Historias de putas (1)

Espero que esta vez sea la definitiva y podamos subsanar el error al enviar el archivo.

HISTORIAS DE PUTAS

NOTA.-Las prostitutas y los prostitutos alquilan su cuerpo para que el prójimo obtenga placer sexual. A cambio reciben dinero fresco. Es un trabajo, una profesión, una forma de ganarse la vida. Ni peor que otras ni mejor que la mayoría de las profesiones, en las que uno alquila su cuerpo, como si de un borrico se tratara, para que otros lo utilicen como medio de transporte para sus inversiones. El currante alquila su cuerpo a cambio de una magra mensualidad con la que mantener a su familia y a él mismo dentro de los límites mínimos que se han establecido para el hombre moderno. El cuerpo es lo más íntimo que poseemos y sin embargo no tenemos empacho en alquilarlo a desconocidos a cambio de un salario. Incluso llegamos a vender o alquilar nuestras almas (en el supuesto de que existan) o nuestras consciencia y emociones más íntimas, a las que podemos llamar alma o X, da lo mismo, por conservar ese necesario currelo, por otro lado un bien tan escaso, antes, ahora y después. Besamos el culo al jefe, prostituimos nuestra dignidad y la sinceridad más elemental para recibir a cambio un estipendio, bastante paupérrimo en la mayoría de los casos. Y sin embargo nos rasgamos las vestiduras como hipócritas fariseos cuando oímos hablar de prostitución.

Tal vez en el alquiler del cuerpo del currante no haya tanta intimidad como en el alquiler del cuerpo para el placer. El currante suele trabajar vestido y la prostituta o prostituto desnudos. El currante evita el contacto físico con el jefe y soporta el repugnante, en muchos casos, contacto emocional como una carga del destino, contra la que poco puede hacer. La prostituta deja que manoseen su cuerpo y que introduzcan el trocito de carne, que sirve para dar y recibir placer, dentro de su cuerpo. Sí, se trata de un contacto físico más íntimo que el que tiene un currante, pero tal vez a nivel de emociones y de alquiler o venta del alma no sea ni la mitad de repugnante que ese lameculismo infecto al que se ven obligados muchos currantes si no quieren terminar durmiendo debajo de un puente con unos cuantos cartones sobre su cuerpo hediondo.

La prostitución ha sido considerada, a lo largo de la historia, como una de las lacras más repugnantes de nuestra sociedad. Y sin embargo a mi, particularmente, me dan más asco otras lacras que se esconden bajo oropeles. Al fin y al cabo gracias a ella muchos, entre los que me encuentro, pudimos ser desvirgados a una edad aceptable y conocer qué es el sexo sin necesidad de esperar media vida a que alguna mujer se decidiera a superar la barrera de nuestra timidez o la mayor o menor deformación de nuestros cuerpos. Yo le estoy agradecido a las prostitutas que a cambio de un aceptable estipendio me dejaron satisfacer una necesidad que ni tiene porqué ser vergonzosa ni mucho menos estúpida. Así nos hizo la naturaleza y ella es más sabia que todos nosotros juntos. Estos relatos de putas se sitúan en una época, finales del franquismo y comienzos de la transición, en la que muchos intentábamos salir del armario del dogma y del pecado para aceptar, de alguna forma, que el sexo estaba ahí y que no tenía sentido seguir escondiéndolo en retretes infectos. Las cosas podían haber sido de otra forma, la vida pudiera ser distinta, pero la realidad sigue ahí, tan sólida como una montaña. La prostitución no es un mundo más sórdido que otros que conocemos bien y puede que sea mucho más instructivo. Estos son relatos realistas, manipulados como toda realidad que pasa a ser material literario, pero con el sabor amargo y dulzón que acostumbran a tener nuestras vidas.

I

LA ARGENTINA

Era joven y no mal parecido (la juventud siempre es apuesta), por eso mismo le resultaba tan inexplicable que a su edad, los veintipocos, no hubiera mojado aún. Vamos que no había follado ni sabía qué era eso. Tenía una idea vaga y ardiente del coito gracias a la mitología sexual que acompaña a todo adolescente, en cualquier época, como un reguero de pólvora. Era increíble pero llevaba varios meses recorriendo su ciudad de una punta a otra sin encontrar el famoso barrio chino que suelen tener todas las ciudades con una vida nocturna superior al ronquido y el rezo del rosario. Solo un joven tan tímido, tan idiota pensaba él, podía ignorar algo tan elemental en la vida de la nueva ciudad a la que había llegado por sólidas razones laborales.

No se atrevía a preguntar por miedo a que le tomaran por un chiflado o un pervertido. Así iba dejando que transcurrieran los fines se semana mientras recorría, en horas nocturnas, las calles más apartadas, estrechas y tétricas de la ciudad de provincias, incapaz de hallar un mísero prostíbulo donde desahogar su acuciante libido de joven sano y fuerte. La solución a su tragicómico problema vino de la manera más inesperada y tonta. En pleno día oyó hablar a dos hombres maduros, detenidos frente a un portal, de una nueva puta, la argentina, que era algo fuera de serie. Uno invitaba al otro a subir y el otro se hacía el remolón. El no se detuvo mucho tiempo para que los dos machos no se percataran de su interés. Pero había obtenido la mínima información necesaria. En ese portal, tomó nota de la calle y el número, en el tercer piso, se ganaban la vida unas prostitutas que, a un precio aceptable, podían satisfacer su asfixiante necesidad. Solo era cuestión de buscar el día y la hora apropiados para pasar desapercibido y subir hasta aquel infierno de perversión con unos billetes en la cartera.

El viernes siguiente escogió la noche para pasar más desapercibido. A las diez –empezaba la primavera- se apostó en la acera de enfrente y se puso a mirar el escaparate de una librería con tanta atención que hasta los libros se hubieran extrañado de su insistencia de haber tenido ojos. De vez en cuando se vuelve y observa la casa. Vieja, descuidada, de tres plantas, atrapada entre un cine y una tienda de electrodomésticos. La puerta de madera está abierta de par en par pudiendo verse un tramo de escaleras, estrecho y sucio. Parece una casa normal, de vecinos con pocas posibilidades económicas, tal vez lleven años viviendo allí. Según lo que oyó en la conversación las putas están en el tercero. Será cuestión de atreverse a intentarlo. Aprovechando un momento en que no pasa nadie por la acera atraviesa el asfalto y se cuela rápidamente en el portal. Se le ocurre mirar los buzones. En el tercero no hay nombres. Claro que ni al más idiota se le ocurriría poner por ejemplo: las putas estamos en el tercero. Eso le habría venido muy bien porque ahora está pensando en la posibilidad de que se haya equivocado y le abra la puerta una inconfundible ama de casa. ¿Es usted la puta?. Solo de pensarlo se echa a temblar. Nota sus mejillas ardiendo. A pesar de ello comienza a trepar por las escaleras. Todo está en silencio, ni siquiera se oye una radio, un televisor o las voces de alguna discusión matrimonial.

Menos mal, porque si alguien hubiera abierto la puerta habría salido de estampida. ¿Qué podría decir si algún vecino le preguntara dónde iba?. Al llegar al tercero estuvo a punto de volver a bajar de nuevo. Le detuvo el bulto que se había formado bajo la cremallera del pantalón. Estaba tan excitado que no desaprovecharía esa ocasión, pasara lo que pasara. La puerta es de madera vieja, con un llamador de hierro y un viejo timbre a mano derecha. Permaneció algunos segundos con el dedo en el aire hasta que la decisión se hizo irrevocable. La puerta de abrió de par en par y una mujer que calculó a punto de llegar a la cuarentena, de baja estatura, morena, rostro agradable y cuerpo aún más agradable bajo la bata, le miró de abajo a arriba y luego le hizo un gesto con la cabeza para que entrara.

-Pasa, pasa, no te quedes ahí como un tonto.

Tenía acento portugués aunque hablara español sin ningún titubeo. El dio unos pasos y, rojo como una amapola, accedió al pequeño santuario de la perversión donde se celebraban las misas negras del sexo. Ahora quedaba lo peor, el cuerpo a cuerpo, si antes no perdía el control y salía huyendo como alma que se iba a llevar, no el diablo, sino la puta. En un pequeño vestíbulo, del que partía un largo y estrecho pasillo con varias habitaciones a ambos lados, habían colocado varias sillas contra la pared para que se sentaran los clientes y escogieran a las putas, antes de perderse en las oscuras habitaciones. La portuguesa le indicó una silla vacía y allí se dejó caer el joven, que no sabía dónde colocar las manos, la mirada, la vergüenza

La patrona tenía mucho catre para no darse cuenta de que el jovencito era virgen. Le indicó los precios, incluidos los suplementos, y le preguntó si en su cartera había bastante. Si no podía marcharse y volver otro día. Le habló de las mejores horas y días. Los sábados por la noche se producían embotellamientos a horas imprevisibles y a veces a los clientes les daba por acudir en los momentos más inesperados. Eran seis aunque no siempre estaban todas. Ella, la patrona, era portuguesa pero trabajaba como las demás, una argentina recién llegada y joven, una negra, brasileña, y tres españolas. Ahora estaban ocupadas. Ella no podía atenderle porque el cliente habitual tenía preferencia. Señaló a un señor, mayor, vestido con pantalón y chaqueta de pana, como recién aterrizado del pueblo. Antes de perderse con él por el pasillo le recomendó que esperara, la argentina no tardaría mucho. Si no le gustaba las demás irían saliendo poco a poco. Podía escoger a la que más le gustara. Mientras tanto en una mesita había revistas del corazón, si quería entretener la espera.

Allí se quedó, solo y avergonzado. A punto estuvo de levantarse en silencio y desaparecer escaleras abajo. Pero se lo pensó mejor. Al menos la portuguesa le gustaba y el precio era asequible. Al poco se abrió una puerta y se oyeron unas risas. Un hombre sesentón y delgaducho caminaba por el pasillo tocándole el culo a una chica que le precedía. Era grande en todos los sentidos, especialmente sus pechos eran enormes y su culo ( lo pudo contemplar a gusto cuando ya en la puerta se volvió para dejar que el hombre la besara en la boca, lo que extrañó al joven sobremanera, las putas no besan, tenía entendido) inabarcable para sus manos y hasta para su mirada. El hombre se marchó al fin, no sin antes magrear a gusto y gana aquel apoteósico culo. La chica se volvió y al verle se presentó como sin ganas.

-Soy Maribel. Si quieres estoy libre, aunque no te lo aconsejo. Ese que acaba de marchar es mi novio. Nos vamos a casar pronto. Sigo trabajando para ganarme unos duros, pero no me gusta hacerlo. Las otras te atenderán mejor… Pensándomelo mejor, por hoy ya he tenido bastante. Si sale la portuguesa dile que me he ido.

Y se marchó sin más, dejándole clavado a la silla y atónito. Aquella chica no parecía una puta. No estaba pintada y tenía más aspecto de chica de pueblo que viene una noche a ganarse unas pesetas que de auténtica puta. Encendió un pitillo notando cómo le temblaba la mano. Se acercó un cenicero que coloco sobre un radiador cercano y apenas hubo dado unas caladas notó el rechinar de un picaporte. Un hombre cuarentón, bien vestido, con pinta de casado, pasó por su lado como una exhalación. Al fondo del pasillo, en el quicio de la puerta, una mujer desnuda le miraba con interés. El supo inmediatamente que se trataba de la argentina. La mujer le hizo un gesto con la mano y él se levantó temblando como una vara verde. Caminó por el pasillo hacia la argentina temiendo tener que sujetarse las rodillas para que no chocaran entre si. Al llegar a su altura ella se echó a un lado, desnuda, con la pelambrera del coño al alcance de su mano, y el penetró en la habitación, echando una ojeada a la cama revuelta sintió que se le revolvían las tripas. No podría hacerlo en aquella cama sucia y sudada que acababa de ser utilizada por otro. Imaginó las sábanas sucias de semen. Buscó valor para decirle a la argentina que lo dejaba para otro día.

Pero cuando se volvió supo que lo haría en aquella cama o hasta en una pocilga. Ella se estaba lavando en una palangana desportillada. Tomó un frasco de color indefinido y vertió el contenido en el agua. Con ambas manos se rociaba el chumino y luego se restregaba fuertemente la pelambrera. Incluso se echó agua por los pechos que chorreaban. Estaba muy buena. Era alta, rubia y poseía un cuerpo realmente explosivo. El culo no podía ser más atractivo, prieto, en su punto, delicioso. ¿Y las tetas?. Grandes, erguidas, los pezones tiesos, orlados de un color purpurino. ¿Podría morderle las tetas o sería un extra?.

Ella advirtió su examen.

-¿Te gusto?.

El se puso colorado. Ni siquiera se había desabrochado el cinturón. Ella se secó con una toalla sucia, restregándose todo el cuerpo con ganas. Luego, así desnuda, caminó hacia el centro del cuarto donde se encontraba él, rígido como un palo. Le ayudó a desvestirse, incluso le quitó los calzoncillos. El temió que fuera a reírse de su polla. ¿Sería pequeño o estaría dentro de la longitud estandar? Desde luego descomunal no era.

-Mira, vas a lavarte como lo he hecho yo. Es solo un desinfectante, no te hará ningún daño y te protegerá de las infecciones.

Como él se quedara en medio de la habitación, tapándose la minina y con la cara como un tomate, la argentina le empujó hasta la palangana, le quitó las manos de los bajos con un manotazo y una sonrisa y le lavó la polla. La tomó en sus manos, ligeramente erecta como estaba, sin ninguna vergüenza y la hundió en la palangana. La refregó sin delicadeza, hasta hacerle daño. El se preguntó qué sería aquel desinfectante verdoso. El agua burbujeaba y el color le pareció desagradable, como un verde sapo.

-¿Cómo es que venís aquí?. ¿No tenés novia?.

Ella parecía muy cariñosa. Además de estar buena era cariñosa. No había podido tener más suerte. El se sintió derretirse por dentro y la polla se le estiró al máximo sin que él pudiera impedirlo.

-Veo que te gusto mucho. Mirá, mirá cómo se estira. ¿No es cierto que te gusto?. ¿Eres virgen, pibito?..

El afirmó con la cabeza, sin fuerzas para pronunciar una sola palabra.

Continuará.