció. Y al arrastrar la tela, una polla recta como un mástil blanco chocó con los faldones de la camisa.
Algo en la entrepierna de Red empezó a humedecerse.
– Date la vuelta y pon las manos ahí– indicó Red al tipo mientras le señalaba el barril de la ropa sucia.
El tipo, como un perro obediente, hizo lo que Red le había indicado. Sentía las pulsaciones no sólo en las sienes sino también en aquello que no había dejado de estirarse y de oscilar desde que había visto cómo crecía en el pantalón del vaquero lo que ahora estaba deseando, sí, porque lo estaba deseando, que acabara dentro de él.
Darse la vuelta el tipo y ver Red aquellas blancas nalgas en las que rojizas líneas se cruzaban, hizo que la culebra que aprisionaba la tosca tela de sus pantalones pidiera a gritos ser liberada. Con manos ágiles, no en vano Red era uno de los forajidos más diestros de la zona, desenfundó aquella bicha oscura y gruesa que, después de los dos últimos intentos, iba a cobrarse por fin su recompensa. Se acercó Red adonde aquel culo tan blanco ofrecía ya su diana rosada, escupió en su mano una pasta marrón y densa que aplicó con ganas en aquella diana tan limpia, aquella deliciosa flor que ahora recibía un buen y húmedo masaje de los dedos ensalivados del vaquero. Al sentir aquel roce húmedo y apremiante, el joven abogado se tuvo que morder por primera vez los labios. Con rápidos movimientos circulares Red iba preparando el terreno, mientras el deseo empezaba a subirle por la boca del estómago al joven abogado. La polla erguida de Red, aquella que tan ansiosa y frustrada quedó la noche anterior y la mañana de aquel día, del que pocas horas quedaban, parecía querer huir de la mano que no paraba de agitarla. Ya Red, más llevado por la excitación que por la disposición del terreno, clavó su oscuro miembro en el sombreado culo del joven abogado, quien al sentir aquella primera acometida, volvió a morderse los labios, reprimiendo un grito que estaba deseando salir. Fue entrar en él y fue apoderarse del rudo vaquero un movimiento incontrolado, un bombeo continuo y salvaje, un cabalgar frenético sobre aquellas nalgas de aquel caballo tan elegante y bien alimentado. El joven abogado había cogido una de las toallas que había en el barril y ahora la mordía con avidez, la misma avidez que llevaba sintiendo en su polla blanca y erecta que no paraba de agitarse con las acometidas del rudo vaquero. La imagen de la polla de Johnyboy y la del increíble nabo de Len, el muchacho indio, se mezclaban en la mente de Red quien ya no pudo reprimir más el torrente de leche caliente que fluía por su tranco oscuro y tieso, unos espasmos como alacranes que empezaron en lo más profundo de su apretado culo le subieron hasta la cintura, haciendo que al fin se derramara dentro de las carnes blancas del joven abogado, quien ahogaba un terrible grito de placer en la húmeda y blanca tela de la toalla que mordía, al tiempo que unas gotas de cremosa blancura acababan dispersas por el sucio suelo del callejón.
Con la descarga, el cuerpo recio de Red había caído hacia delante, y ahora reposaba sobre la espalda agitada del joven abogado, sentía Red la suavidad del tejido de la levita que vestía el joven. El joven abogado, las manos aún sobre el barril, pensaba que nunca antes le había molestado menos perder. Pero aún no se había cobrado del todo su deuda el rudo vaquero.
Cuando se apartó por fin del cuerpo del joven letrado y antes de que este empezara a vestirse, se oyó de nuevo la voz de Red.
– Espera– dijo–, quiero eso.
La mirada de Red fija en los calzones de blanca seda que se liaban sobre los elegantes zapatos del joven abogado, quien después de sacárselos se los alargó al rudo vaquero. Le hubiera gustado al letrado pedir a cambio los suyos al oscuro jinete,pero sabía que en el juego de todo o nada, es solo uno el que tiene derecho a pedir.
Tomó Red la suave prenda y la guardó en uno de los bolsillos traseros de su pantalón.
– Estamos en paz– le dijo al joven abogado mientras este terminaba de subirse los pantalones, aún entre sus piernas un resto de placer se podía vislumbrar en aquella polla ya menos empinada aunque igualmente blanca.
En esto estaban los dos tipos cuando el ruido de una puerta al abrirse y la luz que salió de ella, los sobresaltó. El joven Len apareció portando una caja de botellas vacías. Su rostro se sorprendió al ver el rostro mal iluminado de Red, y el gesto del tipo que estaba a su lado, terminando de abotonar su holgado pantalón. No le hizo falta ver más para comprender lo que allí había sucedido, dejó la caja en el suelo y lanzando una mirada a los ojos negros del pistolero, desapareció por donde había surgido.
No dijo nada tampoco Red, se limitó a echar a andar hacia la entrada del callejón, oyendo detrás de él los pasos del tipo al que acababa de cepillarse, quien, fija la vista en los andares del vaquero, caminaba feliz como un cachorro a quien su amo hubiera premiado con un sabroso hueso.
(continuará)
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