HISTORIAS PARA SUSURRAR: La Brigada de la Gestapo

Primera parte. Esta historia seguramente irá en dos partes, para no ser demasiado larga.

LA BRIGADA DELA GESTAPO.

Miembros de la Brigada:

Kommandant Barnaby Cott, médico cirujano.

Capitán Elliott Stromber, ingeniero en una central nuclear.

Teniente Arnold Frusser, propietario de una boutique del calzado.

Sargento Stan Ruddart, granjero.

Cabo 1º Michael Ainass, enfermero.

Cabo Lucius Nurson, carnicero.

Soldado Brett Hederman, carpintero.

Soldado George Bassner, albañil.

Soldado Abraham Monné, estudiante universitario.

Soldado Matt Collins, electricista.

Dr. Alexander Hoffman, científico.

Dra. Camelie Kadssen, científica.

Stan se encontraba limpiando sus armas, sentado a la vieja mesa del granero. Las que ya estaban limpias estaban amorosamente colocadas sobre un paño de gamuza verde. Una escopeta Rémington de dos cañones paralelos y un Colt 45 del ejército aparecían desarmados por piezas ante él.

Se sentía eufórico e incluso silbaba entre dientes a ratos. Hacía una buena mañana de primavera, el sol empezaba a calentar, y los pájaros cantaban. Con toda seguridad, iba a ser un buen día para la Brigada.

Su móvil empezó a pitar con espaciados sonidos. Era la alarma de sus pastillas. Dejó la escobilla sobre la mesa y echó mano al hermoso pastillero que le compró su esposa el año pasado. Sacó tres píldoras, de determinados colores, y se las echó a la boca. Las bajó con un sorbito de brandy de su petaca. No había nadie allí que le regañara por ello y se sintió más que travieso. A sus cincuenta y cinco años, era toda una experiencia sentirse así, como un jovencito haciendo una diablura.

El móvil sonó de nuevo, pero de otra manera distinta, sobresaltándolo. Lo miró mientras se rascaba la áspera barba cana que llevaba varios días sin afeitarse. Era un aviso de la cámara de la entrada de la granja. Distinguió un hermoso y nuevo Mercedes, esperando ante las puertas. Pulsó el código y las puertas se abrieron remotamente. Era una buena cosa eso de la tecnología, se dijo. Ya no tenía que ir a los controles instalados en la vivienda para abrir la entrada, podía hacerlo desde cualquier sitio.

Abrió la gran puerta del granero para dejar entrar el coche que llegaba y así ocultarlo de las miradas aviesas. Bajo el gran quicio, hizo señales para que su visitante entrara y aparcara en un rincón. Había que dejar sitio para los demás.

—    Buenos días, herr kommandant – se cuadró Stan, con el brazo rígido al frente, al bajarse el conductor.

—    Buenos días, sergeant Ruddart – respondió el recién llegado, realizando el mismo saludo nazi.

Tendría diez o doce años más que Stan, pero se mantenía en plena forma, o al menos, eso parecía. Vestía un elegante traje de chaqueta, gris oscuro, y olía a after shave, dado que estaba recién afeitado.

—    Estaba acabando de limpiar mis armas, señor.

—    Está bien, prosiga. Sacaré las mías del maletero – respondió Barnaby Cott, médico cirujano del hospital Clarkson de Cincinnatti, y kommandant de la Brigada.

Sacó un gran petate militar del maletero del Mercedes, que resonó fuertemente al dejarlo caer al lado de la mesa donde estaba su anfitrión de limpieza.

—    ¿Tiene suficiente munición, señor? – le preguntó Stan, volviendo a tomar su fina escobilla.

—    Sí. He conseguido varias recargas para cada arma. No se preocupe. ¿Y su esposa?

—    La he enterrado al amanecer en su sitio preferido, bajo el roble de la entrada – respondió Stan, tranquilamente.

—    Le acompaño en el sentimiento, sargento. ¿Era necesario? Sabe que no especificamos nada sobre ese asunto – torció el gesto el médico.

—    Lo sé, mein kommandant, pero Loretta y yo estamos solos, sin hijos, sin familia. Era lo mejor. No ha sufrido nada, tan solo se quedó dormida con la morfina que me dio usted… luego le puse un poco más y dio el salto a la otra vida.

El comandante asintió, comprensivo, y palmeó el hombro del otro hombre.

—    Por mi parte, he enviado a Sally con nuestro hijo, a Nueva York – confesó a su vez. – No se enterará de nada hasta que todo esté hecho.

—    Una buena idea, señor.

—    ¿Cuándo llegarán los demás?

—    Habíamos quedado a las diez. No tardarán.

El móvil volvió a pitar, avisando de la llegada de otro visitante, y Stan repitió la operación. Éste venía en una moto Susuki de gran cilindrada, verde pistacho, que introdujo en un rincón del granero. Se quitó el casco de visor oscurecido, revelando un cutis joven y una sonrisa sardónica. Abraham Monné tenía apenas veintidós años y cursaba una carrera universitaria de electrónica y redes. Era él quien había instalado las mejoras de la puerta de la granja.

—    ¡Hail Hitler! – se cuadro, la mano bien extendida y arriba, ante los dos hombres más viejos. Estos respondieron al marcial saludo.

El joven traía una gran mochila a la espalda, más propia de un paracaidista que de un motero. Stan le ayudó a quitársela, pues pesaba bastante.

—    El resto del equipo lo trae el soldado Collins – puntualizó Abraham.

—    Perfecto.

En el espacio de una hora, llegaron todos los demás, hasta completar la Brigada. Doce personajes unidos por una ideología común. Once hombres y una mujer con una sola meta.

El comandante Barnaby Cott y el teniente Arnold Frusser eran dos de los tres hombres de más edad. Frusser, propietario de una boutique de calzado en Dayton, tenía sesenta y dos años y era un soltero empedernido.

El capitán Elliott Stromber trabajaba como ingeniero en la central nuclear de Springfield, que no tenía nada que ver con la que salía en los Simpsons. Tenía cuarenta y tres años y dos ex mujeres, así como tres retoños.

El cabo primero Michael Ainass era enfermero en una clínica de Columbus. Tenía treinta y cinco años y varias novias.

El cabo Lucius Nurson era un orondo carnicero de Hamilton, con una gran familia pues tenía cinco hijos y una emprendedora esposa que era el alma de su carnicería. Cumplió recientemente los cuarenta y nueve años.

El soldado Brett Hederman trabajaba en Middletown como carpintero y restaurador. Tenía veintinueve años y estaba recién casado con una preciosa argentina.

El soldado George Bassner estaba en paro, en aquel momento. Su profesión era albañil, obrero de primera. Había cumplido cuarenta años justo después de divorciarse. Vivía en Dayton.

El soldado Matt Collins tenía cincuenta y tres años y llevaba treinta años como electricista, en el ayuntamiento de Jackson. Tenía esposa, hijos y dos nietos.

Y, finalmente, apareció el Dr. Alexander Hoffman, sentado en su eterna silla de ruedas. Él era el tercero en más edad entre la Brigada. Tenía sesenta y ocho años y llevaba veinte paralítico de ambas piernas. Sin embargo, eso no afectaba a su trabajo, pues era el científico jefe a cargo del proyecto Nemion, que se desarrollaba en Fort Thomas. No tenía más familia desde que su esposa falleció, cinco años atrás. Su acompañante, la que empujaba la silla cuando era necesario, era la Dra. Camelie Kadssen, también científica, pero de otra índole. Trabajaba en una empresa de prospección de Chillicothe, como geóloga y botánica. Tenía treinta y dos años y ningún compromiso por el momento.

Los doce de la Brigada. Por supuesto que los rangos se los habían adjudicado ellos mismos, por su antigüedad y por sus ganas de colaborar en la idea. Cuanto más implicados, más rango. Así había sido hasta que hicieron el juramento. Entonces, ya no tuvo sentido alguno, pero estaban tan acostumbrados a ellos, a respetarse mutuamente con la distancia oportuna, que siguieron aferrándose a ellos, por inercia.

—    Bien, señores, este es el día – alzó la voz el comandante en aquel granero, ante sus fieles hombres. – Este es el día en que expondremos nuestra ideología ante los demás, sin pensar en represalias, sin temer castigo alguno. Es nuestro derecho, nuestro destino. ¡Somos arios! ¡Somos superiores! Así que… Nueva Gestapo… ¡En marcha! ¡Hail!

—    ¡HAIL HITLER! – corearon todos los demás.


El sonido de la pequeña campana hizo que las jovencitas que remoloneaban en el patio se dirigieran, rápidamente, a la puerta lateral del colegio para señoritas Santa Madre Auxiliadora. Era un colegio privado que ofrecía los cursos de secundaria a chicas católicas internas. Estaba dirigido por un grupo de monjas carmelitas, bajo la dirección de la superiora Madre Fátima.

Un pequeño grupo de profesores laicos ayudaban con la educación, dejando a las hermanas a cargo del plan de formación interno, como monitoras y garantes de la moral.

El colegio estaba situado en una vieja mansión victoriana, perteneciente a la familia Mudellson, a las afueras de Mason. Poseía capilla propia, así como vastos terrenos donde se habían edificado otras instalaciones necesarias, como un gimnasio, una piscina cubierta, un invernadero… todo rodeado de un perímetro controlado, sobre todo para que las chicas no se escaparan.

Los lunes solían ser días de ajetreo, pues, durante toda la mañana no sólo llegaban las alumnas de pasar el fin de semana con sus familias, sino que los vehículos de libranza solían ir y venir, recargando la vasta alacena de la cocina y las cámaras frigoríficas. También el furgón de la lavandería y otros diversos negocios acudían a sus cometidos. Por eso, Sammy Yush, siempre uniformado con su traje de la empresa de seguridad, estaba a cargo de subir y bajar la barrera de la puerta principal. De hecho, llevaba doce años haciéndolo.

Conocía a todos los repartidores, así como sus horarios. Preguntaba a los chóferes por sus hijos, por sus esposas… y bromeaban entre ellos como grandes conocidos. Pero cuando Sammy vio aquel furgón grande, con un rótulo de aves de corral en un costado, no le dio buena espina. No había visto nunca aquel vehículo, ni tampoco el nombre de la empresa. Pero él no hacía los pedidos, por supuesto. Todo el mundo, en el internado, conocía la avaricia de la Madre superiora. Si había conseguido un buen precio por un lote de cientos de pollos, seguramente había cambiado de distribuidor.

El problema es que nunca se acordaban de actualizar la lista de Sammy, o de, al menos, comunicarle el cambio. De todas formas, no levantó la barrera, obligando al furgón a detenerse ante él. Se acercó a la ventanilla del conductor y le pidió el comprobante de carga. El chofer, un tipo de rostro redondo y casi calvo, le sonrió con amabilidad, al mismo tiempo que asomaba el ominoso añadido de un silenciador por la parte inferior de la bajada ventanilla. El sonido se pareció mucho al tosido de un perro anímico y un redondo y rojizo agujero apareció en la mejilla del agente, quien cayó hacia atrás fulminado.

Tanto el chofer como el copiloto, Lucius el carnicero y Abraham el universitario, se bajaron rápidamente, arrastrando el cuerpo hasta la parte trasera del furgón. Allí, Brett Hederman, el carpintero, le despojó de su ropa, colocándosela él mismo. Antes de que ocupara el puesto del fallecido, Abraham y Matt Collins, el maduro electricista, se alejaron del vehículo, portando dos grandes petates con el material que iban a necesitar.

El chofer, arrancó y llevó el furgón por el sendero pavimentado que llevaba a la cocina, en el lateral del edificio. Atrás quedó Brett, enfundado en el traje del agente de seguridad, custodiando la entrada del internado, con una emocionada sonrisa.

El furgón quedó detenido en medio del sendero, impidiendo el paso de cualquier otro vehículo. El cabo Nurson, quien había conducido el vehículo hasta allí, se bajó y fue a la parte de atrás, sacando una especie de biombo que abrió en el mismo sendero, ampliando de esa forma el espacio íntimo del furgón. Los hombres de la Brigada de la Gestapo se bajaron y empezaron a cambiarse de ropa rápidamente. La plataforma elevadora se encargó de bajar la silla de ruedas del Dr. Hoffman y a su hermosa ayudante. Ellos dos ya estaban vestidos con uniformes negros de oficiales de las SS. La Dra. Kadssen agregaba, además, un largo abrigo de cuero, entreabierto, en donde se podía ver un brazalete con la cruz gamada nazi.

Cuando se retiró el biombo, los demás estaban todos vestidos con uniformes alemanes de la 2º Guerra Mundial, según sus rangos. Los cabos y soldados, portaban tres cuartos verdes y grises, cerrados por los correajes militares pertinentes, de los cuales colgaban granadas, linternas, cartucheras, y hasta una Luger auténtica a la cadera del capitán Stromber. La mayoría había sustituido estas míticas armas por Browning o Colt del calibre 45, en el interior de sus fundas.

Los clásicos cascos circulares estaban bien abrochados a sus barbillas y aquellos que como Stan, habían lucido barba, ahora estaban perfectamente rasurados. Los oficiales vestían uniforme negro, con ribetes rojos. Las insignias nazis se repartían tanto en cuellos como sobre los pechos, y cada uno de ellos portaba un brazalete con la svástica. Las suelas de las botas repiquetearon sobre las losas, de camino a la puerta de la gran cocina. Varias mujeres se asustaron con su entrada. La monja que estaba a cargo del personal de cocina intentó reclamarles, pero un golpe de culata contra su pecho la calló al momento. Arrinconaron al personal, cinco mujeres maduras y la monja golpeada, y dejaron al soldado George Bassner, el albañil en paro, para vigilarlas.

Rápidamente, subieron las escaleras, mientras el doctor y su ayudante tomaban el montacargas del comedor. Irrumpieron en las clases, demudando los rostros de las jovencitas y de sus profesores. Seis aulas quedaron silenciosas aunque llenas, las alumnas sollozando bajo los puntos de mira de los rifles y escopetas.

Uno de los profesores, un tipo atildado y de lenguaje florido, pretendió protestar. El capitán Stromber ordenó pegarle un tiro en el vientre. El hombre estuvo mucho tiempo quejándose, hecho un ovillo en el suelo, hasta agonizar.

Requisaron todos los móviles, tanto a las internas, como a sus profesores. Mientras tanto, los dos doctores habían entrado en el despacho de la Madre superiora, sorprendiéndola. Todo se había llevado con exactitud y precisión. Para algo habían estado estudiando los planos del edificio y la rutina diaria de sus ocupantes.

Después de esto, dos parejas hicieron una batida por todo el edificio, habitación por habitación. Finalmente, reunieron a catorce monjas, tres profesores que estaban en la sala de descanso, y dos niñas enfermas que estaban en la cama. También revisaron las taquillas, localizando cinco móviles más, y varios portátiles.

Por su parte, los soldados Monné y Collins, ocupados en sembrar minas, colocar explosivos y reforzar los sistemas de alarma, dieron muerte al jardinero y a un manitas que sorprendieron arreglando una alambrada. Al regresar a la mansión, también cambiaron sus ropas por uniformes.

—    ¿Qué pretendéis con esta farsa? – preguntó la madura Madre superiora al inválido que tenía delante.

—    Sobre todo divertirnos, por supuesto – le contestó, con una sonrisa enigmática.

—    Clasificaremos las alumnas y veremos quienes son aptas o no – explicó la doctora Kadssen, con una mueca de desprecio en sus labios.

—    ¿Las alumnas? Pero… pero…

—    ¿Sí? – preguntó el inválido, solícito.

—    Son menores… son unas niñas.

—    Ya están lo suficientemente crecidas para lo que pretendemos – atajó la doctora.

Condujeron a las alumnas de los dos primeros cursos de secundaria, niñas de trece y catorce años, hasta uno de los dormitorios colectivos del tercer piso, encerrándolas allí, junto con una monja vieja y uno de los profesores.

Hecho esto, bajaron a todos los demás, alumnas, profesores y personal del internado, monjas incluidas, al comedor, donde se situaron como centinelas. Las chiquillas murmuraban entre ellas y los profesores intentaban acallarlas y tranquilizarlas. Aquellos secuestradores parecían no entender de clemencia, sobre todo si la ropa que llevaban no era ningún disfraz. Todo el mundo había escuchado hablar de grupos neo nazis, de “cabezas rapadas” que se volvían locos y disparaban a la gente…

El adusto capitán Stromber, se sentó a una de las mesas del comedor, colocando al alcance de su mano el cuaderno con las listas de alumnas por clase. Carraspeó para llamar la atención.

—    Veamos. Empezaré por el tercer curso de aprendizaje, por orden alfabético. Las nombradas se dirigirán a esta escalera – señaló con un dedo. – Se detendrán un momento justo en ese escalón y esperarán. ¿Entendido?

Su tono no admitía réplica. En verdad, no parecía el ingeniero de una planta nuclear, sino un militar severo, acostumbrado a obtener lo que deseaba. El anciano teniente Frusser se acercó hasta quedarse al lado del escalón indicado, con una sonrisita en los labios. Sólo le faltaba frotarse las manos.

—    Aberrow, Estelle – llamó el capitán.

Una chiquilla salió de entre el gentío que llenaba el fondo del gran comedor. Como todas sus compañeras, vestía un uniforme gris, con camisa blanca y altas calcetas azules. Llevaba la estrecha corbata aflojada y sus manos temblaban al andar. Se detuvo en el escalón apropiado y el teniente Frusser dio un paso, acercándose a ella.

—    Castaña, ojos casi claros, piel blanca. Aceptable – dijo, al girar la cabeza hacia su superior.

—    Bien. Anderson, Nancy – llamó nuevamente éste, mientras el teniente obligaba a la primera alumna a dejar sitio para una nueva compañera.

Esta vez se trataba de una chiquilla algo más alta, de corto cabello rubio y ojos claros.

—    Aceptable, pero lleva un aro en la nariz – comunicó el teniente.

—    Ese no es problema nuestro. Que los que hagan las fichas se ocupen. Súbalas, teniente.

—    ¡Sí, señor!

Cogiendo a cada una de un brazo, el teniente Frusser subió las escaleras. En el piso superior, en el amplio despacho de la superiora, los doctores científico y el comandante, como médico cirujano, habían montado una especie de consulta, trayendo un par de camillas de la enfermería, un viejo cartel de comparación óptica, un peso y una regla de medir.

—    Traigo las dos primeras – anunció el teniente, al entrar con las dos chicas.

—    Bien. Dénos diez minutos y suba con otras dos – le ordenó su comandante. -- ¿Sabe dónde tiene que llevar a las que no aceptemos?

—    Sí, señor. Arriba, al dormitorio donde están los dos primeros cursos.

—    Ajá. Después decidiremos qué hacer con ellas si hay demasiadas – asintió el comandante Cott. – Vuelva abajo, teniente.

—    Zu ihren diensten, mein kommandant – se llevó la mano a la gorra de plato, al pronunciar la fórmula esperada.

La doctora ayudó al inválido a pasar sus brazos por una bata de quirófano, de ligero plástico verde. Ella ya llevaba enfundada la suya, junto con un gorrito. El comandante se giró hacia las asustadas chiquillas y las ordenó desnudarse para un examen médico. Mientras se colocaba su propia bata sobre el uniforme, volvió a gritarles ya que las alumnas se habían quedado estáticas por la sorpresa.

Se despojaron del uniforme escolar en segundos, asustadas por el bramido del hombre, quedando en bragas y sujetadores.

—    Todo, niñas – insistió el anciano de la silla de ruedas.

Sofocadas por la vergüenza, las niñas se quitaron la ropa interior, tratando de taparse con las manos. El comandante hizo subir a una a la camilla, colocándola a cuatro patas, su trasero apuntando hacia el viejo científico, quien levantó una pequeña cámara fotográfica e hizo un par de instantáneas. El comandante le abrió bien las nalgas con sus manos para que el coñito apareciera bien a la vista. La alumna, que era la rubita de pelo corto, tenía un fino vello en el pubis, casi ralo.

Como si fuese una estatua, su compañera se mantenía de pie, al lado de la otra camilla, con sus cruzadas sobre el pubis, tapándose los pezones con la caída de los brazos. El viejo le hizo otro par de fotos, antes de indicarle que se colocara de la misma manera que su compañera. La doctora se acercó a ella y le abrió las nalgas. Ninguno de ellos utilizaba guantes.

—    Es virgen – indicó la mujer, metiendo uno de sus dedos con cuidado en el coñito.

El comandante apuntó sus nombres, sus edades, y sus medidas en un cuaderno, usando una página para cada una. Luego las auscultó con el fonendoscopio y las situó ante el comprobador óptico. Mientras hacía eso, la doctora le relevó en las anotaciones, dejando bien claro que las dos eran vírgenes.

En el comedor, el capitán leyó otro nombre.

—    Awasogi, Kada.

Una chiquilla asiática dio un paso. Sus rasgados ojos hablaban de sus genes japoneses. El teniente Frusser la frenó antes de que llegara al escalón.

—    Tú no. Sitúate aquí – le indicó un lugar a su izquierda, casi al lado del capitán, que se mantenía sentado en una silla, las piernas cruzadas.

La pobre japonesita se quedó allí, con la cabeza inclinada, mirando al suelo.

—    ¡De rodillas, cerda! – el grito del hombre sentado la tomó por sorpresa, haciéndola saltar, pero enseguida quedó de rodillas, con la cabeza hundida entre sus hombros. – A ver… Beterave, Candy.

Una morenita de ojos verdes, con largas trenzas. El teniente dio su consentimiento.

—    Carruselli, Francisca.

Italiana, sin duda, se dijo el teniente Frusser. Morena, de melenita encrespada y cabeza altiva. Tras aceptarla, el teniente las acompañó al piso superior. Cuando las dejó ante su superior, dijo sus nombres para que los apuntara en el cuaderno.

—    Estas dos son aptas. Organiza un nuevo dormitorio con ellas – le pidió el comandante Cott, señalando a las dos primeras chicas, aún desnudas.

—    Sí, señor – les indicó que recogieran sus ropas y se las llevó al piso siguiente, donde estaban los dormitorios, sin dejar que se vistieran.

Durante todo el día, no hicieron otra cosa más que examinar a todas las chicas que estaban en el comedor. Ni siquiera pararon para almorzar. Fueron separando las caucásicas de las asiáticas, y negroides. No hubo ninguna nativa americana entre las alumnas, pero si un par de indias asiáticas. En suma, la mayoría eran hijas de familias blancas, de alta clase, y esa era la razón por la que eligieron el internado Santa Madre Auxiliadora. Había poco desperdicio…

Repartieron a los adultos con las alumnas que no habían sido seleccionadas, y aquellas que eran demasiado jóvenes, llenando tres dormitorios comunales de veinte literas cada uno, en donde les encerraron.

Otros dos dormitorios, uno comunal y otro más pequeño, quedaron llenos con las chicas que consideraron aptas. Entonces, ordenaron al personal de cocina que hicieran la cena para ellos, pero para todos los demás unas gachas de avena y agua. Dos de ellos estuvieron supervisando la elaboración de la cena y sirvieron personalmente a sus camaradas. Después de cenar, subieron por el montacargas tres ollas con las gachas, varias docenas de platos, cucharas, vasos de plástico y unas cuantas garrafas de agua, en las cuales inyectaron varias dosis de unas grandes ampollas. Al repartir la comida, encerraron nuevamente al personal de cocina, el cual se unió a la magra cena. Ni siquiera les dejaron picotear en la cocina. Muchas chicas se quejaron de la sosa cena, pero un par de guantazos acabaron con las protestas.

Sin embargo, a las chicas elegidas tan sólo les dieron agua, que venía ya debidamente tratada por ellos. El Dr. Hoffman repartió una chocolatina Twix a cada una de ellas. Esa fue su cena.

La Brigada dejó pasar una buena hora tras dedicarse a todo esto. Estuvieron comiendo flanes y fumando, mientras comentaban los sucesos del día. Estaban contentos por lo bien que había salido todo, a pedir de boca.

—    Bien, es hora de proceder – exclamó el comandante Cott, mirando su reloj.

—    ¡Ya era hora! – se puso en pie de un salto el soldado Monné.

—    Tenemos hasta medianoche para hacer lo que queramos. Al llegar a esa hora, tenemos que dormir y descansar – avisó el Dr. Hoffman, agitando un dedo.

—    Sí, tiene razón. Debemos recuperar fuerzas y estar alertas. Las cosas se pueden complicar – le dio la razón el comandante.

Todos asintieron y se pusieron en pie, dejando el comedor. Cuando pasaron por delante de los dormitorios clausurados, el comandante ordenó echar un vistazo. El cabo primero Ainass sacó la llave y abrió. Todo era silencio, aunque varias luces estaban encendidas. Varios ronquidos se alzaban en la quietud.

—    Están fritas, señor – informó el cabo. – El somnífero ha actuado. No tendremos problemas hasta dentro de ocho horas, por lo menos.

—    Bien, ese era el plan. ¿Qué hay de las otras chicas?

—    No se le ha suministrado somníferos a las elegidas – informó el teniente, dando un paso al frente. – Solamente Loto Azul y clomifeno, señor.

—    Perfecto. Esta noche probaremos la nueva droga con ellas, a ver cómo funciona esa maravilla de Loto Azul.

—    El doctor está deseando experimentar con ese brebaje que ha inventado – se encogió de hombros el cabo, cerrando la puerta de nuevo, con llave.

—    Ya lo sé, pero ha hecho distintas pruebas de campo hasta llegar aquí y todas han dado buenos resultados – sonrió el comandante. – Ya sabe que no disponíamos de más tiempo para experimentar.

—    Sí, desde luego – tensó las mandíbulas el teniente.

La puerta del dormitorio común se abrió, dejando pasar a siete uniformados de la Brigada. Encendieron las luces, despertando a las chicas y haciéndolas parpadear. Todas habían utilizado el contenido de las taquillas que, aunque no eran las suyas, contenían más o menos lo mismo. Ropa para dormir, cepillos de dientes, peines, y otras cosas más para la higiene femenina.

Por orden del comandante, el cabo Nurson y el soldado Hederman, se habían quedado de guardia. Uno ante los dormitorios de los prisioneros, el otro en el vestíbulo. Los accesos a la carretera, así como todas las puertas al exterior, estaban cerrados y las alarmas conectadas. El internado se había transformado en un fortín.

Sin ningún tipo de aviso, el capitán Stromber fue el primero en elegir. Puso de pie a una de las jovencitas que le miró aterrorizada. Tenía una estatura media y un largo pelo rubio que llevaba suelto. Vestía un camisón celeste por las rodillas, ribeteado de encaje en el borde inferior. La apoyó de bruces contra la litera y le subió el camisón hasta mostrar el trasero cubierto con la braguita. Los demás hombres de la Brigada rieron y se dispersaron por el dormitorio.

—    ¿Cómo te llamas, niña? – le preguntó a la asustada colegiala.

—    M-miranda…

—    Bien, Miranda, me llamaras señor en todas tus frases, ¿entendido?

—    Sí… señor – asintió ella rápidamente.

—    Eso está mejor. Ahora, voy a activar el Loto Azul que está en tu sangre.

La joven no sabía a qué se refería, pero se quedó de muestra cuando vio como los demás elegían compañeras suyas y las obligaban a colocarse ofreciendo sus nalgas. El capitán la despojó de sus braguitas mientras ella les observaba quitarse de sus cinturones o de algún correaje de sus arneses y enroscarlos en sus manos.

El primer golpe hizo gritar a Miranda y sus compañeras se unieron a ella. Fue seco y brutal. Al segundo cintazo, las lágrimas brotaron con fuerza. Al tercero, ella suplicó piedad, sin consecuencia alguna. Al cuarto, se mordió el labio y notó como sus nalgas se llenaban de fuego. Al quinto, jadeó y unió aún más sus piernas, presionando con fuerza su coñito. Las aletas de su respingona nariz se abrían y cerraban, al ritmo del bombeo de su corazón. ¿Qué le estaba pasando? El dolor influía de forma extraña en su cuerpo.

Al sexto golpe, su mano bajó a meterse bajo el camisón remangado y presionó su entrepierna en un impulso incontrolable. Su boca se abrió y gimió, ya no hubo más lágrimas. El séptimo golpe la hizo menear sus nalgas y abrirse de piernas.

—    Eso es, Miranda, sientes el fuego que recorre tu cuerpo, anulando tu vergüenza, amplificando tu lujuria, preparando tu cuerpo para lo que ha de venir… ¿verdad?

—    Sí… s-señor…

El octavo cintazo cayó sobre sus riñones, por encima del camisón. La hizo enderezarse, arqueando la espalda y lanzando la cabeza hacia atrás. Hubo pequeños destellos azules y dorados en sus cerrados ojos.

—    Uuuuummmmm – dejó escapar de su garganta un largo suspiro que resonó casi feliz.

El siguiente llegó ascendiendo, más flojo pero igualmente enturbiador. Le cruzó los senos, desprovistos de sujetador para dormir. Aquel calor lujurioso e inhumano se expandió desde la punta de sus pezones, subiendo hasta su cerebro.

El décimo golpe llegó de la misma manera, pero entre sus piernas, que ya estaban bien abiertas. El cuero produjo una tremenda onda de calor en su coño, enviando ramificaciones a todos los rincones de su cuerpo. Emitió todo un bufido de placer que hizo sonreír a su verdugo.

—    Está bien, preciosa… ahora descansa, deja que eso que sientes se convierta en efluvios que aneguen tu coñito… quédate así, mostrándome tu belleza – le susurró el capitán, pasando su mano sobre las enrojecidas nalgas.

Cuanto sentía Miranda y las otras chicas azotadas no tenía explicación. El dolor se filtraba bajo las pieles, en sus venas, transformándose en placer, en una trepidante sensación de calor y bienestar, de urgente lascivia. Miranda notaba su coño gotear como nunca lo había hecho, por muchas masturbaciones que se hubiera hecho, por muchas veces que hubiera compartido la cama con su prima, durante largas noches.

Las chicas que no habían sido tocadas y que continuaban en sus camas, mirando con ojos enormemente abiertos cuanto sucedía, estaban mortalmente asustadas. No sólo por los despiadados azotes, sino al comprobar cómo sus compañeras habían cambiado sus muecas de dolor y miedo, por expresiones de guarras en celo. Aquello parecía cosa de… brujería o algo así. ¿Cómo podían entregarse de aquella forma tan lujuriosa? ¿No tenían moralidad alguna?

Miranda entreabrió los ojos, observando a la chica que tenía frente a ella, dos literas más allá. Se trataba de Paula Emmett, una recatada y pija niña de Bayonet. El pantalón de su pijama estaba por los tobillos, y la parte superior totalmente levantada hasta sus axilas. Sus menudos pechos temblaban con sus jadeos y mostraba unos largos y oscuros pezones totalmente endurecidos. Su rostro pecoso estaba muy enrojecido y mantenía la boca abierta, respirando por ella. Su mano derecha estaba sepultada en el interior de la braga de algodón, manoseándose el coño lentamente.

Por un momento, Miranda deseó hacer lo mismo, pero se obligó a frenarse por impudicia. ¿Cómo podría confesar un acto así al padre Mateo? Pero aquel acto de rebelión poco le duró. Escuchó al hombre a su espalda, sentarse sobre la cama y quitarse las botas. Ladeó el cuello y miró por encima de su hombro, sin moverse. El capitán se estaba quitando los pantalones, mostrando un pene erecto, de medianas proporciones. La mente de Miranda llegó a la conclusión que la iba a violar y algo en ella se alegró, mojando aún más su vagina.

No hubo ninguna caricia ni beso. El glande se restregó varias veces sobre sus labios mayores, abriéndolos, dejando que el flujo mojara la gorda cabeza casi morada. De forma involuntaria, su pelvis se agitó, buscando aquel miembro, mientras se mordía el labio con fuerza.

¡Oh, por Dios! No era posible cuánto deseaba aquella polla… quería gritar que la hundiera en su coño, clamar que no era ninguna virgen para llevar cuidado. Escuchaba su propia respiración ronca y ansiosa, de animal excitado, y se estremeció cuando, con un súbito movimiento de cadera, el hombre la ensartó. Sus dedos se clavaron en el colchón de la litera superior y echó la cabeza hacia atrás, dejando escapar el sonido más excitante y lujurioso que emitiría en su vida.

El capitán se alojó completamente en su vagina, llegando a rozar su cerviz y ella giró el cuello todo lo que pudo para mirarle. Una mano masculina se aferraba a una de sus bonitas nalgas, clavando la punta de sus dedos, mientras su cuerpo se contoneaba en un continuo mete y saca de su pelvis. No podía ver el pene que la embestía, pero le notaba perfectamente, abriendo sus jóvenes carnes y enloqueciéndola cada vez más.

Miranda no había sentido apenas ninguna molestia al ser clavada de aquella manera, quizás debido a todo el fluido que goteaba de su coño, quizás porque se sentía más puta que nadie en aquel momento. La cuestión es que recibía el envite del hombre con alegría, con verdadera ansia.

En medio del traqueteo al que estaba siendo sometida, Miranda echó un par de vistazos a lo que estaba sucediendo en el dormitorio. Desde donde se encontraba solo podía ver a tres de sus compañeras: Paula, quien estaba a cuatro patas sobre la litera de abajo, siendo traspasada por aquel chico joven y guapo; Sandy Nexfolt, a la que estaban casi perforando, manteniendo sus piernas dobladas contra sus hombros, exponiendo toda su entrepierna abierta, y Marielle Dubois, que estaba tumbada de espaldas sobre el grueso abdomen de uno de aquellos miserables. Se agitaba como una loca, haciendo que su cabeza se meciera de un lado a otro mientras sus brazos estaban subidos totalmente, metiendo sus dedos en la boca del hombre. Miranda sintió envidia de la forma en que aquella mojigata estaba disfrutando.

Por lo que se podía ver, ninguna de las chicas violadas eran quienes se quejaban, en absoluto. Más bien, las compañeras espectadoras eran quienes sollozaban, quienes gemían, y suplicaban. Las que estaban siendo folladas a todo trapo, estaban demasiado sumergidas en sus propias sensaciones, en su continua y extraña forma de gozar como para acordarse de pedir clemencia. Un observador más atento quizás llegaría a la conclusión que las chicas obligadas a mirar mantenían aquella expresión de llantos y súplicas por el simple hecho de sentir una malsana envidia hacia sus compañeras. En su interior, aquella droga llamada Loto Azul estaba empezando a surgir más lentamente, puesto que sus cuerpos no fueron sometidos a duros azotes, pero a medida que contemplaban los abusos a los que eran sometidas sus amigas, ellas deseaban ser tratadas así, de la misma forma, o incluso peor. Con sus llantos, reclamaban más bien una polla para ellas…

A su tercer orgasmo, Miranda se dejó caer de bruces sobre el colchón que tenía delante, dejando que el capitán se corriese largamente en su interior, entre broncos jadeos y algunos insultos que la calentaron aún más. La chica ni siquiera pensó en que el hombre no había usado profiláctico alguno con ella y que podía quedarse preñada de su violador.

Se quedó desfallecida sobre la litera, la mejilla sobre las mantas, jadeando y recuperándose del electrizante placer recibido. Sin embargo, el capitán se puso en pie, con la polla asombrosamente erguida y dura, y se dirigió hacia una nueva chica. A medida que iban eyaculando, los hombres de la Brigada, sin mostrar fatiga alguna, escogieron nuevas víctimas entre aquellas que les observaban.

Las chicas, lejos de huir o patalear, se dejaron caer sobre las camas y arremangaron sus pijamas o camisones, abriéndose gustosamente de piernas. Sus ojos estaban brillantes y sus mejillas arreboladas. Más de una soltó un ronroneo de hembra dispuesta a gozar, en el momento en que sus acosadores se le echaban encima.

Mientras tanto, en el dormitorio de al lado, el más pequeño, otro acto se llevaba a cabo.

El doctor Hoffman, la doctora Kadssen y el comandante Cott controlaban el destino de las seis ocupantes del dormitorio. El inválido se dedicó a azotar con una fusta a las chicas, las seis puestas una al lado de la otra, desnudas y con las nalgas levantadas. Con habilidad, movía las ruedas de su silla, desplazándose de una a otra; un golpe a cada glúteo. Las chicas gritaban y rebullían, pero, al mismo tiempo, se descubrían más calientes a cada golpe que recibían. Sin embargo, una de ellas, Tessa Ollanssen, una preciosa descendiente de emigrantes escandinavos, resultó ser inmune a la influencia de la droga diseñada por el Dr. Hoffman. Chilló, sollozó, pataleó, arañó y mordió hasta que el comandante se hartó y la ató, desnuda salvo por unos largos calcetines, a una columna de cemento que servía de apoyo a una balconada.

—    ¡Te quedarás ahí hasta que te ablandes, zorra! – le escupió el comandante. Después, azotó sus nalgas con la mano y le insertó un consolador, propiedad de la Dra.Kadssen, en el coñito, desde atrás.

Ninguno de los tres hizo caso de las lágrimas de la chiquilla, hasta que se quedó arrodillada en el suelo, y medio adormilada. La Dra. Kadssen se desnudó completamente, llevándose a dos de las chiquillas a una cama. Se sentó en medio de las dos, y acarició sus cabelleras, templando los temblores que las aquejaban.

Camelie parecía haber cambiado su actitud. Había pasado de ser una hembra dura y altiva, a ser tierna y comprensiva con sus esclavas. El caso es que empezó a intercambiar picos, alternando su atención. Las chiquillas abrían levemente sus labios, recibiendo el suave beso y la sutil caricia de la lengua, y miraban atentamente cómo repetía el paso con su compañera.

El Dr. Hoffman se había bajado de su silla, dejándose caer sobre una de las camas, y se había izado a pulso hasta colocar su espalda contra la pared. El comandante condujo a las tres chicas que quedaban hasta el científico, como si le ofreciese un ramillete de colegialas, y dejó que las chicas se ocupasen de desvestir y acomodar al anciano.

Mientras él mismo se desnudaba, las chiquillas colocaron un almohadón entre la espalda del doctor y la pared, y le desnudaron completamente. Los sollozos de la chica atada a la columna disminuyeron cada vez más, y nadie se acordó de ella.

Las chicas, subyugadas por la droga, se avinieron cada vez más a los malsanos deseos de sus captores. El Dr. Hoffman acabó espatarrando una de ellas sobre su regazo, insertando un delgado pene en su coñito bien dispuesto. Otra chica, sentada al lado izquierdo del científico, acariciaba el flanco de su compañera ensartada y el escaso pelo canoso del hombre. Al mismo tiempo, la chica que cabalgaba al doctor, aferraba el grueso pene del comandante, quien se había subido de pie sobre el colchón. La chiquilla manoseaba groseramente el miembro con una mano mientras que gozaba de los envites del anciano. Apenas conseguía coordinar sus movimientos, con los ojos cerrados y la boca bien abierta para no dejar de gemir. A espaldas del comandante, la otra chiquilla que quedaba, no dejaba de acariciar, a instancias del oficial nazi, las nalgas masculinas e introducir un dedito entre ellas, buscando un ansioso esfínter.

En la cama de enfrente, la Dra. Kadssen se había tumbado de espaldas sobre la cama, manteniendo sus piernas obscenamente abiertas, abarcando los hombros de las dos chiquillas, quienes, tumbadas de costado, nariz contra nariz, pasaban sus lenguas, sin descanso, por la entrepierna de la mujer. De vez en cuando, ésta apretaba los muslos, obligando a las alumnas a juntarse más y darse la lengua entre ellas, pero rápidamente volvía a reclamar ambas lenguas en su coño y en su clítoris. Gemía con duros epítetos para sus dos esclavas, a medida que se corría sin parar.

Muy excitado por el dedo de la chiquilla en su culo, el comandante Cott dejó al científico con las otras dos chicas y se giró hacia la que le atormentaba. Brutalmente, la tumbó de bruces, la abrió de piernas y le subió el camisón florido lo más arriba posible.

La penetró sin miramientos, de un par de empujones. Menos mal que la colegiala no era virgen, pues tenía un novio mañoso del cual su familia no sabía nada, pero aún así, la chiquilla gruñó y se quejó, a pesar de estar más caliente que el tridente de Satanás.

El comandante era todo un energúmeno, un sátiro sexual, que usó a la chiquilla como un trozo de carne. Arremetía en su interior a toda prisa, profundamente, con una cadencia que se incrementaba a medida que se acercaba el éxtasis. Nadine, como se llamaba la chiquilla, balbuceó algo, dejando escapar la saliva de su boca, y se estremeció violentamente, al correrse por primera vez. Sin embargo, su violador no cejó en su empeño, incluso incrementó el ritmo. Su pubis chocaba con violencia contra las juveniles nalgas, haciendo el mismo sonido que un aplauso.

Nadine, a su vez, con la boca entreabierta, dejaba escapar un ligero lamento que quedaba entrecortado con los golpecitos dados a su trasero. Finalmente, sus dientes se cerraron sobre una almohada cuando el hombre descargó dentro de ella. Los envites del comandante, intentando llegar más adentro de la chica para dejar su semilla, detonaron un increíble orgasmo en ella. Se quedó jadeando, soportando el peso del hombre, y recuperándose del éxtasis que no podía comparar con ninguno de los que había alcanzado con su novio.

De repente, el comandante se irguió, la tomó de las caderas, levantando de nuevo sus nalgas, y como si no hubiera sucedido nada, apuntaló el grueso glande sobre su ano y empujó. El grito atrajo la atención de sus dos compañeros, los cuales levantaron la cabeza de entre tanta carne prieta y miraron hacia él, unos segundos. Después, sonrieron y volvieron a sus asuntos. Un culito reventado no tenía importancia.

El comandante lo sabía. Cuanto más dolor sintiera la chica, más placer la recompensaría. Al minuto de bombear en sus tripas, apartando la mano de la chica que intentaba arañarle o, al menos, apartarle de su grupa, los grititos se convirtieron en gemidos y luego en suspiros. La expresión de dolor desapareció de la atractiva cara de la morena, reemplazada por un irrefutable goce.

Nadine se afianzó sobre sus rodillas y empujó para subir más sus nalgas, para que su violador entrara más adentro.

—    Así, mi buena zorrita, entrégame tu culo, pequeña – siseo el comandante, colocando una mano en la nuca de la chica y hundiéndole el rostro en las sábanas.

—    Sssí… señorrrr… – llegó la contestación, casi amortiguada.

Y así sucedió el primer día del asalto al internado femenino de la Santa Madre Auxiliadora.

CONTINUARÁ…

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