HISTORIAS PARA SUSURRAR: el inefable Kyo Hinoto.

Se trata de historias autoconclusivas, de diferentes categorías. Aviso que son de larga duración. Espero que os gusten.

HISTORIAS PARA SUSURRAR:

El inefable Kyo Hinoto.

Kyo Hinoto llegó a este mundo en la noche de Halloween, sin llorar, ni alborotar; casi podríamos decir que fue como si quisiera pasar inadvertido. Su supuesto padre natural fue Sawake Hinoto, un japonés de ilustres antepasados que trataba de abrirse hueco entre los industriales californianos. En cuanto a su madre, Sharon Hinoto Debussy, era la joven viuda del socio de Sawake.

Todo esto formaba una curiosa historia: Clark Bensson hizo su master en el Instituto Nara, en Ikoma, una preciosa ciudad nipona, y allí conoció a Sawake. Intimaron de inmediato y se volcaron en los mismos aspectos de la tecnología.

Clark convenció a su nuevo amigo, al final de sus postgrados, de volver con él a su California natal e iniciar una empresa entre los dos. Crearon una plataforma de nuevas creaciones tecnológicas, una pequeña y nada ostentosa, pero con buenas posibilidades. Clark se casó con una novia que llevaba arrastrando cinco años, la pelirroja Sharon, y todo fue bien hasta que una poderosa empresa se fijó en ellos.

De la noche a la mañana, se vieron subidos a un carrusel que apenas les dejaba respirar. Clark murió en un aparatoso accidente de tráfico la misma noche en que vendieron su plataforma, dejando una afligida viuda de apenas veinticinco años y una hija de tres, Kara.

Sawake fue un inmejorable amigo para Sharon, ayudándola a superar su dolor, tanto que, un año más tarde, se casaban en un pequeño templo sintoísta de San Francisco. La amistad había pasado a convertirse en amor y pasión. También unieron sus fortunas personales e invirtieron en nuevas tecnologías, ampliando sus dividendos.

Kyo llegó enseguida, para alegría de su padre. Un perfecto varón para continuar el ilustre apellido. Sólo que eso le importaba un pimiento a aquella criatura… Kyo pensaba hacerse un hueco entre los humanos por si mismo.

Aquel niño era lo que podríamos llamar una Semilla infernal; en su interior latía un núcleo de fuerza demoníaca que pronto germinaría, indetectable. Kyo fue plenamente consciente de su entorno siendo bebé. Su despierta mente analizaba cuanto veía y escuchaba, aprendiendo, evaluando. Nunca se descubrió, nunca abrió la boca en un momento inoportuno. Esperaba el momento ideal para cimentar su posición, para disponer del mejor lugar para vivir y desarrollarse.

El infierno había conseguido enviar a uno de los suyos a este mundo y situarlo estratégicamente, gracias a un pacto con la familia de Sawake; un pacto que él desconocía. Cuales quieran que fueran los planes diabólicos que aquella criatura trajera consigo, nunca los reveló.

La primera en caer bajo su embrujo demoníaco fue su hermana Kara. Jamás sintió celos de su nuevo hermanito, a pesar de tener apenas cuatro años. Siempre estaba atenta a él, a su bienestar, a que su madre, con cierta depresión postparto, no se olvidara de la hora del biberón, o que le cambiara el pañal en su momento, ya que el pequeño no lloraba nunca.

Kyo pasó por una serie de niñeras que fueron vigiladas por Kara. Sharon no se interesó demasiado en su hijo, su tiempo acaparado por reuniones sociales, proyectos de bienestar, y los almuerzos del club de campo. Su padre se dedicaba a duplicar sus inversiones, moviéndose en todo momento con asesores financieros. Sin embargo, cada noche, cuando llegaba a casa, jugaba un buen rato con el sonriente Kyo, siempre acompañado de la vigilante Kara.

A medida que fue creciendo, Kara se convirtió en la guardiana de su hermano, en su protectora, y en su absoluta confidente. Ella fue la primera en comprender que aquella criatura no era un niño, que no pensaba ni actuaba como tal. Cuando Kyo cumplió los cinco años, su hermana se ofreció a él, en cuerpo y alma, incondicionalmente. Su alma se había corrompido totalmente con sólo escuchar sus confidencias.

Para Kara, entregar su voluntad de aquella manera, fue lo más sublime que jamás hiciera en su vida. Aunque tan sólo tenía nueve años, se sintió como una novia en el altar, como si hubiera cumplido con las expectativas de su vida.

En este momento de la historia, Kyo se había convertido en un jovencito de quince años, toda una preciosidad de efebo con grandes cualidades. Era amable, cariñoso, muy educado, obediente y, sobre todo, inteligente, además de ser muy guapo. En suma, uno de esos adolescentes de póster que todo el mundo comenta y envidia. Su hermanastra Kara, de diecinueve años, por su parte, se había transformado en la típica chica californiana, rubia y encantadoramente perfecta, de piernas interminables, y cabello al viento. Pero ahí se acababa toda normalidad.

Aprovechando su enorme atractivo, Kyo llevaba tentando los hombres de su entorno desde que tenía doce años, usando su cuerpo y su tremendo afecto, manipulando sutilmente su entorno familiar y escolar. Al parecer, la Semilla prefería tentar y seducir a los hombres mejor que las mujeres, pues se había revelado como un ser totalmente pasivo en su pasión, que permitía que sus amantes hicieran todo cuanto deseaban con su cuerpo, aceptando cualquier depravación con una sonrisa y dando las gracias. En una palabra, era sumamente obediente, pero no era ningún sumiso, una sutil diferencia.

Por otra parte, Kara era la única mujer que merecía su especial afecto, la única con la que se acostaba regularmente y con la que se permitía demostrar pasión; la única que conocía la negrura de su alma.

Kara aparcó su pequeño Ford Mustang descapotable, rojo cereza, con extremo cuidado y suavidad. De un puñado, atrapó la mochila que se encontraba en el asiento posterior, y se bajó del vehículo. Parte del sendero de grava que conducía hasta el gran garaje estaba mojado por los aspersores. Sin duda, Manuel, el jardinero, la saludaría al dirigirse a la casa, pero ella tan sólo tenía una idea en mente: encontrar a su hermano Kyo.

Saludó a su madre, al pasar por delante de la piscina. La señora Hinoto, Sharon para sus elegantes amigas, lucía un diminuto bikini dorado que resaltaba poderosamente su magnífica figura a sus cuarenta años. Rodeada de sus incondicionales damas de la sociedad californiana, entre Martini’ s helados y canapés de caviar iraní, la señora Hinoto pasaba las soleadas tardes, en espera de la llegada de su esposo, Sawake Hinoto.

Balbuceó una excusa para Amika, la madura ama de llaves, quien la persiguió desde la cocina hasta el gran salón preguntándole qué deseaba para merendar, como si tuviera aún ocho años.  Kara subió rápidamente la amplia escalinata de mármol y madera hasta el primer piso. Su corta falda se agitó furiosamente, como un indicio de su estado de ánimo. Al llegar arriba, retiró un largo mechón rubio que se había introducido en la boca. Jadeante, recorrió el largo pasillo a la carrera hasta detenerse en la puerta del fondo. Su lengua humedeció los labios, nerviosamente, al mismo tiempo que llamaba con los nudillos. Una dulce voz contestó desde el interior. Kara sonrió al abrir la puerta.

Nada más entrar, la cerró y corrió el pestillo, apoyando la espalda contra la oscura madera, admirando al joven dios que estaba tumbado de bruces sobre la cama, leyendo un cómic.

―           ¿Te encuentras mejor, Kyo? – preguntó.

―           Sabes bien que no estaba enfermo – respondió el joven, sin levantar los ojos de su lectura. – No tenía ganas de ir al insti, eso es todo.

Kara sonrió, divertida por la travesura de su hermano menor. Le contempló a placer, llena de orgullo y amor fraternal. ¡Era tan guapo! La joven llevaba muchos años prendada de su hermanastro, de aquellos rasgos nipones perfectos. A su lado, ella se sentía una vaca de grandes ubres, con un largo cabello pajizo que él la obligaba a peinar y moldear cada día. Quería que estuviera muy guapa, pero Kara no se sentía así. La única belleza estaba en la pálida piel de su hermanastro.

Por supuesto que en el colegio tenía admiradores y amistades que le decían lo contrario, pero apenas les escuchaba. Todo era designio de Kyo y ella le obedecía con amor. Kara era consciente de que sus ojos azules eran enormes, casi bovinos, su boca muy grande, de dientes enormes, y era enorme, alta como una jirafa, por mucho que le dijeran sus amigas.

Claro estaba que esas impresiones estaban magnificadas por su dependencia hacia Kyo. Él era su modelo para compararse, y, en verdad, Kyo era un muñequito mestizo, de padre japonés y madre californiana, de ascendencia franco irlandesa, pero había heredado más genes de su padre. En el colegio, destacaba entre todos sus compañeros como un diamante en bruto. No era el más alto, ni el más carismático, pero una vez que los ojos recaían sobre él, nadie los apartaba. Era pequeño y delgado, de aspecto frágil, con una eterna expresión compungida en su rostro que invitaba a protegerle, a cuidarle sobre todas las cosas. Sus ojos, totalmente nipones e intensamente oscuros, brillaban con perfecta inocencia y candor. Una preciosa naricita de botón daba paso a una verdadera boca de muñeca, con pequeños labios fruncidos y siempre húmedos. Comparado con eso, ella era un ogro patoso, aunque ya la hubiera propuesto dos veces para reina del baile.

―           Entonces, ¿podemos hacerlo? – preguntó Kara, mientras se inclinaba y deslizaba sus bragas piernas abajo, por debajo de la falda.

―           ¿Lo deseas?

―           Como nunca, Kyo. Me he pasado todo el día tocándome en clase, pensando en lo que haríamos en cuanto volviera a casa – respondió ella, acercándose a la cama.

―           Eres una putita, hermanita – sonrió el chico, arrojando el cómic al suelo.

―           Soy tu putita, solo para ti… -- musitó ella, al abrazar a su hermanastro.

Sus bocas se unieron, febriles, ansiosas. La inquieta mano de la chica recorrió el cuerpo de su hermano hasta detenerse en la entrepierna. Ya estaba erecto, como si la estuviera esperando. A pesar de su nula experiencia con otros hombres, Kara se preguntó como su hermano siempre parecía estar preparado para ella. Pero tal pensamiento solo duró dos segundos en su mente. Desapareció cuando la mano de Kyo se coló bajo su falda.

Kyo conocía cada punto débil del cuerpo de su hermana. Sabía donde tocar, como hacerlo, cuanto tiempo manipularla… Kara podía perder la cabeza a los pocos minutos de yacer con él, obteniendo largos y continuados orgasmos que estremecían todo su cuerpo. Kyo tenía que taparle la boca para que sus padres no la escucharan, a pesar de que sus habitaciones estaban en pisos distintos.

Kara pasaba muchas noches en la cama de su hermano, demasiado cansada para regresar a su dormitorio. Llevaban años acostándose juntos, sin que ninguna consciencia moral afectase a la joven. Su alma pertenecía a Kyo y no había nada más que hablar.

Solo pensaba en follar con su hermanastro, a cualquier hora, en cualquier oportunidad. Abrirse de piernas bajo él, sentirle dentro, sentir su semen ardiente en las entrañas. Lo había probado todo con él y le encantaba. Aullaba como una perra cuando la sodomizaba, adoraba el sabor de su semen en la boca, incluso de su orina. Había aprendido a contentarle de mil maneras, con sus labios, con sus pies, con las manos, con las axilas… Nada que Kyo pudiera pedirle la desaprobaba o la sorprendía… Él era su dueño.

―           ¿En qué piensas? – preguntó Kara, desnuda y sudorosa sobre la cama. Su mano jugueteaba sobre el pecho lampiño de Kyo.

―           Mañana tengo sesión…

―           ¿Sigue tocándote ese psicoanalista? – le preguntó ella al oído.

―           Mañana le dejaré ir más lejos – sonrió Kyo.

―           Que malo eres…

―           Me enloquecen eso hombres maduros y poderosos. Solo deseo que me follen, que jueguen con mi cuerpo… ¿te molesta? – preguntó el chico, al sentirla rebullir a su lado.

―           Mientras sean hombres, no – contestó ella, sentándose en la cama y buscando sus bragas con la mirada. – Sé que te diviertes así.

―           Eres la única mujer de mi vida – respondió Kyo, atrayendo a su hermana para besarla.

―           Te quiero, hermanito – susurró ella en el interior de su boca.


―           Relájate, Kyo – dijo el Dr. Amos con su voz suave. – Ya sabes que este es un espacio libre, donde todo lo que digas no saldrá jamás…

Kyo, tumbado en el mullido diván de piel, asintió, cerrando los ojos. Le gustaba la voz del Dr. Amos. Era aterciopelada, suave, golosa, evocadora… siempre le excitaba. Llevaba ya dos años viéndole, desde que se rompió el acuerdo entre las partes. El juez fue muy insistente en ese punto. Kyo sonrió al evocar el asunto. Casi tres años atrás, la Semilla denunció a un socio de su padre por abusos sexuales, en un campamento para hijos de trabajadores de la empresa, un socio que estaba vetando un proyecto de Hinoto.

―           La semana pasada hablábamos del señor Mood. ¿Te acuerdas?

―           Si, Dr. Amos.

―           ¿Quieres seguir hablando de él?

―           Bueno…

―           Era tu monitor preferido, ¿cierto?

―           Si.

―           ¿Qué edad tenía?

―           Creo que cincuenta.

El Dr. Amos, sentado a la cabecera del diván, fuera de la vista de Kyo, observaba este fijamente, olvidándose de tomar notas. Solo con imaginarse aquella preciosidad de chico arrinconado por aquel tipo en una de esas cabañas o en las duchas…

Su pene respondió rápidamente a su imaginación. Sabía que no era ético, ni siquiera legal, pero era algo más fuerte que él. Kyo Hinoto era su debilidad. El psicoanalista ni siquiera era gay, ni un pedófilo, nunca tuvo tendencias de ese tipo, pero desde que el chico empezó la terapia, hacía dos años, sólo pensaba en él.

Le rozaba con cualquier excusa, aspiraba su olor a jabón y leche, procuraba grabar su imagen en la retina para masturbarse locamente en cuanto acababa la hora. Tenerle tumbado ante él, con los ojos cerrados, el ceño ligeramente fruncido por la concentración, no ayudaba. Solo pensaba en desabrocharse el pantalón y meterle la polla en la boca, por sorpresa.

―           Dijiste que tenías mucha confianza con él – dijo, haciendo un esfuerzo para volver a la realidad.

―           Si, el Sr. Mood decía que yo era su favorito.

―           Ajá. Así que, a veces, pasabais tiempo a solas.

―           Si, casi todas las tardes, después de la merienda.

―           ¿Teníais algún sitio especial? – el Dr. Amos cerraba el círculo con pericia.

―           La caseta del viejo embarcadero…

―           ¿Estabais solos?

―           No iba nadie por allí desde que hicieron el nuevo embarcadero y las playas. El Sr. Mood decía que era mejor así, porque era el mejor sitio del lago para pescar.

―           Comprendo. Así que ibais a pescar, ¿no?

―           Si. Colocábamos las cañas en la punta del embarcadero y él insistía en que teníamos que escondernos para que los peces picaran…

―           ¿Dónde os escondíais?

―           En la caseta, casi a oscuras. Allí se estaba fresco…

―           ¿Cómo pasabais el tiempo en la caseta? Tenía que ser aburrido – el hombre se lamió los labios impulsivamente.

―           Hablábamos – respondió Kyo, con un encogimiento de hombros.

―           ¿Hablar? ¿Sobre qué?

―           De muchas cosas. De deportes, de lo que había sucedido durante el día en el campamento…

―           ¿Hablabais de sexo? – el doctor hizo la pregunta en un tono muy bajito.

―           A veces…

―           Kyo, ¿te tocaba?

El chico se agitó, inquieto, pero no abrió los ojos. Sus mejillas enrojecieron. No contestó.

―           Tranquilízate. Nadie te juzga, no es culpa tuya, pero debes contestar. ¿El Sr. Mood te tocaba en sitios concretos?

―           Si.

―           Cuéntamelo… ¿Dónde? ¿Cómo?

―           Nos escondíamos detrás de unos viejos aparejos… ponía uno de sus dedos en mi boca, para empezar a jugar, decía… yo lo lamía muchas veces. Después, se agachaba y cambiaba el dedo por su lengua…

El Dr. Amos empujó disimuladamente su erección, lleno de envidia.

―           ¿Cómo te hacía sentir eso?

―           Era divertido.

―           ¿A qué más jugabais?

―           Los últimos días de campamento insistía en comparar su… pene con el mío. Lo tenía mucho más grande y me dejaba tocarlo mucho rato. A veces, yo quería dejarlo… me aburría, pero me convencía para seguir, para ayudarle con el pus… quiero decir, semen.

El Dr. Amos se aflojó la corbata. Gotas de sudor se formaban en su frente y en su cuello.

―           ¿Te hizo eso él a ti?

―           Si, dos veces.

―           ¿Y que te pareció?

―           No sé, me asusté un poco…

―           ¿Te hizo daño?

―           No, pero era algo muy intenso… él respiraba muy fuerte y mis piernas temblaban mucho… era algo raro…

―           ¿Qué piensas del Sr. Mood, ahora que llevas tiempo sin verle?

―           No estoy seguro – dijo Kyo tras meditarlo.

―           ¿No te cae mal? ¿No le tienes miedo?

―           No lo sé. Echo de menos nuestras charlas, la pesca…

―           ¿Qué te toque también?

―           No, eso no, pero… hay noches que sueño – Kyo se tocó la entrepierna con una mano – y me despierto como ahora…

―           ¿Cómo?

―           Con el pito duro y mojado.

El psicoanalista tragó saliva y se puso en pie. Kyo abrió los ojos y le miró. El hombre supo ver en ellos la necesidad del chico, lo que anhelaba desde entonces. El Dr. Amos se plantó ante el diván. Kyo se sentó, sin mirarle. Sin ser conciente de haberlo pronunciado, el hombre dijo:

―           ¿Quieres hacérmelo a mí

Kyo sonrió y asintió, subiendo sus dedos y desabrochando la bragueta del doctor. Este se estremeció totalmente cuando aquellos suaves dedos se introdujeron y tocaron su verga, sacándola de su encierro. El jovencito estaba totalmente concentrado en la tarea. Manipulaba el miembro masculino con mucha delicadeza, como si fuese muy frágil, o mejor dicho, algo sagrado.

―           ¿Qué le hacías? – susurró el psicoanalista.

Kyo comenzó un suave movimiento de vaivén, retrayendo cada vez más la piel del prepucio. La punta de su lengua, húmeda y rojiza, asomaba por entre los labios, otorgándole una expresión de pícara concentración. El Dr. Amos no quería cerrar los ojos, a pesar del placer que estaba sintiendo. No estaba dispuesto a perderse aquella imagen, aquella delicia de chico estaba masturbándole en su despacho, sin ningún pudor, sin ninguna malicia.

Un intenso deseo de tocarle le invadió. Se sentó a su lado, en el diván, la polla erguida como un estandarte. Su mano acarició el suave cabello oscuro de Kyo, mirándole a los ojos.

―           ¿Me dejas hacerte lo mismo? – le preguntó.

Kyo asintió, el rostro enrojecido, la respiración agitada. Era delicioso el candor que mostraba. El Dr. Amos le puso en pie y desabrochó el pantalón del chico, decidiéndose por quitárselo completamente, junto con el slip, y dejarlos a un lado, en el suelo. El amplio flequillo oscuro de Kyo cayó como una cortina sobre sus ojos, al bajar el mentón tratando de ver lo que el hombre hacía. Sin embargo, aquel gesto sirvió para ocultar el súbito destello que apareció en sus cándidos ojos.

El doctor contempló aquel pene de mediano tamaño, totalmente enardecido. No mediría más de trece o catorce centímetros, pero era toda una belleza. La bolsa testicular, sin asomo de vello, aún virginal, sin descolgar, atraía poderosamente su atención. Ni siquiera le pareció extraño que no hubiera vello púbico alguno. Kyo tenía la suficiente edad como para haberse desarrollado, pero el psicólogo pensaba que una cosita tan hermosa y exquisita como él, estaría mejor sin pelos en sus partes, pues el pubis y las caderas de Kyo eran dignos de una escultura griega, perfectamente delineadas, armoniosas. El Dr. Amos tuvo que reprimir el impulso de hundir su rostro entre ellas.

―           Nunca se me ha puesto así – murmuró el jovencito.

―           ¿A qué te refieres, Kyo?

―           Así de tiesa… casi duele – gimió.

―           Pobrecito – susurró el hombre, deslizando un dedo por el cubierto glande.

Kyo tensó su pelvis hacia delante, respondiendo a la caricia. El doctor retiró el dedo y sonrió. Buscó los ojos del chico con los suyos y, sin apartar la mirada, volvió a acariciarle. Kyo frunció el ceño y sus labios se entreabrieron. Sus caderas volvieron a agitarse, temblorosas, pero tampoco apartó la mirada. A la siguiente vez, Kyo no pudo reprimir un jadeo. Pronto buscó apoyarse en el hombro del doctor.

―           ¿Te lo hacía así? – preguntó el hombre, casi en un susurro.

El joven negó con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra alguna.

―           Entonces, ¿cómo? – preguntó de nuevo, dándole un respiro.

―           Frotaba su polla contra la mía… -- confesó, subiendo con sus manos la camisa y mostrando todo su rosado vientre.

―           ¿Quieres que lo haga?

Kyo asintió, tumbándose inmediatamente en el diván. El Dr. Amos temblaba de excitación. Nada hubiera impedido, en ese momento, que su goteante glande rozara la piel del chico. Ni siquiera una súbita interrupción policial. Se sostuvo a pulso sobre Kyo, situando su miembro, que asomaba por la bragueta del pantalón, hasta hacerlo coincidir con el de su paciente. El primer roce dejó unas gotas de líquido preseminal sobre el pubis juvenil. Quedó impresionado por la increíble suavidad de la piel de Kyo.

Con un gruñido, deslizó su glande bajo los suaves testículos, introduciéndolo entre los cerrados muslos. El chiquillo le echó los brazos al cuello, sonriéndole, con las mejillas arreboladas. Era como si Kyo le invitara a culear más rápido, entregándose totalmente. Aquel pensamiento le hizo derramarse sobre el cálido vientre, de forma precipitada y agónica.

―           Ooooh… que dulce tentación… -- gimió, mientras sentía las manos de Kyo revolviéndole el escaso cabello de su nuca.

El Dr. Amos se quedó estático, jadeando contra una de las mejillas del chico, la cual no dejaba de besar. No quería apartarse, tratando de buscar, con desesperación, una explicación medianamente convincente para encubrir su inexcusable comportamiento. Ahora, tras el arrebato de lujuria, el hombre se sentía avergonzado y asustado. ¿Kyo mantendría un secreto así?

Sin embargo, Kyo sonrió cuando salió al exterior, donde le esperaba su hermanastra en su coche. Había conseguido poner al psicólogo dónde él quería, bajo su influencia. Su testimonio serviría para hundir al Sr. Mood, permitiendo a su padre escalar puesto en la sociedad y, además, conseguir una buena indemnización.

¡La justicia humana era tan fácil de manipular!


Bernardo Trent echó un vistazo de reojo. A su lado, en el asiento del copiloto, el chico se mostraba tan tranquilo como siempre, mirando el paisaje a través de la ventanilla. Su angelical rostro quedaba un poco ladeado, fuera de su visión, pero el calido y delicado hueco de su cuello atrajo la mórbida atención del maduro hombre. Bernardo, a sus cincuenta y siete años, lleno de experiencia y sensatez, hubiera dado cualquier cosa por tener la oportunidad de convivir con Kyo, tenerle solo para él, a su disposición, día y noche. Él mismo se decía que, incluso, sería capaz de matar por él. Pero el joven no era su hijo, sino el hijo de su socio y amigo, Sawake Hinoto, y, por el momento, eso le refrenaba mucho.

Sin embargo, esto no impedía que no pudiera disfrutar a su manera.

En este momento, se dirigían a la finca de Bernardo, una amplia hacienda cercana a Makawu, al este de Los Ángeles, dispuesto a cumplir la promesa que hizo tres meses antes. El joven giró la cabeza hacia él y le miró con aquellos dulces ojos oscuros.

—    ¿Está lejos aún? – le preguntó.

—    No, mi vida. Enseguida llegamos.

Aprovechando la larga y recta carretera, normalmente solitaria, Bernardo devoró con la mirada a Kyo. El chico aún no se afeitaba siquiera, a pesar de tener dieciséis años. Poseía un intenso pelo oscuro, muy suave y sedoso, que le caía en cortina sobre uno de sus ojos cuando meneaba la cabeza, unos ojos rasgados y perfectos, con unas inmensas pupilas negras que reflejaban la luz como ópalos engastados. Una nariz en botoncito, absolutamente divina, y unos labios bien definidos y sensuales, el joven parecía más una de esas muñecas asexuadas, pero increíblemente hermosas, que se estaban empezando a coleccionar entre los círculos más pudientes. Era menudo y esbelto, apenas llegaba al metro sesenta, pero su cuerpo era mullido y su piel de pura seda. En cuanto a su carácter, Bernardo se preguntaba si su familia le estaría educando en algún arte tradicional secreto, ya que nunca le había visto exaltarse, ni enfadarse, ni siquiera excitarse al encontrarse con algo deseoso, como sucedía con otros chicos. Kyo era siempre comedido, amable, y muy, muy educado. Escuchaba con atención, no interrumpía los mayores, y obedecía en todo.

Un sueño hecho realidad.

Y, a experiencia de Bernardo, el sueño llegaba aún más lejos.

Impulsivamente, el pene del hombre se endureció bajo el pantalón, ansioso por ser acariciado, y Bernardo, sin soltar el volante, tuvo que cambiar de posición para acomodarlo mejor.

—    Que bien que tus padres te dejen venir conmigo – sonrió el hombre.

—    Si, han sido muy amables. Suelen atender mis deseos. Pedí viajar con usted.

—    Mañana se reunirán con nosotros y pasaremos todo el fin de semana en la hacienda. Pero hoy tendrás tu regalo de cumpleaños, como te prometí.

—    Es usted muy amable, Trent san.

—    Por favor, Kyo, llámame Bernardo.

—    Si, gracias, Bernardo.

—    Esta noche cumplirás dieciséis años y no me parece justo que tengas que esperar hasta mañana, a tu fiesta, para recibir mi regalo.

—    De nuevo gracias. Su amistad honra mi familia, señor.

Un estremecimiento recorrió la columna vertebral de Bernardo al escuchar el tono de aquella frase, sobre todo la palabra “señor”, en aquellos labios. Súbitas fantasías de amo colonialista desfilaron por su mente, obligándole a reprimirse.

El coche penetró en la gran finca, siguiendo un camino asfaltado que cortaba en dos una gran pradera, llana y de alta hierba. Al fondo, un grupo de caballerizas se alzaba, pintadas en ocre y granate, con un corral de doma a un lado. Varios mozos de cuadra saludaron con la mano al paso del vehículo, el cual no se detuvo. El camino subía una loma boscosa, sembrada de abedules, olmos y grandes castaños. Por encima de las copas de los árboles, se distinguía el tejado de una gran hacienda, con sus tejas rojas y sus paredes encaladas. Bernardo y Kyo se bajaron del coche ante un gran porche, donde les esperaba una señora mayor, vestida de oscuro.

—    Te presento la señora Carol – dijo Bernardo señalando la mujer. – Es mi ama de llaves. Cualquier cosa que necesites, se lo pides a ella.

—    Encantado de conocerla, señora Carol – agregó Kyo, haciendo una reverencia nipona ante ella.

La mujer sonrió y devolvió el saludo, encantada con los modales del joven.

—    Carol te enseñará tu habitación y puedes ponerte un bañador. Un baño refrescante en la piscina te vendrá bien. Mientras tanto, yo hablaré con algunos de mis hombres.

—    Será un placer, Bernardo san.

Kyo estaba tumbado sobre la hamaca, secando su casi desnudo cuerpo al sol. Su mente estaba perdida en ensoñaciones no aptas para humanos, llenas de control y pecados sin nombre. Una sombra tapó el sol sobre su rostro y Kyo abrió los ojos. Bernardo estaba plantado a su lado, de pie y sonriente.

—    Ya he acabado con mis asuntos – dijo el hombre.

—    Entonces, estoy a su disposición, Bernardo san.

El hombre quedó atrapado por la visión de aquel cuerpo menudo y flexible, aquella piel nívea y sin máculas, que deseaba probar de nuevo. Kyo se puso un batín oriental sobre el cuerpo desnudo y se calzó las deportivas sin atar los cordones.

Bajaron la loma andando y charlando, de manera inocente. Una vez en las caballerizas, Bernardo saludó personalmente algunos de sus hombres, e introdujo a Kyo en una cuadra. En el interior, una yegua ruana piafó suavemente, reconociendo el aroma de los terrones de azúcar que Bernardo llevaba en el bolsillo.

—    Esta es Nana, es tuya – dijo el hombre al jovencito.

Kyo contempló al animal intensamente, degustando la sensación de posesión. Tras esto, se giró hacia el hombre e inclinó la cabeza.

—    Me siento muy honrado, Bernardo san. Puede cobrar esta deuda como más le guste.

—    ¿De veras, mi niño? – se relamió Bernardo.

—    En cualquier momento y como guste.

El tono era tan impropio de un chico tan joven que generaba aún más morbo en la mente del maduro empresario

—    Ven – adelantó la mano Bernardo, atrayendo a Kyo contra su cuerpo. Ambos se quedaron mirando la yegua, la espalda del chico apoyada contra el vientre del hombre. – Contempla que estampa tiene Nana, la fortaleza de su lomo…

La mano masculina resbaló entre la apertura del batín, acariciando el pecho del chico, deslizándose como una criatura engañosa. Sintió el ritmo de la respiración de Kyo, su pequeña contracción al sentir las cosquillas que le hacían los dedos.

—    … observa la robustez de sus patas, esos músculos que se definen. Proviene de una familia pura de campeones…

La mano descendió aún más, rozando la cinturilla del bañador, donde se entretuvo acariciando las esbeltas ingles. La espalda de Kyo se pegó aún más a él.

—    Yo mismo he peinado y trenzado sus crines, tanto en la cola como en su cuello. Pensaba en ti mientras lo hacía, pensaba en ti, cariño mío…

La mano derecha de Bernardo se perdió en el interior del bañador, mientras que la izquierda bajaba lentamente la prenda, dejando al descubierto parte de un glúteo. Con suavidad, el hombre acarició el pene de Kyo, que empezaba a despertar, regodeándose en su suavidad y calidez. Con paciencia, abrió el batín dejándole caer por los brazos de Kyo, y así poder contemplar lo que le estaba haciendo con la mano. Los ojos del joven estaban fijos en la yegua, aunque su boca estaba abierta, como si le costara trabajo respirar.

—    No dejo de pensar en ti desde aquel día, en el jardín de tu casa. ¿Te acuerdas?

Kyo solo asintió con la cabeza y tragó saliva.

—    ¿Has pensado más en eso?

Un nuevo asentimiento.

—    ¿Y te has tocado así cuando lo has hecho?

El movimiento de cabeza fue más indeciso, quizás tímido, pero totalmente perceptible.

—    Oh, mi bello efebo… eres especial – Bernardo notó como el joven pene se endurecía, animado por sus manipulaciones.

El niño ya estaba totalmente recostado contra él, las piernas adelantadas, las caderas hacia delante. Se había entregado. Ya no miraba la yegua, sino que mantenía los ojos cerrados y suspiraba suavemente.

—    ¿Te imaginas montándola? Si, corriendo por la pendiente, gritando de alegría, subido a ella a pelo. ¿Te gustaría?

—    …

—    ¿Sabes? A mi también me gustaría hacerlo, pero no sobre ella, sino sobre ti… montarte lentamente, con suavidad. ¿Me dejarías?

—    Si… -- esta vez hubo afirmación tanto de voz como con la cabeza.

—    Ooh, pollita mía, que feliz me haces – dijo Bernardo, atrapando una de las manos del chico y llevándola a su espalda, hasta colocarla sobre su tirante polla aún envainada. – Frótamela… así, como aquel día…

Kyo sonrió al sobar aquel miembro. Pensaba dejar que le hiciera muchas cosas obscenas este fin de semana, tan depravadas que Bernardo Trent, presidente de Oxport Medial, y socio mayoritario de la gran empresa, aceptara cualquier cosa que él le susurrara al oído, mientras su mano le apretara la polla, como en aquel momento.

Había estado todo el año preparando el camino a su padre, dejándose follar por uno y otro socio, para conseguir un puesto aún más seguro para él y su familia. Ahora, se encontraba en el último peldaño a franquear, a un paso de que su padre alcanzara la cúspide laboral: susurrarle a Bernardo que nombrara a su padre vicepresidente, al mismo tiempo que se corría en su mano mansamente. Ah… el poder…


El joven ejecutivo estaba nervioso e intentaba paliarlo mordiéndose frecuentemente el labio inferior. Ésta iba a ser su prueba de fuego. Había acompañado a Bernardo Trent a la fiesta que daba la familia Hinoto y allí sería recomendado como ayudante personal del señor Hinoto.

Arnold Tanner había sudado mucho para llegar a ser considerado como uno de los mejores ayudantes de Oxport, desde que acabara su master, y, además, uno de los más jóvenes. Para él era todo un sueño entrar a las órdenes de uno de los proyeccionistas tecnológicos más afamados de California.

Arnold se había sacrificado mucho para acceder a aquel puesto y tendría que pagar un precio en el futuro, eso lo sabía. Había prescindido de familia y relaciones, totalmente dedicado a la empresa. De hecho, a sus veintinueve años, Arnold solo había mantenido una relación con una persona, Sato. El rubio ayudante suspiró al recordar a su antiguo novio. Sato había sido el hombre ideal…

Unas fuertes risas le devolvieron al presente. El señor Hinoto atendía personalmente a sus futuros inversores, unos ricos ganaderos sureños, y eso le dejaba a él en espera para serle presentado por el presidente Trent. Suspiró y tomó una nueva copa de champán.

Arnold, a pesar de no ocultar sus preferencias homosexuales, no ostentaba modales exagerados, ni ademanes afeminados. Era un gay sin pluma, un tío serio y formal, atractivo y siempre bien vestido, con un físico que cuidaba con esmero. Solamente un detalle le traicionaba: sus azules ojos se estrechaban cuando miraban a alguien que le gustaba, y, en ese momento, sus ojos se convirtieron en dos rendijas horizontales.

La culpa la tenía el hijo de su jefe, una increíble criatura de apenas dieciséis años llamado Kyo. El chico, introvertido y bien educado, fue llamado por su padre y presentado a los hacendados. Los saludó atentamente, uno por uno, dándoles la mano y bajando la mirada, tímidamente. Parecía poca cosa ante aquellos orondos hombretones. En un par de ocasiones, Arnold cruzó su mirada con la del jovencito, perdiéndose en aquellos ojos insondables, que reflejaban el candor y la inocencia más pura.

Arnold no era ningún asalta cunas, de hecho, ni siquiera soportaba los niños, pero no entendía de dónde surgía el sentimiento que le embargaba, que le reconcomía por dentro. Aquel chiquillo… ¡Dios! Era como una tentación solidificada, como un jodido y real súcubo.

Después de descubrirle, se dedicó a observarle, solo eso; ni un gesto, ni una palabra, pero cada vez que lo hacía, Arnold sentía su pene estremecerse. Era como si le susurrase que le siguiera hasta un oscuro rincón, prometiéndole todas las perversiones del mundo. Arnold reconocía que era una preciosidad de jovencito, bello como un pequeño ángel, de gestos suaves y tímidos, que le enardecían aún más. Poseía un cuerpo menudo, de aspecto frágil, que invitaba a protegerle instintivamente. Pero lo que más atraía de él, como un faro rutilante, era la inocencia que emanaba de cada uno de sus poros. Aquel chico no duraría ni un minuto en las calles de Los Ángeles, las fieras saltarían sobre él nada más olerle…

Intentó despejar su mente de todos aquellos pensamientos y, para ello, intentó concentrarse en su jefe, el presidente Trent, pero parecía enfrascado en una buena conversación con los invitados. Arnold, en verdad, se sentía nervioso porque el presidente Trent quería introducirlo como su espía, en el despacho del señor Hinoto. Él no había estudiado una carrera para ser el chivato oficial, pero la cosa estaba así. Por lo visto, Bernardo Trent ya no se fiaba de su vicepresidente y socio, y quería su cabeza. Él debía ser el artífice de ello.

Por lo visto, aún no era el momento de presentarse, y eso le tenía en tensión.   Sin embargo, quien si se acercó a él fue el chico. Kyo le tomó por sorpresa, plantándose ante él y, con una corta y encantadora inclinación de cabeza, le preguntó su nombre. Arnold quedó con la boca abierta y recordó, en un alarde de reflejos mentales, que no habían sido debidamente presentados.

―           Me llamo Arnold Tanner. Soy el futuro ayudante personal de tu padre – dijo con un carraspeo.

―           Es un placer, Tanner San – respondió educadamente el chico, ofreciendo su mano. – Mi nombre es Kyo Hinoto.

―           Lo sabía, pero es un placer conocerte oficialmente – dijo Arnold, estrechando aquella suave mano.

―           Kyo, cariño, atiende al señor Tanner – dijo la señora Hinoto desde el sofá donde se sentaba, junto a otras esposas.

―           Mil gracias, señora Hinoto – respondió Arnold cortésmente.

―           Bueno, ¿en qué desea que le atienda? – preguntó Kyo, mirándole directamente.

―           Oh, estoy bien, gracias, tan sólo espero al momento en que me presenten a tu padre. No tengo nada mejor que hacer – respondió el ayudante con un ademán.

―           Bueno, en ese caso, puedes acompañarme.

Aquella respuesta volvió a tomarle por sorpresa.

―           Está bien, ¿adónde vamos?

Kyo no contestó. Se dirigió hacia su madre e interrumpió cortésmente la charla de las señoras.

―           Perdona, mamá. El señor Tanner va a acompañarme al jardín. Quiero enseñarle mis plantíos.

La mujer desplazó sus verdes ojos hasta toparse con los de Arnold. Alzó una ceja de forma inquisitiva. Arnold se encogió de hombros, con una sonrisa algo forzada. La señora Hinoto asintió y retomó la conversación interrumpida. Kyo, con toda confianza, tomó la mano de Arnold y tiró de él fuera del salón. Aquella mano quemaba contra la suya, haciendo sudar su palma.

Salieron a los vastos jardines, cuidados con esmero, y ambos pasearon por uno de los senderos de piedra, sin decir una palabra pero cogidos de la mano. Kyo vestía de manera informal, adecuada para un chico rico al final del verano. Un polo color crema y unos holgados pantalones cortos a cuadros; unas blancas playeras completaban el conjunto. Kyo se detuvo ante unos columpios de madera plantados entre centenarios árboles.

―           ¿Este es tu plantío? ¿Qué plantas? – preguntó Arnold con una sonrisa.

―           Oh, algunas plantas exóticas y unas cuantas orquídeas, lo que me sirve para disimular las matas de marihuana – respondió con una sonrisa sorprendentemente ladina. – Pero no vamos a ir allí, está muy lejos, este es un buen sitio para que puedas tocarme con disimulo – respondió el chico con voz cándida.

―           Yo no… -- consiguió balbucear el hombre, lívido.

―           ¿No quieres tocarme? – había un pequeño tono de decepción en la pregunta.

―           No debería – suspiró Arnold, dejándose caer en uno de los balancines, que colgaban de unas bien aceitadas cadenas.

―           No comprendo, Tanner San – dijo Kyo, al mismo tiempo que se introducía entre las piernas del hombre. – Me gustas y… quiero que me toques… eso es todo.

Arnold aflojó el nudo de la corbata. Jamás había imaginado que algo así le ocurriera a él, quien había sido siempre tan comedido en sus asuntos amorosos.

―           Eres solo un niño – se obligó a decirle --, es solo un capricho, una fantasía de tu mente… ¿qué puedes saber tú de…?

―           ¿Sexo? – acabó suavemente la frase el niño. Ambos se ruborizaron.

―           Si – Arnold era plenamente conciente del calor que emitía el cuerpo de Kyo, afirmado entre sus muslos. El chico se acurrucó aún más y le echó los brazos al cuello.

―           Eso es algo que solo sabrás si me tocas… -- susurró al abrazarle.

Arnold emitió un suave quejido y correspondió, abarcando la cintura del jovencito con una mano. Con la otra, acarició las esbeltas nalgas por encima del corto pantalón. Eran firmes, prietas, y deliciosamente atrevidas en el modo en que se contrajeron con la caricia.

―           Bésame – suplicó Kyo, con la boca a escasos centímetros de la del ayudante.

Arnold atrapó aquellos labios temblorosos, que le supieron a golosinas de su propia infancia. Enseguida, tuvo la vibrante lengua de Kyo buscando la suya, y pronto comprendió que aquel no era el primer beso del chico. Los juveniles dedos jugueteaban con su rubio y lacio cabello, que quedaba suelto por encima de las orejas. Descendían por la línea de la mandíbula, haciendo raspar su incipiente barba de un par de días, mientras que la otra mano empujaba la nuca del hombre para que profundizara aún más en sus besos.

Se apartaron jadeantes y Arnold clavó su mirada en el divino y hermoso rostro, enrojecido por la pasión. Kyo no parecía atreverse a mirarle y mantenía la mirada baja, estremeciéndose al paso de la mano de Arnold sobre sus glúteos.

―           Dios mío… ¿Quién te ha enseñado a besar así? – preguntó finalmente el ayudante personal.

―           Otros hombres… -- susurró con un leve encogimiento de hombros.

―           Pero, cómo…

Kyo bajó sus manos del cuello masculino y se giró, apoyando su trasero contra la cara interna de uno de los muslos de Arnold, obligándole a abrir más sus piernas, sentado en el movedizo columpio. Los dedos del chico jugueteaban con el cordón de sus pantalones, la vista clavada en ellos.

―           Siempre he atraído la atención de los hombres, desde muy pequeño – musitó en un remedo de confesión. – Sé que no está bien, pero no consigo… negarme. En cuanto me miran con deseo, respondo…

―           ¿Te refieres a besos y caricias como estos?

Kyo volvió a encogerse de hombros.

―           Al principio, si.

―           ¿Al principio?

―           A comienzos de este año, empecé a chuparlas – dijo, mirándole de repente.

Arnold tuvo que tragar saliva. En el interior de su pantalón, su pene adquirió una dureza jamás experimentada.

―           Los socios y amigos de papá me llevan tras esos árboles – señaló tímidamente – o de los grandes arbustos del club de golf. Yo me arrodillo y ponen sus pollas en mi boca. Acabo tragándomelo todo…

―           Madre mía…

―           Otros quieren una paja o hacérmela a mí. Es divertido… ¿quieres que te haga una? – le preguntó, rozando la entrepierna de Arnold con un dedo.

―           ¿Por qué lo haces? – preguntó el hombre, sin responder a la tentación.

―           No lo sé. Me siento como una mascota que es feliz plegándose al deseo de su amo, consintiendo todo, aceptando todo… Me han dicho que aún no he alcanzado mi límite, y que cuando lo haga, podré estar horas follando…

Una tentadora imagen floreció en la mente de Arnold, quien tuvo que sacudir la cabeza para borrarla.

―           Espero que eso no tarde en llegar – continuó el jovencito. – Hace dos semanas, el chofer de papá consiguió metérmela toda, y eso que la tiene grande – hubo un destello de orgullo en sus ojos.

―           Tenemos que volver – carraspeó Arnold.

―           Nadie nos echa de menos… ni a ti, ni a mí, lo sabes. Cuando nos busquen, mamá enviará a alguien del servicio a llamarnos, y seguro que le escucharemos a leguas de distancia.

―           ¿Y qué hacemos?

―           Lo que desees, Arnold – dijo Kyo, abriendo con una mano la cintura elástica de su pantalón y atrapando la mano del hombre con la otra hasta introducirla.

El ayudante no tardó en palpar el miembro con todo cuidado, asombrándose de su firmeza. Su experiencia con un amante japonés y cuanto había aprendido de él, le había enseñado que los machos nipones están por debajo de la media que los occidentales, en cuestión de dimensiones. Pero aquel niño mestizo tenía ya un buen pene, que debía medir, por lo que palpaba, al menos quince buenos centímetros, sin haber dejado aún la pubertad.

Arnold bajó un poco más el pantalón del chico para poder acariciarle con más comodidad. Kyo tenía los ojos cerrados y se había acurrucado contra el pecho del hombre, atento a las embriagadoras sensaciones. Arnold apretó suavemente el glande aún oculto. Ahora disponía de la completa visión de aquel pene, de tierno aspecto y sin un ápice de vello. Una delicada bolsa testicular atrajo poderosamente su atención.

La mano de Arnold empuñaba totalmente el juvenil miembro y, por ello, lo apretó en vez de friccionarlo. Eran unos suaves apretones que acababan siempre en un amoroso pellizco del glande, lo que tuvo la virtud de hacer suspirar a Kyo muy pronto.

El chico se acurrucó aún más, colocando la cabeza contra el hueco del cuello masculino. En esa posición, su mano izquierda alcanzó sin dificultad la bragueta de Arnold.

―           Los dos a la vez – susurró el niño, sin abrir los ojos.

―           Si, dulzura…

Arnold sentía aquella mano como si estuviera recorrida por pura energía. Se aferraba a su pene como si fuera un salvavidas, pero, al mismo tiempo, rebosaba ternura y candor. La verdad es que no pudo aguantar mucho; estaba demasiado excitado. Murmuró el nombre del jovencito y se puso en pie, aferrando la mano de Kyo, para que el borbotón de semen no manchara su pantalón.

Kyo miró, con una sonrisa, aquellas gotas blanquecinas que se perdieron en el suelo de tierra. Con ellas, Kyo obtenía un nuevo aliado para sus futuros planes. Se envolvió en nubes de inocencia y miró a Arnold.

―           ¿Te ha gustado? – preguntó.

―           Lo mejor de mi vida, cariño. ¿Quieres acabar tú?

―           Oh, está bien así… no te preocupes. Además, tenemos que volver – dijo el niño, levantando un dedo. – Pero antes de eso… quiero que le seas fiel a mi padre, Arnold…

―           ¿C-cómo…? – farfulló el rubio ayudante, tomado por sorpresa.

―           No te sientas obligado por el presidente Trent – los ojos del chico parecían excavar en su mente. – Sé que te pone de ayudante para espiar a mi padre. Habla con él, sincérate… ayúdale en su batalla. ¿Lo harás por mí?

Arnold no podía apartar los ojos de aquellos labios húmedos que le imploraban ayuda. Se inclinó sobre ellos para mordisquearlos, musitando:

—    Sí… oh, por Dios, claro que sí…

El beso duró un instante y Arnold notó como el chico le mordía el labio inferior, haciéndole sangrar. En ese momento, una voz aguda empezó a llamarles desde el gran porche de la casa, y Kyo contestó, alzando la voz. Echó a andar con una traviesa sonrisa en su rostro, mientras Arnold se secaba la sangre del labio con el pañuelo.

¿Cómo podía alguien negarse a lo que aquella criatura pidiese? Ni siquiera se cuestionó cómo conocía Kyo la conspiración contra su padre. Sólo sonreía como un bobo al volver a la casa.


Sawake Hinoto contempló el vasto jardín de la mansión desde la ventana de su despacho. La monótona voz de Arnold, su ayudante, le invitaba a evadirse del mundo financiero en el que vivía. Allá, a lo lejos, pudo ver las figuras de sus dos hijos, sentados en uno de los bancos medio ocultos por la frondosa vegetación. Kara, de espaldas a él, parecía sostener un libro sobre su regazo, y seguramente estaría ayudando a Kyo con su álgebra. Desde siempre, había demostrado ser una magnífica ayuda para su hermanastro. Con un parpadeo, volvió a concentrarse en los datos que Arnold desgranaba.

Kara se encontraba desmadejada sobre el banco de madera. Uno de sus brazos cabalgaba el largo respaldo, el otro sostenía un olvidado libro de matemáticas contra su vientre. Tenía la cabeza colgando hacia atrás, los ojos cerrados, los labios entreabiertos, dejando escapar un gorgojeo ininteligible que pretendía ser una mezcla de protesta y de ardiente deseo.

Al lado de la joven rubia, de rizos espesos y largos, se sentaba su hermanastro, un tanto volcado sobre ella, o mejor dicho sobre sus piernas. Tanto los jeans como las braguitas de Kara estaban bajados hasta las pantorrillas, y los ávidos dedos de Kyo se afanaban entre los sedosos muslos.

Aquel era uno de los juegos cotidianos de Kyo y Kara. Jugaba a enloquecerla cada dos o tres horas, con provocaciones, estimulaciones, y todo tipo de tentaciones. Kara, que tenía tres años más, que le sacaba casi dos cabezas de altura, no deseaba otra cosa que pasarse todo el día babeando y orgasmando, sin acordarse de que, fuera de aquellos muros, existía otra clase de vida. Solo vivía para complacer a aquella criatura que la llevaba a cotas indescriptibles de placer y dirigía su vida.

Sin embargo, Kyo no le prestaba apenas atención, a pesar de estar masturbándola. Mientras sus dedos se afanaban, charlaba con ella de sus asuntos.

―           ¿Papá ha decidido aceptar la invitación? – preguntó Kyo.

―           Si. Este domingo… asistiremos al partido – jadeó ella. – Me lo ha dicho mamá…

―           ¿Iremos todos?

―           Creo que si. Oooh… cariño… así… no pares – Kyo aceleró el movimiento de sus dedos cuando notó que su hermana se tensaba, pronta a otro estallido de placer. – Los Mokone disponen de un palco VIP que nos acogerá a todos – retomó tras el orgasmo, recuperando la respiración. -- ¿Qué harás?

―           No lo sé, hermanita. Tanto Tazu como su padre quieren metérmela. Así que dejaré que el destino decida…

―           ¿Qué conseguirás que hagan si te follan? – preguntó ella, acariciándole la mejilla.

―           Abrirle a papá la puerta del consorcio Acherom – contestó él, bajándose del banco de un salto. – Contratos de armas y tecnología para Estados Unidos y Japón. ¡La caña!

Con una palmada en el desnudo muslo, Kyo indicó a su rubia hermana que se subiera la ropa. Su padre ya no miraba por la ventana, era el momento.

Yachida Mokone era un hombre a tener muy en cuenta. A sus sesenta y tres años, controlaba prácticamente el consejo del consorcio Acherom, lo cual se traducía en chips para Aeronáutica y control de misiles, en desarrollo de I.A. militar, y en cuanto se refería a conducción y almacenamiento de energía en toda la costa oeste de América del Norte. Era un tipo duro, tradicionalista, y muy apegado a los valores familiares. Sawake Hinoto era muy conciente de todo eso y esperaba mantener una magnífica relación con el magnate. Por eso mismo, había aceptado la invitación de Mokone para asistir al partido de baloncesto entre los Golden State Warriors y los Dallas Mavericks, junto a toda su familia.

El poderoso hombre de negocios esperó, junto a su hijo Tazu, a que se detuviera la oscura limusina de sus invitados. Tazu era su hijo menor, el único que aún estaba soltero. Tenía veintidós años y estaba iniciándose en el mundo de su padre.

Sawake y su esposa bajaron del vehículo y saludaron a su anfitrión con una respetuosa inclinación. Sin embargo, padre e hijo tenían los ojos clavados en el hueco que la puerta de la limusina dejaba al descubierto. Sus sonrisas se ampliaron al surgir Kyo y Kara.

Los Mokone conocieron a Kyo dos semanas atrás, durante una fiesta organizada en la mansión de los Hinoto. Independientemente, quedaron encandilados por la hermosura y la fatal inocencia de aquel joven callado y respetuoso. Tazu fue el primero en tener la oportunidad y la excusa de iniciar un recorrido por los jardines, y así consiguió una atolondrada y rápida paja en el engalanado cenador.

Yachida, por su parte, no llegó a tener esa suerte, pero se comió a Kyo con los ojos todo el rato. Además, el magnate aprovechaba cualquier ocasión para dirigirle la palabra, lo cual resultaba un tanto extraño en un hombre tan tradicional. Kyo estaba más interesado en el padre que en el hijo, pero también estaba bastante limitado para poder conseguir acercarse todo lo que necesitaba. Sin embargo, no tenía prisa. Sabía que, tarde o temprano, la ocasión surgiría.

A los diez minutos de comenzar el partido, Tazu tuvo la genial idea de comentar la increíble perspectiva que se conseguía desde los nidos de cámaras, en la bóveda del estadio cubierto. Con voz engolada, preguntó a los chicos si querían subir a uno de estos nidos. Kara miró a su hermano y denegó tal honor, aduciendo un inexistente vértigo. Kyo asintió por su parte.

―           ¿No estarán ocupados retransmitiendo? – preguntó Kyo.

―           Hay uno de sobra, para imprevistos – repuso Tazu, riéndose. – Estará vacío, y esto es un imprevisto, ¿no?

Tazu y Kyo salieron del enorme palco bajo la atenta mirada de Yachida.

―           Allí estaremos solos, tú y yo – dijo Tazu, señalando la cúpula desde el transparente ascensor que tomaron.

―           Si es lo que deseas…

―           Por supuesto, estoy temblando de emoción – dijo el joven, echándole un brazo por los hombros. – Llevo toda la semana pensando en ti.

―           Me has llamado todas las tardes – sonrió Kyo.

―           Me encanta escuchar tu voz mientras me masturbo – el rostro de Kyo enrojeció con esa facilidad que le caracterizaba, lo cual agradó mucho a Tazu.

El nido de cámaras tenía forma de huevo, pintado con un extraño color oscuro y mate, para que sus movimientos en la cúpula pasaran inadvertidos al público. Tenía el tamaño de un pequeño utilitario y, en su interior, un gran sillón dominaba los controles de varias cámaras integradas en el chasis. Tazu se instaló en el sillón y le indicó al niño que se sentara en su regazo. Con habilidad, manipuló los controles de movimiento y, con un ligero zumbido, el huevo se trasladó hasta el centro de la cúpula.

Lo que sucedía en la pista, decenas de metros más abajo, solo se podía observar a través de tres grandes monitores que ocupaban las ovaladas paredes. El nido no poseía ninguna apertura para observar, ni ventanas, ni ojos de buey, ni nada por el estilo.

―           ¿Qué te parece? – preguntó Tazu.

―           Genial. Nadie nos ve aquí y me parece que no es la primera vez que te metes aquí.

―           Pero nunca con alguien. Cuando pensé en ello, me pareció el mejor sitio. Vamos, tócamela, la tengo dura ya…

―           Primero un beso – dijo el jovencito, ofreciéndole sus labios.

Tazu casi mordió aquella boca que le atormentaba en sueños. Hundió su lengua hasta donde pudo, arrancándole un gemido a Kyo. Tazu había besado a docenas de chicas, pero ninguna de ellas poseía la frescura de aquellos labios. Las manos del joven recorrieron todo el cuerpo del chiquillo, con una ansiedad que le corroía. Solo se calmó cuando la mano de Kyo se posó sobre su entrepierna. Aún a pesar de la tela del pantalón, pudo sentir el calor de aquella pequeña palma juvenil. Kyo apretó el glande dulcemente, sin prisas, mientras sus labios sorbían la lengua de Tazu.

―           Oooohh… que locura… -- musitó el joven.

―           ¿Por qué? – susurró Kyo sobre sus labios.

―           Nunca he tenido una experiencia gay… los chicos no me atraen… pero tú… tú… no quiero parar…

―           No te preocupes, no pararemos. ¿Quieres que te la chupe, Tazu?

―           ¿Lo harías? ¿De verdad? – los almendrados ojos del joven se abrieron, con asombro.

―           Si, a ti si, a otro no… -- dijo Kyo, lamiéndole la punta de la nariz.

Tazu luchó contra la bragueta de su pantalón mientras Kyo se bajaba de su regazo y se quedaba quieto, con los ojos bajos, como avergonzado, al lado del sillón. El pene de Tazu no era muy grande, pero apareció en toda su gloria en cuanto se bajó el pantalón. Estaba totalmente depilado y no utilizaba, al parecer, ropa interior.

Kyo empuñó el miembro que se le ofrecía, y aleteó la lengua sobre el glande, consiguiendo que Tazu gimiera y cerrara los ojos. Dejó caer un cuajarón de saliva sobre la suave piel amoratada antes de enfundar un buen trozo en el interior de su boca.

—    Ooohh… qué bien la chupas, cabroncete… ¿A cuántos has mamado ya? – susurró Tazu, peinándole el lacio cabello con los dedos.

—    Sólo a quien se lo ha merecido – musitó el chico, apretando los labios contra el tallo esponjoso.

—    ¡Jodeeeeeeer! ¡Cómo me gustaría follarte!

—    Aquí no podemos – sonrió Kyo, mirándole a los ojos mientras rozaba el glande contra su mejilla. – No hay espacio…

—    Habrá que esperar. Mi padre espera invitaros a pasar un fin de semana en la isla. Allí dispondremos de tiempo y lugar.

—    Me encantará servirte, Tazu san… y ahora… ¿quieres correrte en mi boca?

Tazu contempló aquellos ojos chispeantes, sin malicia alguna, que le ofrecían todos los pecados del mundo, mientras que la golosa boca, tan suave como la de un lactante, engullía, una y otra vez, su polla. Tan sólo pudo emitir un gemido y aferró aquel hermoso rostro con una mano, dejándose ir con dos o tres espasmos de cadera.


El fin de semana en la isla fue muy interesante para todos. Para Sawake, consolidar su entrada en las finanzas niponas fue su reconocimiento personal, demostrándole a su padre que estaba preparado para hacerse cargo del patrimonio familiar. Para el patriarca Mokone fue el fin de una obsesión que estaba a punto de enloquecerle. Para Tazu, el inicio de una relación que cambiaría totalmente su vida, y para Kyo… bueno, para él fue encajar varias piezas del puzzle de una sola vez.

—    Oooh… bomboncito – jadeó Tazu, empujando la cabeza de Kyo hacia abajo, para hacer que alzara sus esbeltas nalgas. El chico estaba a cuatro patas sobre la gran cama, desnudo y sudoroso. Llevaban retozando más de dos horas. – Nunca me había corrido tantas veces y seguir tan cachondo…

—    Estoy todo pringado de tu leche, mi Tazu – musitó el jovencito, apoyando la mejilla sobre la sábana.

—    Pero me prometiste que te dejarías follar en una cama y aún no te la he metido – refunfuñó el joven Mokone, restregando su glande entre los glúteos de Kyo.

—    Lo prometido es deuda – susurró de nuevo Kyo.

Con una risita, Tazu vertió un gel caro y odorífero sobre el cerrado esfínter. Kyo gimió y cerró los ojos. Tazu tragó saliva, sintiendo su corazón a mil por hora. Nada le parecía más excitante que ese virginal ano en ese momento. Estaba tan cerrado y constreñido, que no le cabía ninguna duda de que nadie había penetrado por aquel lugar. Iba a ser el primero…

Sin embargo, Kyo ronroneaba esperando. Ahora que nadie podía verle, sonreía ampliamente, con una mueca de extrema lujuria. Por muy cerrado que pareciese su esfínter, había sido sodomizado varias veces, siempre ofreciendo su culo como recompensa. Conseguir su ano no era barato, no señor.

Los dedos pringosos de Tazu distendieron su esfínter, una y otra vez, abriéndolo cada vez más, adentrándose en sus entrañas, entre suspiros y quejidos, entre lascivos movimientos de caderas y enfebrecidas palabras de entrega.

—    Ah, qué belleza de apertura – aduló Tazu, acariciando lentamente el suave perineo de Kyo y el contorno carnoso del agujero que había conseguido formar. – Creo que ya me acogerás plenamente.

—    Hazlo ya… me tienes… en ascuas – masculló el chiquillo, abriéndose él mismo las nalgas con sus manos.

—    Oh, sí… ahora mismo, cariño.

El menudo glande del japonés se introdujo, casi de un solo empujón. Kyo se mordió el labio y empujó él también. Con un par de intentos más, el pene de Tazu estuvo totalmente en el interior del orgulloso muchacho.

—    ¡Oh, dioses, esto es la gloria! – exclamó, echando la cabeza hacia atrás y culeando a toda velocidad.

Kyo no pudo soportar su peso y quedó tumbado de bruces sobre la cama, levantando las nalgas cuanto podía. Tazu movía sus caderas como un pistón, una auténtica máquina de follar que chocaba contra los cachetes del chiquillo con metódico ritmo. Kyo tenía los ojos cerrados, las mejillas arreboladas, y la boca abierta, dejando caer un hilillo de baba sobre la sábana. Si hubiera estado sentado en el banco de una iglesia, cualquiera hubiera dicho que estaba experimentando un frenesí divino.

Tazu se estaba corriendo como nunca lo había hecho. A pesar de haberlo hecho en dos ocasiones más, minutos antes, estaba vaciándose en el interior del muchacho, soltando una larga emisión de crema de vida en aquel culito que le apretaba como un dulce cepo inquisitorio.

—    Me corro, cariño… me corrooooo…me corromecorromecorrome… – no dejaba de balbucear Tazu.

Kyo no respondía, pero había levantado una de sus manos, atrapando la inclinada cabeza de su amante y acariciando su rapada nuca. Sonreía gloriosamente, como si hubiera conseguido alcanzar uno de sus sueños.

—    Espero que esto sea simplemente una fase y que no me haya vuelto homosexual – resopló junto con una risita, tras derrumbarse sobre la espalda del chiquillo.

—    ¿Por qué lo dices, mi vida? – preguntó dulcemente Kyo.

—    Porque mi padre está buscándome una novia, y al menos tendré que dejarla embarazada un par de veces. Ya sabes cómo son las tradiciones japonesas…

—    No te preocupes, vida mía… tengo una solución perfecta.

—    ¿Ah, sí, culito tierno? – respondió Tazu, dándole un pellizco en una nalga.

—    Tazu, ¿qué piensas de mi hermanastra? – preguntó Kyo, tras una larga pausa.


Kyo, desnudo y sentado en el estanque de piedra, dejaba caer el agua caliente sobre su espalda con la ayuda de un cucharón de madera. El estar sumergido hasta la cintura en agua fría, la del estanque, y rociarse con agua muy caliente procedente del gran cubo de madera, hacía que su cuerpo se estremeciera y los poros se abriesen fulminantemente. Era la primera vez que se sometía a un baño tradicional nipón, aún cuando solía haber una geisha para ayudar y él estaba solo en aquel momento. Pero no importaba. Si Kara hacía bien su cometido, pronto tendría compañía.

Como respondiendo a su deseo, la puerta chirrió y su apertura produjo una corriente de aire que se llevó parte del vapor condensado. Alguien había entrado en el bajo y rústico baño. Efectivamente, la figura bajita y rotunda de Yachida Mokone se acercó al estanque, vistiendo un albornoz oscuro y calzando unas sandalias de madera.

—    Discúlpame, Kyo, creía que no había nadie en el baño – se excusó el anciano. Era mentira, por supuesto. Kara había dejado caer, en voz quizás demasiado alta, que su hermanastro estaba tomando un largo baño.

—    No hay nada que disculpar, Yachida sama – respondió Kyo, haciendo una inclinación dentro del agua. – Está en su casa, señor.

—    Pero eres mi invitado, joven Kyo. Debo respetar tu deseo – una sonrisa adornó el rostro del hombre.

—    Entonces, deseo que mi honorable anfitrión se sume al baño – le invitó el chico, adoptando una antigua forma de cortesía.

—    Veo que has sido bien educado – Yachida se sentó en la negra piedra del borde del estanque e introdujo los pies en el agua. Reprimió un escalofrío por la frialdad.

—    Mi padre insiste mucho en las formas correctas – cabeceó Kyo.

—    Tu padre es un gran hombre – sentenció el anciano, quitándose el albornoz y dejándose caer, desnudo, dentro del agua. – Brrrrr… será la edad, pero esto está cada vez más frío.

—    No es la edad, señor… es que te congela el pito – agregó Kyo, frotándose los brazos.

Ambos se rieron. Kyo llenó el cubo de agua caliente y, tomando el cucharón, empezó a verter agua humeante sobre espalda y hombros del anciano, quien suspiró de gozo y alivio.

—    ¿Es que vas a asumir la función de geisha? – preguntó el anciano, sin girar la cabeza hacia atrás.

—    Si es necesario… – musitó, pegando sus caderas a la espalda del hombre.

—    Pero no puedo pedirte lo que le pido a cualquier geisha.

—    ¿Por qué no, señor? Puedo hacer cuanto puedan hacer ellas – y pasó su mano por los mojados hombros masculinos. – Tengo la edad justa que debían tener los escuderos para acompañar a sus señores a la batalla.

—    En eso tienes razón, y si eran tan guapos como tú, ningún señor echaría de menos a las mujeres en una guerra – dijo el anciano, llevando su mano hacia atrás y acariciando un glúteo de Kyo.

—    Gracias, mi señor. – susurró el chico al oído, apretando su sexo contra la espalda del hombre..

Sin embargo, resistir el agua frío costaba demasiado, así que tras unas cuantas e intensas friegas, los dos se salieron y avivaron los carbones y piedras de la colindante sauna, sentándose en el amplio banco de pulida madera. Estaban desnudos y libres de pudor. Sus pieles comenzaron a brillar y sudar, y se refrescaban con esponjas bañadas en agua fría.

—    ¿Es tu primera vez? – preguntó Yachida. Kyo no supo a qué se refería, si a las caricias o bien al baño ritual, así que respondió afirmativamente.

—    Mi primera vez fue con una doncella de mi madre. La envió ella misma para que me bañara y supongo que me hiciera un hombre – evocó el anciano.

—    Un bonito gesto.

—    Sí, así es. ¿Tú no quieres ser un hombre? – le sorprendió la pregunta del anciano.

—    Soy un hombre – respondió Kyo, deslizando un dedo sobre su lampiño sexo.

—    No lo pareces, pequeño – la mirada del hombre no era dura, sino inquisitiva. No le estaba regañando, sino investigando. – Tu sexo aparece sin vello, y eres suave como una muchacha.

—    Las modas y tendencias han cambiado mucho a estas alturas. Pero no entiendo como rascar, pinchar, y atufar puedan ser síntomas de virilidad.

—    ¡Bien dicho, pequeño! – se rió el anciano y alargo una mano para apartar muy suavemente el pelo mojado que caía sobre el ojo de Kyo. – Tienes unos ojos preciosos…

—    Gracias, señor – el chico bajó la mirada.

—    Me encanta ese “señor” en tu boca. Hacía mucho tiempo que no lo escuchaba…

—    Eso será porque no quieras, mi señora, porque eres un daimyo muy poderoso. Todos te deben obediencia y respeto.

—    Así sería en la era Tokugawa, sin duda – sonrió el anciano. – Ahora se inclinan y murmuran entre ellos, esperando su oportunidad.

—    Pero yo te debo obediencia, mi señor – dijo Kyo, poniéndose en pie y enfrentándose al hombre. Entonces, muy lentamente, hizo una profunda inclinación de torso y cabeza.

El anciano repasó el desnudo cuerpo del chico, con ojos candentes. La punta de su lengua repasó los labios nerviosamente.

—    Y yo te agradezco el gesto, Kyo. Ven, siéntate en mi pierna – le dijo el anciano, abriendo sus muslos y mostrando su morcillón pene, rematado por un vello níveo.

Kyo acudió enseguida, y aposentó sus nalgas sobre el muslo del hombre, pero dejó sus pies en el suelo para no cansar la pierna de Yachida. Éste le miró a los ojos, embebiéndose de la aparente inocencia de Kyo. Subió una mano hasta deslizar un dedo por los sensuales labios, y bajarlos por la barbilla, el cuello, y finalmente el torso, donde jugueteó largamente con los oscuros pezones.

—    Eres precioso, mi niño – le dijo el anciano.

—    Para el ojo que me ve – respondió, haciendo que el hombre arqueara una ceja.

—    Y para la mano que te toca – terminó Yachida el cumplido, deslizando su mano por el firme vientre del muchacho hasta terminar en su ingle.

Kyo gimió al sentir la mano del hombre sobre su sexo y, con toda naturalidad, dejó escapar un gemidito y hundió la cara en el cuello del anciano. Aquella entrega incondicional acabó de poner dura la polla de Yachida, como hacía años que no la tenía. Palpó largamente aquellos tiernos genitales sin vello alguno que, lentamente, se erguían bajo su contacto. El anciano sonrió, contento de ser el responsable de aquella respuesta. Aunque no lo había hecho nunca, en un minuto estuvo meneando la polla del chico, mirando la tarea atentamente.

—    Oooh, sí… mi señor… así… con suavidad… lentamente – le susurró el chico al oído. Un largo escalofrío recorrió su columna. “Así que esto es lo que sienten esos homosexuales”, se dijo. Si hubiera sido más joven, se hubiera asustado del sentimiento.

Cambió de mano para poder llevarla a las turgentes nalgas del muchacho. Su piel era tan perfecta que parecía que estaba tocando una chica. El dedo corazón se hundió entre las nalgas, palpando suavemente el sensible esfínter, que parecía palpitar por el deseo. El dedo penetró aquel hoyo sin apenas resistencia, arrancando un nuevo suspiro de la garganta juvenil.

“¡Lo está deseando! ¡Este niño quiere que lo empale en mi verga!”, exclamó para su interior.

—    ¿Cuántas veces lo has hecho, mi niño? – preguntó el anciano suavemente.

—    Dos, mi señor. Una en el colegio… la otra con su hijo…

—    ¿MI HIJO? – el anciano abrió mucho los ojos.

—    S-sí, sí, ayer mismo, en su cama – Kyo le miró y el hirviente sentimiento del anciano se disolvió. Él estaba deseando hacer lo mismo, entonces, ¿de qué se quejaba?

—    ¿Mi hijo tiene sentimientos hacia ti?

—    Está dudoso, siente más bien curiosidad – asintió Kyo, aferrándose al cuello del anciano y besando su mejilla.

—    ¿Ah, sí? Háblame de eso, niño.

—    Ahora no es el momento de hablar de nada, mi señor – musitó el chiquillo, inclinándose sobre Yachida y hundiendo la lengua en el interior de la boca masculina.

La poca resistencia que el mayor de los Monoke pudiera retener, acabó esfumándose con aquel beso. Atrajo el cuerpo de Kyo contra él, abrazándole con toda pasión, respondiendo al floreo de la lengua invasora. Tragó saliva sin reparo mientras acariciaba febrilmente el tieso pene del chico.

No fue consciente de lo erecto que estaba él mismo, hasta que Kyo se separó de su boca y amagó con arrodillarse, hasta colocar una de las toallas plegadas bajo sus rodillas. A medida que el chico descendía, las caderas del anciano respondían con un involuntario punterazo al aire. Yachida estuvo a punto de correrse cuando las manos del chico se posaron sobre su enhiesto sexo. Tuvo que sacar toda la fuerza de voluntad que mantenía en su interior para calmarse y tragó saliva varias veces.

Yachida tenía un pene más grueso que el de su hijo, pero no mucho más largo. También había que decir que había estado en más bocas que el de Tazu, todas ellas femeninas, claro estaba. Sin embargo, la vibración de la lengua de Kyo sobre su glande y prepucio era increíble, jamás experimentada antes. La boca del muchacho era un horno infernal, donde su pene se derretía como si estuviera hecho de mantequilla, pero, sin embargo, no sentía ningún dolor, tan sólo éxtasis.

El anciano se derrumbó en el banco de madera a medida que el chico se tragaba más centímetros de su polla, hasta constreñirla con su propia garganta. Yachida tiró con fuerza del largo pelo del muchacho, a punto de correrse. Kyo se quedó con la lengua totalmente sacada, con varias hebras de saliva unidas al ensalivado glande, los ojos abiertos, mirando al anciano, y las dos manos empuñando la base de la polla.

—    ¡No pienso correrme sin disfrutarte, niño! – le regañó, sentándose de nuevo. – Ya tengo la polla suficientemente mojada… ¡sube aquí que te la meta!

Con una sonrisa, Kyo se puso en pie y se arrodilló sobre el banco, a horcajadas sobre el regazo del anciano, abrazándole nuevamente. Sus ojos quedaban un poco más altos que los de Yachida, y por eso se quedó mirándole fijamente, mordiéndose el labio, mientras el hombre trasteaba con su polla para introducirla en el anhelado culito. Se ayudaba de una mano, mientras que con la otra sujetaba la espalda del chico.

—    ¡Jodida estrechura! – rezongó, empujando con fuerza mientras el chiquillo emitía un largo gemido, a medida que el pene se abría paso en su intestino. -- ¿La sientes ahora? ¡La tienes toda dentro!

Kyo, en vez de contestar, dio un largo lengüetazo que recorrió labios y nariz del viejo nipón, demostrándole cuan cachondo estaba. Tanto uno como otro comenzaron a moverse hasta combinar un ritmo que les llevaba al más puro desenfreno.

Kyo se hundió de nuevo en la boca de Yachida, gimiendo como un apaleado. Su erguido pene se frotaba contra el abultado vientre del anciano, dejando un reguero cada vez más extendido.

—    ¿Estás a punto de correrte, verdad? – le preguntó Yachida, tirándole de nuevo del pelo.

—    Siiiiiiiiii, mi señor – siseó, los ojos vueltos.

El anciano atrapó el juvenil pene con una mano y siguió obligándole a que se moviera. Aquel movimiento obligaba a que la polla se rozara contra la mano, sin que esta se moviera lo más mínimo. A los cinco segundos, las nalgas de Kyo se agitaron violentamente, sin control, y su esfínter apretó fuertemente el miembro del nipón, dejándole con la boca abierta y los dedos de los pies engurruñidos.

—    P-perdó… name… mi señor – gimió el chico, corriéndose sobre la barriga del viejo. Se pegó a él con un fuerte abrazo.

Yachida no pudo soportar la intensidad del orgasmo de Kyo, lo que produjo el suyo propio. Creyó escupir todo el semen recopilado en su vida dentro de aquel estrecho y cálido reducto. Su orgasmo tuvo que durar, al menos, treinta segundos durante los que no pudo respirar. Después, se dejó caer hacia atrás, jadeante y obnubilado.

Kyo se preocupó que no se golpease en la cabeza y colocó una toalla doblada bajo su nuca. Le pasó la esponja con agua fría por la frente y los hombros, mientras el semen goteaba de ambos.

—    Descansa, mi señor. Deja que me preocupe de ti – susurró, consiguiendo un leve gruñido del anciano. – Desearía retomar la conversación sobre tu hijo…

Los párpados del anciano se entreabrieron, dejando que las pupilas le buscasen.

—    Sé que estás buscando esposa para él, mi señor, pero me gustaría hacer hincapié sobre no tomar ninguna decisión hasta no estar seguro de cuanta mujer tenga a su alrededor.

—    ¿A qué te refieres, Kyo?

—    A mi hermanastra Kara.

La mirada se endureció.

—    Ya lo sé, señor. Ella es gaijin, pero pertenece por derecho a una familia renombrada, ¿no? Eso nadie puede discutirlo. Mis padres poseen vastas fortunas y, dentro de unos años, mi padre asumirá el control de la herencia de su clan… todo eso suma mucho dinero…

La mirada se aplacó y una sonrisa asomó.

—    No sé… puede que hasta mi hermana le guste a Tazu – Kyo se inclinó para besar suavemente al anciano.


Había pasado un año y estaban todos de nuevo reunidos en la isla Monoke, para rendir homenaje a Yachida, de cuerpo presente dentro del blanco ataúd. Había sido un fallecimiento repentino, una dolencia pulmonar que floreció en semanas, un malogrado caso según los médicos.

Todos los hijos mayores de Yachida estaban allí, junto con sus esposas, inclinados ante el Mitayama, la augusta casa de las almas. Se trataba de un pequeño cofre de madera blanca donde se colocaba el Tamashiro, una tabla tallada donde, según la tradición sintoísta, tendría que entrar el alma del difunto. En aquella tabla estaban grabados los nombres de los antepasados de Yachida, así como la edad que tenía al morir.

Al fondo del patio enlosado, Kyo mantenía su mirada baja y refrenaba sus ganas de sonreír. No había buscado la muerte del patriarca Monoke especialmente, pero mejor cuanto antes. Alargó la mano y tomó la de su hermanastra Kara, vestida con un kimono tradicional y ornamentos de luto en la manga. Kara giró los azules ojos hacia él y sonrió levemente. Le apretó la mano.

Cada vez que el viejo Yachida le había buscado para follar, él había impulsado su afección un poco más. Fue muy fácil. Literalmente, el patriarca había muerto por follar tanto. Para no ser gay, había que ver lo activo que se había vuelto Yachida. Toda oportunidad era buena para llenarle el culito.

Bueno, ya se había ido. Ahora, su padre había entrado plenamente en el negocio inversor japonés, de mano del clan Monoke. La fortuna de los Hinoto había entrado en una nueva dimensión de poder.

Durante la temprana cena, tras el entierro, estuvo mirando a Tazu y a Kara, arrodillados juntos a la larga y baja mesa llena de vituallas. Ambos llevaban saliendo seis meses como novios y prometidos. Kyo se había asegurado de ello. Aquel lazo de unión era perfecto para conectar ambas familias, de forma indisoluble. Habló muy seriamente con su hermanastra, haciéndole ver sus necesidades y ella inclinó su cabeza, acatando todas sus decisiones. Era su sirviente, su esclava, estaba obligada a obedecerle.

Él mismo la presentó a Tazu, y orquestó sus citas. Sus padres estaban muy contentos con estos encuentros, creyéndolos totalmente fortuitos. Yachida también lo estaba, esperando poner sus manos en las riendas del clan Hinoto. Por su parte, Kyo incentivó un poco más a Kara, prometiéndole que acabarían los tres en la cama, compartiéndola.

Y realmente así fue. Tazu no supo negarse a descender un peldaño más en su depravación. Disponer de su novia y de su amante en la cama, a la vez, era algo tan perverso y estimulante…

Como era de preveer, Taz una tardó nada en hacerles subir a sus aposentos, tremendamente excitado por la mano de Kara durante la cena. Mientras se desnudaba, puso a los hermanos a besarse, tumbados en la cama. le encantaba verles así, era algo que le excitaba mucho. Animó a Kara a desnudarse completamente y a Kyo a colarse entre sus piernas, para comerle el coño lánguidamente. Kara no dejó de aullar en momento alguno.

Cuando se unió a ellos, Kyo estaba comiéndole los espectaculares senos a su hermana. Se deslizó por la espalda del chico, besando largamente a su novia, dejando a Kyo entre los dos, ocupado en su tarea. Frotó el erguido pene contra las cálidas nalgas de su cuñadito, quien, teniendo ya diecisiete años, no tenía sin embargo, ni un pelo en el cuerpo. Tazu se preguntaba si se depilaba con láser o algo así, pero, en el fondo, le encantaba rozarse contra aquel cuerpo tan suave.

—    Os quiero, hermanitos – susurró al despegar los labios de los de su novia.

—    Yo también – sonrió Kara.

Kyo no contestó, atareado. Tazu intentó recordar el momento en que el chico le confesó que se acostaba con su hermanastra y que estaba dispuesto a que Tazi hiciera lo mismo. Intentó recordar qué sintió al escucharle, cual fue su reacción, pero no lo consiguió. Estaba bastante seguro que se excitó con ello. ¿Fue aquella vez en que se folló a Kyo contra el estanque de peces dorados? No estaba seguro. Pero en el momento actual, estaba más que feliz con aquella solución. Abrió con sus manos las nalgas del chico, que se removió con pasión debajo de él. Kyo subió como pudo para atrapar la boca de su hermana mientras que el novio le introducía la polla lentamente en el trasero. Por su parte, Kara abrió sus muslos, incitando a su hermano que la penetrara al mismo tiempo.

Tazu se rió al ver la maniobra. Él se follaba a Kyo, pero, al mismo tiempo, empujaba para que el chico se follara a su hermana. Básicamente era como si se los estuviera follando a los dos. ¡Le encantaba todo aquello! Por un momento, fantaseó con traerse a Kyo a vivir con ellos cuando se casaran. Finalmente, las lenguas de los tres se unieron, mientras sus cuerpos se contraían y agitaban, cargados de reverente lujuria.


Sawake miró a su hijo, sentado a su lado en la gran limosina. Estaba muy orgulloso de él. Era un doctorado por Harvard en Empresariales y economía mundial. Kyo había terminado su carrera en un tiempo record, saltándose cursos, demostrando su plena capacidad para ayudar al clan.

Tres años atrás, Sawake había tenido otra alegría semejante, cuando su hija Kara se casó con Tazu Monoke, emparentando así ambos clanes. Desde entonces, Sawake Hinoto se había convertido en uno de los empresarios más mimados de Japón y Estados Unidos, accediendo a grandes contratos gubernamentales que había convertido a su familia en una de las más ricas.

Kyo sonrió al captar lo que su padre estaba pensando. Si supiera que sus años de universitario se los había pasado de cama en cama… Había seducido a todos sus profesores, al rector, al decano… no necesitaba estudiar para aprobar, sólo meterse en los pantalones de su adversario. Tampoco le hubiera gustado saber que la niña que Kara había parido hacía poco, era suya y no de Tazu. Aprovechando el perfil racial, Kyo había germinado una nueva Semilla en su sobrinita, que él se encargaría de formar personalmente.

Estiró las impolutas mangas de su camisa, mientras miraba por la ventanilla de cristales tintados. Estaba a punto de alcanzar la mayoría de edad, poseía una carrera de éxito, una familia que le quería, y estaba a punto de conseguir lo que le faltaba. En aquel momento, viajaba con su padre a la profunda Virginia, donde pensaban comprar unas plantaciones que deseaban reconvertir.

Hora y media más tarde, padre e hijo se bajaban del vehículo y estrechaban la mano a un agente de fincas, ante varios barracones de madera, en verdad, secaderos de tabaco. El agente les hizo el Tour oficial a la macro finca y los Hinoto aguantaron su charla preventa mientras sus mentes maquinaban posibilidades y datos.

Acabaron en el soleado patio de la gran mansión colonialista que hacía de centro de la plantación, tomando limonada. La gran casa blanqueada necesitaba reformas urgentes pero aún conservaba su grandeza y estilo, con las altas columnas de su fachada, y su tejado de pizarra, la doble balconada y el frontispicio labrado.

—    ¿Qué piensas de todo esto? – le preguntó Sawake a su hijo. El agente de ventas les dio espacio para que hablaran con intimidad.

—    ¿La verdad?

—    Por supuesto.

—    Bueno, me gusta, pero a título personal. Creo que me instalaré aquí después de arreglar y modernizar esta bella mansión. Es un buen sitio para tener esclavos, siempre lo ha sido.

—    Pero… ¿qué dices? – se asombró su padre. – Compramos esto para crear industrias…

—    ¡Chiton, padre! Tú no compras una mierda… lo hago yo

—    ¿De qué estás hablando, Kyo?

—    Ha llegado el momento de hacerme cargo de mi herencia. El abuelo, tu padre, pronto la diñará y tengo proyectos muy interesantes para la riqueza e influencia del clan. ¿Sabes que fue él quien hizo un pacto con el infierno, para curarse de una enfermedad que le habría matado al poco de casarse? Sí, gracias a ese pacto pude nacer en este mundo – sonrió Kyo.

—    Hijo, no entiendo nada. ¿Te sientes bien? – Sawake intentó poner una mano en el hombro de su hijo, pero éste se apartó.

—    Oh, perfectamente, padre. Procuraré que madre me confíe también sus propias finanzas. No creo que sea un problema, pues está muy orgullosa de mí. “Summa cum laude” en Finanzas Internacionales, padre…

Sawake Hinoto miró a su alrededor y se apercibió que varios hombres se acercaban, procedentes del interior de la casa. Todos eran negros y fornidos, quizás jornaleros. Vestían ropas gastadas y manchadas, así como guantes de faena.

—    Verás padre, no es nada personal. Me hubiera gustado que estuvieras al frente de la familia más tiempo, pero estoy condicionado por el destino. Debo convertirme en el cabeza del clan ahora, para contribuir con lo que se avecina…

—    ¿Qué se avecina? – la mirada de su padre empezaba a perder su firmeza.

—    Oh, nada importante… la caída del capitalismo, la llegada de los Cuatro… esas cosas – sonrió Kyo. -- ¿Has escuchado a esos locos hablar del Anticristo? Pues, verás, ese soy yo…

Sawake jadeó, sintiéndose mareado. Aquellos negros le rodeaban y sus miradas eran hostiles. Por alguna razón, las palabras que soltaba su hijo tenían cierto sentido, destilaban crudeza y verdad. Y eso le asustaba muchísimo.

—    Ahora, es el momento en que te deje en compañía de estos caballeros. Es inútil que intentes comprarlos, prometiéndoles grandes beneficios. Anteayer, todos ellos me follaron cuanto quisieron, asegurándome así su lealtad. Adiós, padre, te veré en el infierno – Kyo se dio la vuelta, dejando a su padre en el centro de un círculo de hombres, que se estrechó aún más.

Kyo salió de aquel patio, con una sonrisa en los labios, escuchando los gritos de su padre, apaleado por puños, pies y grandes varas. Sonaban como perros rabiosos sobre una presa. Sawake no tardaría en morir en una estúpida disputa, entre hombres furiosos. Alguien se pasaría unos pocos de años en la cárcel, pero eso no le importaba.

Se subió a la limosina y el chofer ni siquiera preguntó por su padre. Arrancó y dio la vuelta, conduciéndole de regreso al aeropuerto.

FIN