Hombres marcados. Cap.10 La marca del papel

En el Oeste es mejor echar un polvo que morderlo. Y no hay olor como el del dinero...

Capítulo 10

La marca del papel

Johnyboy caminaba junto a Mr. Bradbury por la ajetreada calle principal de Dodge City; se asombraba el muchacho de lo conocido que era el banquero, quien no paraba de inclinar la cabeza y de llevarse la mano al elegante sombrero a modo de saludo. Sí, era un tipo importante aquel cuarentón, el mismo que se mostraba interiormente ufano de llevar a su lado tan grata compañía. Después de un breve paseo llegaron a las puertas de la sucursal bancaria. Mr. Bradbury extrajo un manojo de llaves de su holgado pantalón y abriendo la puerta invitó a entrar al jinete.

El olor a dinero siempre despertaba en Johnyboy una mezcla de agitación y nerviosismo; pues aunque no era un tipo que necesitara mucho para vivir, sabía que sin dinero, no eres nadie en la sociedad. Mientras él estaba en estos pensamientos el banquero le comentaba algunos aspectos de la oficina, un local bastante grande, forrado casi en su totalidad por unas nobles planchas de madera oscura. Un largo mostrador ocupaba uno de los frentes, un cristal duro en el que se podían ver algunas ventanillas, lo cubría hasta el techo; detrás del mostrador había una puerta hacia la que se encaminaron los dos hombres. Sacó una llave, abrió la puerta y al traspasarla, Mr. Bradbury encendió una lámpara que había en la pared: era el despacho del director, también forrado con las mismas planchas de madera oscura y noble, una amplia librería ocupaba todo un lado, los lomos de los libros brillaban a la suave luz de la lámpara. Mr. Bradbury invitó al joven a pasar. Se sentía un poco cohibido Johnyboy entre tanto libro y tanta madera. Quizás fue por ello por lo que el banquero apoyó una de sus manos en el hombro del muchacho.

– No estás acostumbrado a esto ¿no?

– En el rancho no son muy útiles los libros, señor– repuso el joven. Lo que provocó una ligera risa en el banquero.

– No solo son libros, muchacho.

Y diciendo esto se acercó a unos tomos gruesos de color azul que estaban a media altura; metió la mano entre ellos y, como por arte de magia, aquellos libros se convirtieron en una especie de trampilla.

– Ven– invitó el banquero a Johnyboy.

El muchacho se acercó, temiendo que los botes que en su pecho su corazón daba le delataran.

Una caja fuerte es lo que se escondía detrás de esos libros, una caja que era ahora golpeada por los nudillos del banquero.

– El más puro acero, muchacho– comentó este.

Johnyboy, llevado por un impulso, acercó su mano al frío metal.

– Te aseguro que aquí tu dinero estará a salvo– añadió Mr. Bradbury.

Aquellas palabras hicieron que el jinete recobrara el sentido de su estancia en aquel despacho.

– No sé yo, señor, si una caja de acero es más segura que el valor de un hombre –

repuso clavando sus ojos verdosos en los ojos algo grises del banquero, quien respondió a aquel comentario con otra risa.

– Ay, la presunción y el descaro de la juventud– comentó llevando otra vez su mano al hombro del vaquero.

Cerró Mr. Bradbury la falsa puerta de libros y acercándose hacia unas botellas que había en una de las baldas de la librería, sirvió dos vasos de whisky, uno de los cuales alargó al joven jinete.

– Por los negocios, muchacho– brindó el banquero.

– Por los negocios, señor– repitió el joven.

Chocaron los vasos y los apuraron de un solo trago. Mr. Bradbury, complaciente, volvió a llenarlos.

– ¿Ha leído usted todos estos libros?– preguntó entonces Johnyboy, buscando la manera de seguir ganándose la confianza de aquel tipo, algo que necesitaba para llevar a cabo sus planes.

De nuevo la risa en la boca del banquero.

– No todos, muchacho, no todos, pero sí bastantes– contestó este.

Johnyboy levantó las cejas, en un gesto entre la sorpresa y la incredulidad, mientras se llevaba el vaso a los labios y volvía a beber.

– Y si me tuviera que recomendar uno ¿cuál sería?

Aquella pregunta no sorprendió totalmente al banquero pues a pesar de que sabía que aquel muchacho era uno de los muchos vaqueros que apenas sabían de otra cosa que no fuera la vida del rancho, había en él una apostura que le hizo sospechar que no era el típico vaquero lerdo y medio analfabeto.

– ¿Te gusta leer?– preguntó el banquero.

– Bueno, durante los años que asistí a la escuela era lo que más me gustaba. Lo que pasa es que, como ya le he dicho, en los ranchos los libros no son muy útiles, pero como aún me quedan algunos días en esta ciudad, quizás no sea una mala idea empezar alguno, si usted no tiene inconveniente en prestármelo, claro.

Aquel comentario le agradó mucho a Mr. Bradbury, siempre dispuesto a hacer una buena obra.

– ¿Qué tipo de libros te gustan?– preguntó al muchacho.

– Pues no sé, libros que hablen de cosas que yo entienda ¿sabe? Libros que cuenten aventuras de jinetes, o de soldados... ese tipo de historias.

Quedó un momento pensativo el banquero, un nuevo sorbo a su vaso de whisky, quizás algo decepcionado, pues en su interior había brillado ligeramente la esperanza de que aquel muchacho de mirada despierta e inteligente, tuviera unos gustos un poco más refinados. Pero tampoco se podía pedir más, pensó al momento. Además siempre había un comienzo.

– De eso tengo algunos– contestó Mr. Bradbury, quien en su juventud solía, de vez en cuando, distraerse con aquellas historias ligeras sobre venganza y duelos entre rudos hombres–. Déjame que busque.

Se desplazó unos pasos el banquero hacia un extremo de la librería, Johnyboy lo siguió solícito mientras apuraba el vaso de whisky. Al llegar al extremo de la librería, el banquero se agachó y empezó a buscar por la primera balda, la que más pegada estaba al suelo. Johnyboy se puso a su lado, aunque no se agachó. Después de buscar, la mano del banquero mostró la cubierta de un libro en el que aparecían dos vaqueros, uno más joven que el otro, en una actitud de franca camaradería. Sin girarse aún se lo alargó al muchacho, que pudo leer el título: Hombres marcados, así rezaban las gruesas letras rojas escritas encima de la imagen de los dos forasteros.

– ¿De qué va?– preguntó Johnyboy.

Y entonces es cuando el banquero se giró, quizás fuera por el alcohol que había bebido o quizás por el rápido movimiento que hizo en el giro, el caso es que al girarse y quedar a la altura de sus ojos la abultada entrepierna del muchacho, sintió el calor que aquel bulto desprendía, un calor que ahora también él empezaba a sentir dentro. Intentando no pensar en eso, se dispuso a contestar la pregunta que Johnyboy le había hecho.

– Pues..., a ver... trata de tres forajidos que...– empezó a balbucear Mr. Bardbury, intentando hacer memoria y, lo que más difícil le resultaba, intentando evitar mirar aquel bulto que seguía desprendiendo aquel calor tan excitante a tan pocos centímetros de su cara. Pero le resultaba imposible–. Son tres tipos, uno de ellos, el más joven, es el jefe... un tipo que...

Ya se había dado cuenta Johnyboy del estado en que encontraba aquel hombre, el estado que justamente él estaba necesitando para ir ganándose su confianza, así que, como quien no quiere la cosa, acercó un poco más su cadera al rostro del banquero, quien, sintiendo aún más cerca aquel calor, no pudo resistir más y empezó a frotar su boca contra la ceñida tela del pantalón del joven.

Johnyboy, que ya se figuraba que aquello iba a pasar, dio un paso hacia atrás, hacia donde estaba un pico de la mesa, a fin de que la operación que acababa de comenzar le resultara menos incómoda. Mr. Bradbury, al sentir que la tela se le alejaba, inclinó el cuerpo hacia delante, con lo que logró que en aquel breve trayecto su boca no se despegara de la entrepierna del muchacho, que acabó apoyado contra el pico de la mesa, sujetándose con la mano que tenía libre al borde de la madera.

Seguía Mr. Bardbury sobando con su boca aquel bulto que cada vez se hinchaba más, cuando con manos temblorosas empezó a desabrochar el ceñido pantalón del joven. Un delicioso olor le llegó a la nariz, un olor que casi le nubla la vista, vista que recuperó completamente cuando, echando hacia abajo los calzones abultados del muchacho, emergió ante sus ojos una nabo largo y de un suave color dorado como una caña de la rivera, coronado por un capullo de un ligero color rojo. Empezó entonces Mr. Bradbury a besar con pequeños besos aquella polla que parecía saludarle con sus meneos, mientras que sus temblorosos dedos estrujaban delicadamente los huevos cubiertos de unos finísimos vellos dorados que colgaban entre las piernas recias del muchacho. Johnyboy estaba asombrado de la pericia del tipo aquel, y suponía que tal destreza se debía a la edad y a la experiencia que a lo largo de los años había ido acumulando, estaba en estos pensamientos cuando sintió un pequeño espasmo allí donde más se aplicaba el baquero, quien, la boca completamente abierta, succionaba con bastante rapidez la prodigiosa polla del muchacho. Temió Johnyboy que Mr. Bradbury se hiciera daño, tal eran las acometidas que el hombre daba con su boca al lustroso nabo del joven, pero se veía que el cuarentón tenía buen manejo en esos menesteres, ya que mientras libaba con tanto entusiasmo el miembro ya bermejo del joven, no dejaba de masajear aquellos huevos que adquirieron en un momento una dureza pareja a la de la polla, justo antes de que esta empezara a vaciarse dentro de la boca del banquero, quien no parecía querer despegarse de tan sabrosa fruta. Fue tal la sacudida que sintió Johnyboy que el libro se le cayó de la mano y un grito como un aullido se escapó de sus labios. Cuando al fin se recuperó y miró hacia abajo pudo contemplar cómo la lengua de aquel hombre tan respetable y respetado se aplicaba aún en no desperdiciar ni el más mínimo nácar.

Iba a darle las gracias el jinete cuando una voz en la puerta de la sucursal hizo que ambos hombres se miraran y en sus ojos descubrieran un temor que venía a concluir lo que el banquero no hubiera querido que terminara.

(continuará)