Hombres marcados. Cap. 5 El premio del jefe

En el Oeste siempre es mejor echar un polvo que morderlo. Y todo esfuerzo tiene su premio

Capítulo 5

El premio del jefe

Cuando Tommy entró en la tienda Albert Anderssen, que leía un libro a la suave luz de un candil, dejó la lectura.

– ¿Has averiguado algo?– preguntó al joven negro, quien sin responderle aún se sentó en el suelo.

– Bueno, por lo que he podido saber, mañana se vuelven con nosotros– respondió mientras empezaba a desabrocharse el chaleco.

Albert se incorporó algo más, dejó el libro a un lado y contempló cómo el chico empezaba a desabotonar su camisa.

– ¿Estás seguro?

– Sí– respondió el joven arrojando la camisa al otro lado de la tienda.

Albert contempló el rotundo torso del muchacho, aquellos anchos pectorales, el vientre terso donde se trazaban tres montículos perfectos, los recios brazos. Cómo había mejorado el muchacho en aquellos años.

– No sé, Tommy, no me fío de Brighton. Perdona que te insista, pero... ¿es segura tu fuente?.

Tommy había arrojado las botas también lejos de él, el orden no estaba entre sus virtudes, y ahora, alzando un poco las caderas deslizaba hacia abajo el pantalón. Todos sus movimientos eran bruscos, como si estuviera enfadado, no sabía muy bien por qué, pero así era, así se sentía. Al tirar hacia abajo de sus pantalones, sin querer, arrastró también los calzones, y por un breve instante, su oscura polla revoloteó en el aire. No es que le diera vergüenza que su jefe lo viera desnudo, no sería la primera ni la última vez, pero la visión de su polla, tan reciente la deliciosa mamada que le había hecho aquel atildado vaquero, y el beso que este había dejado en sus labios, le azoró un poco. De un ligero manotazo se subió los calzones mientras decía:

– Sí, jefe, muy segura.

El rostro de Albert, algo tenso por la espera, se relajó.

– Gracias, muchacho.

También Tommy se relajó al oír aquella palabra, la misma que había usado Jack para despedirse de él, de él a quien casi nadie nunca le daba las gracias. Sacó su manta, la dobló y se recostó sobre ella.

– ¿Y Heinz?– preguntó.

– ¿No conoces cómo es el viejo Heinz? Para él es un placer dormir al raso. Por nada del mundo se metería aquí dentro.

Tommy sonrió, el viejo Heinz, todo un personaje, sí señor.

– Buenas noches, jefe.

– Buenas noches, Tommy– respondió Albert, quien siguió leyendo durante un buen rato. Cuando ya los ojos parecían que se le cerraban, apagó el candil

La oscuridad se hizo en la tienda, afuera solo se oía el relincho de algún caballo, y el sonido de las hojas mecidas por una suave brisa.

A pesar de que estaba cansado y de que los ojos casi se le habían cerrado cuando estaba leyendo, fue apagar la luz y llenársele la cabeza con la imagen de Johnyboy. Apenas pudo hablar con él cuando se lo encontró en aquel bar de Goodland hacía de eso ya tres días. Estaba más hecho, más hombre, quizás fuera también por aquel bigotillo rubio que se había dejado crecer, pero aún así todavía conservaba la frescura y el descaro de la juventud, y sobre todo aquella sonrisa, aquella sonrisa que era no solo parte de su encanto sino sobre todo un peligro, un peligro al que había sucumbido hacía seis años y en el que había vuelto a caer hacía tan solo tres días. Su sorpresa, al entrar en aquel bar, fue mayúscula, pues aunque la nota que había recibido le había hecho sospechar algo, no esperaba que el remitente de tal nota fuera el propio Johnyboy. Por eso, cuando entró en el bar y lo vio apoyado en la barra, no pudo menos que dirigirse a él y darle un fuerte abrazo. Lo hubiera besado allí mismo si no fuera por la presencia de algunos hombres de Brighton que jugaban en una de las mesas del fondo, y por los dos tipos que acompañaban a Johnyboy. Aún así, después de que este se los presentara, pudieron apartarse un poco y conversar algo. Por ahí supo de los planes de Johnyboy, de su idea de ir a Dodge City donde, según le había comentado, le esperaba un negocio que no tenía más remedio que salir bien, también de su promesa de volver en cuanto hubiera resuelto aquel negocio. Pero poco más pudieron hablar. Sí, quizás él había sido muy imprudente al decir el nombre del joven en voz alta, tanta fue su sorpresa... Aquel nombre lo debió de escuchar uno de los hombres de Brighton, quien puso en sobre aviso al sheriff. Si no llega a ser por el tipo aquel de la cara medio cortada, el único que se dio cuenta de lo que pasaba, quizás ahora Johnyboy no viviría y él posiblemente tampoco. Solo le mueven dos cosas en esta vida: no perder su rancho y poder compartir el resto de sus días con Johnyboy.

Esos pensamientos inquietos eran los que bullían por la cabeza del exteniente cuando el recuerdo de su joven amante hizo que algo se estremeciera dentro de sus calzones. Hacía calor, quizás por eso no lograba conciliar el sueño, o quizás porque necesitaba descargar la tensión que desde hacía tres días acumulaba dentro de sí, la misma que ahora palpitaba entre sus piernas, aquella misma tensión hecha carne por la que una de sus manos se deslizaba suavemente. Abrió los ojos y echó un vistazo adonde Tommy dormitaba, su cuerpo oscuro brillaba en la penumbra de la tienda, la poca luz se recostaba en sus contornos, en su piel cárdena y tensa, su pecho amplio subiendo y bajando al ritmo de su acompasada respiración. Volvió a cerrar los ojos y en su mente apareció el cuerpo ligeramente tostado de Johnyboy, su espalda firme, su cadera estrecha y aquel culo que virginalmente le fue ofrecido a él. La mano del exteniente empezó a moverse más rápida, deslizándose por aquella polla que apuntaba hacia arriba, aunque su pensamiento estuviera centrado en la sonrosada oquedad de aquel muchacho, el mismo que buscaba ahora sus labios, el mismo que con impericia o desenfreno juvenil se los mordía casi hasta hacerle daño, mientras él buscaba hundirse aún más en aquella carne tan fresca y a la vez tan caliente, en aquella carne que se agarraba a su polla, a aquella polla que sin remedio escupía una metralla de crema blanca, mientras él mordía aquella marca que en el hombro se dibujaba como restos del más poderoso beso, mientras entre sus dedos se deslizaba caliente la limpia leche del muchacho, confundida ahora con su propio esperma.

Se corrió al fin Albert y el sueño lo cubrió con su manto.

A menos de un metro, Tommy había seguido atentamente aquellos sonidos, sin querer abrir los ojos, manteniendo la respiración acompasada, sintiendo cómo dentro de él volvía a levantarse el mismo calor que había sentido ya hacía unos instantes, deseando al fin que su jefe encontrara lo que tanto parecía desear, así como él creía haberlo encontrado aquella misma noche.

Con los primeros rayos de sol ya empezó a haber movimiento en el improvisado campamento donde habían hecho noche los hombres del sheriff, los de Brigthon y los de Anderssen. En la tienda de este último, entró el viejo Heinz y gritando el nombre de Tommy despertó no solo a este sino al exteniente Albert. El joven negro se desperezó como un joven lebrel, la tensa musculatura parecía querer atrapar todo el espacio de aquella tienda.

– Buenos días, muchacho.

Giró la cabeza al oír la voz de Albert detrás de él, su jefe lo miraba con aquellos ojos castaños, y una sonrisa en los labios.

– Buenos días, jefe– saludó sonriente a su vez, mientras de un salto se incorporaba.

Salió tal como estaba, en calzones, y contempló cómo el campamento bullía de actividad, sus ojos buscaban algo entre aquel jaleo de hombres que iban y venían, se gritaban cosas, bromeaban o se aseaban, pronto sus ojos dieron con lo que estaba buscando: en un extremo de la zona el atildado vaquero Jack Diamond sujetaba la montura a su caballo, algo debió sentir este porque giró la cabeza, y entre el mismo bullicio que lo separaba del joven muchacho, sus ojos chocaron con los del chico, quien en un gesto espontáneo levantó una mano. A pesar de que la presencia del chico, solo cubierto de aquellos blancos calzones, la había sentido como una punzada en el pecho, Jack no hizo el menor gesto de reconocimiento, se limitó a girar y a seguir cinchando su montura. La sonrisa que se había dibujado en el rostro de Tommy se quedó tan congelada como su saludo; un sudor frío le recorrió la espalda y con gesto furioso volvió a entrar en la tienda. Ya Albert estaba terminando de atarse las botas cuando la presencia del muchacho le hizo levantar la vista. Al ver el gesto contrariado en el rostro de su empleado se sorprendió pues no hacía ni un minuto que le había parecido ver que el muchacho había despertado de buen humor. Es lo que tenía ser joven, pensó el exteniente, mientras seguía con la vista los gestos bruscos del chico que se afanaba en encontrar las distintas prendas de su vestuario.

Cuando ya estuvo recogido el campamento, emprendieron la marcha hacia Goodland. El sheriff Smith caminaba junto a Albert.

– Estuve pensado anoche en lo que dijiste sobre ese tipo, Albert– empezó el sheriff– Y quizás lleves razón, aunque hubo algo en tus palabras o quizás en tu actitud que me hace pensar que no nos dijiste todo lo que sabías.

Albert guardó silencio. No esperaba aquella confidencia del sheriff, apenas lo conocía, aunque tenía un buen concepto de él, al menos era un tipo valiente, había contradicho a Brighton y eso, en Goodland, tal como estaban las cosas ya era mucho.

– Todo lo que dije, sheriff, lo dije porque conozco a ese tipo y sé tanto de sus virtudes como de sus defectos, que los tiene, como todo el mundo, lo que sí le puedo asegurar es que no es un asesino ni un ladrón de bancos.

– Me gustaría creerte, Albert, en serio, pero las reclamaciones de los otros estados parecen desmentir tus palabras.

Albert siguió en silencio, no podía decir más.

– Sé que te guardas algo, Albert– continuó el sheriff Smith– y lo único que espero es no te perjudique. En mis años de sheriff no serías el primer hombre honesto que veo que se quema la mano por un tipo como ese. Lo cual sería una lástima.

Y diciendo esto espoleó su caballo para reunirse con sus hombres. Tommy, que cabalgaba a unos metros detrás de su jefe, se puso a su lado.

– ¿Todo bien, jefe?

El fino rostro del exteniente se giró, ver el rostro de aquel muchacho que ahora se mostraba otra vez alegre y ufano, le alegró a su vez.

– Sí, Tommy, todo bien. Gracias por preguntar.

Le iba a decir algo el chico pero el sonido de unos cascos que se acercaban se lo impidió. La voz de Brighton sonó cerca.

– Eh, Albert, estarás contento, ¿no? Volvemos a casa. Ya no tendrás que preocuparte por ese chico– hizo una breve pausa–. Seguro que hay otro que se está ocupando de él ahora mismo.

La risa de Brighton fue la primera que se oyó, luego como la de un eco, la de Bigbear, que cabalgaba a su lado, y después la de los demás hombres de la cuadrilla que espoleando sus caballos adelantaron veloces a Albert y Tommy. Al ser adelantados Tommy pudo ver entre ellos la esbelta figura de un atildado vaquero, una risa en su rostro, en el rostro de Jack Diamond.

Cuando terminaron de pasar, Albert giró su rostro hacia el del muchacho pero al ver aquel gesto tan serio, pensó que lo mejor era no decir nada. Aquel chico y sus cambios de humor.

Estuvieron todo el día cabalgando, prácticamente en silencio. Al final de la tarde llegaron a Goodland. El sheriff, antes de dirigirse a su oficina, se acercó a Albert.

– Espero que lo que te he dicho no te haya molestado. Si te lo he dicho es porque te aprecio, Albert, pero soy el sheriff, el representante de la ley en esta ciudad y no puedo hacer distinciones con nadie. ¿Me comprendes, verdad?

Albert asintió y le dio las gracias. El sheriff se despidió de él inclinando el sombrero y poniendo rumbo a su oficina; los tres oficiales que le acompañaban hicieron lo mismo.

En medio de la calle principal de Goodland se habían quedado solos Albert, Tommy y el viejo Heinz. Habían sido tres días de duras cabalgadas, tres días de malas noches y malas comidas. Quizás fuera hora de darse un gusto. Por la mente de Albert una idea cruzó, sabía que al viejo Heinz no le iba a hacer demasiada gracia, pero seguro que al joven Tommy, aún malhumorado y taciturno, le podría alegrar el día, además se lo había prometido varias veces, ya era hora de cumplir con su palabra.

– Creo que nos merecemos un premio ¿no?– preguntó a sus dos hombres, los más fieles que había sobre la faz de la tierra– . ¿Qué tal si visitamos los baños de Glenda y nos quitamos toda la porquería que llevamos encima? Después no estaría mal una visita al bar de Scott. ¿Qué me decís?

Como él había imaginado, el rostro del joven Tommy cambió por completo; una enorme sonrisa dejó ver sus blancos dientes.

– ¡Genial!– exclamó.

– Yo me voy para el rancho– habló el viejo Heinz–. No soy tan señorito para esas exquisiteces.

Albert y Tommy rieron la respuesta del viejo mientras contemplaban cómo este espoleaba a su caballo y ponía rumbo hacia el rancho.

– No lleguéis demasiado tarde– fue lo último que le oyeron antes de emprender el camino hacia los baños de Glenda.

Los baños de Glenda era un amplio local que se situaba en uno de los extremos de Goodland, allí donde abundaban los locales de alterne, las casas de juego y otros sitios de dudosa reputación. No eran los únicos baños que había en Goodland pero sí los que ofrecían un mejor trato y una agradable compañía, además Glenda había sido amiga de la madre de Albert y a pesar de su edad seguía siendo una entusiasta empresaria que no dejaba de hacer mejorías en su negocio. No solo había introducido una sauna de vapor, algo nunca visto por aquellos parajes, sino que también ofrecía otro tipo de servicios donde la discreción era fundamental. Además de por todo esto, era la única que admitía a hombres negros y de otras razas dentro de sus instalaciones, lo cual le había granjeado algunos problemas con algunos miembros de la comunidad bienpensante de Goodland, que preferían ir a los baños de Brighton, quien, como ya hemos dicho, se iba haciendo poco a poco dueño de media ciudad.

La alegría de Glenda fue inmensa cuando vio aparecer por la puerta a Albert y al joven Tommy. Salió del mostrador donde recibía y atendía a los clientes y los abrazó efusivamente.

– ¡Qué alegría veros en mi casa, chicos!– gritó mientras apretaba contra su amplio pecho al exteniente, quien no dejaba de sonreír. Luego hizo lo mismo con Tommy –. ¡Muchacho, estás ya hecho todo un hombre!– exclamó mientras una mano palpaba la entrepierna del joven negro, quien, sorprendido por el gesto, dio un pequeño paso atrás.

– ¡Vaya con el pequeño Tommy! bueno no tan pequeño ya... Se asusta de una vieja, cuando más de una vieja se moriría al ver lo que yo acabo de palpar.

Rieron los tres la ocurrencia de la dueña, quien rápidamente les ofreció toallas y jabón, ellos a su vez dejaron sus pistolas, pues era norma de todas las casas de baños que no se podía acceder al interior con armas.

– Ya conoces la casa, Albert, así que lo único que espero es que seas un buen anfitrión con este nuestro nuevo cliente.

–No te preocupes, Glenda, ahí donde lo ves seguro que se maneja estupendamente.

Se azoró un poco Tommy, le dieron las gracias a la señora y entraron en el vestuario, una habitación amplia, recubierta de madera clara, con barras donde podían colgar la ropa y dejar las botas. Al entrar saludaron a un tipo que se estaba desnudando, era un tipo bastante fornido, con anchos hombros y un pecho peludo y amplio. El tipo les devolvió el saludo, a pesar de ser forastero a Albert le sonaba su cara, una cara cuadrada, poblada de una espesa barba negra que le llegaba al cuello y que casi se unía con los pelos del pecho; el cabello algo largo y desordenado era también negro. Cuando había levantado la vista al oír el saludo de Albert y Tommy, el tipo pareció sorprendido, como si también le resultara familiar el rostro de Albert, pero después de aquel saludo siguió a lo suyo, es decir, siguió desnudándose, así que Albert no insistió en su recuerdo. Al cabo de un minuto el tipo abandonó el vestuario. Albert y Tommy estaban desnudándose, uno al lado del otro, en el rostro del chico no había ni rastro de la seriedad que había traído durante todo el camino, al contrario, se mostraba alegre y hablador. Albert respondía a sus preguntas mientras no dejaba de admirar aquel cuerpo que había adquirido unas proporciones maravillosas, la mejor de las cuales era la que ahora se balanceaba entre sus recias piernas antes de desaparecer tras el lienzo blanco de la toalla. Albert no pudo reprimirse al ver aquello, así que se lo soltó al muchacho:

– Menuda suerte van a tener algunas.

Tommy, que no estaba acostumbrado a este tipo de comentarios por parte de su jefe, se quedó un poco cortado, pero viendo que aquello era un halago y, como su jefe acababa de decir, una suerte, respondió:

– A ver si es verdad.

Ahora fue Albert el sorprendido.

– ¿No me digas que aún no...?

Tommy mantenía la mirada baja, en su cabeza el recuerdo de lo que la noche anterior había vivido, ¿contaba aquello? ¿podía servir aquello? Él realmente había disfrutado mucho y al fin y al cabo se había corrido, había estado dentro de una persona, vale, no era una tía, pero ¿y qué? En su cabeza un cúmulo de dudas y también una sombra. ¿Podría contárselo a Albert? ¿qué pensaría de él si se lo decía? No, quizás no fuera una buena idea, Albert podía ser un tío muy comprensivo, le había ayudado tanto, pero aquello, aquello a lo mejor...

– Bueno, supongo que el que calla otorga– la voz de su jefe le sacó de sus reflexiones –. En fin, muchacho, no te preocupes, esto voy yo a solucionarlo.

Los ojos de Tommy vieron cómo se acercaba su jefe, su patrón, el único hombre en el mundo por el que él estaba dispuesto a morir y matar.

(continuará)