Hombres marcados. Cap. 4 El bebito tiene hambre
En el Oeste siempre es mejor echar un polvo que morderlo. Y siempre hay que dejar al capataz contento.
Capítulo 4
El bebito tiene hambre
Después de recobrarse del ligero mareo que la gran corrida le había provocado, el joven Tommy se subió los pantalones y ocultó lo que hasta hacía un momento había ocupado la relamida boca de Jack Diadmond, quien aún sentía el sabor que aquella leche caliente había dejado en sus labios. Tommy se sentó junto al vaquero, ambos apoyaban ahora sus espaldas en el tronco contra el que se había sujetado el joven negro quien alargándole su ancha y negra mano se presentó:
– Tommy Anderssen
– Jack Diamond, un placer.
El joven negro sonrió, sus dientes blancos brillaron en la oscuridad. Junto a él podía oír la respiración de aquel vaquero tan apuesto y atildado que mantenía en su rostro una curiosa sonrisa.
– ¿Eres uno de los hombres de Brighton?– preguntó el joven mientras extraía un cigarrillo de uno de los bolsillos de su chaleco y se lo ofrecía al vaquero.
– Sí, trabajo para él. Tú en cambio...
– Yo voy con Albert Anderssen, le llamo jefe pero es mucho más que eso.
Jack Diamond le ofreció fuego y el joven negro acercó su cigarrillo a la llama de la cerilla.
– No se llevan bien– logró decir mientras arrojaba una buena bocanada de humo– , perdona que te diga pero tu patrón es un poco...
– ¿Especial?– completó la frase el vaquero.
Tommy sonrió. Aquel tipo no parecía estar dispuesto a dejarse embaucar tan fácilmente.
– Sí, digamos que es especial. ¿Sabes que en poco tiempo se ha hecho con medio Goodland?
– Eso tengo entendido, llevo solo unos meses con él, y al día de hoy no tengo quejas. Cierto es que la simpatía no constituye una de sus cualidades. Simplemente es el patrón, y al patrón lo único que le pido es que pague bien mi trabajo.
Tommy fijaba su vista en el rostro del vaquero, un rostro de rasgos finos, en el que destacaba un mentón suave perfectamente rasurado, llevaba una camisa blanca, impoluta, y unos ceñidos pantalones en los que se marcaba un bulto que aún no había recobrado su estado natural. No pasó desapercibido aquel detalle para el joven, tampoco para el vaquero, quien había seguido la mirada de éste.
– Creo que he sido un poco egoísta...– empezó a decir el chico mientras daba una calada a su cigarrillo, dispuesto a jugar su segunda carta, cosa que tampoco le desagradaba–. Quizás podríamos...
Jack Diamond soltó una nube de humo mientras acercaba su mano al rostro del muchacho.
– No te preocupes– dijo–. La prioridad eras tú. Seguro que tenemos otra ocasión para resolver esto.
Se sorprendió el joven pues no estaba acostumbrado a esa generosidad, hasta ahora, exceptuando al teniente Anderssen y al viejo Heinz, todos los tipos con los que se había topado en su vida habían buscado siempre su propio beneficio.
– Además, sinceramente y espero que no te lo tomes a mal, no creo que sea una buena idea que uno de los vaqueros de Brighton confraternice con uno de los hombres de Anderssen.
Y diciendo esto, se levantó de un ágil salto. Tommy pudo observar cómo aún mantenía aquella hinchazón entre las piernas. Se preguntaba el muchacho cómo podía este tipo controlar tanto las ganas; o es un raro o está hecho de una pasta especial.
Lo que vino a continuación le dejó si cabe aún más aturdido: Jack acercaba su rostro al suyo y posaba levemente los finos labios en sus carnosos labios. Estuvo a punto de retirar la cara pero la sorpresa y algo que no sabía muy bien qué, se lo impidieron.
– Gracias de nuevo, chico. Espero que te cuides y que te vaya todo bien.
A Tommy apenas le salían las palabras, el cigarrillo consumiéndosele entre los dedos, la vista fija en las anchas espaldas de aquel vaquero que ahora se alejaba en la oscuridad. Cuando este llevaba ya unos pasos vio cómo se giraba y le volvía a hablar.
– Ah, se me olvidaba, para tu tranquilidad, mañana volvemos todos a Goodland. Eso es al menos lo que nos ha dicho el patrón.
Y con un ligero gesto de la mano prosiguió su camino envuelto en otra nube de humo azulado.
Seguía Tommy con la boca abierta cuando sintió el cigarrillo quemándole los dedos, de un manotazo lo arrojó lejos de sí. ¡Qué tipo tan curioso!, se dijo, mientras observaba cómo la apuesta figura de aquel vaquero se iba haciendo cada vez más pequeña.
Cuando Jack Diamond llegó a la zona donde acampaban sus compañeros descubrió que todos estaban ya durmiendo, solo el lugarteniente de Brightom, Oliver Collegy, una botella de whisky medio vacía en la mano, permanecía al lado de la fogata; los demás roncaban plácidamente, envueltos en sus mantas a pleno raso; en una de las dos tiendas que habían montado dormía Sean Brightom, mientras que la otra estaba reservada para Oliver Collegy, el capataz, su mano derecha.
– Eh, guapito, ¿dónde te has metido?
Así llamaba Oliver a Jack desde el primer día que este se había incorporado a la cuadrilla de vaqueros de Brighton. El vaquero a duras penas lo tragaba, no solo es que le repugnara su corpulencia, su mirada vacuna y los abundantes vellos oscuros que cubrían su orondo cuerpo, no en vano su sobrenombre era Bigbear, sino también la actitud de matón, quizás la misma que le había valido aquel puesto, no en muchos tíos confiaba Brighton como en éste.
No respondió Jack sino que prosiguió su camino hacia donde creía haber dejado su montura, pensaba sacar la manta y buscar un sitio tranquilo donde poder cerrar los ojos y recrearse con la visión de lo que el chico negro había tenido a bien compartir con él, y descargar aquello que entre las piernas desde entonces no le paraba de latir; por eso quería un lugar tranquilo, un lugar en el que pudiera dar rienda suelta a sus deseos, tanto autocontrol iba a acabar con él.
– Eh, guapito, ¿qué has visto por ahí que te ha puesto tan contento?
Al corpulento Oliver, a pesar de su borrachera o justamente por eso, no se le había escapado la protuberancia que destacaba en medio de los ceñidos pantalones del vaquero, quien sin hacer caso continuó su camino.
Bigbear soltó un eructo y una risa.
“Juré que la había dejado aquí”, pensó Jack Diamond recorriendo con la vista el suelo donde creía haber dejado su montura. Anduvo un par de metros pero nada, no la encontró. Le resultaba difícil caminar por aquel terreno, pues tenía que ir sorteando a los compañeros que ya dormían plácidamente. La voz de Bigbear le sacó de su confusión.
– Eh, guapito, ¿has probado a mirar allí?
Bigbear señalaba su tienda. Una sonrisa boba se dibujaba en su rostro barbado.
No, no podía ser, pensó el vaquero, pero quizás sí, era el tipo de bromas que le gustaba gastar a aquel capullo. Así que con paso rápido se dirigió hacia la tienda que él mismo junto con otros dos compañeros había montado hacía tan solo un par de horas.
Al entrar no vio nada, pues estaba oscuro y la poca luz de la noche no lograba traspasar la gruesa lona. Esperó un poco a que sus ojos se hicieran a aquella semioscuridad y por fin pudo ver al fondo su montura, con su pequeña bolsa, la cantimplora y la manta, todo en su sitio. Fue a cogerla cuando de nuevo, la poca luz que había, desapareció. Al girarse vio la sombra de Bigbear tapando la entrada.
– ¿Qué haces aquí, guapito?
Oyó la voz de aquel tipo algo pastosa por la bebida.
– No sabía yo que te gustara rebuscar en las pertenencias de los demás– volvió a decir aquella desagradable voz.
Jack Diamond comprendió que aquello era una encerrona y que en el estado en que se encontraba aquel capullo poco podía hacer él, poco que no supusiera un escándalo , cualquier estúpida acusación. Llevaba pocos meses en el rancho de Brighton, y no podía echarlo todo a perder por un puto gordo borracho, justo ahora cuando empezaba a comprender algunas cosas. Tenía que ser más inteligente que aquel tipo, lo cual a veces suponía parecer más tonto. Para eso lo habían preparado.
– Bueno– habló por fin–, creo que fuera hace un poco de frío y yo estoy, estoy bastante caliente.
La mano de Jack frotaba aquello que tanto abultaba entre sus muslos y que tanto había llamado la atención de Bigbear, la boca abierta, los ojos como platos fijos en la hinchada tela. Aquella mole humana dio un par de pasos avanzó hacia donde se había recostado Jack quien seguía atentamente los movimientos del gordo.
– Sí, guapito, sí guapito– empezó a balbucir mientras sus dedos torpes luchaban contra la bragueta del vaquero.
Jack echó la cabeza hacia atrás esperando que aquello pasara lo más pronto posible, mientras los dedos de Bigbear que eran como manojos de rábanos empezaban a frotar el duro miembro del vaquero.
– Sí, guapito, sí, guapito, ven con el bebito, el bebito tiene hambre– era lo que ahora podía oír Jack, palabras que el gordo Oliver farfullaba mientras acercaba sus gruesos labios a la polla erguida del vaquero, quien por intentar terminar lo antes posible imaginaba las prietas nalgas del chico negro, aquellas nalgas cuyo olor ahora volvía a recordar llevándose los dedos a la nariz.
Mientras Bigbear se esforzaba en sacarle todo su jugo a aquella polla que poco a poco iba hinchándose más aún, Jack sentía cómo bajaban por su nabo unas babas espesas y calientes, las mismas que salían de la boca entreabierta de Collegy, quien de vez en cuando balbucía aquellas palabras:
– El bebito tiene hambre, el bebito tiene hambre.
Procuraba Jack no pensar en lo que oía ni en lo que sentía allí abajo sino en lo que había vivido momentos antes, y por fin, ante la imagen de aquella polla tan negra y brillante que se había derramado entera en su boca, pudo correrse en la boca de Bigbear, quien después de unos sonidos sordos que poco a poco fueron amainando, dejó de moverse. Se incorporó Jack ligeramente, con mucho cuidado, pues no sabía qué le había podido pasar a aquel saco de grasa que le acababa de hacer la peor mamada de su vida, y lo que vio le dejó completamente sorprendido: entre sus piernas, sujetando aún su miembro, que había recuperado algo de su estado natural, estaba el gordo Bigbear, los labios aún pegados a su capullo, durmiendo plácidamente, como un bebé que descansa después de haber apurado su biberón. Estuvo un tiempo así en aquella incómoda postura, esperando que el tipo no se despertara. Cuando creyó que el sueño del gordo era tan profundo como aparentaba, alargó una mano, cogió una camisa que encontró y con ella se limpió la polla, húmeda todavía de las babas del verraco aquel; se levantó suavemente, intentando que el gordo no se despertara, y teniendo cuidado de que su cabeza no chocara contra el duro suelo de la tienda, se subió los pantalones, agarró la montura y salió al aire limpio de la noche, no sin antes volver la vista y contemplar cómo en aquella sonrisa que se dibujaba en aquel rollizo rostro barbado colgaban unas gotas blancas, como fino merengue.
(continuará)