HISTORIAS PARA SUSURRAR.: La Brigada de la Getapo.

Segunda parte y final.

LA BRIGADADELA GESTAPO (segunda parte).

Segundo día.

A las ocho y media, el cabo Nurson entró en el dormitorio de las arias, como habían empezado a llamarlo, y despertó a las chicas, retirando mantas y palmeando traseros.

—    ¡Vamos! ¡Arriba, dormilonas! Os quiero duchadas y vestidas con vuestros uniformes en veinte minutos. Después, bajaréis al comedor para el desayuno. ¡Andando! – clamó el grueso carnicero, con su grave voz.

El personal de cocina había sido levantado una hora antes, para preparar un buen desayuno para la Brigada y luego encargarse de las chicas arias. Cereales, leche, té, y fruta, así como una buenas dosis de Loto Azul entre sus componentes. La droga no tenía color y tan solo un toque dulzón en su sabor. Combinaba con cualquier cosa y afectaba tanto al umbral del dolor como a la libido. El Dr. Hoffman estaba muy contento con su creación, a la que llevaba dedicado casi dos décadas. La había probado con toda clase de animales y funcionaba plenamente. El cabo primero Ainass y el soldado Monné le habían ayudado con sus primeras pruebas con humanos, tanto hombres como mujeres. Las discotecas eran su terreno preferido. Salvo algunos sarpullidos alérgicos en un dos por ciento de los individuos, no hubo más reacciones contrarias.

Pero el pacto desató la urgencia de la Brigada y ya no había más tiempo para pruebas. Tendría que probarse durante la misión y comprobar los efectos in sitú. Un valor añadido al Loto Azul era la potencia sexual que imponía a los sujetos varones, sobre todo si se inyectaban una dosis muy calculada, una dosis que la doctora había transformado en píldoras, tres días antes. Endurecía el pene como la Viagra, pero permitía varias eyaculaciones seguidas, así como aceleraba la creación de esperma.

El inválido doctor se sentía muy orgulloso de su logro, sólo echaba de menos no poder asistir al reconocimiento de la élite. Era algo que echaba de menos desde que le otorgaron la medalla Clarkson de la Sociedad Mundial de Farmacología, en Boston, en 1984. Los campos en los que se podía utilizar su droga, cambiando tan sólo algunos de sus compuestos bases, eran muy variados. Podía servir de anestésico, de analgésico, de supresor depresivo, de conductor anímico para cualquier proceso reproductivo, de agente persuasor seudo hipnótico… y todo eso, sólo en una primera fase.

Cuando las chicas arias bajaron al comedor, se dieron cuenta que solo estaban ellas para desayunar. La Brigada ya lo había hecho y tan sólo dos soldados estaban pendientes de ellas. De sus otras compañeras, las que habían sido encerradas con los adultos, no había ni rastro. Habían estado hablando entre ellas, durante la ducha. Había quedado claro que ellas habían sido escogidas por ser caucásicas, o sea blancas, y habían sido las primeras en ser violadas. ¿Eso quería significar algo? Ninguna de ellas estaba segura. Unas pensaban que esos nazis sólo querían tener relaciones con chicas caucasianas, otras que fueron las primeras en ser castigadas y que las cosas irían a más.

Todas estaban asustadas, pero, al mismo tiempo, muy emocionadas, aún sin saber el motivo. Más de una se había hecho un rápido dedo bajo los chorros de agua caliente, al rememorar lo que había experimentado aquella noche, tanto en uno como otro dormitorio.

Mientras las chicas desayunaban, el personal de cocina hizo el desayuno para aquellos que quedaron encerrados. Las mujeres del personal fueron las encargadas de subir los grandes termos de leche y té, fruta, pastas y diversa bollería, así como nuevas garrafas de agua. Esta vez no hubo somnífero en el agua, pero sí Loto Azul, tanto en la comida, como en esas nuevas garrafas.

La doctora llamó la atención de las chicas que desayunaban en el comedor con un par de palmadas.

—    ¡Atended, chochitos! – las llamó con sonrisa divertida. – No vamos a encerraros de nuevo. Podéis usar la biblioteca, el gimnasio, o la sala común para ver la tele o lo que queráis. No intentéis salir al exterior. Las puertas están selladas y minadas. Todas tienen explosivos. ¿Comprendido, perras?

Todas asintieron, con ojos asustados. Las pretensiones de aquellos maníacos aún no estaban claras. La verdad era que imponían mucho con aquellos uniformes antiguos y trágicos. Las altas botas oscuras dejaban un sonido seco y amenazador al resonar contra el suelo. Las fustas en aquellas manos enguantadas… la visera de las gorras sobre los ojos crueles… las armas que no dudaban en ser utilizadas… todo llevaba al miedo y al respeto.

Aunque tenían permiso para recorrer todo el internado, las chicas arias prefirieron mantenerse juntas, en la sala común. Y fue allí donde se dirigió el soldado George Bassner, el divorciado albañil en paro, mientras se echaba a la boca una de las pastillas de Loto Azul.

Las chicas estaban viendo la tele, otras jugando a un juego de tablero en una mesa. Las contempló, una a una, buscando quien le atrajera más en aquel momento. Una chica de pelo oscuro y vivos ojos de un tono miel, fue la elegida. Era de una estatura bajita y complexión esbelta, y, además, poseía una graciosa nariz respingona que atrajo vivamente la atención del soldado.

—    Tú… ¿cómo te llamas? – la señaló con un dedo, acercándose.

—    Patty, señor – dijo, poniéndose en pie. Las chicas que la acompañaban en el sofá, viendo un programa en la tele, intentaron alejarse lo más posible de su compañera, aunque sin atreverse a ponerse en pie.

—    Quítate las bragas, Patty.

—    ¿Cómo… señor? – balbuceó ella, tomada por sorpresa.

—    Que te quites las bragas, coño. Las bajas por esas piernas bonitas y me las das en la mano, sin quitarte nada más – dijo él soldado, alargando la mano.

Ella asintió y metió la mano bajo su falda, bajando la cinturilla con rapidez. Era consciente de la mirada de sus amigas, miradas huidizas, temerosas, y quizás, un tanto ansiosas. Entregó la prenda íntima, procurando no alzar la mirada y contemplar aquellos ojos llenos de lujuria.

—    Bien, ahora ponte de rodillas sobre el sofá, las manos en el respaldo, el culito bien levantado, como una perrita buena. ¡Vamos! – la increpó el hombre.

Tragando saliva, Patty obedeció. Notó que sus rodillas temblaban al clavarlas en el asiento y su corazón había empezado a ir a doscientas pulsaciones al menos. El soldado alzó su faldita a cuadros y sobó largamente las bonitas nalgas. La mente de Patty se llenó con el recuerdo de la noche anterior, esa larga follada a la que la sometió el grueso compañero de aquel tipo. Creyó ahogarse debajo de él, oliendo su acre sudor, escuchando el traqueteo de la litera, y, finalmente, aferrándose tímidamente a las carnes masculinas cuando el gustazo barrió, de un golpe, todas las ñoñerías de su puritanismo familiar. Aunque no lo reconocería nunca de forma consciente, disfrutó como una cerda, y temía que, ahora, ante sus compañeras, hiciera lo mismo.

El soldado, a su espalda, se desabrochó la guerrera y la arrojó sobre las piernas de una de las chicas que estaba sentada al lado de Patty. Dejándose los tirantes, desabotonó la bragueta y sacó un henchido pene que clamaba por un agujero caliente. Apuntaló el glande entre las nalguitas, buscando la entrada de la vulva, y Patty dejó escapar un murmullo:

—    Oh, Dios, por favor… por todo tu infinito amor… no dejes que me la meta… de golpe… por favor, Dios…

Pero, al parecer, nadie la escuchó, porque aquel miembro se clavó en sus carnes sin prisas pero de forma continua. Patty llevó una mano atrás, apoyándola en el vientre del hombre, en un vano intento de frenar algo la penetración. Sin pensarlo, le miró a la cara y, en ella, contempló la más absoluta depravación del demonio. El hombre se mordía el labio a medida que tocaba fondo y hacía surgir un tremendo gemido de los labios de la chica.

—    Por favor… por Dios – musitó ella, prendida en aquellos ojos sin piedad.

El soldado sacó casi todo su miembro del estrecho coñito, para volver a hundirse en él, sin violencia, pero firme. Patty apartó la vista, apoyando la frente en el filo superior del respaldo. Un nuevo envite sacudió sus caderas. ¡La estaba violando con toda impunidad ante las atónitas miradas de sus compañeras, y, lo peor de todo, es que no podía ocultar el placer que estaba empezando a notar!

—    Por favor…

—    ¿Por favor, qué, puta? – le preguntó el soldado, inclinándose un tanto sobre ella.

—    Con más fuerza, señor – susurró. – Fólleme más fuerte…por favor…

—    Así me gusta, niña. Las cosas claras y el semen espeso – se rió él, aumentando el ritmo.

—    Ah… ah… ah… -- suspiraba la chiquilla, a cada clavada, con los ojos cerrados y una tenue sonrisa en sus labios.

A su lado, las compañeras se levantaron con cuidado, dejando la sala de puntillas, alejándose del peligro de ser también atrapadas. El soldado Bassner las contempló escaqueándose y sonrió. No irían muy lejos con sus compañeros estaban rondando por ahí…

Atrapó el oscuro pelo de Patty y lo utilizó como rienda para profundizar aún más en su vagina. Ella bajó la mano que tenía colocada sobre la camisa de él y tiró de una de sus nalgas, para abrir más el camino para el hombre que la estaba deshonrando.

Unos metros más allá, en el pasillo, Romina Jefferson, una dulce rubita de quinto de secundaria, había sido frenada al escapar de la sala. El sargento Ruddart, sin guerrera y con los tirantes colgando como colas a su espalda, la retuvo por el pelo, mirándola a los ojos.

—    ¿Dónde vais corriendo, niñas?

—    Es que… uno de los suyos está… – señaló con un dedo hacia atrás, la cabeza ladeada por el tirón de pelo.

—    ¿Está qué?

—    … follando, señor. Está follándose a Patty en el sofá – el sargento sonrió ante tal candor.

—    Y eso vosotras no queréis verlo, ¿cierto?

—    Es para dejarles intimidad, señor – contestó Romina, intentando buscar una salida.

—    Muy consideradas. Anda, ven aquí que también vas a tener lo tuyo – la mano la atrajo y otra se posó sobre su pecho, desabotonando lentamente los pequeños botones de su blanca camisa, justo debajo de la corbata escolar. – Ay, putita, ¡no llevas sujetador!

Metió la mano por el hueco que había dejado, aferrando un tierno pechito muy blanco. El pezón rosado reclamó su atención, muy apetitoso, por lo que lo pellizcó fuerte varias veces, haciendo gemir a la chiquilla.

—    ¿Por qué no llevas sostén, niña? – le preguntó, acercando su rostro al de ella.

—    Mi taquilla está en el dormitorio C, señor. Allí están las otras chicas encerradas. Mi ropa interior estaba sucia y… no me la he puesto, tras la ducha.

—    ¿Tampoco llevas bragas?

La chiquilla negó con la cabeza, bajando los ojos. El sargento se rió fuertemente, y besó los labios femeninos.

—    Ya lo dijo el doctor que os pondríais putas, putas – murmuró sobre los labios de ella.

Su lengua entró como un misil en la boca de Romina, buscando la de la chiquilla. Ésta, tímidamente, se la entregó y, al poco, estaba uniéndose y retorciéndose contra la de él.

—    Vamos, niña, es hora de una buena mamada. Arrodíllate – la empujó hacia abajo, de un hombro, y, sin tener que decirle nada, Romina se afanó con los botones de la bragueta masculina.

A pesar de demostrar no tener ninguna experiencia en felación, Romina atrapó ansiosamente la polla del sargento en cuando salió a la luz. Ya estaba bien morcillona, por lo que no tuvo ni que sujetarla con la mano. Su boca aspiró el glande y su lengua se atareó arriba y abajo. Como no llegaba bien a mamar el miembro, la chiquilla se puso de cuclillas. Entonces sí aferró la base de la polla y tragó cuanto pudo.

—    Levanta esa faldita y déjame ver tu coñito, zorrita.

El sargento la atrapó del pelo, formando una coleta con la cabellera aferrada, y la inclinó un poco hacia atrás para poder echar un vistazo al pubis pelado y desnudo. Pudo entrever un grueso labio que se abría como una flor entre sus piernas. La chiquilla ya estaba dispuesta a lo que fuera, y eso significaba que el Loto Azul funcionaba muy bien.

Sonrió y con un empellón de cadera, se hundió en aquella dulce boca hasta la garganta.


El capitán Stromber había encontrado una botella de buen whisky en uno de los armarios del profesorado y se habían servido unos tragos tras la cena. Se encontraban en el comedor, con la mesa aún llena de platos vacíos. Muchos de ellos tenían los tacones de las botas apoyadas sobre la lustrosa madera, mirando la escena que sucedía al final de la larga mesa.

Se habían pasado todo el día cazando a las chicas por todo el internado, en un juego excitante tanto para ellos como para las niñas. Uno las espantaba hacia un ala, otro acosaba a una o dos de ellas, dejando que las demás se moviera, se escondiera, como un rebaño de antílopes huyendo de un depredador.

Por eso mismo, en vez de merienda, ordenaron darles la cena a todas las chicas y enviarlas a dormir. Esa noche las dejarían dormir. Sin embargo, para su diversión, habían recurrido a los dormitorios de las no aptas. Era el momento de empezar a usarlas. Con ellas no tenían que hacer fichas ni nada por el estilo, sólo elegir y usar.

Bajo amenaza de sus armas, obligaron a dos profesores montarse a dos monjas maduritas, delante de las alumnas. Las desnudaron, dejando la toca de la cabeza, que cubría sus cortas cabelleras, y los dos hombres, alimentados con Loto Azul, no se lo pensaron dos veces. Tras unos cuantos correazos y un buen trancazo, las señoras de Cristo comenzaron a menear las caderas, aún en contra de sus principios. Sus cuerpos pudieron con sus almas, y acabaron retozando sobre las literas, abrazadas a sus amantes.

Las alumnas y otros adultos asistieron al morboso espectáculo en silencio, más de uno conteniéndose para no llevar una mano a la entrepierna. Los que estaban en los otros dormitorios, no pudieron ver todo eso, pero sí escucharon los quejidos amorosos y los gritos y amenazas de la Brigada.

Con el ánimo bien elevado, los neo nazis eligieron a una profesora, tras ver las fichas de la madre superiora. La señorita Grosman, profesora de Literatura, procedía de familia judía, pero se había pasado al catolicismo para ser aceptada como profesora en el internado. La sacaron a empujones de uno de los dormitorios.

Se trataba de una mujer de mediana edad, pintada de rubia, con ojos oscuros y una nariz operada. Protestó bastante hasta bajar al comedor. Cuando la acusaron de ser judía, ella lo negó, pero le presentaron la ficha personal de la directora, en la que se estipulaba su cambio de religión. Entonces, se echó a llorar largamente. Incluso cuando la desnudaron, siguió llorando, sin oponerse.

Tenía un buen cuerpo, bien cuidado y tonificado, de senos medianos pero pesados, caderas bien formadas y un pubis casi sin vello. Hederman y Collins trajeron un soporte metálico redondo de uno de los cobertizos, que descubrieron el día anterior, y lo colocaron como si fuese un poste o un pilar, usando los extensores de los extremos para que alcanzara el techo. Ataron allí a la señorita Grosman, totalmente desnuda, mientras cenaban.

El sargento Ruddart se dedicó a tirarle tenedores contra sus senos, intentando clavarlos, algo que no consiguió ninguno de los que probaron, pero que dejaron el pecho y vientre de la pobre mujer lleno de moretones. Cuando llegó la tertulia, todos los cigarrillos fueron apagados en su cuerpo, usando principalmente los pezones, el vientre y el pubis.

Al principio, como era natural, la señorita Grosman, de nombre Elaine, chilló y retorció su cuerpo, pero, a medida que el Loto Azul se hacía más espeso en su sangre, cambió los gritos por gemidos y quejidos más apagados y sensuales.

Cuando el capitán Stromber se acuclilló a su lado y le metió un dedo en el coño, lo encontró totalmente mojado. Además, la señorita Grosman sudaba copiosamente por la frente, axilas y pecho. Su respiración era ronca y jadeante.

De inmediato, comenzó la atención personal de todos los miembros. La expusieron a sus deseos más dañinos y enfermizos, como perforarle los pezones, aprisionarlos con pequeños cepos o pinzas, usar agujas en diferentes partes de su cuerpo, como bajo las uñas, en las rótulas, los nervios del cuello y de las axilas, o el propio sexo, y, finalmente, le aplicaron diversos grados de corriente eléctrica, con una dinamo.

Eso fue lo que la llevó a la muerte, en medio de un enésimo y tremendo orgasmo que la electricidad provocó.

Tercer día.

El tercer día amaneció lloviendo abundantemente. Se pasaron todo el día en los dormitorios de las no aptas, formando grupos de pruebas para el doctor Hoffman. Se trataba de averiguar donde estaban los límites en los que el Loto Azul ya no cambiara el dolor por placer.

Para ello utilizaron dos grupos de control, compuestos por adultos, profesores y monjas, hombres y mujeres – tuvieron la buena idea de no usar el personal de cocina –, y otro de jovencitas, para probar sexo y edad.

El experimento consistía en sentar a varias personas desnudas en taburetes, cara a cara, formando un círculo. Sus manos estaban atadas a las vigas del techo y los pies a las patas de los taburetes, dejando las piernas encogidas y abiertas, el cuerpo estirado, y el sexo expuesto.

Había un círculo así en cada dormitorio. Los hombres de la Brigada se paseaban de dormitorio en dormitorio, realizando pruebas – torturas, más bien – a los integrantes de cada círculo, comprobando cuanto podían resistir, o si el Loto Azul cambiaba la percepción del dolor.

Cuando uno de los sujetos se desmayaba o moría, pues se llegó a cortar dedos y extremidades, así como profundas punciones para experimentar, se colocaba otro en su lugar. Las demás personas de cada dormitorio eran obligadas a contemplar la barbarie y se cagaban de terror cuando tenían que elegir un nuevo sujeto.

De vez en cuando, el morbo entre los de la Brigada llegaba a ser tal que tenían que correrse con uno de los sujetos de prueba o bien con algún testigo. Un polvo rápido y brutal, una descarga, y vuelta a empezar con las pruebas.

El grupo que obtuvo las mejores puntuaciones fue el de las alumnas. La edad parecía recibir mayor influencia en la respuesta al Loto Azul. El dolor era antes convertido en placer y duraba más. Sus respuestas emocionales también eran más acusadas, así como su grado de lujuria, quizás por tener menos experiencia vivida.

Dos de ellas, una chica negra llamada Latla Obengui, y otra amerinipona, Julie Nikima, murieron por heridas graves, en el transcurso de la prueba. Una de ellas tuvo hasta tres orgasmos peri mortem, cuando sus tripas se derramaron a los pies del taburete. La otra, la falló el corazón cuando le estaban llenando el culo de pimienta y mostaza.

En cuanto los grupos de adultos, fueron en los que perdieron más vidas. Cinco monjas y tres profesores fallecieron, en medio de grandes dolores/placeres.

Durante todo el día, la doctora Kadssen estuvo realizando ciertas pruebas médicas a las arias, que fueron dejadas tranquilas y comieron bien.

            • *  * *

Cuarto día.

La Brigada dividió la amplia sala común en varios habitáculos, utilizando biombos. Pintaron un círculo en el suelo de cada habitáculo, dividiéndolo en cuatro secciones. En cada una escribieron una palabra: usada, compañera, relevo, y libre.

La mitad de la Brigada se puso tras los biombos, uno en cada habitáculo. La otra mitad les serviría de ayudantes para lo que fuera necesario – salvo el doctor Hoffman, desde luego. Los ayudantes trajeron a tres chicas de las no aptas a cada habitáculo, con los ojos vendados, y las colocaron sobre el círculo pintado. Las obligaron a dar varias vueltas, con las manos cogidas entre ellas, y las detuvieron, quitándoles las vendas. La posición de cada chica pisando el círculo marcaba su destino.

La que pisaba la palabra “usada” era penetrada por el hombre de la Brigada, en pie, contra un mueblo, o de cualquier manera que le permitiera empuñar una escopeta apoyada en una horquilla e introducida en el ano de la chica que había quedado sobre la palabra “compañera”.

El nazi se follaba a la “usada” con todo su arte, con toda la lujuria que le otorgaba a ambos el Loto Azul, pero dejándole bien claro que no podía correrse antes que él. Si lo hacía, apretaría el gatillo del arma, volando el culo y vientre de su “compañera”. Entonces, la “usada” tomaría su lugar y la que se mantenía fuera del círculo, como “relevo” pasaría a ser la penetrada. La que caía sobre la palabra “libre” era devuelta al dormitorio, en espera de otra selección.

Si por el contrario, la “usada” conseguía aguantar y hacía que el hombre se corriera antes que ella, era liberada y llevada al dormitorio, no pudiendo ser utilizada en las siguientes dos horas. La “compañera” pasaba a ser la “usada”, y el “relevo” a “compañera”. Los hombres se iban turnando a cada eyaculación, llamando a uno de los servidores para que se ocupara de su círculo. Entonces, el saliente se unía al grupo de servicio. Todo perfecto para divertirse.

La cara de terror de las chicas era todo un poema. Sus ojos se desorbitaban, pendientes de los rasgos de su amiga “usada”, muy atentas a comprobar que no se dejaban arrastrar por el placer. Las que se mantenía como “relevo” se mordían las uñas, en espera de ser utilizadas en una u otra posición.

El primer disparo sobresaltó a todas las chicas que estaban tras los biombos, en la sala común. Una joven india llamada Ezimah Bugolá murió cuando varios perdigones salieron por su pecho, casi partiéndola por la mitad. La “usada” gimió al salpicarse de sangre, aún corriéndose en silencio cuando el disparo resonó. Lloraba y gemía por su debilidad, no queriendo mirar el despojo que estaba a su lado, mientras el semen de su violador resbalaba por uno de sus muslos.

Después de aquello, hubo tanto disparos como liberaciones, casi al cincuenta por ciento. Sin embargo, en uno de los biombos hubo cinco disparos seguidos. El teniente Frusser, artífice de ellos, comentó que era debido al miedo. Las chicas asustadas se corrían antes que la que no lo estaban. Ninguna prueba, llevada a cabo después, reafirmó esa tesis pero nadie recriminó nada al zapatero. Las chicas no aptas estaban allí para eso, para alegrarles la vida de cualquier manera.


Quinto día.

Ese día, varios vehículos se detuvieron ante las rejas cerradas del internado. La mayoría eran coches de libranza que llamaron al timbre y que finalmente se marcharon al no recibir respuestas. Hubo un coche sospechoso. Era un sedán plateado, un coche de alta gama. Se tiró un buen rato ante la reja. Un hombre se bajó, llamó, recorrió el perímetro, y estuvo llamando. El capitán aventuró que era un padre que venía a recoger a su hija, y que pronto tendrían más allí delante. Era algo que sabían que ocurriría.

Los teléfonos fijos del internado tenían los cables cortados y todos los móviles estaban a buen recaudo. Antes del almuerzo, subieron a los dormitorios de las arias y las violaron a todas, tomándolas a sorteo. Bueno, había que decir que no fue una violación violenta ni cruel. Después, de tener ciertos descansos y de ser drogadas constantemente, las chicas estaban bastante predispuestas a recibir gruesos rabos, con tal de calmar sus ardores.

A solas, los dedos virtuosos habían pasado a ser sesiones entre amigas. Casi todas habían sucumbido a las insinuaciones lésbicas de las más lanzadas. Sin que ellas lo supieran, el soldado Monné había situado varias cámaras que retransmitían todo cuando hacían o decían a las dos televisiones de la sala común, para diversión de toda la Brigada.

En cuanto a los otros dormitorios, el Loto Azul había influido más en los tres hombres que quedaban, los últimos profesores vivos. Estar tan calientes y rodeados de chiquillas lujuriosas y necesitadas de consuelo, era un suplicio. Ni siquiera la Madre superiora y las seis monjas que quedaban, consiguieron disuadirles de mantenerse alejados. Como todos estaban repartidos en tres dormitorios, las monjas no eran lo suficientemente numerosas como para oponerse físicamente, aunque tan solo hubiera un hombre por dormitorio.

El caso es que dos de ellos estaban encamados con su favorita del dormitorio, follando como conejos, sin importarles las miradas que las otras chicas le echaban. Las monjas se ocupaban de que ninguna más se acercara a aquellos sátiros, pero no podían hacer nada más, pues la chiquilla había aceptado voluntariamente.  En cuanto al tercer hombre estaba un poco más atareado, pues había caído presa de una colmena de reinas adolescentes que se lo pasaban de una a otra. Se trataba del profesor de deporte, el joven señor Hart, un treintañero muy deseado por muchas chicas.

El Loto Azul le mantenía erecto aunque estuviese dormido y agotado, por lo que no le estaban dando descanso alguno. Aquí, el rol de las dos monjas del dormitorio, la más joven y la más veterana, era intentar salvarle de las chicas, porque era evidente que en cualquier momento le daría algo malo al pobre.

Cuando la Brigada acabó de yacer con cada una de sus arias aptas, bajaron a almorzar. Permitieron al servicio de cocina que subieran comida para las arias, pero solo agua y fruta para los demás dormitorios. De esa forma, la droga incidía más fuerte. Durante la sobremesa, más coches particulares aparecieron y hubo un concierto de bocinas intentando atraer la atención de alguien del interior.

Aquello decidió al comandante Cott, el cual ordenó que bajaran a todas las monjas, incluida la Madre superiora, a la sala común, junto con una docena de chicas a las que no habían tocado aún, las más jóvenes de los cursos primerizos.

Mientras llegaban las chicas y las monjas, el comandante ordenó pasar varias cuerdas por las altas vigas de la sala común y formar diversos lazos corredizos, equidistantes. Cuando las monjas vieron aquellas horcas meciéndose en la sala, se persignaron y trataron de proteger a las niñas. Unos buenos fustazos las convencieron de mantenerse obedientes. No tenían ni idea de lo que pretendían de ellas.

El comandante Cott llamó al cabo Nurson y a al soldado Collins, y les ordenó que tomaran a una monja y a una niña, y que las desnudaran a ambas. La monja elegida, como no, fue la más joven, una chica de veinticinco años llamada sor Rosemary, que había jurado los votos el año anterior. Cuando le arrancaron el hábito, reveló un cuerpo rotundo, digno de una stripper. Poseía unos pechos llenos, una cinturita de avispa y unas buenas caderas. Debía llevar bastante sin arreglarse el pubis porque tenía un buen matojo oscuro allí. Se agitó al quedar desnuda, pero no protestó ni se tapó, desafiante. Cuando los soldados estaban a punto de quitarle la toca, el comandante se lo impidió.

—    Debemos poder diferenciarla, que nos recuerde que es una monja pía y llena de gracia, no un putón desorejado – dijo, mirando el cuerpo de la otra chica.

Mirta Haxfield estaba muy asustada. Tenía catorce años y era su primer año en el internado, comenzando la secundaria. Siempre había estado muy arropada por su familia, una de las grandes terratenientes de Ohio. Su rostro pecoso se giraba hacia todos los lados, intentando averiguar qué le esperaba. Sus dos trenzas rubias, que le llegaban a la pitad del pecho, no dejaban de moverse, atrayendo la mirada del comandante.

—    ¡Quitadle la ropa! – la señaló a sus hombres.

La desnudaron de un par de zarpazos y cuando manoteó, el nazi ordenó que le esposaran las muñecas para que no arañase. Cuando empezó a chillar, el propio comandante le tapó la boca con un ancho trozo de esparadrapo.

—    Ponedle la soga al cuello.

Mirta se quedó de puntillas sobre sus zapatos de colegiala. Tan solo le quedaban los blancos y largos calcetines como ropa. Sus tetitas diminutas se erizaron al sentir la presión de la cuerda sobre su garganta.

—    ¿Qué vais a hacerle, por Dios? – protestó la joven monja, dando un paso hacia delante. El soldado Collins la atrapó por los brazos, frenándola.

—    ¡Soldados! ¡Desnudaros! – exigió el comandante. Con una sonrisa, los dos hombres se quitaron la ropa salvo las botas y los cascos, también orden de su superior. – Ahora quiero que la alces a pulso y te la folles, cabo Nurson, que se la metas sin consideración.

—    Sí, señor – dijo el obeso carnicero, relamiéndose. Una chiquilla así, tan tierna, seguramente sería virgen. Una gozada.

—    En cuanto a ti, Collins. Sujeta a la monja y restriégale el nabo en esas nalgas, mientras que la obligas a mirar. Quiero conocer el grado de entrega y sacrificio que siguen manteniendo estas mujeres de Dios, teniendo esa cantidad de Loto Azul en su interior.

—    ¡Sí, mein kommandant! – respondió el maduro electricista, sonriendo. Tener un comandante con esas ideas era una pasada.

—    Si quieres salvar a la niña, puedes hacerlo, hermana. Tan sólo tienes que pedirnos ocupar su lugar o bien recibir cierta cantidad de daño, todo se andará. El caso es que te ofrezcas para salvarla, sacrificándote.

—    ¡Es usted un asesino! – exclamó la monja.

—    Por supuesto. Estoy muy orgulloso de ello – sonrió el comandante. – Bien, Nurson, ponte a ello.

Con una tremenda facilidad, el carnicero izó el cuerpo de la jovencita, colocándola de espaldas a él, y le abrió las piernas, apoyando cada pantorrilla contra su cadera. Así abierta, con las manos esposadas sobre su vientre, el soldado la traspasó vilmente, en medio de una carcajada que coreó su superior. La chiquilla no pudo ni gritar, debido a la mordaza, sólo se estremeció y su cabeza se agitó, lanzando sus trenzas a izquierda y derecha. La monja intentó librarse de las fuertes manos del soldado, pero era demasiado fuerte, y más obsesionado con frotarse contra sus poderosas nalgas.

—    ¿Qué esperáis? – se dirigió el comandante a sus otros hombres, que contemplaban sonrientes la escena. -- ¡Haced lo mismo que Nurson y Collins! ¡Vamos!

Con varios comentarios soeces, se pusieron manos a la obra, desnudando a las víctimas y desnudándose ellos. Cada dos o tres hombres se situaron bajo uno de los lazos corredizos, tras repartirse las monjas y las alumnas. Los chillidos y los gritos se sucedieron porque no se pararon a amordazar a sus víctimas, ni siquiera a esposarlas, embrutecidos por la idea de su comandante.

Sor Rosemary contempló el rostro de la jovencita Mirta, congestionado bajo las pecas. Aquella bestia la estaba partiendo en dos. El coñito chorreaba sangre y la cuerda apretaba cada vez más su cuello. Sin embargo, la chiquilla sentía algo bien diferente en su interior. Una vez pasado el mal trago de la súbita penetración, algo había explotado en su bajo vientre, un fuego se había desatado, tan ardiente que hacía que los dedos de sus pies, dentro de los zapatos, se engurruñaran, se crisparan tan fuerte como si fueran prensiles. Sus pezones habían crecido el doble de lo normal, estaban absolutamente tiesos y vibrantes, llenos de aquel calor que surgía de su maltratado coñito.

No podía apenas respirar por culpa del lazo corredizo y de la mordaza. Sabía que se asfixiaría de seguir así y eso la ponía aún más frenética, más gozosa. Se estremeció toda, cerrando los ojos, de los cuales surgieron gruesas lágrimas. Se estaba corriendo más intensamente que en cualquiera de sus casi inocentes tocamientos. Se dijo que por un orgasmo así, bien valdría morir.

Sor Rosemary no lo soportó más y exclamó:

—    ¡Dejadla, por Dios, soltad a esa niña! ¡Hacédmelo a mí! ¡Tomadme, malditos!

El comandante alzó una mano y Nurson le quitó la cuerda a Mirta, así como la mordaza. La niña tomó una gran bocanada de aire y después comenzó a toser. Cayó de rodillas, las manos aún esposadas. Su rostro pecoso se descongestionó un tanto.

—    Diez azotes cada uno, por delante y por detrás – indicó a sus hombres. – Después, haced un sándwich con ella. ¡Atenta, Brigada, necesitaré que os vayáis cambiando en vuestros puestos!

—    ¡A la orden, señor! – contestaron todos sus hombres.

—    Tú, niña, ven aquí… ¡A gatas! Eso es – acarició una de las trenzas de Mirta, a la par que se abría la bragueta. – Empieza a chupar despacio, suave… no quiero ni un arañazo…


Sexto día.

Al amanecer del sexto día, aparecieron varios coches policiales, rodeando el perímetro. Les hablaron con un megáfono pero no contestaron, pero si se apostaron con rifles de precisión en algunas ventanas. Esperaron, mientras el personal de cocina les llevaba café y bollos a cada puesto.

Dos horas más tarde, tres agentes intentaron saltar la valla. Uno de ellos se quedó fulminado al tocar los alambres de pinchos superiores, los únicos electrizados, pues estaban a la altura ideal para servir de punto de apoyo. Otro lo intentó un poco mas tarde, saltando desde el techo de un furgón, sin tocar el alambre de púas. Mala suerte. Aterrizó en una Claymore al caer abajo. Sólo quedó trozos de él, repartidos por el césped.

El tercero quedó con el cráneo agujereado cuando se disponía a echar abajo el portón con el furgón. Un certero disparo desde el interior le mató. Fue entonces cuando se lió el circo. Todos los policías se pudieron a cubierto, detrás de sus vehículos, y comenzaron a disparar como locos hacia las ventanas del internado, sin ton ni son.

El capitán Stromber, con mucha tranquilidad, llevó a las monjas que habían sobrevivido el día anterior ante las ventanas. Eran tres, sor Rosemary y otras dos, de mediana edad. Las demás habían muerto por las perrerías que surgían de la mente del comandante, la primera la Madre superiora.

Quizás por designio divino, pero ninguna de las mujeres fue alcanzada por las balas, hasta el momento en que la policía se dio cuenta de los escudos presentados. Hubo un alto el fuego, pero, por mucho que un tal sheriff McGoul intentó hablar con ellos, nadie contestó.

Como si ya lo hubiesen tenido pensado, sacaron larguísimas cadenas de unos petates, que llevaban insertadas grilletes metálicos. Sacaron a toda la gente de los dormitorios de las no aptas. Repartieron niñas por todas las ventanas del primer piso, apostadas contra el cristal, y encadenadas con grilletes en los tobillos.

Los hombres de la Brigada se repartieron por los puestos ya asignados y estudiados, controlando todas las vías de acceso a la propiedad. El comandante Cott se arrodilló al lado de la silla de ruedas del Dr. Hoffman y sonrió tristemente.

—    Bueno… ya estamos aquí, en ese momento que veíamos lejano – le dijo.

—    Así es. ¿Tienes miedo, Barnaby?

—    Ya da igual, es inevitable. No saldremos vivos de aquí.

—    Así es, pero aún hay que asegurar nuestro legado.

—    ¿Cómo va el recuento? – preguntó el comandante.

—    Tenemos a más de la mitad, es cuestión de insistir en las otras.

—    Bien. Podemos hacerlo mientras defendemos este lugar.

—    ¿Tú crees?

—    Somos la Brigada de la Nueva Gestapo, Alexander. Lo haremos. Tú ocúpate de que no nos falten esas chicas y ya veras. Iremos al otro barrio con una jodida sonrisa de victoria.

—    Está bien, camarada – el doctor abrazó a su compinche con un hondo sentimiento.

La doctora y él subieron al piso superior, al dormitorio de las arias, que eran las únicas que no estaban apostadas en las ventanas. El doctor sacó una lista del bolsillo de su silla y la esgrimió.

—    Las chicas que voy a nombrar bajarán y se apostaran al lado de cada hombre de uniforme, como ayudante de campo. Obedecerá cualquier orden suya y tratará de hacer la espera lo más cómoda posible. ¿Entendido?

—    Sí, señor – corearon.

—    Las demás que no nombre, se quedarán aquí, sin salir del dormitorio. Os traeremos comida y lo que sea necesario, pero debéis quedaros aquí, a salvo. Aquí no os alcanzará ninguna bala perdida, ni ningún rebote. Es por vuestro bien, niñas.

Esperó un momento, viendo como asentían y se miraban las unas a las otras, y entonces, empezó a nombrar.

Al caer la noche, la presencia policial había aumentado casi exponencialmente. Dos equipos de asalto, uno metropolitano y otro federal, habían llegado a bordo de grandes furgones oscuros. Más coches patrullas locales formaban un área de contención, apartados de las rejas y alambradas. Un nuevo agente a cargo había intentado ponerse en contacto. Esta vez era un federal llamado agente Nurcey. El comandante le miró a través del teleobjetivo de su rifle. Vestía una chaqueta azulona, con las letras FBI en la espalda, en amarillo, y pudo ver otras pocas más, repartidas entre los agentes locales.

—    Han llegado los que cortan el pastel – musitó por un lado de la boca.

Se mantenía apoyado sobre un recio escritorio volcado que le servía de parapeto. A su lado, sosteniendo una lata de refresco en la mano, una de las veteranas de último curso esperaba a dárselo, con una sorprendente sonrisa.

El comandante dejó el rifle de pie, apoyado en el escritorio, y pasó una mano por la revuelta cabellera color arena de la chica. Fue casi un gesto amoroso que la hizo sonreír aún más. Le quitó la lata de la mano y la vació de un largo trago

—    Gracias, pequeña. Busca un cigarrillo en mi guerrera – le dijo, señalando hacia una silla pegada a la pared. – Hay un mechero también. Enciéndelo y me lo traes, guapa.

La chica se levantó, manteniéndose encorvada, tal y como le habían enseñado, y salió a toda prisa hasta la otra pared. El comandante suspiró, metiendo un dedo en el peto de su chaleco antibalas. Iba a echar de menos todo aquello. Lo bueno se acababa rápido, se dijo.

Arlene, la chica que estaba con el comandante en aquel periodo de tiempo, rebuscó en los bolsillos, buscando el tabaco y el mechero, hasta encontrarlos. Mientras se metía un cigarrillo entre los labios – algo que no había hecho nunca –, miró a su izquierda. Allí se encontraba el cabo primero Ainass, rellenando cargadores de repuesto sobre una de las largas mesas del comedor.

Mientras metía bala tras bala, sonreía y asentía, como si se estuviera diciendo algo él mismo con lo que estaba de acuerdo. A su lado, la inocente Melody estaba sentada sobre la mesa, mirando lo que hacía su hombre designado.

Arlene encendió el cigarrillo y aspiro sin tragarse el humo. El sabor que le dejó en la boca no le gustó, pero era un capricho del comandante y eso era sagrado. Antes de girarse y volver a su lado, agachada, observó como la mano del cabo primero se deslizaba entre las piernas desnudas de Melody, quien las abrió para facilitar al hombre alcanzar sus bragas. Arlene sonrió y encorvó la espalda. Melody había dejado de ser inocente…

La chiquilla tomó la mano del cabo y la pegó aún más a su cubierto coño, haciéndole sentir la calidez de su entrepierna. Michael reaccionó a aquella incitación, abriéndole la camisa de un zarpazo. El sujetador rosa apareció, tapando unos menudos y deliciosos senos. La chiquilla le miró, confusa, con una mezcla de admiración y temor. Sabía que lo que deseaba estaba mal, pero no podía resistirse a ese impulso.

Arlene le pasó el cigarrillo al oficial superior y se arrodilló a su lado, sin que tuviera que pedírselo. El comandante expulsó una nube de humo por encima de su cabeza y se despegó del grueso tablero del escritorio, haciendo un gesto hacia la rubia que tenía a su lado. Ésta le comprendió al momento. Se colocó delante de él, de rodillas, apoyada en el escritorio. Levantó el culito para que la mano del hombre pudiera alzar perfectamente la falda de colegiala e introducirse entre sus piernas desde atrás.

—    Uuuu… mmmm – gimió al sentir la presión sobre su vulva directamente, pues no llevaba ropa interior, como la mayoría de sus compañeras.

—    Joder, estás encharcada… guarrilla. Todo esto te pone realmente, ¿verdad? – masculló el comandante.

—    M-mucho, señor.

—    ¿Me recordarás cuando no esté? – le preguntó el oficial, desabrochando su bragueta y sacando su polla.

—    Siempre, señor… para toda mi vida – contestó ella, cerrando los ojos al sentir como la gruesa cabeza del pene buscaba el camino de su coñito.

Más atrás, el cabo Ainass se metía entre los abiertos muslos de la jovencita Melody, quien se aferraba a su cuello, la barbilla apoyada en la tela del hombro del soldado, con sus coletas infantiles temblando por las embestidas que le estaba dando en su coñito. Se aferró aún más fuerte, trabando los tobillos sobre las nalgas del hombre, quien aún llevaba el pantalón puesto. Cerró los ojos y se dejó caer en un nuevo orgasmo que traspasó su alma. Intuía que después de toda esa historia, no volvería a ser la misma.


Séptimo día.

El asalto se llevó a cabo justo antes del amanecer. El comandante lo sabía. Estaba en cualquier precepto sobre guerra, la hora que sumerge en el sueño a los centinelas. Por eso mismo, había ordenado al servicio de cocina que hiciera bastante café y lo metiera en los termos. Después de eso, había enviado a las aptas a su dormitorio y al personal de cocina de pie en las escaleras que llevaban al primer piso.

Las autoridades puentearon la electricidad de la valla y abrieron la gran verja y la barrera de la caseta. Una tanqueta urbana se coló rápidamente por la puerta subiendo el sendero asfaltado hasta encontrarse de bruces con el furgón de la Brigada, que se le vino encima por sorpresa. El Dr. Hoffman detonó el vehículo por control remoto, destrozando ambos vehículos y la gente que estaba en el interior de la tanqueta. Los restos destrozados quedaron en medio del camino, impidiendo que pudiera acceder otro vehículo blindado por aquella entrada.

—    Bien hecho, doctor – levantó el pulgar el teniente.

Los equipos de asalto entraron en la propiedad, protegidos por grandes escudos metálicos con estrechas mirillas. El fuego graneado que cayó sobre ellos obligó a uno de ellos a salirse del camino. La primera mina segó los pies de varios de ellos, levantando a los demás por los aires y activando otras minas cercanas.

El otro equipo permaneció inmóvil, escudos alzados, mirando como sus compañeros se arrastraban de aquella zona de muerte. Entonces, las balas perforadoras penetraron aquellos escudos, destrozando cuando encontraban en su camino.

—    ¡Atrás, atrás! ¡Son 50/50! ¡Munición perforadora! – gritó el hombre al mando.

Ni siquiera los policías atrincherados tras los coches estuvieron a salvo. Aquellas balas atravesaban la carrocería, convirtiendo en metralla la escoria metálica que sacaban en sus impactos.

El sargento Ruddart soltó una carcajada y palmeó su “bebé”. El gran rifle Barret M-95 estaba incorporado sobre un trípode antiretroceso. Cómodamente sentado en el suelo, el sargento disparaba entre dos chicas escudo, accionando el cerrojo, tiro a tiro. Lástima que no dispusiera de mucha munición de ese tipo, porque sino podría cazarlos a todos como patos en un estanque.

El agente especial del FBI, Nurcey maldecía detrás de uno de los furgones SWAT. Se había precipitado en la acción. No sabía cuanta gente había dentro, pero no creyó que fueran tantos, tal y como habían cubierto las ventanas con rehenes. La visión térmica obtenida del interior no era capaz de distinguir rehenes de secuestradores. Dios, pensó, esto va a ser peor que Waco. No había forma de entrar allí dentro sin pagar un alto precio en hombres y víctimas. Tenía que llamar al gobernador. Allí dentro había muchas hijas de bastantes personajes ricos y poderosos. No podía esperar a cubrir todas las opciones. El gobernador tenía que llamar a la Guardia Nacional.

—    ¿Qué estarán tramando? – preguntó el capitán Stromber. – Se han retirado a más de quinientos metros.

—    No estoy seguro pero yo hubiera llamado al ejército.

—    ¿Al puto ejército? – exclamó el teniente, desde otra ventana.

—    Ajá. No saben nuestro número y han visto que tenemos todo el internado debidamente minado y protegido con muchos rehenes de importancia. No se atreven a entrar con los métodos tradicionales.

—    Teniendo en cuenta que todas estas niñas pertenecen a familias ricas e influyentes, sus superiores deben estar pidiéndole resultados cada hora – sonrió el doctor Hoffman. – Yo también creo que buscarán una intervención que se salga de lo normal.

—    Sí, estoy de acuerdo. Eso nos deja la Guardia Nacional – asintió el comandante.

—    ¿Y los Marines? – preguntó de nuevo el teniente.

—    No, la Marina no actuará en suelo nacional – negó el sargento, rozándose sensualmente contra las nalgas de una jovencita asiática, aún encadenada a sus compañeras, junto a una ventana.

—    En eso tienes razón. Será la Guardia Nacional la que intervenga – aceptó el comandante.

—    ¿Qué podemos esperar de ellos? – inquirió la doctora, encendiendo un pitillo.

—    Armas grandes, gases, helicópteros, muchos hombres – enumeró el capitán. – Incluso armas biológicas, diría yo.

—    Sí, podría ser. Rociarnos con algo no letal sería una solución para ellos. Dejarnos a todos dormidos, niñas incluidas, y después capturarnos tranquilamente – razonó el comandante. – ¿Existe algo así?

—    Seguro que sí. Ya lo había hace veinte años – se encogió de hombros el doctor.

—    Bueno, en ese caso no podremos hacerle frente. Pelearemos hasta el último momento, pero tendremos el cianuro a mano. No pienso dejar que me cojan vivo – dijo el capitán y todos los demás estuvieron de acuerdo.

—    Bueno, entonces a divertirnos mientras podamos – gritó el teniente.

—    ¿Hacemos bajar de nuevo a las chicas arias? – preguntó la doctora.

—    No, no pienso ponerlas más en riesgo. Han cumplido con su objetivo. Tenemos aquí bastante material para disfrutar – el comandante señaló a las chicas encadenadas, con un ademán – ¿O es que os dan asco?

—    Ppfff… ni que fuera racista – dijo la doctora, poniéndose en pie y avanzando hacia una ventana.

Sacó una llave de su bolsillo con la que abrió el grillete del tobillo de una chiquilla morenita de unos quince añitos. Le pellizcó la barbilla con los dedos, mirándola a los ojos.

—    Tú me gustas, niña. ¿Cómo te llamas, muñeca? – le preguntó.

—    Darla, señora – contestó la chiquilla, con los ojos lagrimosos por la emoción.

—    ¿Me vas a lamer mi almejita hasta que vengan los hombres malos, Darla?

—    Sí, señora – sonrió la chiquilla.

—    ¿Y me dejarás comértela a ti?

—    Por favor, señora, es lo que más deseo – susurró Darla, dándole la mano a la doctora y dirigiéndose a uno sillón que estaba en un rincón.

—    Aquí mismo – dijo Camelie Kadssen, subiéndose la larga falda de cuero hasta enseñar su vagina desnuda. -- ¿No te dará vergüenza de que te vean mis amigos, verdad?

—    No, mi señora – respondió Darla, con las mejillas arreboladas. En aquel momento, ni aunque su padre entrara en la sala, justo en el momento en que le metiera la lengua en el coño de aquella mujer maravillosa.

—    Bien, bien – la doctora se dejó caer en el sillón y se abrió de piernas obscenamente. Tironeó de la mano de la chiquilla, quien se arrodilló entre aquellas piernas que le parecían perfectas. – Entonces, usa esa lengua bien adentro… Darla.

El comandante sonrió cuando observó como aquella niña se inclinaba sobre el coño de su compinche. Era adorable lo que la droga les hacía sentir por sus acosadores en unos cuantos días. Por eso mismo, esperaba que todas sus instrucciones quedaran bien impresas aún cuando ellos no estuvieran. Buscó con los ojos una perra digna de él. Se fijó en la única alumna negra que quedaba con vida. Era una de las veteranas, con un cuerpo absolutamente explosivo, constreñido en un uniforme que amenazaba con explotar. Sonrió al ponerse de pie, sacando otra llave. Todos tenían la suya.

—    ¿Cuál es tu nombre, negra?

—    Amelia, señor.

—    ¿Eres consciente de por qué estás encadenada ante esta ventana?

—    Sí, señor. Soy su muro de protección – asintió ella, mirándole fijamente.

—    ¿Y eso qué te sugiere? ¿Qué sientes al respecto?

—    Orgullo, señor. Protejo su vida.

—    Eso está bien, Amelie. Ahora necesito el calor de tu cuerpo… ven.

—    Con gusto, mi señor – dijo ella al seguirle.


Los rotores de varios helicópteros se dejaron escuchar. El sargento Ruddart sacó su pene del estrecho culito de la chiquilla a toda prisa y, sin ni siquiera ponerse los pantalones, echó mano a su Barret mientras preguntaba, a gritos, si alguien podía ver las máquinas voladoras. Una niña de no más de trece años respondió al fondo de la sala, levantando la mano.

El sargento corrió hacia allí mientras los demás dejaban de follar y tomaban las armas.

—    A ver, preciosa, señálame – le pidió, sentándose en el suelo, a su lado.

—    Allí, señor – señaló la niña con una deliciosa uña pintada de rosa.

—    Veo dos que se acercan – informó al comandante.

—    ¡Dos más por aquí, señor! – exclamó el soldado Monné.

—    Sólo contamos con un rifle capaz de atravesar el cristal blindado de la cabina, así que – se encogió de hombros el comandante –, tú eliges, Stan…

—    De todas formas, intentadlo por ese lado, quizás tengamos suerte – masculló el sargento, cargando una bala y cerrando el ojo ante el visor.

—    Suerte, señor – murmuró la niña, tocándole suavemente la cabeza canosa.

—    Gracias, ricura. Ésta va por ti…

Con alegría contempló la mancha carmesí que saltó al cristal. Los dos aparatos se apartaron, uno con un grácil giro, el otro en picado. Accionó el cerrojo y metió otra bala. Apuntó al rotor del segundo helicóptero, tomó aire, lo retuvo cinco segundos, y apretó el gatillo.

—    ¡Yiiiiaaah! – exclamó, alzando el puño cuando vio el rotor saltar en pedazos.

A su espalda, el fragor de los disparos se elevó. Todos disparaban cuanto tenían contra los dos Apaches que estaban ya sobre ellos. Abajo, en el primer piso, Ainass y Hederman contemplaron los dos objetos que cayeron del cielo, rodaron destrozando el césped y acabaron chocando contra un lateral de la mansión. Al otro lado, otro quedó en la misma situación, pero su pareja acabó entrando, tras un bote, por una de las ventanas, pasando a centímetros de la cabeza de una de las niñas.

—    Se acabó, amigos – suspiró el comandante Cott, poniéndose su guerrera con toda tranquilidad y sacando la píldora letal del escondite del oscuro cuello del uniforme. – Ha sido un placer combatir a vuestro lado.

Sus hombres le saludaron militarmente y todos se tragaron la píldora de cianuro. Las niñas los miraron con los ojos empañados de lágrimas, pero ya empezaban a notar los párpados pesados. El gas Nodín28 inundó la mansión en menos de un minuto, pero todos los secuestradores estaban muertos en un suicidio pactado.

Cuando las fuerzas federales entraron, había cuerpos por todas partes, unos muertos, y otros dormidos. Encontraron un anciano muerto en una silla de ruedas, con su pene aún duro y clavado en la vagina de una chiquilla, que se abrazaba, inocentemente dormida, a su cuello. Más allá, tumbada sobre un sofá, una mujer de piernas desnudas pero camisa y corbata de las SS, mantenía sobre su cuerpo inerte a una niña desnuda, en un inconfundible 69.

Rescataron también un buen número de alumnas en un par de dormitorios, en el piso superior. Todas estaban dormidas en sus literas, con las puertas abiertas. Los investigadores se posaban muchas preguntas porque había hechos que no cuadraban en absoluto. Fuera, en un cobertizo, se descubrieron numerosos cuerpos de adultos, profesores y personal, así como más de una docena de monjas desnudas, pero con las tocas cubriendo sus cabezas. Todos tenían señales de haber sido torturados y asesinados.

En la mansión también aparecieron los cadáveres de algunas alumnas, todas de etnias consideradas impuras por las diferentes agrupaciones neo nazis. Algunas parecían haber sido ejecutadas, pero otras no. Las autopsias confirmaron que habían sido muertes naturales inducidas por alguna sustancia que no se había podido identificar. Todas las víctimas tenían rastro de toxinas extrañas en sus organismos, pero ningún análisis dio un resultado fiable, ni conocido.

Se intentó paliar el alcance de la noticia, pero había demasiados cadáveres y demasiados implicados. Una periodista del Canal 22 preguntó a uno de sus confidentes en la policía por nuevos detalles. La información fue la siguiente:

“Es algo extraño, aún tenemos que reunir toda la información que va llegando. En un principio, creíamos que se trataba de un grupo de neos nazis fanáticos, pero ya no estamos tan seguros. Los integrantes eran de niveles sociales diferentes, de edades muy distintas, así como educación o religión. Lo que sí sabemos con seguridad es que todos ellos se conocieron en un hospital de Cincinnatti, en la unidad de Oncología, hace cuatro años. Todos tienen una ficha clínica en la que son pacientes por cáncer de algún tipo, terminal, en fase 4. Los psicólogos creen que hicieron un pacto entre ellos cuando conocieron su gravedad, renunciar a la radiología y las sesiones de quimio, a los cuidados paliativos… y ahora hacen esto, así que saque sus propias conclusiones. Para mí que se les fue la chaveta. Uniformes nazis… para violar y torturar unas colegialas, lo que hay que ver. Espero que ninguna haya quedado embarazada.”

Nota de la periodista para agregar al artículo original. 40 días después:

“Treinta y seis alumnas del internado Santa Madre Auxiliadora han quedado embarazadas tras la atroz incursión de la Brigada, o sea todas las que fueron encontradas dormidas en sus camas. Aunque no han querido declarar nada sobre ello, tan sólo cuatro de ellas han abortado, todas las demás han decidido quedarse con los bebés. El hermetismo de las familias es total, pero aún conociendo que son firmes colaboradores republicanos, me es difícil pensar que van a aceptar retoños de sus propios violadores en la familia. Tengo que investigar más sobre esos rumores que corre entre algunas alumnas, sobre algo llamado Loto Azul.”

FIN.

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