Hombres marcados. Cap. 17. Atado, amordazado y ...

En el Oeste es mejor echar un polvo que morderlo...

Capítulo 17

Atado, amordazado y...

Llegó al hotel y entró en el bar. En una mesa, sentado, solo, estaba Red, una botella de whisky y un vaso medio lleno daban buena cuenta de su estado, de su lamentable estado.

– Red, no deberías beber tanto.

Los pequeños ojos negros del vaquero de la cara marcada se clavaron en los ojos verdosos de su joven jefe.

– Yo bebo lo que me da la gana.

Sabía Johnyboy de la tendencia a la bebida de este tipo que ahora apuraba el vaso, y de la necesidad que tenía de que se mantuviera sobrio aquel día, pues tenía claro que aquella noche llevaría a cabo su plan.

– Venga, deja ya de beber– le conminó mientras agarraba la botella y la apartaba.

– Dámela.

– Es mejor que no, Red, y tú lo sabes.

– Dámela.

– Red, es mejor que...

Pero no pudo terminar la frase. Ya el vaquero de la cicatriz en la cara se había puesto de pie y lo apuntaba con su pistola. Todos los que estaban en el local dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Detrás de la barra, el joven Len sentía cómo el corazón se le iba a salir del pecho.

– No hagas una tontería, Red– dijo Johnyboy.

– Dámela– respondió Red.

– Como quieras.

Y diciendo esto volvió a dejar la botella en la mesa.

– Y ahora lárgate, quiero estar solo.

Johnyboy se levantó y se alejó de allí, no es que le tuviera miedo a Red, es que se conocía bien y sabía que si se quedaba un segundo más, su compañero acabaría en el suelo con todo el plomo que su pistola contenía. Al pasar junto al mostrador, sus ojos chocaron con los ojos del joven indio, en los que se trazaba un gesto de agradecimiento.

Subió por las escaleras, para dirigirse a su habitación, a ver si la lectura del nuevo libro que le había prestado el hijo de Mr. Bradbury lo tranquilizaba, cuando de una de las puertas de la primera planta vio salir a Paul, quien estaba terminándose de abrochar los pantalones. Se sorprendió Johnyboy de encontrarse a su otro compañero, pero más se sorprendió cuando vio quién salió después de este, no era otra que Jacqueline, quien al ver al joven vaquero bajó la mirada. Siguió subiendo Johnyboy, abrió la puerta de la habitación y de un salto se tiró en la cama. Sacó el libro del bolsillo y empezó a leer.

Al momento llegó Paul, se sorprendió al ver a Johnyboy, tirado en la cama, leyendo un libro.

– Vaya, no sabía yo de tu afición por la lectura– comentó.

Johnyboy levantó la vista del libro.

– Parece que no soy el único que oculta algo– contestó.

No dijo nada Paul, sabía a qué se refería Johnyboy con aquel comentario. Se dirigió a su cama, se quitó la ropa hasta quedarse solo con aquellos largos calzoncillos y se tiró sobre las sábanas revueltas que había dejado Red. Tenía ganas de dormir, pues durante la noche no había pegado ojo, tan entretenido lo mantuvo Jacqueline. Los ojos se le cerraban pero la visión del abultamiento de la entrepierna de su joven jefe se lo impedía.

Aquel libro, Ovejas negras, estaba produciendo en el joven los mismos efectos que el que había leído la noche anterior. Así que, dándole la espalda a Paul, Johnyboy se abrió la bragueta, sacó su polla y empezó a meneársela. Por una parte estaba caliente, el libro lo había excitado, pero por otra parte también estaba muy cabreado, muy cabreado con Red y su actitud, actitud que podía echar a perder todo el plan. Siguió dándole al manubrio, con más empeño que ganas, la verdad, hasta que al fin se corrió, no mucho, pues no hacía ni una hora que se había vaciado casi entero en el jugoso culo de Frank Bradbury. Un hondo suspiro salió de su boca.

Paul había seguido toda la maniobra de su joven jefe, y a pesar de que se había sacado su polla y había intentado seguir el ritmo de Johnyboy, al final el sueño lo había vencido. Ahora roncaba apaciblemente, su rechoncho cuerpo extendido sobre las sábanas; de la bragueta del calzoncillo asomaba una polla gruesa y corta que poco a poco se iba encogiendo.

Mientras tanto, en el bar del hotel, sentado en una mesa, Red seguía bebiendo y ya se le notaban los efectos del alcohol. Su mirada tensa perseguía los movimientos del joven Len, ocupado en sus tareas de camarero, consciente pero indiferente a la mirada del vaquero de la cara marcada. Se abrió la puerta batiente que comunicaba el hotel con el local y aparecieron dos tipos, uno de ellos era el vaquero de la cicatriz en el cuello, cicatriz que ahora tapaba con el pañuelo rojo, junto a él caminaba otro tipo, otro vaquero, la cara marcada por un severo acné. Al ver a Red sentado en la mesa, el del pañuelo rojo le dio un golpe en el brazo. Siguieron andando y se sentaron en una mesa vecina a la de Red, pidieron una botella de whisky y empezaron a beber, sus ojos fijos en el rostro de Red, que seguía bebiendo.

– ¿Quép coniio miráis?– preguntó Red ya un poco harto de la persistencia de aquellas miradas.

– ¿Pasa algo, vaquero?– contestó el tipo de la viruela.

– Passsa que no pe guuta que mep miren– respondió Red arrastrando las palabras.

– Este es un país libre y uno puede mirar donde quiera.

– Síp, ya sép que a tu companiero lep gusta mucho mirar...

– ¿Qué estás insinuando, vaquero?– preguntó ahora el tipo del pañuelo rojo.

– Digooo que ya sep que tep guuta mucho mirar, pueno, eso y otrap cossa...– dijo Red apurando su enésimo vaso de whisky momento que aprovechó el tipo de la cara picada para arrearle un golpe en la cabeza con la botella.

Len, que en ese momento estaba de espaldas, se giró al oír el ruido de cristales rotos.

– No, pasa nada, muchacho– dijo el vaquero del pañuelo al cuello–. El tipo se ha desmayado.

Len no podía ver nada pues estaba detrás del mostrador, hizo un intento de salir pero el tipo volvió a hablar.

– No te preocupes, chaval, ya nos ocupamos nosotros de él, lo conocemos, es uno de los tipos que van con ese vaquero del bigote rubio, los de la habitación al lado de la nuestra.

Cogieron entre los dos a Red y lo sacaron del bar por la puerta que comunicaba con el hotel, subieron rápidamente las escaleras y lo metieron en su habitación, tirándolo al suelo. Red no se daba cuenta de nada, el golpe lo había dejado k.o.

– Venga, Norman, saca las cuerdas– dijo el tipo del pañuelo colorado.

Mientras su compañero iba a por las cuerdas, el otro empezó a desnudar a Red.

– Aquí tienes, Oswald.

Red estaba ya completamente desnudo; su larga y oscura culebra caía lacia entre sus recios muslos.

– Ve atándolo– conminó Oswald al tipo de la cara picada, mientras se bajaba los pantalones, se sacaba el rabo y empezaba a meneárselo.

Norman fue pasando la áspera cuerda por el cuerpo de Red, apretándola y entrelazándola por los recios aunque desmayados miembros del vaquero de la cicatriz en la cara, quien afortunadamente no se daba cuenta de nada.

Una vez que estuvo completamente inmovilizado, Oswald, que ya presentaba una importante erección, le dijo al vaquero de la cara picada que pusiera a Red boca abajo. Le dio la vuelta este y Oswald se tumbó encima, empezándose a frotar contra las cachas distendidas de Red.

Norman al ver lo que su compañero estaba haciendo, se sacó su polla, se arrodilló junto a la cara de Red y empezó a meneársela.

Seguía frotándose con insistencia Oswald, pasando su verga hinchada sobre la raja del culo de Red, mientras su compañero Norman no dejaba de mirar y de pajearse a su vez. Empezó Oswald a correrse, un reguero de líquido blanco sobre el velludo culo del vaquero de la cara cruzada, visión que provocó que también Norman se viniera sobre la boca entreabierta e inconsciente de Red.

Se levantaron los dos del suelo y chocaron sus aún chorreantes pollas, mientras sus bocas se fundían en un húmedo beso.

– El señor Brighton se va a poner muy contento, Oswald.

– Sí, muy contento, Norman

Y diciendo esto se tiraron en la cama, dejando a Red en el suelo, desnudo, atado, y posiblemente algo escocido.

Los diez capítulos restantes continúan en

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