Hombres marcados. Cap. 2

Siempre es mejor echar un polvo que morderlo. Siempre es mejor disparar primero...

Capítulo 2

Quien dispara primero, gana

– ¿Y qué pasó luego?

La voz de Paul rompió el silencio de la tarde.

– Cuando terminó la guerra, me ofreció un trabajo en su rancho, en Goodland, un buen sitio, la verdad, pues allí nadie me conocía, pero no quise aceptar, tenía miedo de comprometerle ¿Y si alguien averiguaba mi pasado? En el ejército tu pasado no cuenta, lo que cuenta es tu arrojo y valentía, pero en la vida civil todo es distinto, y yo sabía que no podía dejar lo que hasta entonces había logrado olvidar: que era un proscrito. Sabía que mi pasado podía perjudicarle. Así que nos despedimos, le di las gracias por todo y seguí mi camino.

De nuevo el silencio se hizo entre aquellos tres hombres.

–Siento lo que te dije antes – habló por fin Red –. Si me volviera a encontrar con ese tipo ten por seguro que me agradaría darle un abrazo.

Johnyboy giró la cabeza hacia su izquierda y sus ojos chocaron con los de Red; estaba sorprendido, pues no era Red uno de esos tipos que mostrasen sus sentimientos. Siempre lo había tenido por un tipo duro, seco, poco comunicativo, a ello quizás también contribuía su aspecto tan adusto, tan oscuro, su cuerpo moreno, tan velludo, un cuerpo en el que se dibujaban como a escalpelo todos los músculos del cuerpo, músculos que parecían estar siempre en tensión, como ahora, pensaba Jonhyboy mientras contemplaba las recias piernas, el firme culo, la espalda musculosa de su compañero.

– Gracias, Red. No tiene importancia– dijo al fin.

Y permanecieron así, los tres tumbados, un buen rato, hasta que el primer frío de la noche hizo que se levantaran, se vistieran y encendieran una buena hoguera, al calor de la cual se quedaron profundamente dormidos.

Cuando despertaron, el sol llevaba ya un buen rato brillando en el horizonte. Fue Paul el primero en despabilarse; al abrir los ojos no pudo dejar de mirar el cuerpo de Johnyboy, quien debido al calor que hacía a esa hora de la mañana, se mostraba desnudo y con una buena erección. Paul era el mayor de los tres, aunque nunca había dicho su edad, por los datos que de su vida sabían los otros dos, sospechaban que rondaría los cincuenta. Quizás fuera por eso, por tener ya cincuenta años, por lo que se quedó absorto mirando la imponente erección que lucía en su entrepierna su jefe, quizás aquel arrobamiento que manifestaba, lejos también de la indiscreción de nadie, era debido a cierta nostalgia por sus años de juventud, aunque la excitación que empezó a sentir entre sus muslos, vino a contradecir esta suposición. Si había decidido seguir a aquel muchacho, que casi podía ser su hijo, no solo era porque le hubiera parecido bien el plan que este le había expuesto, sino porque había algo en aquel tipo, algo que no sabía definir, que le atraía enormemente, quizás eso que tan enormemente le atraía no era sino lo que tan enorme ahora se agitaba entre los muslos del joven. Paul se quedó atónito no solo con este cabeceo espasmódico sino con los gemidos que de la boca de Jonhyboy empezaron a salir. Mientras contemplaba la agitación del muchacho y sentía cómo sus propios labios se hinchaban al mismo ritmo que su corazón latía, no pudo dejar de contemplar el fuerte chorro de esperma que se proyectó contra el terso vientre del joven como granizo cremoso; estaba a punto de acercar sus labios a aquella pasta que se le antojaba deliciosa cuando un cambio de postura en Johnyboy le hizo desistir. Su corazón galopaba como un coyote asustado. Echó el cuerpo hacia atrás como si un rayo hubiera caído a su lado. Johnyboy murmuraba algo, pero Paul apenas si podía entender lo que decía, eran palabras sueltas.

Ahora Johnyboy se había girado, ocultando lo que tanto placer le había provocado, pero ofreciéndole a Paul la visión de sus nalgas limpias y firmes. La tentación era muy fuerte y Paul no se tenía por un hombre que pudiera resistirse a ella, así que poniéndose de lado, dándole la espalda a Red, que dormía a su izquierda, se sacó lo que ya llevaba un tiempo bamboleando contra la basta tela de sus calzones. No es que fuera gran cosa aquella polla corta y gruesa, pero a Paul le había procurado momentos de mucho placer, como el que ahora se disponía a disfrutar, la vista, fija como la de un mochuelo, en las pálidas nalgas de Johnyboy, nalgas en las que un suave vello se perdía por donde más se clavaban los ojos de Paul, quien a pesar de no querer hacer ruido no pudo evitar soltar un sollozo de placer cuando al fin se vació sobre su manta, aunque las primeras gotas fueron a dar sobre el costado del muchacho. Cuando recobró el ritmo normal de la respiración, volvió a meter la polla en su escondrijo y se levantó. Al pasar junto al joven, se agachó y cogiendo un pico de la manta de este lo tapó. Luego se dirigió al arroyo. Red, con los ojos entrecerrados, había sido testigo de todos sus movimientos.

Cuando volvió de asearse, encendió de nuevo el fuego y empezó a hacer café, rápidamente el aroma de este despertó a Johnyboy y obligó a Red a hacer como que se despertaba. Johnyboy y Red se acercaron al arroyo, para asearse a su vez, el primero, desnudo, el otro con sus calzones largos.

– ¿Estás contento de haberte unido?– preguntó Johnyboy mientras se adentraba un poco en el agua.

Red permaneció en la orilla, sin fijar la vista en el joven, con gestos bruscos se echaba agua en la cabeza, en el pecho, frotándoselo casi con violencia.

– Sí– respondió lacónicamente.

Johnyboy se adentró un poco más en el arroyo, aunque ahora se había girado y lo hacía de espaldas. Red seguía frotándose duramente el cuerpo, como si quisiera arrancar de él algo que le molestara, pero no podía, pues aquello que tanto le trastornaba lo tenía dentro de su cabeza. Tanta agua se había echado encima que ahora la tela blancuzca de sus calzones se le había pegado a la piel, dejando entrever aquel rabo oscuro que estaba rodeado de un buen matojo de vellos negros, algo que llamó la atención de Johnyboy que, a pesar de la primera impresión, siguió con su charla.

– No es mucho a lo que nos exponemos, Red, supongo que ya lo sabes. Hay que tener imaginación para no emplear la violencia–. Por el contacto con el agua fría, Johnyboy encogía el vientre, lo cual hacía que su pecho se hinchara, haciéndolo parecer más fuerte de lo que estaba–. Si alguna vez nos cazan, cosa que dudo, solo seremos condenados a prisión.

Red seguía con sus movimientos bruscos, la mirada baja, intentando no pensar en nada, aunque algo aturdido pues se había dado cuenta de que no solo su cabeza estaba alterada sino también aquello que era el origen de su inquietud. Johnyboy interpretó aquella actitud como indiferencia.

– ¿Me estás escuchando, Red?

Al oír su nombre, Red dejó de hacer lo que llevaba un buen rato haciendo, levantó la vista y vio a su joven jefe, su mirada fija en sus ojos, pendiente de su respuesta.

– Tienes manchas en el vientre– fue lo que dijo Red.

Johnyboy, después de la sorpresa inicial, bajó la vista y efectivamente, comprobó algunas manchas blancuzcas sobre su liso vientre. Sonrió.

– Parece que esta noche lo he pasado bien.

Red también sonrió mientras contemplaba cómo Johnyboy se echaba agua y empezaba a frotar.

– Son muchos días ya sin mojar– dijo Johnyboy sonriendo con aquella sonrisa que lo iluminaba todo– . Por algún lado tiene que salir...

Y mientras decía eso empezó a acariciarse la polla.

– Sí, muchos días– repitió Red, quien había empezado a sentir aquel vértigo en la boca del estómago sin poder apartar los ojos de Johnyboy mientras este echaba hacia delante y hacia atrás el pellejo de su generoso nabo, afanándose en dejarlo brillante como un jarrillo de lata. Algo en los calzones del rudo jinete empezó también a moverse, algo a lo que el joven jefe tampoco era ajeno.

– Parece que no soy el único que echa de menos...

Pero no pudo terminar la frase pues la voz de Paul llamándolos para el desayuno lo interrumpió. Red se dio la vuelta y empezó a correr hacia donde estaba el fuego. Johnyboy se quedó mirándolo, viendo cómo aquellos calzones mojados traslucían un culo que, pensó, seguramente no solo habían cabalgado caballos.

Después de dar buena cuenta del desayuno en silencio, los tres tenían mucho apetito, encendieron unos cigarrillos y empezaron a charlar animadamente.

– Oye, Paul, ¿has vuelto a tener noticias de Nanny?– preguntó Jonhnyboy. Nanny era la mujer de Paul, según él le había contado alguna vez.

– No– contestó Paul– . Espero recibir noticias de ella en Dodge City.

– ¿Sabe que venimos a la ciudad?– preguntó Red un poco sorprendido.

– Sí, le escribí desde Denver.

– ¿Piensas reunirte con ella?– preguntó Johnyboy.

– Es lo que más deseo.

– Es lo mejor que puedes hacer– intervino de nuevo Johnyboy –. Eso y rehacer tu vida antes de que tu hijo se haga un hombre. Por cierto, ¿cuántos años tiene ya?

– Cumplirá dieciséis este otoño.

– ¿Y cuánto haces que no lo ves?– preguntó Johnyboy.

– Cinco años, desde que tuve que huir de Laramie– una sombra cruzó la mirada de Paul–. Más de una vez estuve tentado de regresar pero...

– Tienes que abandonar esta vida– sugirió Johnyboy–. Un hijo necesita a su padre, y más en esa edad. Te lo digo yo. Hazme caso.

En la mirada de los tres, el recuerdo de lo que la tarde anterior les había contado el joven.

– También vosotros deberías abandonar esta vida– indicó Paul, quizás llevado por su mayor experiencia y edad–. Podríais venir con nosotros, seguro que a Nanny no le importa. Lo digo en serio. Le he hablado mucho de vosotros.

Red bajó la vista, hacia su cigarrillo, del que ya apenas si quedaba un pequeño pucho; fumaba con ansia Red. No dijo nada, quien sí habló fue Johnyboy.

– Bueno, lo primero es lo de Dodge City; una vez que lo hagamos, esperamos un par de días y luego tiramos cada uno para un lado, y al año, como convenimos, nos encontraremos en El Paso. Ese será un buen momento para tomar decisiones.

– Estoy de acuerdo– intervino Red, fijando sus ojos en los del joven–. Cuando nos encontremos en El Paso, lo decidiremos.

– Me gustaría que no nos separáramos– dijo Paul, y solo él sintió una punzada en el pecho.

Realmente ni Johnyboy ni Red tenían la menor intención de rehacer sus vidas yéndose con Paul y su familia, cada uno por motivos distintos. Johnyboy tenía aún puestas sus esperanzas en recuperar su historia con el teniente Anderssen; después de licenciarse apenas tuvieron ocasión de verse, de hecho llevaban cuatro años sin encontrarse, lo del día anterior había sido una locura por parte de Johnyboy, se había arriesgado mucho el joven al acercarse a Goodland con la esperanza del aquel encuentro. En esos cuatro años, el teniente Anderssen no había dado muchas señales de vida, cierto es que la vida errante del joven como proscrito de la ley, bordeando la justicia, había impedido que se vieran más a menudo, algo que Johnyboy siempre lamentaba. Por su parte al teniente Albert las cosas en su ciudad no le iban todo lo bien que le hubiera gustado. Al licenciarse del ejército y llegar a Goodland se había encontrado con un panorama que no esperaba: Sean Brighton, un ranchero ya mayor, se había hecho prácticamente dueño de la ciudad, y había puesto sus ojos en el rancho familiar del exteniente. De todo esto Johnyboy apenas se pudo enterar el día anterior pues tuvo que salir huyendo de la ciudad, cuando lo reconocieron. Lo que sí tenía claro era lo que pensaba hacer con el dinero que sacara del banco: ir a Goodland, invertirlo en el rancho de Albert y vivir con él allí para siempre; si una vez este le había salvado la vida, ahora le tocaba a él hacer lo mismo.

Aunque eso no se lo iba a decir a aquellos dos, a aquellos dos les contó algo parecido pero en vez de hablar de Albert Anderssen, habló de una supuesta hermana del teniente, Donna Anderssen, de la cual dijo estaba perdidamente enamorado. Red, sin embargo, no tenía muy claro qué iba a hacer con su parte del botín. La vida de vaquero no le pesaba aún, incluso podía decir que le gustaba. No se veía cultivando la tierra o llevando ganado de un lado a otro del país, y menos trabajando para otros, ya eso lo había probado y había acabado escarmentado, de lo que buena cuenta daba la cicatriz que le adornaba la cara. Prefería la vida itinerante, la vida al borde, allí donde pudiera poner todos sus músculos en tensión.

– Quizás te tendrías que replantear lo del banco– sugirió Paul aún sabiendo que lo que iba a decir no sería del agrado del jefe–. Si tanto te gusta esa joven, deberías pensar solo en ella.

– ¿Y presentarme con una mano delante y otra detrás?–. El tono de voz de Johnyboy se había elevado–. Necesito ese dinero para rehacer mi vida lejos de aquí. Y lo voy a conseguir, ¿o es que te estás echando para atrás, Paul?

Los ojos verdes de Johnyboy fijos en los ojos de Paul.

– No, era solo un consejo.

– Pues guárdate tus consejos para tu hijo, Paul, los va a necesitar– le espetó Johnnyboy a Paul mientras se levantaba de un salto–. Y ahora, andando, ya está bien de charla.

Recogieron y ensillaron los caballos poniendo rumbo hacia Dodge City. Apenas si cruzaron palabras por el camino.

Dodge City tenía fama de ser un auténtico infierno, pero todo dependía de a quién se le preguntara. Si les preguntaba a los predicadores estos te decían que aquella ciudad era la viva imagen de Sodoma y Gomorra, sin embargo, cualquier tipo al que le gustara la diversión y los placeres más insólitos te diría que Dodge City era el paraíso. Cuando los tres vaqueros llegaron cerca ya del anochecer a la ciudad esta bullía con todo el ruido de una ciudad que se prepara para celebrar la noche. Los tres jinetes contemplaban el gran bullicio que había en las calles: jóvenes deambulando con la mirada brillante de deseo, mujeres a la puerta de los salones invitando a la gente a entrar en los locales en los que cada una trabajaba, vendedores ambulantes, risas, alcohol, música... Los tres forajidos sonreían viendo estas escenas.

– ¿Te acuerdas, Paul, del garito de Jacqueline?– preguntó Johnyboy.

– Creo que estaba en una de aquellas callejas– contestó Paul señalando con la cabeza un grupo de edificios que quedaban al fondo de la calle.

Hacia allí se encaminaron los tres jinetes. Cerca ya de lo que parecían ser todos locales de diversión, fue otra vez Jonhnyboy el que se acercó a una de las chicas y le preguntó por el local de Jacqueline.

– Ese de allí es– les dijo a los otros dos compañeros.

Acercaron sus monturas, descabalgaron y entraron en el local. Era un local no muy grande, con pocas luces, bien decorado, y atestado de hombres. Al hacer su entrada los tres vaqueros notaron en su rostro algunas miradas curiosas y otras severas de los clientes del bar. Delante iba Johnyboy, detrás le seguían Paul y Red. Era casi imposible acercarse a la barra para pedir una bebida, pero Johnyboy, quizás por la decisión con la que caminaba o por la reacción que su apariencia causaba en los demás, logró abrirse paso.

Tras el mostrador un joven de aspecto indio y una mujer no demasiado joven pero aún bastante atractiva prodigaban sonrisas a todos los clientes. Cuando vieron a Johnyboy, aquella sonrisa se hizo más amplia.

– ¿Sigue teniendo buen whisky, Jacqueline?

La mujer miró fijamente a Johnyboy y respondió.

– No solo tenemos el mejor whisky de la ciudad, vaquero, también tenemos otra cosa que solo nosotros podemos ofrecer.

En la voz y la mirada de la camarera había mucha intención y algo que la hacía muy atractiva, como un secreto que a uno le gustaría compartir. Johnyboy sonrió con aquella sonrisa que no solo era su mayor encanto sino también su mayor peligro. La mujer se le quedó mirando, sus ojos negros fijos en los ojos verdosos del joven.

– Tú y yo nos conocemos, ¿verdad?

– Procure recordar– dijo Johnyboy sonriendo.

Se veía cómo la mujer, sin dejar de fijar la mirada en el vaquero, hacía memoria.

– ¡Ya recuerdo! Eres Johnyboy.

– Mi nombre es Jerry, Jerry Freeman– la interrumpió Johnyboy –. Debe haberse confundido.

Eran muchos años detrás de una barra los que Jacqueline llevaba para no darse cuenta de que algo, aún no lo sabía, pasaba, así que le siguió el juego a Johnyboy.

– ¡Cómo no me voy a acordar de ti, Jerry! El joven y apuesto Jerry Freeman, de Cheyenne. Sigues tan apuesto aunque menos joven.

Johnyboy rió la ocurrencia de la camarera.

– Querrás decir menos niño, Jacqueline, y como todos los niños no he dejado de crecer– respondió.

– No lo dudo– contestó Jacqueline– aunque eso debería comprobarlo por mí misma. Hay mucho fantasma por aquí ¿sabes?

Volvió a reír Johnyboy la ocurrencia de Jacqueline, la verdad es que no había cambiado mucho; sí, se le veía más hecha, como decirlo, más mujer, aunque seguía conservando aquella frescura y descaro de los tiempos de Cheyenne.

La mujer acompañó a los tres vaqueros a una mesa del local, una de las más apartadas. Allí Johnyboy hizo las presentaciones y después de explicarle a Jacqueline qué le había llevado a Dodge City, negocios ganaderos, así le dijo, le preguntó por un sitio para pasar la noche.

– Es una lástima que vengas de viajes de negocios– le dijo la mujer– . Si vinieras en busca de trabajo, conmigo podrías trabajar y te aseguro que no te arrepentirías.

– Creo que me conoces lo suficiente como para saber que jamás volvería a trabajar en uno de estos locales.

Jacqueline no pareció sentirse ofendida.

– Jamás es una palabra muy corta que dura demasiado– contestó mientras lanzaba una penetrante mirada a Red, quien al notar la mirada de la mujer, era la primera vez que esta posaba sus ojos en los suyos, bajó la vista hacia el vaso de whisky que sostenía en su mano y se lo llevó a los labios.

A Jacqueline aquel gesto de timidez en un tío tan aparentemente duro como Red le gustó.

– ¿Tienes alguna habitación para nosotros?– preguntó Johnyboy.

– Y aunque no la tuviera, querido, os haría un huequito en mi propia cama– contestó con coquetería.

– Creo que no íbamos a dormir mucho– respondió Johnyboy.

– Bueno, eso dependería de vosotros, por lo que a mí respecta necesito diez horas diarias de sueño para lucir así, y un par de horas para retocarme, claro– replicó Jacqueline.

– Entonces ¿tienes alguna habitación disponible?

– Justamente hoy acaba de quedarse una libre, aunque la tendréis que compartir.

– Eso no es problema– contestó Johnyboy.

– Voy a decirle a una de las chicas que la prepare, mientras tanto invita la casa– dijo al tiempo que se levantaba y hacía un gesto con la mano hacia el chico de la barra.

Y diciendo esto se alejó dejando a los tres forajidos en aquella mesa apartada. Al poco tiempo llegó el chico de aspecto indio con una botella de whisky. No tendría más de veinte años, un corte de cara anguloso, con marcados pómulos, nariz pequeña y ojos negros y brillantes como el filo de un cuchillo, labios finos y la piel cobriza y muy lampiña, un torso menudo pero fibroso que ceñía una blanca camisa impoluta y un blanco delantal que le cubría prácticamente todas las piernas.

– Creo que esto es para ustedes, caballeros– dijo al llegar a la mesa.

– Gracias– respondió Johnyboy–. ¿Cuál es tu nombre, chico?

– Len– contestó el muchacho.

– Len– repitió Johnyboy–. Es un nombre indio, ¿no?

– Así es, señor.

– ¿Tiene algún significado?– preguntó Johnyboy.

El muchacho iba a contestar, pero la voz de Red se anticipó.

– Flauta, significa flauta.

Johnyboy y Paul miraron sorprendidos a su compañero, quien tenía la mirada fija en el chico.

– Efectivamente, señor, significa flauta– dijo el muchacho.

Entonces, Johnyboy alzando su vaso, dijo:

– Por Len... y por su flauta.

Los otros dos también habían alzado sus vasos chocándolos con el de Johnyboy.

– Muchas gracias, caballeros– respondió el joven mientras se retiraba.

Y de los tres jinetes, hubo uno que, después de apurar su vaso, no dejó de mirar cómo se alejaba el apretado culo del chico embutido en aquel largo delantal blanco.

Apuraron aquella botella y pidieron otra. Tenían sed los tres jinetes, habían sido cuatro duras jornadas de cabalgar, huyendo del sheriff de Goodland, así que ahora no tenían otra cosa que hacer que celebrar que, por fin, habían llegado a su destino, a Dodge City, la ciudad que iba a cambiar sus vidas. Estaban terminando la segunda botella cuando llegó Jacqueline, para decirles que la habitación ya estaba preparada. Así que los tres se levantaron de sus sillas con cierta dificultad, y acompañaron a la mujer, saliendo del local por una puerta interior que comunicaba el bar con el vestíbulo del hotel. Entre risas y paradas, subieron dos tramos de escaleras y llegaron por fin a una puerta. Al pasar por la primera planta, Jacqueline les comentó con una sonrisa en los labios.

– Estas habitaciones solo las alquilamos para urgencias.

No hacía falta que explicara más. Los tres entendieron perfectamente a qué se refería.

La habitación que les había asignado era amplia, tenía un par de camas, una más grande que la otra, y daba al callejón trasero, con lo que no llegaba el ruido de la calle principal.

– Tendréis que compartir cama, chicos– dijo Jacqueline– supongo que no os importará. El baño, lo tenéis al fondo del pasillo. Y si necesitáis algo, ya sabéis dónde me podéis encontrar. Para lo que queráis.

Y diciendo esto salió de la habitación dejando a los tres jinetes solos. Cuando se cerró la puerta, los tres se lanzaron hacia la cama más pequeña; a punto estuvieron de tirarla abajo. Cada uno decía que había llegado primero y que la cama era para él; no se ponían de acuerdo, rebujados como estaban, uno encima de otro, en una confusión de brazos y piernas, y en una mezcla de olores entre los que no solo predominaba el de whisky, sino también el de polvo y sudor.

– Yo soy el jefe– dijo al fin Johnyboy– así que yo soy el que me quedo con la cama.

Pero aquella propuesta no fue bien aceptada por los otros dos que rápidamente empezaron a quejarse y a protestar. El alcohol estaba haciendo de las suyas en las cabezas de los tres jinetes que con tanto barullo apenas si podían articular palabra.

– Habrá que jugársela– propuso Paul.

– ¿Jugársela?– preguntó Johnyboy.

– Jugársela– repitió Paul.

– ¿Y a qué nos la jugamos?– volvió a preguntar Johnyboy–. No tenemos cartas ni dados, y no creo que ninguno de los que estamos aquí tenga ganas de bajar otra vez.

Un brillo cruzó por los ojos castaños de Paul.

– Dispara primero– contestó fijando la vista en sus otros dos compañeros.

– ¿Dispara primero?– preguntó entre risas Johnyboy, a quien ese juego no le sonaba.

– Dispara primero, nos sacamos las pollas y empezamos a meneárnoslas, el primero que se corra, gana. ¿Nunca has jugado?– preguntó Red fijando sus oscuros ojos negros en los verdosos ojos de Johnyboy.

Johnyboy volvió a reír.

– ¿De dónde sacáis esos juegos, panda de...?

Pero no pudo terminar porque ya sus otros dos compañeros habían sacado sus respectivas pollas y habían empezado el juego.

– Eh, cabrones, esperad– gritó Johnyboy mientras se afanaba por abrirse la bragueta y sacar su polla.

Paul, que había propuesto el juego, lo tenía claro, no quería la cama individual, él prefería la cama compartida, siempre y cuando el otro fuera Johnyboy. Confiaba en que aguantaría sin correrse, lo único que tenía que esperar es que Johnyboy no se corriera el primero sino que fuera Red; lo que no sabía Paul es que Red había tenido la misma idea que él, es decir esperaba que fuera Paul el primero en correrse, y por lo que aquella mañana había visto, se figuraba que no duraría mucho.

Allí estaban los tres vaqueros, sentados en la cama individual de aquella habitación de aquel hotel. Paul, en uno de los extremos, agarraba entre su mano su polla gorda y corta, de la que sobresalía un capullo bastante rosado; aunque agitaba mucho su mano, apenas si esta rozaba el miembro, pues no quería ganar ni tampoco quería mirar a su izquierda, donde Johnyboy se afanaba en darle lustre a su nabo; sabía que si miraba, la visión del miembro del joven en todo su esplendor y tan cerca de él podía desencadenar un desenlace que a él no le convenía, por eso no se atrevía a abrir los ojos. A su izquierda, Johnyboy, por fin había logrado bajarse los pantalones y después de la sorpresa inicial, había logrado ya una importante erección, aunque esta todavía no había alcanzado todo su apogeo; tenía los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás, en su cabeza el recuerdo de aquella noche primera en la tienda del teniente Anderssen. Y al otro lado de la cama, Red intentaba domar aquella culebra tan oscura que no dejaba de pedirle que la vaciara; al igual que Johnyboy se había bajado los pantalones, y a diferencia de este y de Paul, tenía los ojos abiertos, aunque fijos en un punto indeterminado de la habitación, también la tentación de mirar a su derecha era grande, pero esperaba poder controlarse. Ya no se oían risas en la habitación, solo el sonido de tres manos que frotaban frenéticamente y algún que otro gemido, alguna que otra respiración entrecortada. Johnyboy intentaba por todos los medios que la imagen del teniente Anderssen cabalgándolo se apoderara de su mente, pero debido al alcohol, esta imagen desaparecía y aparecía, a pesar de que el joven no paraba de agitar aquel nabo que ahora, por fin, había logrado alcanzar todo su potencial; por eso y por buscar más rápido el placer se puso de pie, mientras con una mano seguía frotando su miembro con la otra empezó a acariciarse los huevos. Paul, que había sentido un movimiento a su lado, abrió los ojos movido por una instintiva curiosidad, y la visión, a escasos centímetros de su cara del nabo del joven, le impidió volver a cerrarlos; era más fuerte el deseo de ver cómo aquella polla iba adquiriendo un color tan especial y cómo aquellos dedos acariciaban, estrujaban, apretaban aquellos huevos forrados de una piel tan fina cubierta de tenues vellos dorados, y cómo luego uno de aquellos dedos se perdía detrás, buscando un placer que a Paul tampoco se le escapaba. Por eso mismo no podía dejar de mirar, ni tampoco podía dejar de menear su polla gorda y corta, porque es lo que le pedía su cuerpo, así que estaba a punto de darse por vencido, el pulso a mil, cuando oyó la voz de Johnyboy, más bien una especie de gemido, y vio cómo este tensaba el cuerpo, y aquella polla tan rotunda como una vara de zahorí escupía una leche blanca que iba a dar al suelo, momento en el que él mismo sintió que las fuerzas se le iban y un latigazo dulce le recorría la espalda haciendo que también acabara corriéndose sobre el suelo oscuro de la habitación, aunque era otra la imagen que tenía en su mente. La risa fresca de Johnyboy hizo que Red volviera al fin los ojos y se topara con el cuerpo semidesnudo del joven, en medio de la habitación, aún con media erección; vio las gotas de semen en el suelo, y al lado otras, y se topó con los ojos de Paul, en los que podría decir que había más decepción que satisfacción. Miró hacia abajo y vio que su polla, como una comadreja asustada, desaparecía entre su mano.

Así es como hicieron el reparto de las camas y así es como durmieron aquella noche, Johnyboy en su cama individual, arropado no solo por el whisky que había bebido sino también por el recuerdo del teniente Albert, y Paul y Red compartiendo la cama grande, ambos con la imagen de aquella polla que los había derrotado a ambos.

(Continuará)