Historias de la posguerrra
Al acabar la guerra civil, María se encuentra viuda y con tres hijos. Sus convicciones religiosas no supondrán ningún problema para sacar a sus hijos adelante.
En 1939 terminó la guerra, y Antonio el padre de Ángeles, fue uno de los 500.000 que no volvieron. Su mujer María, tuvo que hacerse cargo de sus 3 hijos, el mayor, un varón de 15 años, al que consiguió colocar en el seminario al poco de quedar viuda, para que siguiera los caminos del señor, y dos hijas, Lurdes de 14 i Ángeles de 12. Juntas, pasarían las penurias de los primeros años de la posguerra, sobreviviendo de lo que daba el pequeño huerto que cuidaban y vigilaban como un tesoro. María acudía cada día a misa, rogando al señor que sacase a ella y a sus hijas de aquella miseria, pero no recibía ningún tipo de clemencia por su parte y el hambre seguía azotándolas diariamente. Pasarían un par de años más intentando sobrevivir entre tanta pobreza, pero aquel pueblo carecía de futuro, si seguían allí estaban condenadas a la miseria, así que decidió dar un paso adelante.
Un día, al salir de misa, mando a sus hijas a casa y se fue a ver a don Francisco. Era el propietario de la línea de Autocares que unía el pueblo con la ciudad, y de una pequeña compañía de transportes más dedicada al contrabando, que a los envíos de mercaderías. En todas las catástrofes siempre hay alguien que consigue tomar partido de ello, y aquel era su caso.
Sabía que a esa hora lo encontraría en las cocheras, verificando la marcha del autocar que partía hacia la capital, lleno de gente de los alrededores que decidían emigrar, antes que morir.
Cuando el autocar hubo salido y el silencio apareció de nuevo en el hangar, María fue a la búsqueda de la única persona que de momento, podía ayudarla.
-Buenos días don Francisco, que el señor le acompañe- le saludó cordialmente. En el pueblo todos se conocían.
Don Francisco se miró a María con desconfianza pero le respondió con educación- Buenos días María, usted dirá-.
-Don Francisco, le pido por el amor de dios que nos lleve a mis hijas y a mí misma a la ciudad, he oído que en el norte están construyendo grandes fábricas textiles donde una puede entrar a trabajar y ganarse el pan.
- ¿Y cómo piensa usted pagar los billetes?-Le contesto secamente.
-Don Francisco, hágalo por caridad y lo tendré en mis oraciones hasta el día que muera.-
El empresario se miró a María de arriba a abajo de una manera descarada. Dio una mirada fugaz a su reloj, calculando las tareas pendientes a esa hora, y volvió a posar su mirada en su interlocutora. Aquella mujer no era más que un saco de huesos enfundado en un vestido negro. Sabía que no tenía más de 35 años, aún que su rostro reflejaba las duras condiciones en las que vivía y aparentaba muchos más.
La mujer de don Francisco, devota incondicional de la virgen de los dolores, patrona del pueblo, hacía ya tiempo que no se dedicaba a complacer a quien traía el dinero en casa. En vez de eso, dedicaba su tiempo y sus energías a acudir cada día a misa vestida como una marquesa, y deambular entre los feligreses, haciendo gala de sus ropas y de su superior posición social.
Ya hacía mucho tiempo que no mantenía ningún tipo de relación sexual con su esposa. Don Francisco ya pasaba de los sesenta años y aún se sentía con fuerzas y ganas, pero el desinterés de su esposa había conseguido que ya no pensara tanto en ello, y con el tiempo su apetito sexual había ido mermando. Pero algo cambió en ver aquella mujer indefensa pidiéndole ayuda a cambio de nada. En ese momento, una chispa de perversidad prendió en su interior, y la infamia oscureció su mirada.
-Bien entremos en mi despacho- ordenó seriamente.
Una vez dentro, cogió la lista de tarifas y empezó a leerlas.
-Viaje de ida, adulto 2 pesetas. Viaje de ida menores 1 peseta. Maleta de equipaje 1 peseta. Mire, en total serian 5 pesetas.
Dejo el libro de tarifas encima la mesa y se acercó mucho más de lo moralmente debido a María, le toco la espalda con delicadeza y añadió, casi susurrándole.
-Entienda que no puedo ir regalando estas cantidades de dinero así como así…-.
Esperó algún tipo de reacción de María, que le diera el consentimiento para seguir o algún reproche para echarla de su despacho.
Aquella situación excitaba a don Francisco, que ya notaba como su miembro inerte volvía a cobrar vida lentamente. Su corazón empezaba a latir con fuerza y el tono de su voz se había vuelto más ronco y oscuro.
María quedo paralizada al sentir la mano en su espalda, y entendió en el acto las intenciones de don Francisco. Pensó en marchar, pensó en recriminarle esa falta de decencia, pensó en sus hijos, pensó y pensó en todo lo que podía perder si se marchaba y todo lo que podía ganar si se quedaba allí. Cruzo las manos, y fijo la mirada en el crucifijo que colgaba en la pared, delante de la mesa, y empezó a rezar el rosario mentalmente, sin moverse, sin tan solo respirar.
Don Francisco, continuo susurrándole a María lo mal que todos, inclusive él lo estaban pasando. Lo difícil que le resultaba cuadrar los números a final de mes, y como necesitaba cada peseta ingresada para mantener a sus empleados. Hablaba solo por romper el silencio, mientras empezaba a sobarle el cuerpo con las dos manos, alimentando a si su deseo. Amasó sus pechos, tocó su barriga, palpó sus nalgas. María no decía nada.
Cuando se sintió preparado, guio a María hasta la mesa. Haciendo presión sobre su espalda, hizo que se inclinase hasta apuntalar su cuerpo sobre los libros de contabilidad y otros papeles. Sin parar de contarle lo difícil que era llenar los depósitos de combustible , los impuestos de debía de pagar y la multitud de sacrificios que debía de hacer. Se colocó detrás y le subió la falda negra por encima la cintura, le bajó las bragas hasta los pies y se las quitó, aprovechando para separar sus piernas. En aquel momento un intenso olor a mujer le llenó los pulmones. El viejo don Francisco rejuveneció al sentir de nuevo aquel olor que ya había olvidado, y reparó en la enorme erección que se escondía en el interior de sus pantalones, con unas ganas locas de someter a aquella mujer. Se desabrocho torpemente los botones, que parecían patinarle de entre los dedos y los dejo caer a sus pies, como pudo, sin quitar la mirada de aquel trasero preparado para él.
Con la respiración agitada agarro su miembro por la base y observó el glande inflado impregnado de una fina capa blanquecina y maloliente. Se llenó de orgullo por ser capaz de conseguir tal erección, y lo llevó hasta el coño de pelo oscuro de María. Empujo sin muchos miramientos abriéndose camino entre las carnes de su presa. No percibió nada, por parte de María, ni un gemido de placer ni ningún tipo de lamentación de dolor, aún que a esas alturas ya nada le importaba. Empezó su vaivén gozando de cada movimiento, esforzándose por bombear aquel coño extremadamente seco y estrecho, agarrándose fuertemente a las caderas huesudas y jadeando con cada nueva envestida, ahora ya no hablaba.
El dolor que María había sentido con las primeras envestidas de don Francisco se había ya disipado, y seguía concentrada en recitar el rosario. Tenía las manos planas sobre la mesa con su cabeza apoyada en ellas y los ojos cerrados. En su cabeza resonaba con fuerza los versos de la oración, pero otros pensamientos deambulaban sin control.
Hacía ya cuatro años de la última vez que su difunto esposo la había tomado, casi de igual manera. Recordó el sonido de las orcas de maíz cayéndose de la mesa para dejar espacio a su cuerpo semidesnudo, que violentamente había sido empujado hacia ella, en un arrebato de pasión propiciado por el alcohol.
-¡Las niñas están a punto de llegar!- Grito María, intentando frenar en seco aquella temeridad
-¡Cállate!- contesto furioso, inmovilizándola fuertemente.
Debía de complacer a su marido en todo lo que pudiera, sabía que dentro de muy poco tiempo lo llamarían para luchar en el frente, y el miedo a no volver enturbiaba el ambiente. Para nada pretendía negarle su cuerpo. Intento relajarse para poder dar paso a la verga de su marido, con las manos en la espalda i la cara aplastada contra la mesa.
María se maldijo por pensar en ello en ese momento y continuo con el rezo, sintiendo las sacudidas aceleradas en su interior, el enorme glande de don Francisco rozaba sus paredes vaginales sin descanso y le hacía revivir extrañas sensaciones olvidadas, como aquel cosquilleo placentero que sentía cuando complacía a su marido, años atrás. Se clavó las uñas en el reverso de la palma de la mano para que el dolor la ayudase a concentrarse en la oración. Hubiera preferido sentir un dolor intenso, a la pequeña satisfacción que empezaba a recorrerle el cuerpo.
De golpe, un chorro caliente golpeo su interior, y María por primera vez desde que entro en el despacho, alzo la voz.
-¡No, dentro no!- dijo intentando librarse de don Francisco, que con una mano en la espalda y otra en la cadera la mantenía inmovilizada.
-AAaaaggg, cállese- dijo sin parar de eyacular en su interior.
-¡Pero me va a preñar!- chilló de nuevo, haciendo un nuevo esfuerzo inútil por levantarse de la mesa.
-Te estará bien merecido- Le contesto con un hilo de voz, ya sin aire, echando su última rociada de semen en el útero de María.
Acto seguido desenfundo el pene y se sentó de lado en una silla de madera, totalmente exhausto, sin tan siquiera subirse los pantalones. Las restas de semen en su pene le proferían un brillo especial bajo la pequeña luz que entraba por la ventana. Solo el sonido de la respiración cargada de don Francisco, rompía el silencio después del pecado, mientras su miembro retornaba a su tamaño normal.
María se quedó unos segundos inmóvil encima la mesa, intentando ordenar las emociones y los pensamientos. Ese cerdo la había llenado con su semilla, y el pánico a un embarazo la bloqueaba por completo.
Se levantó y con toda la elegancia que pudo se volvió a subir las bragas y se recolocó la falda negra en señal de luto. Todo ello sin mirar a don Francisco, al que podía ubicar por los silbidos penosos de su respiración.
Cuando el viejo se repuso se subió los pantalones y se dirigió a María.
–Mañana a las 8 sale un autobús hacia la capital, tú y tus hijas podéis subir en el.-
-¿Mañana?- pregunto María sorprendida por la inmediatez.
-¡Mañana a las 8!- dijo con tono severo.
Solo le quedaban 9 horas para abandonar el único lugar que conocía en el mundo, se dio media vuelta y desapareció.
A la mañana siguiente María y sus dos hijas con un par de maletas cada una, donde llevaban todas sus pertenencias, esperaban en los hangares la marcha del autobús. Don Francisco, vendía los billetes a la gente que hacía cola en la puerta de su despacho. Cuando le tocó el turno a María, don Francisco le entrego los tres billetes y una carta sellada.
-Cuando llegue a Madrid coja un tren hacia Barcelona, y allí espabílese para llegar a esta fábrica. Entregue esta carta en las oficinas.-
En el sobre se podía leer: A la atención de don Joaquín Colomer. Y junto al sobre un billete de 50 pesetas. Ante la mirada atónita de María, don Francisco añadió –No quiero volverla a ver nunca más, entendido?-.
María agarro fuerte el sobre con las cincuenta pesetas. –Entendido-.
La dirección que indicaba el sobre la llevo a una enorme colonia textil. Construida a lomos del rio Llobregat. Cinco enormes edificios configuraban la fábrica, y al lado de uno de ellos se levantaba un pequeño pueblo, con todas sus casas de la misma medida y color. Un edificio más ancho y largo, con un patio de tierra a un lado, que imagino seria la escuela, y una capilla situada en la única plaza existente. Medio kilómetro antes de llegar a las puertas de la fábrica se alzaba una gran mansión, rodeada por jardines.
-Aquí vive el director- Le comento el taxista al pasar por delante las puertas forjadas del jardín.
María y sus hijas bajaron del taxi y se dirigieron a las oficinas, allí entregó el sobre. La joven que la atendió la miro con desconfianza, leyó el remitente y a quien iba dirigida la carta y las hizo pasar a una sala de espera. Al cabo de una hora la secretaria le indico a María que podía pasar a entregarle la carta al director.
Quedo sorprendida al ver la majestuosidad del amplio despacho y la figura imponente del director sentado tras una amplia mesa perfectamente ordenada.
-¿Que tiene para mí? – Le dijo con tono seco.
María le entrego la carta, con las manos temblorosas y un nudo en la garganta que le impedía articular palabra.
El director abrió el sobre y leyó la carta. Fue entonces cuando por primera vez desde que había entrado la miró.
-No es habitual en Don Francisco pedir favores- Le dijo a María en un tono más cordial.
-Supongo que tendrá sus razones, para haberla hecho venir hasta aquí.- añadió esbozando una pequeña sonrisa.
María se enrojeció de vergüenza sin poder evitarlo.
-Bien. Usted trabajará en la cocina de la casa grande, que es donde vivo con mi familia, se hospedará con el servicio. Su hija mayor entrará a trabajar en la fábrica, tenemos comedores y dormitorios comunes para las trabajadoras. Su hija pequeña tendremos que escolarizarla, y podrá hospedarse con usted-.
María solo podía asentir con la cabeza mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, y articulaba palabras de agradecimiento casi inaudibles, con la voz rota de la emoción.
El director se quedó unos segundos pensativo, con la mirada clavada en su rostro, aún que parecía que no la estuviera mirando.
-Solo con una pequeña condición.- Añadió en un tono pausado.
-Tengo una cuenta pendiente… En la más absoluta discreción, cada jueves a las nueve, tendrá que ir a hacer un pequeño trabajo en el monasterio de San Ramiro. Usted se dirigirá al cobertizo que hay en la parte posterior del convento y una vez allí ya se le indicaran las tareas a realizar. Espero y confío que pondrá todo su empeño en las tareas que hoy se le encomiendan y que no traicionará la confianza que depositamos en usted y en sus hijas-.
-Puede retirarse, la secretaria se ocupará de todo.-
María era la encargada de la limpieza de la cocina de la casa mayor y de la casa del servicio. No era un trabajo muy duro pero la mantenía ocupada todo el día.
El calendario marcó el jueves y María dejo la casa paseando por el caminito que llevaba al convento. Al llegar, lo volteo y descubrió el cobertizo que le habían indicado. A esa hora, la penumbra ya se adueñaba del ambiente, dejando entrever los volúmenes de lo que allí se guardaba, sin saber definir bien de lo que se trataba.
No parecía haber nadie esperándola, y casi era lo que prefería. Nada bueno podía ocurrir en aquel lugar aislado, y el miedo le erizo la piel.
-Hola. Me envía Don Joaquín -. Dijo alzando un poco el tono de voz.
No recibió ningún tipo de respuesta, pero de golpe oyó tres golpes en el extremo de la estancia. Se acercó lentamente hacia el origen de los golpes, agarrando fuertemente el rosario que siempre llevaba en el bolsillo de su bata, rogando a Dios para que le diera fuerzas. En la pared que separaba el convento del cobertizo, había unas tablas de madera que tapaban una antigua apertura a diferente nivel, parecía que antiguamente ese almacén debía haber formado parte del edificio principal. De la pared, sobresalían unos pequeños bloques de piedra pertenecientes a una antigua escalera. Tras las tablas se vislumbraba la luz parpadeante de una vela. Un poco por encima de su cabeza había un agujero de la medida de un huevo de gallina, en aquel punto salía un haz de luz. María se acercó, desconcertada, sin entender que hacia allí. De golpe algo se entre puso entre el agujero y la luz y apareció un pene erecto.
María se espantó, nombrando el nombre de Dios y retrocedió unos metros para marcharse, pero se detuvo. Miro de nuevo a su alrededor buscando el malentendido y la explicación de aquella situación, pero no encontró nada. Su corazón latía con fuerza, y los nervios paralizaron su cuerpo.
Recordó las palabras del director, “espero y deseo que ponga el máximo empeño en todas las tareas que hoy le e encomendado.”
Tres golpes más sonaron providentes de las tablas.
Se acercó, y con las manos temblorosas agarro el pene y empezó a masturbarlo. Al minuto, tres golpes más sonaron y escucho una sola palabra con un marcado tono de reprimenda.
- BOCA.-
Dejó de masturbar el pene, descompuesta por lo que acababa de oír, preguntándose como debía de hacer aquello que se le pedía. Miró a su alrededor y encontró una caja de madera donde poder subirse hasta el nivel donde estaba aquel pene que ahora apuntaba a su boca.
Tres golpes más en la tabla la hicieron reaccionar, introdujo el glande en la boca y empezó a masturbarlo.
Nunca antes había hecho semejante indecencia, pero le sorprendió el sabor dulce que impregnaba la piel de aquel miembro
Su mano se deslizaba un vez tras otra, de sus labios que cubrían el glande inmóviles a la tabla, donde producían un pequeño golpe casi inaudible.
Esta vez no rezaba interiormente, en su cabeza no había más que ese trozo de carne que tenía agarrado y en la boca. María estaba atenta a todo lo que ocurría, sorprendida por como se había endurecido hasta un punto sorprendente, y como el glande que sus labios aprisionaban se había inflado. Nunca había tocado el miembro viril de su marido, ni tan siquiera lo había visto, todo se había limitado a dejar que el la penetrara, tapando el pecado con las sabanas. Siempre atenta a que no se despertaran sus tres hijos, que descansaban en la misma estancia, por el crujir de la cama al recibir las fuertes envestidas de su marido, hasta que se retiraba para eyacular encima de su vientre, después totalmente exhausto, y sin mediar palabra se tumbaba hacia el otro lado de la cama y se quedaba dormido. Ella se levantaba en silencio para quitarse las restas de semen esparcidas por su vientre con una toalla húmeda y volvía a meterse en la cama.
Ahora imitaba la vagina de una mujer con la mano y la boca, cosa que nunca hubiera imaginado posible. De golpe, sintió como su boca se llenaba de esperma espesa y caliente y trago sin pensar, supuso que era parte de su trabajo.
Soltó el pene cuando noto que de el ya no manaba más semen. Y este se retiró rápidamente.
María quedo perpleja, pensando en lo que acababa de acontecer, cuando un nuevo pene ya erecto, y bastante más grande que el primero apareció de nuevo.
No se hizo ninguna pregunta, ni titubeo en ningún momento, se acercó de nuevo a la tabla y actuó de la misma manera que lo había hecho anteriormente. Esta vez, pudo oír gemir a alguien antes de recibir una nueva dosis, mucho más abundante y liquida que la primera.
Cuando soltó el pene y se retiro, pudo ver como la luz de detrás las tablas iba descendiendo hasta hacerse la oscuridad.
Aquella semana, se torturó pensando en lo que había sucedido en el establo. Le iba dando vueltas sobre si aquello era un pecado, y sobre si debía seguir acudiendo a un lugar tan sagrado como aquel, a ejercer tal obscenidad. Acudió a la iglesia para rezar diez avemarías y purificar así su falta. Pero por mucho que rezara y pensara en si era correcto o no lo que hacía, los días seguían pasando y el siguiente jueves finalmente llegó.
Se presentó en el establo, y de nuevo tubo que ordeñar dos penes. El primero no tardó mucho en explotar. Un chorro acuoso, salió despedido con fuerza, depositándose en su pelo, por sorpresa. El segundo pene que apareció por el agujero, le costó muchos minutos conseguir que eyaculara una pequeña cantidad de semen espeso.
Con el tiempo, María aprendió a diferenciar los penes que mamaba con solo verlos. Si se trataba de un joven novicio, o un viejo monje, entendió que el ritmo que imponía no podía ser el mismo. Sin quererlo, empezó a buscar un mayor disfrute para sus usuarios, lamiendo el glande con fuerza, mientras mantenía el miembro fuertemente agarrado. Acelerando el ritmo de la masturbación antes de eyacular, o tragarse el pene lentamente hasta la garganta. Sabia que masturbándolos de una manera u otra, les proporcionaba distintos niveles de placer. Al otro lado de la tabla se oían pequeños gemidos, e intuía respiraciones agitadas, y muchas veces pequeños golpes involuntarios momentos antes de eyacular.
Sentirse dueña del placer ajeno encendió un fuego interior que le quemaba las entrañas y no la dejaba conciliar el sueño, la vagina, totalmente empapada de sus flujos, delataba aquello que ella se negaba a afirmar. Estaba excitada, y esa excitación a medida que pasaban los días, iba en aumento. Ya de nada servían sus rezos, que tantas veces la habían guiado hacia el buen camino. Esta vez era distinto, sentía una necesidad que no sabía cómo satisfacer, y sus experiencias en el almacén no hacían más que agrandar su creciente lujuria. No quería reconocer, lo que para ella significaban los jueves, y como deseaba que llegara de nuevo el próximo. Pasó a ser una tarea tan habitual, que esa tarea perdió el significado de pecado, y se transformó trabajo, o en manera de agradecer su nueva vida, alejada de las miserias, y el hambre de tiempos que le parecían ahora, muy lejanos.
El invierno había dejado paso a una calurosa primavera y aquellos primeros calores alimentaron su excitación. Sentía su sexo de una manera especial, no como un órgano más del cuerpo, si no como algo nuevo, como si nunca hubiera estado allí y de golpe lo hubiera recibido. Sentía como las bragas aprisionaban su vulva, sentía el calor que desprendía, concebía su existencia en cada momento del día, no era ni dolor ni placer lo que percibía, era algo distinto. Sus pezones parecían sensibles a cualquier mínimo rozamiento. Cuerpo y mente se mantenía en un extraño estado de alerta, infectados por el mismo ardor. De manera involuntaria miraba la entrepierna de los hombres que trabajaban en la casa, imaginándolos con sus esposas. Hasta que ella misma se daba cuenta, y maldecía su conducta.
Aquel caluroso jueves, llego al establo muy agitada. Había visto al jardinero refrescándose en el rio, con su fornido pecho desnudo y eso la había puesto extraordinariamente nerviosa, imaginando su cuerpo desnudo.
Cuando vislumbro las tablas, su mente se detuvo. Fue como si María se hubiese quedado a las puertas, y otra persona hubiera ocupado su lugar. Del agujero colgaba un pene aún flácido, pero que definió como joven. Sin quitarle la mirada de encima, coloco la caja en el lugar correspondiente, se quitó las bragas, y se desabrocho la bata y el sostén.
Actuó por puro instinto, sin razonar nada de lo hacía. Sin tocar con las manos el pene flácido que colgaba de la tabla se lo metió en la boca, mamándolo y saboreándolo. Su mano derecha presionaba la vulva y la izquierda arcaizaba sus pezones ya erectos, dejando rienda suelta a lo que su intuición le pedía.
Rápidamente, el falo que mamaba creció y se endureció, llenándole la boca hasta la garganta, provocándole pequeñas arcadas que no disminuían para nada su goce ni su excitación. Mamaba con pasión una y otra vez, mientras finos hilos de saliva caían sobre sus pechos y su vientre. Al cabo de poco tubo que liberar sus pezones para agarrar aquel falo i masturbarlo, para así poder recuperar el aliento y proporcionarle más placer al monje que arañaba las tablas al otro lado.
María friccionaba con celeridad su sexo, asombrada por aquel placer que la poseía por primera vez y que no paraba de aumentar, llenándola de espasmos, haciéndole creer que no sería capaz de soportar tal cantidad de placer. Totalmente superada por la fogosidad, engullía una vez tras otra sin ningún tipo de consideración aquel pene.
De golpe su boca empezó a recibir los chorros de esperma del joven novillo, al que tanta fogosidad había acelerado su llegada al orgasmo, dejándolo casi sin tiempo de deleitarse con los placeres que recibía. Poco a poco fue acumulando el semen que con cada nueva sacudida se posaba en su lengua, sin tragárselo. En vez de eso, lo escupió en la mano y lo esparció entre los labios vaginales. Arrancándole un gemido involuntario, al sentir el calor del líquido viscoso en su sexo. Sus piernas flaqueaban, y parecían no poder aguantar su propio peso. Gustosamente se hubiera sentado para seguir acariciándose cuando apareció el segundo pene por el agujero.
Este no parecía tan joven como el anterior, todo el miembro era de mayores dimensiones y bien proporcionado. Estaba semi-erecto, con el glande medio descubierto. Era un falo bello, de piel suave y color aceitunado, con el glande ligeramente más ancho que el resto y de un saludable color rojizo. A María le apetecía saborearlo. Se encontraba totalmente desbocada, excitada, lujuriosa. Agarro dulcemente el pene retrocediendo la piel que lo cubría hasta dejar el glande totalmente a la vista, lo olfateó y lamió para apreciar bien su sabor, observó cómo se inflaba, como se marcaban las venas del tronco y como se completaba la erección.
María siguió tocándose, pero con menos ímpetu que antes, era tanto lo que sentía que le era imposible realizar las dos tareas al mismo tiempo. Succiono, chupo, masturbo y lamió sintiendo un placer indescriptible, que a menudo la obligaba detenerse porque un espasmo le recorría la espalda y paralizaba sus movimientos.
Se forzó a hacer su trabajo, mamando lo mejor que supo aquel bello miembro, pero cada vez le resultaba más difícil seguir con su tarea ya que el goce que sentía se estaba apoderando de su cuerpo, el miedo a lo desconocido se apodero de ella, incluso llego a pensar si no sería aquel placer el final de su vida, si no moriría de un ataque al corazón o de algún otro mal producido por la lujuria. Pero no se detuvo, continuo acariciando su vulva sin descanso dejando sus miedos atrás y sintiendo como estallaba el placer en su interior.
Sin saber lo que le estaba ocurriendo, María experimentó su primer orgasmo. Sacó el pene de su boca y le fue imposible seguir masturbándolo durante los largos segundos en que creyó que iba a fundirse, por las corrientes que tensaban sus nervios, que inmovilizaban sus movimientos y que poseían su voluntad. Solo fue capaz de apoyar la cabeza en las tablas con los ojos cerrados e intentar ahogar los gemidos que se escapaban de la garganta, mientras las caderas daban pequeños bandazos involuntarios y su mano se impregnaba de flujo viscoso y transparente. El silencio del cobertizo fue roto por el sonido de su respiración entrecortada y el crujir de la caja en la que estaba subida en cada nuevo espasmo.
De pronto todo empezó a volver a la normalidad, la poca luz que había en la estancia pareció desvanecerse, los sonidos del exterior que parecían haber enmudecido, volvieron a aparecer, y el cuerpo que instantes antes se convulsionaba agitado ahora empezaba a sentir una agradable sensación de bienestar.
Cuando pudo, volvió a mamar y masturbar el pene que había soltado durante unos instantes mientras iba recuperando el aliento y la conciencia, lo acabo de masturbar mecánicamente y con rapidez, ya que una sensación de agotamiento se apoderaba rápidamente de su cuerpo, y la sensación de que pronto no podría mantenerse en pie era muy real. Al cabo poco rato, el monje eyaculo en su boca, llenándola de una considerable corrida que fue tragando a medida que el semen se iba depositando en la lengua.
Cuando hubo terminado se bajó rápidamente de la caja de madera y se sentó en ella. Necesitaba descansar, necesitaba pensar.
Al cabo de 15 minutos salió del cobertizo para volver a la casa grande. Con la percepción de que algo en ella había cambiado.