Hombres marcados. Cap. 16. La marca de un buen ...

En el Oeste es mejor echar un polvo que morderlo...

Capítulo 16

La marca de un buen recuerdo

Allí, en la puerta, estaba el joven Len, con un escueto calzón por toda vestimenta. No dijo nada, no hacía falta, tal como había abierto la puerta, la cerró detrás de sí.

– ¡Estos putos indios!– exclamó el tipo de la cicatriz en el cuello.

Red le echó una mirada y su mano izquierda agarró con fuerza lo que aún seguía tieso entre los muslos del tipo, retorciéndole los encogidos huevos con toda la fuerza de que fue capaz. Cayó el sujeto al suelo entre gritos de dolor. Red salió de la bañera, el agua se escurría por su pie desnudo, un pie que apretaba ahora el cuello del vaquero.

– ¿No decías que algo tendría que hacer?

Presionó ligeramente el pie y descargó con el otro una patada allí donde más parecía retorcerse el otro. Tomó una toalla, recogió del suelo los sedosos calzones y dando un portazo salió del baño.

Cuando llegó a la habitación, Johnyboy ya se había despertado.

– Vaya cara que traes– comentó al ver aparecer a Red, quien no contestó nada. Se limitó a irse hacia la cama, mientras empezaba a secarse de espaldas a su joven jefe. Los ojos de Johnyboy se fijaron en aquel cuerpo apretado y moreno, y en aquel culo de cachas tan estrechas. En esa visión se recreó un rato hasta que la tela blanca de unos sedosos calzones le impidió seguir disfrutando de tamaña vista.

– Te espero abajo– le dijo Red antes de salir una vez vestido.

– No, no me esperes. Tengo un último asunto que resolver.

Salió pues el vaquero de la cara marcada, dejando en la habitación a un Johnyboy turbado aún por la visión del culo de su compañero.


Al salir a la calle, se sorprendió Johnyboy de la animación que había. Aquella ciudad nunca paraba. Carros con mercancías y diligencias cruzaban la polvorienta calle, mujeres arregladas evitaban el paso de los caballos, pistoleros apostados en las paredes de los bares, con sombreros calados hasta los ojos, atentos a lo que solo ellos sabían, chicos que portaban libros atados con cuerdas, marchando hacia la escuela, un auténtico enjambre de seres humanos como laboriosas hormigas, cada uno cumpliendo con su trabajo.

Respiró hondo Johnyboy el fresco aire de la mañana y con paso decidido se acercó a la sucursal bancaria, donde esperaba conseguir lo único que le faltaba para llevar a cabo su plan. En un bolsillo trasero del pantalón, el libro que la noche anterior le había prestado Mr. Bradbury y que él había logrado terminar aquella misma noche, después de mucha lectura y alguna que otra paja. Le había sorprendido la historia que el libro narraba, no sabía él que ese tipo de historias se pudieran escribir. Al fin había dado con un libro que contaba la otra realidad del oeste.

Entró en la sucursal del banco, donde no había mucha gente. Vio las tres ventanillas abiertas, atendidas por un par de hombres calvos y por una chica. Se acercó a la chica, se presentó y solicitó ver al director de la sucursal, Mr. Bradbury. La chica, embelesada por el encanto de aquella sonrisa que se dibujaba debajo de aquel fino bigote rubio, le contestó que Mr. Bradbury no se encontraba en su oficina, que quien estaba allí era el joven abogado Frank Bradbury, hijo de Mr. Bradbury, y que si era tan amable de esperar un minuto ella se podía acercar a preguntarle si lo podía atender. Contestó Johnyboy que no le importaba que lo atendiera el hijo y que fuera a preguntar. Regresó al minuto la chica y le dijo que el abogado le atendería, echándose a un lado para que el joven jinete pasara. No se le escapó a Johnyboy el roce de los pechos de la chica sobre su torso cuando se cruzaron, y solo por eso le regaló otra de sus encantadoras sonrisas.

Llamó a la puerta del despacho.

– Entre– exclamó Frank Bradbury, a quien el anuncio de la presencia del joven vaquero le había provocado cierto nerviosismo.

Entró Johnyboy y se encontró con el hijo de Mr. Bradbury. Frank se había puesto de pie y ahora extendía una mano delgada y blanca. Se acercó Johnyboy y estrechó la cuidada mano, apretándola quizás un poco más de la cuenta. El joven abogado percibió de nuevo otra vez aquel estremecimiento que ya había sentido el día anterior.

– Siéntese.

Johnyboy, antes de sentarse, sacó el libro que llevaba en el pantalón trasero y lo dejó en la mesa. Los ojos de Frank se posaron sobre la cubierta, y Johnyboy se dio cuenta de que la nuez de este subía y bajaba en una rápida oscilación y que un cierto rubor se había dibujado en el rostro del letrado.

– Vengo a devolverle esto a tu padre. Me lo prestó ayer.

– Sí,lo recuerdo– tembló la voz de Frank–, aunque no sabía yo exactamente qué libro le había dejado.

– Pues este es– intervino de nuevo Johnyboy, volviendo a cogerlo entre sus manos.

– Y ¿qué tal? ¿Le ha gustado?

– Mucho– respondió Johnyboy–, no me lo esperaba así. No sé si tú lo has leído...

El rostro del abogado volvió a encenderse.

– Bueno... yo... en fin... y esto debe quedar entre nosotros, sí... lo he leído, cuando era un muchacho...

– ¿Por qué tiene que quedar entre nosotros?– preguntó curioso Johnyboy– ¿Qué malo hay en leer?

– Bueno... verá... estos libros... en fin... mi padre... estos libros no los tiene muy a la vista, no sé si se fijó usted de dónde lo sacó...

– Sí –respondió Johnyboy– de ahí, de la balda que más pegada está al suelo.

– Un sitio incómodo y poco accesible a la vista ¿verdad?– comentó el joven abogado.

En el rosto de Johnyboy se dibujó una sonrisa, aquella sonrisa hizo que algo en el pecho del letrado empezara a revolotear.

– Seguro que tú sabes de otro libro, del mismo estilo que este, que me pudiera gustar.

– Bueno... no sé yo... si es una buena idea... quizás a mi padre no le agrade... no sé yo...

– No tiene por qué enterarse. Puede quedar entre tú y yo– contestó Johnyboy con aquella sonrisa que se esbozaba en su agraciado rostro–. Hay cosas que los hijos no deben contar a los padres...

– De acuerdo –dijo Frank– levantándose de su silla y dirigiéndose a la librería. Johnyboy se levantó también y lo siguió.

El joven abogado, a diferencia de su padre, no se acuclilló, sino que echó medio cuerpo hacia delante, mientras empezaba a remover algunos libros. Johnyboy aprovechó aquella postura para ponerse muy cerca del tipo, tan cerca que ya su cadera rozaba la tela que cubría el culo del joven abogado, quien no fue ajeno a la ligera presión que detrás de sí se estaba produciendo. Sus dedos empezaron a temblar un poco.

– Tal vez este– dijo intentándose incorporar, cosa que no pudo hacer pues el torso de Johnyboy,que se apoyaba sobre su espalda y el rostro que descansaba en su hombro, se lo impedía.

– ¿Ese? ¿de qué va? –preguntó Johnyboy, sus ojos detenidos en el título: Ovejas negras.

– Pues trata– empezó a decir Frank con la voz cada vez más temblorosa– trata de un joven de buena familia... un chico que... bueno... él nunca ha tenido tratos con... vaqueros... y de regreso a la casa familiar... un verano... conoce a un nuevo empleado que acaba de llegar al rancho... un tipo misterioso, con una marca de nacimiento en... en...

Pero no podía continuar, tanta era la excitación que sentía teniendo aquel rostro tan cerca del suyo, aquel cuerpo tan pegado del suyo, y aquella mano, la mano de Johnyboy, que le recorría la raja del culo.

– ¿Aquí?– oyó la voz del vaquero.

Fue oír aquella palabra y desencadenarse todo. Las manos del joven jinete se habían aferrado a su cadera, y ahora tiraban hacia sí, lo que provocó que él quedara aún más inclinado sobre la librería. Con una rapidez que el joven abogado jamás hubiera sospechado, vio cómo sus pantalones y sus sedosos calzones blancos caían al suelo y cómo una mano, algo rasposa pero muy diligente, empezaba a menearle su blanca y ya empinada polla, mientras otra mano le recorría la raja del culo y con dedos igual de rápidos empezaba a separar una carne sonrosada y ardiente.

Los ojos del joven vaquero no fueron ajenos a unas marcas que cruzaban aquella blanca piel, marcas como huellas de un carro que atravesara la nieve. Pero ahora era otro su deseo, y sus dedos curiosos se afanaban en conseguirlo.

– Vaya, parece que esto está bien entrenado– susurró Johnyboy en el oído del joven abogado, haciendo que este volviera a sentir una ola de calor.

Siguió Johnyboy meneando la polla blanca, y trabajando aquel tierno agujero, cuando con el mismo ímpetu se desabrochó la bragueta y extrajo su dispuesto miembro, en cuyo cipote brillaba ya una ligera y pegajosa perla. Sabiendo lo que se le venía encima, el joven abogado colocó un pie en una de las baldas de la librería, a fin de recibir lo que ya había intuido la noche anterior que encerraban aquellos pantalones. No, no se había equivocado, las proporciones de aquel tranco a duras penas lograban encajarse en sus blancas y dispuestas carnes. A eso se puso Johnyboy mientras con una mano seguía meneando el nabo de Frank, a quien la vida parecía írsele, cuando sentía sobre su nuca los suaves bocados que el joven vaquero le daba, casi coincidiendo con cada embestida, embestida que cada vez eran más frenéticas, embestidas que cesaron con una sucesión de temblores, que le quemó las entrañas a la vez que le vaciaba entero, salpicando los lomos de los libros, la madera de la librería y la mano del vaquero que apretaba ahora con turbadora presión sus limpios y colgones huevos.

Cayó rendido sobre los libros el joven abogado y sobre él el jinete que lo había montado, a quien aún algún temblor levemente agitaba. Johnyboy mordía con los labios la oreja de aquel tipo a quien en menos de veinticuatro hora habían cabalgado dos de los vaqueros más buscados de la zona. Las manos rudas de Johnyboy seguían recorriendo el torso del joven abogado, deteniéndose suavemente en su agitado vientre, trazando pequeños círculos mientras le susurraba tiernas palabras en su oído. Frank intentaba girarse buscando los labios del vaquero, hasta que por fin pudo besarlos, al tiempo que aspiraba todo el olor acre que de este se desprendía. Se separó el vaquero no sin antes echar un vistazo a la grupa del caballo, sobre la piel blanca veteada de líneas rojizas aún quedaban restos de la reciente cabalgada; tomó papel secante que había en la mesa y limpió suavemente aquellas muestras de deseo aún calientes. Frank se dejaba hacer, pensando que nunca antes lo habían follado tan salvaje y tan tiernamente a la vez. Johnyboy se cerró la bragueta y se apoyó en la mesa, contemplando cómo el abogado se recomponía las ropas. Estaba este subiéndose los calzones cuando Johnyboy reparó en la delicada tela de que estaban hechos.

– Me gustaría llevármelos... como recuerdo– añadió.

El joven abogado se sorprendió de la petición a la vez que le alegró, pues pensó que aquel gesto confirmaba lo que durante tanto tiempo había estado esperando: un vaquero que escondía un alma sensible, un buen lector y un tipo sentimental, que seguramente le daría buen uso a su prenda.

Frank Bradbury se sacó los calzones y se los alargó a Johnyboy quien en agradecimiento, antes de guardárselos en el bolsillo de su pantalón trasero, los olió.

– Gracias.

Y tomando el libro que estaba en el suelo, salió el joven vaquero del despacho. Los ojos de Frank no podían dejar de mirar el ceñido pantalón de Johnyboy, de uno de cuyos bolsillos asomaba un trozo de blanca tela.

(continuará)