Historias lascivas para mujeres hermosas (6)
6. Las mujeres hermosas anidan en tierras lejanas (Donde se muestra el privilegio)
HISTORIAS LASCIVAS PARA MUJERES HERMOSAS
- Las mujeres hermosas anidan en tierras lejanas
(Donde se muestra el privilegio)
A las mujeres hermosas no debería asombrarles que tantos hombres adoren lamerles las vulvas mientras refriegan por sus pies las vergas febriles. Al fin de cuentas es algo casi cultural. Desde que las mujeres hermosas se dieron cuenta de que el semen las preña nos han obligado a derramarnos de mil maneras menos dentro de sus vaginas, y eso ocurrió, si no me equivoco, desde el inicio de la civilización.
Es verdad que muchas se han apiadado de nosotros y nos han llevado al paraíso con sus culos y sus bocas hermosas. Y es verdad también, me avergüenza admitirlo, que muchas han sido obligadas a entregar sus bocas y sus culos hermosos a los amantes ardientes para evitar la preñez.
Algunas han hecho un arte del alivio viril con sus manos, y otras muchas han calmado sus ardores montando las manos de los hombres, apretándolas entre sus piernas, guiándolas hacia sus clítoris, aprovechando los múltiples dedos para clavarse simultáneamente por todos lados.
Pero durante muchas generaciones, desde las niñas nobles calientes con campesinos, hasta las señoritas de liceo calmando a sus novios para que no fueran de putas, pasando por las esposas que se sacan sus hombres de adentro cuando están por eyacular, dejándolos derramarse en sus muslos, estas mujeres hermosas nos han puesto a lamerles los coños y nos han permitido abotonarnos sobre sus calzados y sus vestidos hasta que se nos convirtió en una costumbre y una necesidad.
Ya se que no están de acuerdo, pero no me importa (yo tampoco me lo creo).
Cualquiera sea la razón, yo a mi niña, a mi señora, a mi ama, le arrojo la leche dónde ella quiera. Y tal vez porque no me deja penetrarla, jamás me calmo. Cuando ya no me queda una gota, cuando ya no se me para la verga cansada, aún la deseo y aún me consumo por ella.
O me consumía
Por los cuentos que les he contado, ustedes podrán pensar que sólo me la pasaba llevándola de fiesta en fiesta y lamiéndole el coño noche tras noche.
No es tan así.
Pasábamos largas tardes de lluvia en cálida intimidad. Ella leyendo, sentada en el sillón, en posición de loto, descalza, desnuda o cubierta por algún desabillé transparente, desplegando sobre su falda enormes libros que estudiaba, a veces con una lupa, absorta. Y yo atendiéndola, pendiente de sus deseos, agregando leña al fuego, preparándole tes de mentas y flores, trayéndole pesados libros de la enorme biblioteca de la casa, y a veces, cuando tenía suerte, masajeándole suavemente el cuello y los hombros y mirando por sobre sus hombros los dibujos de herborista, de insectos y de pájaros que estudiaba.
Trataba de concentrarme en mis asuntos pero me era imposible cuando mi niña desnuda estaba cerca. Y no era porque estuviera desnuda era porque estaba cerca.
A veces se acostaba a lo largo del sillón, frente al fuego, y leía esos grandes libros apoyándolos en su vientre, mientras yo le masajeaba los pies hasta ablandarlos en mis manos, dispuesto siempre a besar su dulce coño si lo deseaba. Al final de esas tardes grises y tristes se sentía relajada y aburrida, entonces se fumaba un porro y se entregaba a mi boca sirviéndose orgasmos lánguidos y dulces, casi inmóvil, con lágrimas lentas corriendo por los costados de su cara como las gotas de lluvia que resbalaban por los vidrios. Casi en total oscuridad, sus quedos gemidos prolongaban el tiempo y ustedes hubieran podido palpar mi amor en las sombras.
No parece, lo sé, la misma mujer que me hacía eyacular en sus botas azotándome el culo a fustazos.
Pero era la misma tal vez por eso me hechizaba.
Y la paliza no me la llevé en una fiesta. Me la llevé al salir de la biblioteca a dónde ella concurría a mirar, en una salita íntima, viejos incunables que le alcanzaban; tal vez los únicos libros que su dinero no podía comprar.
Por ser que eran tres, la defendí bien, pero me quedó un ojo negro, un labio partido y una terrible patada en la ingle que me puso la polla y los testículos del doble de su tamaño.
De regreso en la casa, para mi asombro, se mostraba preocupada.
Se presentó (por primera vez) en mi habitación espartana, me buscó en el baño y me encontró mirándome el labio partido en el espejo, desnudo, después de bañarme. Tomó mi cara entre sus manos y me puso a luz para revisarme la herida con ojos de experta. Yo la miraba a los ojos mientras ella escrutaba mi cara golpeada; luego bajó la vista, sin soltarme la cara, y observó, impasible, mi pene tumefacto.
Nuestros ojos se encontraron de una manera por primera vez se encontraron. Me observó un largo rato mientras mis ojos le contaban estos secretos que les cuento. Entonces atrajo mi cara hacia sí y me besó apenas, con labios secos y tibios, el ojo y el labio heridos.
Jamás me había besado.
Me quedé mirándola, confundido, apoyado en el lavatorio.
Me tomó de la mano y me llevó en un viaje soñado hasta sus aposentos, cruzando salones, subiendo escaleras, traspasando corredores flotando tras de sí.
Me paró al borde de su lecho, lo abrió con un amplio movimiento como quien despliega una bandera y poniéndome las manos sobre el pecho, suavemente, me reclinó en su cama y me acomodó la sábana sobre el pecho.
Salió de la habitación y yo me quedé mirando la lluvia en los ventanales mientras el perfume de su almohada me la dibujaba, desnuda, en la oscuridad. El cuarto estaba en penumbras y me dormí mientras el cielo se oscurecía.
Me despertó prendiendo una vela ancha y perfumada sobre su mesa de noche. Estaba vestida apenas con un desabillé transparente, blanco, flotante. Tomó un vaso con un líquido oscuro desde una pequeña bandeja de plata y, sentándose en el borde de la cama, me tomó gentilmente por la nuca y me lo llevó a los labios. Era un líquido amargo, con reminiscencias de madera y de humo. Yo lo bebí de su mano, apoyándome en los codos, confiadamente, observado sus ojos.
Estaba descalza y su cabello lacio le caía por los hombros dividiéndose en largas hebras hasta su cintura, rozando apenas mi pecho.
Me dejó reclinarme y se quedó un rato contemplando la lluvia en la noche, inmóvil esperando. Su silueta recortada por la luz de la vela.
Yo escuchaba los truenos lejanos retumbando sobre las colinas mientras mi cerebro confundido se iba hundiendo en un sueño irreal. La veía bailando frente a mi, flotando en la penumbra, hechizándome con sus ojos y sus manos. Sus brazos ondulaban frente a mi vista y sus senos se agitaban, tiernos e inalcanzables. Entonces me habló, pero yo no entendía. Su voz era como un eco suave, distorsionado, que retumbaba quedamente en la oscuridad, llamándome.
Con delicada experticia tomó una crema balsámica de un pote y fue cubriendo los hematomas de mi ojo y de mi boca con la yema suave de sus dedos. Corriendo la sábana tomó delicadamente mi miembro hinchado y tumefacto y lo recorrió con sus dedos encremados aliviando mi ardor y dejándolo crecer entre sus manos. El falo herido se hinchó ante sus ojos mientras me frotaba dulcemente la corona del glande con los pulgares, estirándome hacia atrás el prepucio para exponer toda esa tremenda vara lastimada y palpitante que se alzaba frente a ella en un delirio priápico.
Al fin apagó la vela envolviendo la llama con la mano y soplándola apenas.
Lentamente se incorporó y caminado pausadamente en las sombras fue rodeando la cama nupcial cerrando las cortinas del dosel, un tras otra.
Volvió su rostro hacia el hogar apagado y una levísima llama azul se elevó por los resquicios de la leña apilada.
Se soltó el pequeño cinturón anudado y se desprendió el desabillé que cayó sobre la alfombra dejándola totalmente desnuda ante mis ojos febriles.
La sentí destaparme y montarse sobre mi, tan leve como un suspiro, sentándose sobre mis caderas al tiempo que sus cálidas manos acariciaban las heridas de mi rostro como un bálsamo.
Sus piernas flexionadas, fuertes y tibias, apresaron mis flancos mientras se reclinaba sobre mí pecho besándome el rostro con los ojos abiertos, escrutándome. Podía sentir sus nalgas tiernas sobre mi estómago y la delicada vulva húmeda y caliente acariciándome el vientre. Mi falo herido creció hasta duplicar la línea entre sus glúteos, pegado a su contorno, irguiéndose hacia su espalda, pulsando, cubierto por los hilos dorados de su cabello.
Yo quise tomarla por la cintura pero me sujetó las manos a los costados de la cabeza.
-Quieto- me dijo quedamente mientras se incorporaba atrapándome los brazos bajo sus piernas para ponerme la vulva frente a la boca.
Con una sabiduría atávica recorrió mi rostro con la vulva, arqueando su cuerpo perfecto sobre mí y extendiendo en el aire los brazos, sobre su cabeza, al tiempo que movía las manos como si danzara o invocara a todas las mujeres del mundo sobre mi boca.
Entonces se dejó resbalar sobre mi pecho, humedeciéndome con aquella vulva cálida y fragante, y envolviéndome entre sus brazos y besándome los ojos me atrapó la verga con los labios vulvares y se hundió lentamente hasta clavarse en la raíz de mis ijares con un destello de triunfo en los ojos.
Yo elevé las caderas para clavármela hasta el fondo sintiendo en mi glande lastimado la carne sutil que se habría en el fondo de su vagina húmeda, caliente y voraz, como una flor carnívora.
-Quieto- repitió no te muevas.- Su voz era un susurro en mi oído. Tal vez no habló. Tal vez sólo lo pensó, y yo lo escuché en el silencio resonante de mi delirio.
-Quieto- la palabra retumbó en la habitación y se perdió como un eco entre la lluvia. Sus manos tomaron mi rostro sujetándolo mientras me besaba en la boca y sus pupilas se dilataron cuando sintió expandirse mi verga mientras el semen subía como una erupción incontenible hacia sus entrañas.
Yo veía su rostro concentrado y sus ojos clavados en los míos mientras me derramaba, gritando, atenazado por las contracciones rítmicas de su vagina que absorbía los chorros de semen con un apetito obsesivo.
Entonces se arqueó hacia atrás apoyando sus largas manos sobre mi pecho y elevó la cabeza hacia el cielo en un alarido silencioso mientras sus entrañas pulsaban sobre mi cuerpo arrancándome hasta la última gota de semen. Su cabello caía sobre su cara y sus pechos, abriéndose en hilos de oro sobre sus pezones duros como piedras, erguidos y rojos, al tiempo que yo me hundía entre las almohadas gritando en mi delirio hasta que cayó sobre mí una noche infinita, el tiempo se detuvo, y me desmayé.
Me hundí en un abismo negro y profundo, sujeto por esa potra desnuda y desbocada que me cabalgaba aferrándome con las piernas y la vulva, llevándome a un universo sin tiempo, conjurando toda su feminidad sobre mi palo arqueado y pletórico de venas que la honraba con chorros de esperma incontrolables.
Yo soñé (¿soñé?) aquella noche que esa hembra primordial, equilibrándose con lo brazos sobre mis caderas, flexionaba en el aire las piernas por los costados de su cuerpo, encima de su cabeza, clavándose y desclavándose en la verga curvada hacia el cielo.
Y la ampleacción de mi glande, como el sombrero de un hongo gigantesco, la abría por el centro al hundirse en su vientre y la esperaba chorreando, pulsando en el aire, cuando se elevaba.
Yo soñé aquella noche que girábamos enlazados, fundidos en un abrazo infinito, y que yo me refugiaba entre sus brazos y besaba y chupaba y lamía, casi sollozando, sus tetas amadas, calientes y dulces.
Yo soñé con sus manos, sus pies adorados, sus botas, su fusta, su cálida risa, su sexo, su voz llena y clara, su llanto y sus gritos su olor, su cara dormida, sus flores, su pelo.
Y soñé que me transformaba, dentro de esa hembra encantada, en otro hombre.
Al amanecer me desperté sólo en su lecho. Aturdido. Con las heridas curadas.
Me acurruqué entre sus sábanas y busque su olor en las almohadas. Nunca la había sentido tan ausente.
Esperé por un momento que llegara a la habitación, cordial, trayendo un café pero no pude imaginármela jugando a la esposa satisfecha.
Me senté en la cama y contemplé su cuarto vacío con una profunda congoja. Salí de la habitación como un ladrón mientras el nuevo día clareaba. Ella no estaba en sus aposentos. Ella no estaba en la casa. No estaba en el parque. No estaba en ningún lado. ¡oh Dios ella ya no estaba más!
Pasé toda la mañana confundido, esperando, haciendo como un autómata mis quehaceres habituales. Mientras ordenaba sus libros, de pronto, un suspiro profundo, uno sólo, se me escapó del fondo del pecho, como si algo se quebrara. Ya sabía que no volvería.
Por la tarde vino su contador y me extendió un cheque generoso al tiempo que me explicaba, no se que la señora había tenido que viajar de urgencia que se había ido a un lugar muy lejano, que no me necesitaba más. Yo no lo escuchaba. Me zumbaban los oídos.
Supe todo comprendí todo.
No pude pasar una noche más en la casa.
A veces no podemos distinguir entre no sentir nada y tener el corazón destrozado. Así que al atardecer desempolvé mi viejo auto, cargué mi maleta y me fui cruzando el parque sin mirar para atrás ni una sola vez.
Al fin de cuentas, en esta vida, lo único que vale la pena, lo único que realmente importa es preñar, con amor, las mujeres hermosas.
FIN