Historias de ONG... 1

Em mis tiempos de ONG tuve que atender a un señor mayor

Siempre fui un buen estudiante y pude disfrutar de unos veranos ociosos, sin agobios. Demasiado ociosos, ya que tanto tiempo libre, en ocasiones, se tornara en tedio. Mis amigos de siempre fueron dispersándose cuando terminamos el instituto y los pocos con los que tenía contacto se pasaban los veranos, o estudiando, o en los pueblos de sus padres. De los nuevos amigos que había hecho en la carrera, ninguno vivía en Madrid, incluida mi novia de entonces, una guapa santanderina, que, por supuesto, volvía a casa por vacaciones. Después de que el verano del primer año de mi carrera languideciera entre la casa y alguna excursión, más o menos solitaria, a la piscina municipal, decidí que sería el último verano pasado de forma tan improductiva. Así pues, cuando terminé segundo, y, nada más acabadas las cenas y fiestas de despedida, tomé la determinación de trabajar, aunque fuera sin remuneración. Un número de teléfono, tomado de un anuncio del tablón de la facultad, me llevó a un despacho parroquial, en el que una ONG de andar por casa buscaba voluntarios para ayudar a personas socialmente desfavorecidas. Una señora muy amable me explicó mis opciones: monitor en un campamento urbano para niños desfavorecidos o ayudas esporádicas a personas mayores con algún tipo de dificultad. Inclinándome por un compromiso menos exigente en horario, escogí a los ancianos. La ayuda consistía fundamentalmente en hacerles la compra, ayudarles con la limpieza de la casa o sacarles de paseo. Mis primeras experiencias no fueron muy divertidas, pero sí gratificantes, ya que las dos señoras a las que prestaba mi ayuda resultaron encantadoras.

A finales de julio, después un monótono paseo con una de ellas por la Casa de Campo, volví al despacho a dar cuenta de mi ausencia por unos días que pasaría visitando a mi novia en tierras cántabras. Encontré a la señora encargada de la asociación colgando el teléfono con un gesto evidente de desesperación.

-¿Pasa algo?

  • No, nada, sólo que se nos ha presentado un caso bastante angustioso y no encuentro solución... Un señor, no muy mayor, de 70 años, pero que ha tenido un accidente y necesita atención casi continua. Hace casi un mes le cayó un armario encima y le dejó hecho un cromo. Ahora le han dado el alta en el hospital y no tiene a nadie que le ayude. Ya sabes... pensión escasa... sin familia... Tiene los dos brazos escayolados y no puede valerse prácticamente nada. Los servicios sociales le han prometido una plaza en una residencia pública... ¡cuando haya una vacante!  De momento le van a poner una señora que estará con él hasta la hora de comer y le hará lo de la casa, pero es que necesita a alguien todo el tiempo, día e incluso noche... Mi marido se ha ofrecido ir dos horas por las tardes, pero eso es todo... ¡En fin!, ¿querías algo?

-          Sí, decirte que quería marchar tres días fuera de Madrid...

-          No te preocupes: encontrar a un sustituto para tus señoras es fácil... ¿Cuándo vuelves?

-          El lunes mismo ya puedo volver con ellas.

-          De acuerdo, ¡pásalo bien!

Cuando iba a salir sentí un impulso bastante tonto de bondad.

-          Si no encuentras a nadie para ese señor... yo, quizás...

-          ¿Sería posible? Sería maravilloso... No me atrevía a pedírtelo... Pensaba que un chico tan joven tiene mejores cosas que hacer por las tardes y las noches...

-          No importa. La verdad es que lo las señoras está empezando a aburrirme. ¿Cuánto tiempo sería?

-          No sé, supongo que no mucho... Ya sabes en una residencia de ancianos no tarda mucho en haber vacantes, aunque esté mal decirlo...

-          ¿Puede esperar hasta el lunes?

-          ¡Claro!, el fin de semana podemos arreglarnos entre mi marido y yo misma...

-          Cuenta conmigo entonces.

Me dio la dirección y quedamos en vernos a las 6 de la tarde el lunes siguiente. Salí de allí arrepentido ya de mi impulsiva decisión.

El fin de semana con mi novia fue estupendo, como cabía pensar; playa, copas y sexo (¡qué más se puede pedir!), con lo que la vuelta en autobús fue especialmente depresiva, pensando además en lo que me esperaba esa misma tarde.

Cuando llegué a la casa del señor, me abrió la puerta el marido de mi “jefa”.

-          Antes de que te lo presente, déjame decirte algunas cosas. Tiene los dos brazos escayolados y, aunque se las apaña bastante bien, necesita ayuda hasta para comer o ir a al baño y, por supuesto para asearse.  Por lo demás, tiene buena salud y no es exigente. Pero es bastante orgulloso y no lleva muy bien está dependencia, por lo que, a veces, se enfada sin motivo aparente.

-          Entiendo.

Entramos en la sala y me lo presentó. Tenía mejor aspecto de lo que esperaba, excepto por las magulladuras y heridas que todavía marcaban su rostro y los dos brazos escayolados que reposaban cada uno en su arnés. Llevaba el escaso pelo cano muy corto, casi rapado, y su rostro todavía resultaba vigoroso y atractivo. Era de estatura media y fornido, y resultaba aún bien plantado, con anchas espaldas . Sin embargo su recibimiento no fue especialmente cálido: un saludo con la cabeza, cortés pero frío y distante, sin pronunciar una palabra.  Después de serme explicados todos los detalles prácticos, nos dejaron solos.

Yo no sabía por dónde empezar. Le pregunté si necesitaba algo y negó con la cabeza.

-          Cuando quiera cenar me lo dice.

Asintió. Me fijé en la gran cantidad de libros que llenaban el mueble de la sala.

-          Si quiere, puedo leerle algo.

Su gesto se dulcificó.

-          No te preocupes, eso todavía puedo hacerlo. Pon la tele si quieres.

-          Me da igual. Lo que usted quiera.

-          ¿Qué hace un chico tan joven como tú dedicado a estas mierdas?

-          No sé, me gusta ser útil... y tengo mucho tiempo.

-          Perdona si antes fui brusco, pero esta gente en general es algo condescendiente. Sé que les tengo que estar muy agradecido, pero, a veces, te tratan como si fueras tonto. El que esté inútil no significa que se me trate como un niño pequeño...

-          Por supuesto...

Me contó cómo se había producido el accidente: fue un armario de metal, lleno de libros y papeles, pesadísimo, que tenía en el trastero y que intentó mover; lo de los brazos había sido porque los había puesto por delante para protegerse. Me contó también algunas cosas de su vida: de joven había sido piragüista profesional; incluso participó en una olimpiada; después viajó por todo el mundo, aceptando todos los trabajos que le ofrecían: minero en Chile; marinero en un barco alemán... A los 47 años se casó con una chica alemana, 18 años más joven que él y vivieron en Hannover hasta que ella lo dejó por un chico más joven. Tras 6 años de matrimonio se volvió a España, donde trabajó como monitor de piragüismo y dependiente en una librería hasta los 62. Por eso su pensión era tan pequeña. Yo también le conté algunos aspectos de mi vida e incluso le enseñé una foto de mi novia.

-           ¡Qué guapa! No la dejes escapar.

Nos reímos un rato. Me di cuenta entonces de que se revolvía algo inquieto en su asiento.

-          ¿Necesita algo?

Noté que se sentía incómodo.

-          Puede decírmelo con toda confianza. No es la primera vez que hago algo similar.

Mi mentira pareció aplacar algo su evidente nerviosismo.

-          Necesito ir al baño... lo siento, sé que no es muy agradable.

-          Por supuesto, para eso estamos...

-          Lo único que tienes que hacer es ayudarme con los pantalones. Para lo demás, me apaño yo solo...

La idea me hacía maldita la gracia y, a pesar de lo bien que habíamos congeniado, ya estaba arrepentido de haber aceptado aquel trabajo.  Los brazos estaban escayolados  y entablillados desde el sobaco hasta la mano, dejando solo fuera los dedos (algunos  de ellos, dos en la mano izquierda y el índice de la mano derecha también entablillados). Las placas metálicas sobre los que reposaban, sujetas con cintas a la espalda,  los mantenían levantados hacia delante algo por debajo de los hombros, pero ligeramente doblados por los codos hacia dentro de modo que las manos se separaban sólo unos diez centímetros. Esa posición le impedía moverlos hacia arriba o hacia abajo.  Yo no me explicaba cómo podía arreglárselas solo, como él decía.

Cuando llegamos al baño, me indicó que le bajará los pantalones. Le bajé el chándal y el slip por detrás. Yo ya había visto percibido Sus piernas desnudas me sorprendieron: esperaba las típicas piernas escuálidas de los ancianos, pero sus pantorrillas y muslos eran fuertes y rotundos y su trasero conservaba una gran parte de la musculatura que sin duda había adquirido en su juventud. Tanto piernas como nalgas estaban bien cubiertas de un vello entrecanoso y corto de apariencia suave.

-          Ahora, por favor, sube la tapa del inodoro, abre el grifo del bidé... y ya puedes salir... Pero deja la puerta entreabierta por si acaso.

Me lo dijo sin darse la vuelta.

-          ¿Está seguro de que no va a necesitar que le ayude?

-          Claro. No hay nada que no se pueda hacer sentado. No necesito que nadie me sujete el pito. Además tengo ganas de hacer de vientre. Le pedí a tu amigo que me montara ese instrumento.

Seguí su mirada y vi colgado de un gancho al lado del bidé un palo muy largo en cuyo extremo estaba atada una esponja.

-          Lo puedo sujetar con los dedos sanos. A mi edad no es agradable que te tengan que limpiar el culo. A veces se me escapa, pero, no te preocupes si te necesito, ya te llamo.

Nos reímos, hice lo que me pidió y salí, pero me quedé al lado de la puerta, preocupado porque me pudieran echar en cara que no había cumplido con mis obligaciones. Después de unos minutos me pidió que entrara.

Me esperaba de pie, dándome la espalda. Le subí por detrás el slip y el pantalón. Después cerré el grifo, coloqué el artilugio en el gancho y bajé la tapa del váter.

-          La verdad es que se las arregla muy bien solo.

-          Para algunas cosas sólo; vamos a cenar, para eso sí que te necesito.

La mujer de la mañana había dejado un gazpacho y pollo asado. Puse la mesa para los dos. El gazpacho lo tomó con una pajita, pero el pollo, el pan y la fruta se lo tuve que trocear y dárselo a la boca. Mientras cenábamos, seguimos hablando animadamente. Cuando terminé de fregar los cacharros, nos fuimos a la sala de nuevo y pusimos la televisión un rato. Después me explicó cómo dormía. En lugar de la cama, utilizaba una tumbona de jardín para poder apoyar los brazos en los reposaderos y que los hombros no se resintieran por la postura. La casa sólo tenía un dormitorio. Le preparé la tumbona al lado de la cama, sólo con una sábana (¡estábamos en julio!).

-          Ya puedes desnudarme. Voy a dormir en pelotas; con este calor es cómo mejor se está y, si tengo que levantarme al baño, no necesito ayuda y así no hace falta que te quedes a dormir. A los beatos de tus compañeros no me atreví a decírselo y me ponían el pijama encima del calzoncillo.

-          No, no. Yo me quedo: es el compromiso que he adquirido.

-          Como quieras, chaval, pero no hace falta ninguna. Si quieres puedes dormir en la cama o, si lo prefieres, en el sofá, pero te aviso de que es muy incómodo.

-          Dormiré en la cama, si no le molesto.

-          Seré yo el que te moleste a ti. Ronco un poco.

-          No importa, en serio.

Me puse a desnudarle: primero le quité la camiseta, una operación bastante delicada, dadas las circunstancias. Tenía los hombros en tensión, fuertes y marcados, cubiertos del mismo vello suave y blanquecino de las piernas. Las cinchas que sujetaban los arneses dejaban entrever partes de un pecho, todavía fuerte, y cubierto del mismo vello entrecano, pero mucho más espeso especialmente en torno a los pezones. El vientre, también bastante velludo, lo tenía algo prominente, pero, aunque los músculos no se marcaban, se adivinaba bien duro.

Reconozco que me empezó a darme algo de morbo ver lo que escondía en su entrepierna. A pesar de que yo no era ningún enclenque (jugaba al balonmano en la universidad), me estaba empezando a dar algo de complejo de inferioridad ante un cuerpo tan bien formado para una persona de su edad. Me preguntaba si sus atributos pondrían las cosas en su sitio y me las arreglé para quitarle el pantalón desde una posición en la que pudiera contemplarlos... y lo que vi, no contribuyó a aplacar mis complejos. Su polla, si bien no muy larga, era gruesa y estaba surcada por una vena muy marcada, cubierta completamente por el prepucio; pero parecía pequeña sobre aquellos huevos como bolas de billar que colgaban en un escroto en el que se podían alojar cuatro de los míos. Una buena mata de pelo negro, mezclado con algunas canas, coronaba aquel monumento a la masculinidad. Debió darse cuenta de que lo observaba, por lo que me dijo:

-          Uno de los síntomas de la vejez es que los huevos te cuelgan como si les pesaran los años.

Intenté quitar hierro a la situación con un comentario típicamente masculino.

-          Me parece que todavía puede dar mucha guerra este paquete.

-          ¡Qué más quisiera! Aprovecha ahora y folla todo lo que puedas.

Nos echamos unas risas mientras le ayudaba a tumbarse. Le cubrí con la sábana, me quité la ropa y me acosté en la cama en calzoncillos; había llevado pijama, pero me dio vergüenza parecer mojigato a su lado. Además el calor nocturno se hacía notar bastante....