Historias lascivas para mujeres hermosas (3)
3. No es correcto oler las braguitas de las mujeres hermosas (Donde se muestra la degradación)
HISTORIAS LASCIVAS PARA MUJERES HERMOSAS
- No es correcto oler las braguitas de las mujeres hermosas
(Donde se muestra la degradación)
Por alguna razón a ella le gusta correrse solamente cuando le lamen la vulva, y, por alguna razón a mi me gusta correrme sobre sus pies mientras se la lamo. Nunca lo hemos hablado, ni es parte de nuestro trato, pero hemos llegado a esta situación que a ella parece resultarle muy natural y a mí me consume como una fiebre.
Creo que lo que más me gusta de ella es que puede correrse de muchas formas. A veces, como les he contado, es como una niña tierna y desenfrenada que acaba en mi boca con absoluta impudicia. Otras veces, cuando está enojada, me reserva unos orgasmos contenidos, duros, prolongados, humillantes, como si estuviera haciéndose lamer el coño por un perro.
A veces me permite vaciarme permaneciendo indiferente, fría y distante, sin excitarse, controlando mi orgasmo a sus pies, sólo para mantenerme atento a sus deseos o me observa burlona mientras me derramo frente a ella como si la complaciera mi desbocada excitación.
Otras veces se sirve orgasmos en mi boca totalmente ajena a mis deseos, concentrada sólo en su placer, masturbándose conmigo.
En fin, que yo la atiendo día y noche, la sirvo, la acompaño, la vigilo, la protejo, no sólo porque soy su empleado si no porque soy un esclavo de su vulva. La serviría igual si no me pagara. Yo me quemo en la hoguera de esta hembra.
Cuando la llevo a bailar yo no bailo. Me paso la noche contemplándola danzar en solitario y vigilando todo lo que la rodea. Entre una muchedumbre es ella sola en la pista. Baila para sí, concentrada, indiferente, asombrosamente hermosa, como si desplegara con el baile un embrujo atávico. Adoro esas noches porque regresa embriagada, caliente y húmeda, y me pone a lamerla bajo la falda hasta que se queda dormida, agotada por el alcohol y los orgasmos.
Siempre es educada y casi siempre cordial, a veces un poco burlona, pero cuando se enoja es terrible.
Escuchen si no:
Ese día salió temprano. Yo me quedé haciendo ejercicios mientras las mucamas arreglaban sus habitaciones; después me di una ducha y, como siempre ando enfebrecido por ella, tuve la imprudente perversión de ir a controlar el orden de sus aposentos cubierto sólo por una toalla alrededor de mi cintura.
Las mujeres ya se habían retirado y yo penetré en su vestidor sintiendo la excitación de mi desnudez prohibida entre sus cosas. Allí estaban las hileras interminables de sus vestidos, faldas, blusas, remeras, tapados, sacos y sacones; todo en placares de caoba bajo una luz apagada e íntima. Allí las paredes cubiertas de espejos me mostraban, mil veces repetido mi cuerpo semidesnudo, con ese carajo turgente colgando bajo la toalla, hinchándose en la penumbra olorosa a su perfume. Allí estaban alineados en estantes de vidrio iluminados fríamente desde abajo, hileras interminables de pares de zapatos, sandalias, botas, chinelas. Cada uno con su historia; cada uno testigo y dueño de mis labios y de mi semen.
Y allí estaban, como un tesoro prohibido, docenas de cajones planos que se deslizan silenciosos para mostrar guantes, mallas, medias, corpiños, culotes, pantys, bragas diminutas y allí, sobre un fondo de terciopelo rojo, esa braguita negra, transparente, apenas un triangulito para cubrir su vulva, sujeto a tres tiritas elásticas para sus caderas y su entrepierna. ¡Hay!, ¡ese pequeño fetiche delicioso!
Con incontenible perversión lo tomé y me lo lleve a la cara aspirando profundamente su perfume mientras mi sexo se desplegaba abriendo la toalla con una virilidad inaudita en ese ambiente silencioso y femenino.
No se por qué regresó, no la oí entrar, no me di cuenta de que estaba allí hasta que me quedé petrificado mirándola a través del espejo, parada en la puerta, dura, fría, furiosa.
No dijo nada. Me contempló en silencio mientras acomodaba la braguita en el cajón, rojo de vergüenza. No me atreví a encararla. Me quedé parado, cabizbajo, ardiendo, hasta que se dio vuelta y se retiró con un taconeo pausado y tenso por el pasillo.
Transcurrió toda la mañana en la que hice mis tareas sumido en una vergonzosa preocupación. Por momentos me invadía una terrible sensación de vergüenza, me zumbaban los oídos y me ruborizaba de sólo pensar en su regreso.
A media tarde sonó el teléfono. Atendí. Después de una pausa interminable su voz sonó seca y distante:
- Aféitate aféitate todo el cuerpo - me dijo, y colgó.
Una sombría ansiedad me invadió. Por un lado el alivio de suponer que no pensaba despedirme, por otro lado la certeza de que estaba metiéndome en una relación humillante, sin retorno y por último la excitante sensación de que algo profundamente erótico estaba por venir.
A media tarde me encerré en mi baño y, lleno de dudas, comencé a afeitarme completamente. Jamás había estado totalmente desnudo y cubierto de espuma frente a un espejo. A medida que la maquinita dejaba mi piel tersa como la de un niño me invadían sensaciones extrañas, excitantes. Mi pene se hinchaba invocándola, mi vientre se contraía espasmódicamente bajo el filo de la cuchilla y mi pecho se sensibilizaba de una manera olvidada desde la infancia.
Limpio y terso, me contemplé en el espejo durante largo rato, dejando que oleadas de adrenalina me invadieran en anticipación de su regreso.
Entonces sonó el teléfono nuevamente. Si esperar mi respuesta su voz sonó cortante:
- Espérame desnudo - dijo, - arrodíllate en mi vestidor y espérame desnudo .
Y allí, en la penumbra de ese cuarto secreto, esperé ansiosamente durante más de una hora, arrodillado entre placares y espejos, multiplicado de frente, de espaldas, de perfil, contemplando desde abajo los detalles barrocos de su tocador, el techo, los adornos, el olor profundo de sus perfumes, de incienso, de cuero la alfombra mullida, el parquet brillante. Su presencia era tan fuerte que mi pene estaba duro como una gran manguera colgante, hinchada y prominente. No podía reprimir un deseo terrible de masturbarme, me tocaba ese pubis afeitado y una sensación de urgencia sexual recorría todo mi cuerpo. Temía que llegara y me encontrara con ese torpe colgajo, pero al evocarla el garrote crecía multiplicado por los espejos como un estigma vergonzoso, ajeno a mí. No sabía cómo ponerme, si de frente a la puerta o de espaldas, no podía soportar la vergüenza de mirarla así, desde el suelo, cuando entrara en el cuarto, así que permanecí de espaldas a la entrada, cabizbajo, toqueteándome furtivamente hasta que sus tacos resonaron por el pasillo.
Cruzó su habitación enorme con pasos felinos sobre la alfombra. La puerta del vestidor se abrió silenciosamente y su sombra difusa se proyectó sobre mi cuerpo arrodillado; debe haberme contemplado por un largo rato desde allí. Luego la escuché penetrar en la habitación cerrando la puerta tras de sí y caminar a mi lado con pasos pausados, sin decir una palabra.
Yo no levantaba la cabeza, apenas me atrevía a contemplar sus piernas y a espiarla furtivamente cuando me daba la espalda.
Primero cayó a mi lado el tapado, y casi enseguida la falda. La vi caminar hacia las estanterías desprendiéndose los puños de la blusa; sus largos muslos doradas emergían debajo de los faldones de la camisa. Calzaba unos zapatos escotados, de altos tacos, color cuero, y las rayas de las medias dividían sus piernas en mitades perfectas.
Cayó la blusa, el sostén de puntillas y, frente a mis ojos bajos, una pequeña braguita blanca.
La vi alejarse hacia el tocador anudándose el cabello en una torzada sobre la nuca. ¡Hay que mujer tan hermosa!, desnuda, tan alta y flexible, con ese cuello perfecto y esos hombros atléticos. Yo la contemplaba a hurtadillas, embelesado, con el palo cada vez más duro y avergonzado. Su vulva como un capullo prohibido haciendo prominencia entre sus muslos. Yo quisiera arrastrarme a besársela, a lamérsela. Quisiera hundir mi cara entre esos glúteos suaves y permanecer allí aspirando su esencia de hembra exquisita.
Lentamente, sin mirarme, se sentó frente al tocador y retocó su maquillaje con mohines de experta. Luego caminó hacia los placares, abrió un cajón y tomó unos guantes largos, de cuero negro, que dejaban libres sus dedos. Se los colocó frente a mi, mirándome amenazante, mientras yo mantenía mi vista fija en el suelo. Me contempló un rato, como decidiendo qué hacerme. Entonces tomó de la repisa de vidrio unas sandalias negras, finas, que yo adoraba, con una delicada trama de cuero como una telaraña sobre los empeines y sujetadas a los tobillos por gruesas tobilleras con hebillas. Se sentó, se descalzó y, lentamente, se bajó las medias mostrándome el perfil de sus fuertes piernas perfectas. Se colocó las sandalias y se paró frente al espejo, dándome la espalda y contemplándose, soberbia, por un rato. Luego tomó de un busto sobre su tocador una peluca negra con un corte carré y se la colocó frente al espejo, mirándome adusta. Nuestras miradas se cruzaron sobre el vidrio. El color negro y el corte del cabello le daban a su hermoso rostro un aspecto severo y resaltaban el celeste profundo de sus ojos.
Entonces me reveló un secreto: yo había notado muchas veces que usaba una cadenita de oro envuelta en la muñeca de la que colgaba una pequeña llavecita dorada. Ahora tomó la llave y abrió un cajón plano de su placar que siempre me había intrigado. Yo estaba lejos, arrodillado en la mitad del vestidor, pero pude ver dentro del cajón un forro de raso púrpura con una moldura exacta donde anidaba una fusta negra de cuero. Cuando vi que la tomaba y pasaba la abrazadera por su muñeca, mi pene se levantó como una pértiga palpitando de ansiedad ante sus ojos. ¡Si pudieran sentir lo que siente un hombre arrodillado, frente a una mujer hermosa, desnuda, con una fusta en la mano!
Caminó hacia mi y bajé la vista. Sólo atinaba a contemplar sus pies calzados en las sandalias frente a mis ojos. Tuve el impulso de arrojarme al suelo para besarlos. Me mantuvo así un momento, seguramente contemplando ese palo duro que le tributaba, apabullado de vergüenza y de deseo.
Entonces arrojó frente a mí una abrazadera de cuero con una cremallera metálica adosada a su contorno.
- Ponte eso - me dijo secamente, y salió del vestidor.
La escuche taconear en su habitación sirviéndose un whisky. Tomé la correíta confundido. No sabía muy bien qué hacer con ella pero era evidente que sólo servía como abrazadera a mis sexo. Me la coloqué torpemente abrazando todo, testículos y pene desde la raíz, y la ajusté hasta dolerme con esa cremallera que ceñía sin ceder. Entonces ella regresó, pasó a mi lado, se sentó en el sillón y dejando el vaso sobre el tocador, giró hacia mí y me contempló un rato con las piernas cruzadas, arqueando la fusta entre sus manos.
- Ven aquí - me dijo chasqueando los dedos y señalándome un lugar a sus pies. Avancé de rodillas hasta posicionarme allí y permanecí cabizbajo. Entonces se inclinó hacia mí, abriendo las piernas y apoyando los codos en sus rodillas hasta que su rostro estuvo muy próximo al mío. Podía sentir el aliento a frutas de su boca. La fusta que colgaba de su muñeca rozaba mi pene erguido. Me observó un largo rato como un cazador a su presa.
- A las mujeres no les gusta que ningún pajerillo ande oliéndoles las bragas en sus guardarropas-
Asentí avergonzado
¿ Qué haces cuando no estoy?, ¿te masturbas entre mis cosas?, ¿las lames mientras te pajeas?
No esperaba respuesta. Me miraba despreciativa mientras diseccionaba mi conducta como si me hubiera visto. Yo asentía mirando al suelo como un escolar reprendido. Entonces bajó la mano y tomando la correilla de mi sexo la ajustó con un fuerte tirón que me dejó la verga ahorcada balanceándose como una pértiga.
- A ver, muéstrame cómo lo haces - su voz sonaba ahora burlona trae algo que te guste y mastúrbate para que te vea.
Casi en cuclillas me deslicé hasta los cajones abiertos de su vestidor. De pronto el impulso de demostrarle mi deseo por ella se sobrepuso a la vergüenza y simplemente hundí mi cara entre sus bragas mientras me masturbaba lentamente con las dos manos, de rodillas, con las piernas abiertas, dejando que mis testículos se balancearan frente a sus ojos como el badajo de una campana.
No debe haberle gustado porque me detuvo casi enseguida.
- Ven acá
Me arrodillé nuevamente ante ella sintiendo la terrible presión del lazo en mi sexo hinchado. Entonces tomó de su tocador la pequeña braguita de mi pecado y me la enlazo alrededor de la cabeza y la cara de modo que el diminuto triangulito transparente quedara sobre mi nariz y mi boca.
- Voy a quitarte esa costumbre - dijo, y se paró frente a mi poniéndome la vulva a diez centímetros de la cara. Yo traté de besársela, ya nada me avergonzaba, hubiera podido seguirla en cuatro patas, como un perro, sacando la lengua en pos de su sexo, pero me detuvo con un fuerte fustazo en la espalda. El ardor del cuero y el fuerte chasquido me dejaron atónito. No lo esperaba. En un impulso me encogí a sus pies besándolos y lamiéndolos, tratando de meter la lengua entre los arcos de sus plantas y las suelas, pasándola por los tacos hasta sus talones. Otro chirlo feroz me detuvo. Por un momento pensé con pánico y excitación que tal vez me golpearía el falo hinchado de esa manera e instintivamente lo cubrí entre mis piernas con las dos manos.
-Ven acá me dijo dirigiéndose al baño con pasos decididos. Abrió la puerta y se paró al lado del inodoro de mármol, levantando la tabla y esperándome amenazante con las manos en la cintura.
- Arrodíllate allí - me señalo un lugar frente a la batea y apoyó un pie en el borde.
- Mastúrbate - me ordenó
Yo comencé a pajearme con cuidado, la verga me dolía, hinchada por el lazo y temía que me la castigara. Entonces me descargó un fustazo en las nalgas para hacerme poner derecho y obligarme a arrimarme al frío borde marmolado.
- Lame la braga si tanto te gusta - me dijo y córrete así A ver, con las dos manos muéstrame qué pajerito eres.
Yo debía esforzarme para mantener los testículos sobre el borde helado del inodoro al tiempo que me sacudía el palo con urgencia, temeroso del castigo en el culo. El baño estaba en penumbras, salvo por la tenue luz que llegaba del vestidor y de los mortecinos vitrales de colores sobre el yacuzzi.
Sacaba la lengua bajo la telita de la braga, tratando de mostrarle mi voluntad de obedecerle, pero a medida que progresaba mi excitación comprendí que no podría eyacular con ese lazo tan ceñido. Mi pene era como un enorme palo morado, lleno de venas, que palpitaba entre mis manos exponiendo a cada movimiento un glande amoratado y seco, hinchado, abriendo una boquita ansiosa en el aire, ahorcado.
Los varazos me mantenían la cadera pegada al mármol helado mientras me afanaba por soltar el semen dolorido ante sus ojos. Yo la miraba implorante pero sus ojos azules y fríos brillaban en la oscuridad con chispazos de furia cada vez que me castigaba. Los chasquidos resonaban en la penumbra mientras mis manos batían el sexo con urgencia tenía que acabar rápido, soltar el semen para detener el castigo, aplacarla.
Entonces un orgasmo ardiente y seco subió por mi sexo y explotó en silencio sin que saliera ni una gota de semen. La verga se hinchaba entre mis manos y se tetanizaba en el aire. Una onda tras otra reventaban sin que nada saliera, enloqueciéndome con un placer desconocido, doloroso y humillante que me sacaba lágrimas.
Ella me estudiaba feroz, cruzándome el culo a fustazos medidos, justos, cada vez que yo me arqueaba sobre el borde del inodoro intentando soltar ese chorro contenido de semen caliente y prohibido.
Creo que un profundo quejido, como un lamento, salía de mi garganta, entrecortado por el movimiento frenético de mis manos, hasta que al fin me fui encogiendo sobre mi mismo, a punto del desmayo, protegiendo la verga moribunda, hinchada y seca, de su castigo.
Me contempló un rato así, golpeándose suavemente la palma de la mano con la fusta mientras me veía encogerme a sus pies. Entonces me retiró la braguita de la cara con la punta de la fusta y, lentamente, pasó la pierna sobre el inodoro parándose frente a mí y poniéndome la vulva exactamente frente a la boca. Sentí que no era perdón ni piedad, solo me mostraba su dominio. ¡Oh mi bruja amada!, rendido besé esa vulva adorada hundiendo mi cara entre sus labios, oliendo su aroma de hembra, venerándola, prometiéndole sumisión y obediencia y mientras mi boca la exploraba dócilmente mi sexo se ablandó encogiéndose entre mis manos y un río de semen caliente, interminable, fluyó por entre mis dedos chorreando, ya sin vergüenza, hasta el piso.