Historias de la plantación - La negra blanca

Adquiriendo la bastarda de un rival para enseñarle cuál es su lugar

Ando ya mayor, ¿qué duda cabe? Viejo, incluso. He de serlo si recuerdo los buenos tiempos, aquellos días civilizados en que la valía de un hombre podía medirse por el número de negras destinadas a lamer su verga, y su prestigio por cuántas ponía a disposición de los honorables miembros de sus invitados. Por aquel entonces la hospitalidad era la clave de las relaciones, y no había nada más hospitalario que ofrecer a tu huésped una o varias mozas de alcoba de buenas hechuras para que le templen el frescor de la noche.

Pero antes va Dios que todos los santos, cada ídem en su ermita y primero tus dientes que los de tus parientes. Variado es el sabio refranero a la hora de afirmar que la generosidad bien entendida empieza por uno mismo. De ahí que el caballero juicioso tenga a bien reservarse los mejores bocados para sí mismo.

En los buenos tiempos, cuando ofrecías hembras jugosas a tus invitados, estos pensaban, y con razón: si estas son las que ofrece, ¿cómo son las que se guarda? De ahí surgía esa sana envidia y ese sentimiento de camaradería y admiración, ese espíritu competitivo tan dado entre hombres que, por el mero hecho de serlo, gustan de la monta de yeguas salvajes por el simple y sano placer de poder montarlas.

Es por ello que siempre tuve, desde joven —desde aquel venturoso día en que mi señor padre me acompañó al mercado a adquirir la primera pieza de mi colección— el sano afán de disponer de las mejores hembras de la subespecie africana.

Muchas fueron las que pasaron por mis manos: todas selectas, bocado exquisito, para uso propio y deleite de socios y amigos. Elegidas, pagadas y probadas en persona. Los negros para el campo se pueden comprar como los ajos, en ristras, abonando al peso el lote atado a la misma cadena. Pero una hembra destinada a gemir o llorar bajo el peso de su amo ha de elegirse con tino y probarse con alegría. Probada y elegida a tu propio criterio.

Después… que duren lo que duren: algunas meses, otras años, otras lustros. Dos o tres las mantuve a mi lado durante décadas. No todas aguantan, claro. Y todas acaban por aburrir, porque siempre hay más en el barrizal del que provienen: oscuras novedades, frescas, jóvenes, apretadas.

La negra —y esto es un hecho— es un ser inconstante, de natural infiel. Todas acaban marchándose: a las más cariñosas les busco un buen macho, que sea leal y dócil, para que me produzca negritos y, con suerte, alguna belleza azabache de boca obediente cual la de su madre; así la rueda sigue girando. Las menos cariñosas las entrego a todos los negros, que cuando trabajan con ahínco también tienen derecho a divertirse. Algunas las regalo. Otras, las vendo: casi siempre a pérdida, porque están usadas, aunque hubo alguna a la que saqué beneficio.

Recuerdo a La Negra. Y cuando digo La Negra quiero decir que fue la negra entre las negras, no por oscura –era más bien amulatada— sino por su talento para dar placer. Una negra que apretaba tanto que le metías una mazorca de maíz por el culo y la sacabas sin grano, tan apasionada que besaba con dos pares de labios al mismo tiempo y tan respetuosa que si la invitabas a anguilas se las tragaba sin masticar y sin cortarlas. Un buen negocio que aún hoy en día, cuando el frío viento del cambio amenaza con asestar un duro golpe al derecho de posesión de los señores, me sigue proveyendo de algún que otro retoño de pedigrí con buena salida incluso en un mercado que se desploma. Buen negocio, digo, pues llegó a la casa sin coste, para ocupar el hueco dejado por otra hembra que era amarga donde esta era dulce, una de esas negras difíciles que a veces se encuentran, a la que domé con facilidad pero nunca del todo, que incluso en sus días finales de servicio tenía odio en esa mirada de ojos verdes mientras tragaba el alimento que tan generosamente había depositado entre sus labios.

Os hablaré de aquella negra altiva y prepotente que, pese a mis esfuerzos por civilizarla, nunca dejó atrás su lado africano.

Os hablaré de esa negra que se creía blanca.

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Pues ¿qué es una negra? se preguntan los jóvenes que no conocieron los buenos tiempos ni nunca pisaron este paraíso, aquellos que no han salido de la Madre Patria ni de ese Viejo Mundo donde apenas se hace uso de la especie africana.

¿Qué es una negra?

Conocen el concepto, pero no lo entienden. No su profundidad, pobres muchachos. No me refiero a los negros en general, sino al subgénero femenino.

No está la clave en el color de la piel, pues tal idea apenas araña la superficie. El caballero que se tuesta bajo este sol de justicia mientras recorre sus posesiones vigilando el crecimiento de la caña no se vuelve por ello un animal. La dama que sale a pasear en verano, la que vive cerca del mar o toma baños de luz prescritos por los doctores para curar sus sofocos, adquiere con frecuencia un tono más oscuro, pero eso no la hace más negra, ni en cuerpo ni en mente. ¡No! Quién mira la piel ignora lo fundamental: ignora esos labios carnosos creados para la succión; ignora la poderosa grupa, abultada y llena, adecuada para el placer y para el trabajo, para parir camadas fuertes y gratuitas; ignora la espalda firme que se arquea para recibir el látigo del que, más pronto que tarde, siempre es merecedora tal criatura de mente inconstante pero fácil doma.

Por eso puede haber —hay, con frecuencia— negras de piel clara, muy clara incluso, pero que son negras. De nalgas rotundas y de morros gruesos que rebelan su origen. Son el resultado del uso constante que los caballeros hacen de sus posesiones. Un resultado a fe inevitable, pues cuando un pelotón de infantería realiza una descarga, muy mal se tiene que dar para que una bala de entre ciento no acabe en el blanco; valga el color de la ironía.

Suele ocurrir con frecuencia que la negra baleada engendra una negra; negra bien oscura, sin discusión. Pero, en ocasiones, el fruto del azar sale diluido, dando pie a que los incultos duden acerca de la verdadera raza. Pero no ha lugar: la hembra que sale de coño de negra, aun siendo como las primeras nieves, es negra. Lo dice la aritmética, la lógica y la filosofía: negativo por positivo, es negativo; positivo por negativo, también; transmitir mal una verdad o bien una mentira da como resultado una mentira; hacer mal algo bueno o bien algo malo resulta en algo malo; y negro con blanco, blanco con negro, da negro. Que un caballero otorgue más categoría al fruto inevitable de una necesidad fisiológica es absurdo. También lo es una deposición y no por ello deja de ser una mierda.

El caso es que llevaba años con el ojo puesto sobre el premio inesperado de los desahogos del viejo Dupont, un anciano sentimental –francés, por supuesto— que pese a permitir, en su indolencia, que su doña le mantuviese agarrado por los mismísimos, logró aflojar la presa el tiempo suficiente como para desfogarse con una moza de la cocina.

El resultado le salió café con leche y de ojos verdes, pero estaba claro que era una negra. Negra y consentida, pues el viejo nunca la adiestró como es debido, dejándola corretear por la hacienda como si lo hiciera por su propia casa. En el mismo día que la arranqué de esa tierra aún perdía el tiempo jugando en el columpio que su padre le había hecho construir bajo una rama del enorme árbol que daba sombra al chateau. La recuerdo balanceándose, con un vestidito de suave algodón blanco que contrastaba con las vastas ropas de los negros de campo y la austeridad de los domésticos: una prenda sencilla, infantil, que ya le quedaba algo corta y dejaba al descubierto, entre las idas y venidas del balancín, porciones generosas de muslo macizo. Yo, que siempre mando quemar las ropas con las que vienen envueltos los negros que compro, hice una excepción con aquella.

Aquel día se esfumaron sus pretensiones a damisela blanca, al culminar con éxito mi operación de compra tras años esperando que la fruta estuviese lo bastante madura para arrancarla del árbol e hincarle el diente. Entre visita y visita de negocios al chateau Dupont para comprar o intercambiar caña, carne, semillas o tierras, mi ojo experto supo apreciar cómo despuntaban sus redondeces hasta hacerme decidir que aquella cría sería lo bastante buena para mi colección personal.

Dupont era vecino, lo que en las haciendas de estas latitudes significaba un par de horas en calesa a trote alegre. Llegué al chateau acompañado por el cochero y Esteban, el negro que usaría de trueque: un espécimen joven y fuerte, del tipo que cotiza bien sobre la tarima de una subasta. Su problema era la falta de docilidad, su poco afán por el trabajo: un cimarrón en potencia al que más pronto que tarde habría de acabar cortando algún miembro para ver si se calmaba. Por suerte, el problema pasó a ser de Dupont como una piedra más entre las diversas que cayeron sobre el chateau en los años siguientes, que empezaron por la falta de entereza del viejo y acabaron llevándolo a la ruina. Ahora sus tierras son mías.

Siempre he pensado que carro y caballería son transporte para gente civilizada, y que negros y negras han de ir por propio pie. Pero aquel día permití que Esteban fuera sentado en el portaequipajes parte del trayecto, y sólo corriera tras el carruaje el último tramo, para que pareciera sudoroso, más no cansado, cuando el cochero lo dejase en el amarradero bien expuesto mientras yo entraba al chateau a cerrar el trato. La moza lo miraba desde su columpio. Más tarde, cuando se me hizo evidente lo mucho que Dupont había consentido a su criatura, comprendí que aquel día la moza había mirado a su congénere como quien mira a un negro.

Pero pronto, muy pronto, me encargaría de sacarla de su error.

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—Haga caso, mon ami —le decía. Dupont reaccionaba bien ante algo dicho en francés. También los perros se ladran—: es la mejor solución. Es el orden natural.

—Es mi hija… mi sangre…

Parecía en verdad afectado, el pobre y patético viejo. Me miraba a mí y miraba a su esposa, los ojos saltones saltando en busca de una ayuda inexistente. Madame Dupont negó con la cabeza y volvió a beber de su taza con un gesto refinado. Yo aparté a un lado los escrúpulos del anciano con uno de desdén.

—Bobadas, mon ami… ¡Chose futile! Sensibilidades impropias de un hombre de su posición. Hablamos de una bastarda. Y negra. Una negra bastarda. Ni siquiera se diría que es de nuestra especie. Como orinar en el campo y que al cabo brote una mala hierba. Uno no le da sus apellidos. Y cuando llega el momento de cortar, se corta.

Al final lo convencí, claro. Ni siquiera me enorgullezco. Fue fácil negociar con un viejo sin carácter, francés por añadidura. La madame hubiera sido un hueso más duro, pero ella tenía más ganas que yo de que me llevase a la bastarda. La cría había estado correteando por el chateau desde que dejó de gatear, y cada paso de ese correteo era una espina clavada en su orgullo de dama. Dupont no había dado utilidad a la negrita, pero su señora no le había permitido darle privilegios; no recibió la educación de una institutriz ni la del látigo. Se crió cual animalillo salvaje, estando por estar.

El canje fue fácil. La Dupont supo apreciar los beneficios que le proporcionaría un negro joven y fuerte a la hora de plantar la caña en una plantación que, ya en aquel entonces, no pasaba por su mejor momento. ¿Qué excusa le di? A sí: que el joven Esteban tenía problemas con un negro casado de los de mi hacienda, y que prefería venderlo a tener que castigarlos a ambos. La madame me creería o no, más no importaba. Ella bien sabía que una negra de piel clara cotizaba alto en el mercado, pero tampoco era una cuestión de dinero.

—Será bien tratada. Me ocuparé personalmente de ella, mon ami. La tendré en la casa y, cuando sea tiempo, habré de casarla con un buen muchacho. Negro, por supuesto.

Todo cierto –puedo jurarlo—, aunque sólo madame leyó entre mis líneas. Más tarde, mientras el viejo iba a buscarme la muchacha, la dama se inclinó para llenar mi taza e hizo las preguntas que en realidad la inquietaban:

—Esa mestiza es una malcriada. ¿Cree que tendrá que azotarla?

Hice que lo pensaba. Aspiré el aroma del café. Asentí, levemente.

—Es probable.

Ella miró su propia bebida y la removió con una cucharita de plata.

—¿Abusará de ella?

—Sin duda.

Tomó un sorbo. Hizo un gesto de aprobación.

—Bien.

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La cría estaba presente cuando firmamos los recibos. Negra como era, no podía leer, pero su instinto bastó para aclararle la situación y nos miraba a su padre y a mí con ojos asustados. Miraba, lloriqueaba, suplicaba. Dupont vaciló; la pluma sobre el papel dejó un goterón de tinta. Pero fue espoleado por su esposa. Aún seguía con la mirada fija sobre el escritorio cuando me llevé a la moza.

La saqué entre tirones, sollozos y ruegos. Esteban seguía atado al amarradero y ella, que lo había estado mirando, lo vio por primera vez.

Subimos al carro, la puse a mi lado y emprendí el regreso. Desde la puerta, Madame Dupont agitaba la mano despidiéndonos con una sonrisa.

La negrita se revolvía, demostrando desde el principio que no estaba acostumbrada a estarse quieta y calladita, cualidades muy deseables en una moza de alcoba, que debe dar calor por la noche sin perturbar el sueño del caballero, y en la que el principal uso de su boca no se basa en emitir sonido.

La sujeté durante un rato, pero acabé perdiendo la paciencia —no es cuestión de desperdiciarla con africanos— y subiéndome la pernera saqué de la bota la fusta de montar que siempre llevo conmigo.

Mano de santo, pues la negra con ínfulas de blanca era todo lo caprichosa y malcriada que le habían permitido ser, pero respondió por puro instinto a la mera visión de los útiles de doma. Tal que cualquier bestia nacida para ser domesticada. La visión del cuero duro balanceándose en mi mano la calmó. Un rato. Acabó volviendo a su inquietud y sus gimoteos. Nada más cruzar el límite que divide —dividía— mi hacienda de la de Dupont, ordené al cochero parar y atar con soga mi adquisición al badal para que la moza pudiese trotar el trecho largo que aún nos separaba del hogar, pues es sabido que el ejercicio templa los nervios y que los negros, sobre todo domésticos, necesitan que se los saque a pasear con regularidad.

Hicimos parada a medio camino, pues ya entonces mi hacienda era grande y los caballos, criaturas nobles, necesitan descanso y agua. La negra cayó de rodillas, resollando, aspirando en enormes bocanadas que demostraban una gran capacidad pulmonar que habría de desarrollar aún más con los años. El sudor le daba lustre empapando el vestido, ese vestidito blanco, corto, que se pegaba a su piel húmeda dejando al descubierto cada voluptuoso detalle de lo acertado de mi compra.

Hasta entonces no había podido apreciar en todo su esplendor la acentuada curvatura de su grupa, unas posaderas soberbias que se mantenían altas pese al rotundo volumen. No era una sorpresa, claro, pues la cría nunca pudo esconderlas: se adivinaban en el abrupto cambio de la suave caída de la espalda, en la apertura de la sencilla falda que hacía su vuelo más sensible a los vientos juguetones que se colaban bajo la tela. Ya de niña lucía buenas cachas, antes incluso de que se desarrollasen sus otras redondeces. Y cuando se desarrollaron, su retaguardia siempre les llevo, valga de nuevo la ironía, la delantera.

Por eso me decidí a adquirirla, pues padre decía, y en mi experiencia debo darle la razón, que buena negra tiene buena grupa, y esa debe ser la guía principal para seleccionarla. Siempre. Lo demás —labios gruesos, ubres firmes de pezones puntiagudos, cuellos gráciles y espaldas sinuosas de pantera en celo— no son sino agradables añadidos. Y allí, de rodillas sobre la tierra en mitad de un camino polvoriento, mi nueva negra demostró el verdadero alcance de su potencial.

Di un par de vueltas a su alrededor, para estirar las piernas y apreciar sus formas. Me satisfizo lo que observé, pues aunque joven y también pequeña, ya tenía hechuras de hembra al punto para la cosecha, con muslos llenos y unas ubres densas que resaltaban en su simetría, bien ceñidas como estaban a la tela húmeda. No es que fueran grandes, eso estaba claro, pero sí bien tersas y redondeadas, y resaltaban a pesar de todo en la espalda estrecha, en aquella estructura que transmitía una fragilidad que con el tiempo demostró ser sólo aparente.

Absorto en sus pechos, convencido tras aquella valoración superficial de que no sería una buena criadora, quise comprobarlo metiendo la mano en el hueco que dejaba el vestido bajo el cuello.

Agarré carne, buena carne, caliente y prieta, elástica, resistente bajo la presión de mis dedos. Se amoldaba a mi mano, un encaje que no hizo sino confirmarme mi buen ojo al decidir que aquella sería una buena moza de alcoba.

No pude recrearme, pues se revolvió escapando de mis valoraciones. Quedó mi mano al aire, sin la oscura piel africana atrapada entre los dedos. Así que aproveché mi libertad dactilar para hacer una seña al cochero.

Buen hombre, Hernández. En paz descanse. Sirvió a mi padre y me sirvió a mí, y siempre supo sacar provecho de las propiedades que poníamos en sus manos. Conocía los límites de las bestias y sabía hacer correr a los caballos cuando era necesario, generoso con el arreador pero sólo en la medida justa. También entendía de africanos, aunque siempre le repugnaron; pero, igual que el vinatero al que no le gusta beber vino, en una hacienda como la nuestra aquel desagrado no dejaba de ser una cualidad positiva.

A mi señal, Hernández dejó de abrevar los caballos y, acercándose a la negra, le cruzó la mejilla: fuerte y seco, con el reverso de la mano, haciéndola trastabillar. Tardó poco en desnudarla y colocarla de nuevo ante mí con los brazos trabados a la espalda, ofreciendo resaltada la misma parte de su anatomía que me había negado instantes antes.

Fue la primera vez que la vi como su negra madre la trajo al mundo; no sólo por lo desnuda y húmeda, sino también por el llanto provocado por una firme palmada. La primera vez, pero no la última, pues en las semanas posteriores  le sobrarían los dedos de una mano para contar las veces que le permití ir vestida. En el poco probable caso de que su raza supiera contar. Y tampoco le faltaron motivos para el llanto.

Una negra muestra sus mejores cualidades cuando está desnuda. Es un hecho. De ahí que los tratantes serios, los que venden carne de calidad, no gasten tela en cubrir su producto: están orgullosos de demostrar que sus artículos no ocultan defectos.

Una buena negra se aprecia a la vista, pero también al tacto; con frecuencia, al oído, pues gimen, lloran, suplican y gritan como cualquier hembra; también al olfato, pues el celo es celo e incluso entre la suciedad y el sudor de una oscura barraca de esclavos, la hembra pura destila su olor a hembra; se apreciaría al gusto, sin duda, pero no es recomendable, y aún menos elegante, morder carne de hembra en las poco higiénicas condiciones en que se transportan y almacenan esos deliciosos frutos cosechados en las salvajes tierras de África.

Mi nueva adquisición olía a sudor limpio y a miedo. Gimoteaba en un agradable tono grave, la respiración entrecortada por el esfuerzo y por lo forzado de la posición en la que la mantenía Hernández. Su carne era firme, suave, la mano resbalaba sobre la piel caliente; había que apretar para hundirse en ella. Tracé un círculo en el aire con mi dedo y Hernández la giró para mí. Él se mantenía todo lo apartado que le era posible, pues no le gustaba el contacto de la piel oscura. Pero era un hombre robusto y con sus solas manos podía manejar con facilidad aquel cuerpo menudo. Me ofreció las perspectivas que le requería, acceso franco a los rincones que deseaba explorar.

Las posaderas —¡Ah, esas cachas!— eran gruesas y redondeadas. Enseguida entendí que aquel volumen llenara el vestido y lo tensara. Parecían más altas cubiertas por la tela, más contundentes, como un ocho tumbado, como el símbolo del infinito, como los semicírculos abruptos que surgen de improviso según bajas por la espalda de las oscuras y musculosas negras importadas del África Central. Pero sin trabas ni ropajes eran más suaves, más… blancas, sin perder su contundencia, un declive ovalado, un corazón invertido y robusto que se mantiene alto pese al volumen. Lo palmeé con firmeza y apenas tembló, aunque los deliciosos gimoteos de la moza arreciaron.

Las ubres eran parejas, no muy suculentas pero sí bien torneadas. Prietas, suaves, elásticas y densas. No servirían para que un caballero se perdiera en ellas. No saciarían un hambre voraz. Pero los pezones redondos mezclaban marrón y rosa y miraban de frente, como mira una blanca. No saciaban, pero eran un delicioso aperitivo. Confieso haberles dado algún que otro mordisquito aquellas noches que me costaba coger el sueño.

La boca era pequeña, apiñonada, de labios gruesos que se deslizaban sobre la piel del macho con el delicioso murmullo de la seda, con la suave caricia del sol al salir de un baño refrescante en el lago. Dios la dotó, como a tantas africanas, de esa característica mandíbula adelantada —no tanto como otras negras, pero remarcada por la esbeltez del cuello— que hacía que su boquita de piñón pareciera salir a recibirme. Caí mucho en aquella trampa. No recuerdo cuántas veces sus ojos verdes me miraron desde abajo mientras ponía a prueba su capacidad.

Acaricié sus labios. Los cerró, obstinada. Bajé por el cuello, deslizándome sobre su piel, dibujando el contorno de un pezoncillo travieso que reaccionó bajo mis dedos. Se revolvía, hurtándome su carne pese a estar apresada. Hernández reforzó su presa.

—No me toque —gimió ella.

Sonreí ante su descaro.

—¿O qué? —le dije, y agarré aquel pezón con fiereza, comprobando si estaba bien unido al oscuro cuerpo de su portadora. Su protesta devino en aullido.

Alzó la vista al cielo, sollozando bajito para no molestarme mientras repasaba sus contornos. Medí la estrechez de sus aberturas, la consistencia de sus sellos. Me complació la inspección. Ella temblaba, pobre; sin duda de frío por la repentina ausencia de ropa. Así que Hernández volvió a atarla al carruaje y reemprendimos  camino, imprimiendo un trote alegre para ayudarla a entrar en calor. Creo recordar que en algún momento la oí gritar un agradecimiento, pero no puedo asegurarlo: no se puede gritar demasiado si necesitas cada pizca de aire que entra en tus pulmones.

Hernández la dejó atada al poste de los caballos, con el abrevadero cerca para calmar su sed. Los jadeos ahogados daban fe de que se lo había ganado. El cochero se ocupó de las nobles bestias, repasándoles el pelaje con el cepillo empapado en agua fresca. Palmeaba los poderosos cuellos, cepillaba de delante a atrás y susurraba palabras de orgullo. Los animales relinchaban, agradecidos. Le imité, pues mi negrita también estaba empapada en sudor y polvo, y sospechaba que el buen hombre no iba a acordarse de ella; preferí no humillarle recordándoselo. Caballero como soy y señor de la tierra,  me arremangué, cogí el cepillo, lo empapé y procedí a refrescar con enérgicas pasadas cada centímetro de piel oscura. Humildad ante todo.

Se dejó hacer, por lo agotada, demostrando lo necesario del ejercicio para mantener en buena condición a los de su especie. Yo repasaba sus recovecos, le susurraba.

—Tranquila, preciosa… Tranquiiiila… Separa las piernas… Así… Buena chica… Ya lo sabía… Me fijé hace tiempo... Desde que eras niña supe que serías una buena negra… Muy buena… Te has desarrollado… Muy, muy bien… Mira este muslos, tan jugoso… No, no lo apartes… Sé que raspa un poco, pero ya termino… No voy a estropearte…

Has sido una buena compra.

Restregué cada poro con el cepillo, pero aclaré a mano la zona delicada, frotando con suavidad pero con energía la aterciopelada abertura de su raja. Froté bien. Al acabar, metí un dedo para comprobar que estaba caliente, resbaladiza. Ella evitaba mirarme: nos había salido tímida.

—Muy, muy buena compra.

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Pensad en la ceniza que queda después de que la lumbre se ha consumido. Pensad en la grasa pringosa que sobra después de haber cocinado platos jugosos. ¿Qué tienen en común? Que ensucian. Sin embargo, los pueblos civilizados lograron, ya en tiempos inmemoriales, convertir estos desechos en el símbolo de la limpieza: el jabón.

Esta ironía es el símbolo del ingenio, y por ello la higiene es el símbolo de la verdadera civilización. La practicaron los egipcios, y aún mejor los romanos. El declive y el embrutecimiento que siguieron a la caída del imperio llegó hasta los tristes años de la peste. Negra, por supuesto. Los seres civilizados volvimos a elevarnos de entre la suciedad de la naturaleza mientras los africanos seguían el camino contrario: viviendo entre animales y como ellos; descalzos sobre el estiércol; en algunas tribus incluso se cubren de barro, por si no fueran ya de por sí lo bastante oscuros. Pocos de ellos hemos logrado civilizar en comparación con los que quedan en el continente.

Todo caballero sabe que una higiene adecuada se extiende más allá de sí mismo. ¿Quién viste ropas cubiertas de polvo después de haberse bañado? La idea ofende la inteligencia.

El concepto debe trasladarse a los negros que acoge en su hacienda, a los que nunca viene mal un cubo de agua. Los domésticos, en especial, requieren de limpieza delicada, más aún las hembras selectas a las que el señor le es dado recibir entre sus sábanas.

Años antes de que yo naciera, cuando padre construyó la casa, su única negra de capricho había de bañarse en un viejo barril de vino cortado a la mitad, en un rincón de la antigua cocina, cambiando el agua cada muchos días. Entonces no había tantos pozos y aún menos bombas como para tomarse la molestia de sacar agua limpia para lavar una negra. Un sistema poco recomendable, desde luego. Y padre solía decir que, pese a la solera del barril, la negra nunca llegó a saber a mosto.

Pero el hombre de valor avanza. Su fuerza impulsa el progreso. Para cuando padre dejó este bendito mundo, la casa había crecido a la par que su fortuna. Y en un cobertizo del ala oeste había mandado construir una alberca de piedra para sus negras.

Yo le seguí por la senda del éxito, pues los negocios siempre me trataron bien, hasta el punto de permitirme ciertas concesiones al lujo: la casa siguió creciendo, se llenó de mármol, de ventanas de cristal y suelos brillantes. Reformé el baño de la habitación principal, al estilo de Oriente, al de los antiguos romanos, con una piscina de suelo de mosaico lo bastante grande y lo bastante profunda como para que una negra se arrodillara bajo el agua y me limpiara la hombría con el roce de sus labios mientras las ubres de otra me enjabonaban la espalda.

También construí, sólo para mis negras, un cuartito aparte con una tina de bronce donde podían bañarse. Con agua caliente, jabón, cepillos… y algunos útiles de limpieza de invención propia que, a decir verdad, no cuajaron. La vieja alberca es simple y práctica, pero a las negras delicadas les viene bien, de vez en cuando, una limpieza profunda. Construí el cuartito junto al salón del té, con puertas amplias para poder vigilarlas pues, al fin y al cabo, a ningún hombre con sangre en las venas le disgusta ver a una esbelta gacela empapada mientras él merienda, ya sea solo o acompañado por sus amigos.

—Lávala bien —le dije a Tata cuando me dio la acostumbrada bienvenida en el recibidor—: la cataré esta noche.

Vieja Tata siempre puso devoción a la hora de preparar mis negras. Ya se las adecentaba a padre, pero conmigo, con su muchacho, ponía auténtico afán en dejarlas limpias, tiernas y en su punto. Salió enseguida al amarradero para sacar a la moza de entre la yeguada y arrastrarla a la tina a base de tirones de soga.

—¿Sabé hablá, mi niña? —le preguntó.

—Mejor que tú, vieja —le soltó la negra. Tata la miraba con indulgencia.

—Yo aprendí hacerlo con la boca llena… Tá bueno que sepa. Mushas negra no, y las cuesta entendé lo que las va pasá. Tú no ties excusa. ¡Vente pacá, niña! Hiede a sudó, a mierda potro. Vamo a lavarte.

No lo puso fácil, mi nueva negrita, pero había más Tata en una sola teta de la vieja Tata que en todo el esbelto cuerpo de la pequeña. Se resistió a entrar en la bañera, pero Tata tenía mano —buena o dura, según se mire— para negritas rebeldes y no dudaba en macerar cachas a la menor muestra de terquería. La pobre moza lo probó en su carne entre gritos al compás de las cachetadas, pero aprendió a estar sentada, bien quieta dentro de la tina, sin quejarse más que por el frío roce del metal sobre la piel recién templada, mientras Tata iba y venía trayendo calderos de agua caliente del fuego, sin parar de parlotear en el proceso, pues siempre hablaba con las muchachas, para que le fueran cogiendo confianza.

—¿Sabe, niña? El joven amo mandó hacé año atrá una tinaja que ademá era caldero y caldeaba l’agua prendiendo carbón debajo. M’ahorraba el trajín de llevá cubos ende los fogones. Así de bueno, el amito, con sus idea, queriendo bien pá  esta vieja negra. Aunquesa no furuló demasiao bien. Pobre moza.

Un cubo humeante tras otro, Tata fue llenando la tina de agua y el cuarto de vapor. La negrita se quejó por lo caliente, pero necesitaba una limpieza a fondo que le quitará toda la mugre del camino y la que arrastraba desde que nació. Medio africana y medio francesa: mucho había que limpiar.

Tata lavaba con jabón y esponja. Con mucha esponja, dejando estelas espumosas sobre los cuerpos húmedos de mis negras. Insistía, a veces a mano, repasaba las zonas sensibles, restregando, amasando, siempre delicada, pues sabía que las mozas que me preparaba eran bocados exquisitos. Levantaba, separaba carnes prietas, abría recovecos y los rellenaba con humedad y espuma antes de aclararlos y repasarlos a mano. Incluso las negras más tercas acababan dejándose hacer entre las manos de la vieja Tata, porque Tata sabe tratar bien a sus negritas.

Amasaba aquellos pechos firmes que yo ponía entre sus manos como la panadera amasa el pan antes de darle calor, para que quede duro por fuera, jugoso y elástico por dentro. Los pezones hinchados respondían bien entre los gruesos dedos. Siempre los alaba:

—Tan bonito, niña. Tan sensible. S’hinchan pronto no más los sobo. Eso ayúa.

La negrita, esbelta y clara, era una muñeca de porcelana entre aquellos gruesos brazos arremangados. Gimió bajito y avergonzada cuando las viejas manos acariciaron entre las piernas llenando de espuma una mata que era espesa, pero más suave y lisa que la mayoría de las negras.

Unas tijeras de buen acero podaron pronto aquella frondosidad, pues Tata sabía que prefiero el orden y la pulcritud de un jardín bien cuidado a los desmanes asalvajados de la Madre Naturaleza. Apresaba oscuros rizos, tiraba y recortaba cerca de la piel, disciplinando la oscura melena. La negra, inmóvil, se dejaba hacer. Siempre lo hacen, sin revolverse, sin respirar siquiera en cuanto empiezan a crujir los bocados de las afiladas mandíbulas de metal tan cerca de su apertura. Temen el mordisco, ignorantes como son de que en las pocas regiones mínimamente civilizadas de su continente salvaje se cortan sin miramientos aquellas partes inservibles que estropeaban la simple y bella pulcritud del coño negro.

Tata terminó su trabajo dejándolo aseado, suave y sin rizos, como el pelo de la zorra o el del visón que un buen curtidor y una mejor costurera lograban convertir en lujoso abrigo. Daba gusto apoyar la cabeza sobre aquella almohada de terciopelo y dejarse llevar por el placer del sueño. No he vuelto a tener coños tan bien arreglados desde que perdí a la vieja Tata.

Tras un repaso ligero al monte de Venus, acarició los muslos apretados hasta que empezaron a abrirse, para comprobar el efecto completo de la suavidad conseguida entre las piernas de la moza. Tata asintió, satisfecha.

—Dame’l culo —ordenó.

Ya la moza empezaba a mostrarse dócil. "Obedecen mejor cuando están húmedas", decía padre. Se tendió bocabajo, la cabeza recostada sobre los brazos cruzados en el borde de la tina, y cerró los ojos cuando Tata mojó su nuca y empezó a frotarle la espalda. Siguió bajando, la esponja restregándose contra el joven cuerpo, soltando líquido espumoso en un suave trazo blanco sobre la piel canela. Gimió la negra.

La mano buceo en el agua caliente, agarró una nalga y probó su firmeza. Luego la otra. Asintió, satisfecha. Un azote cariñoso. La esponja aplastada sobre la piel tersa siguió bajando. Muslos y gemelos que se separaban a su paso; tobillos pequeños; los pies, castigados por la cabalgata; lavó cada dedo y pulió con piedra.

Estaba relajada, la dulce negrita, en manos de Tata, pero abrió esos ojos verdes en cuanto dejó de sentir los callosos dedos sobre su piel. En una alacena empotrada en la pared del cuartito, Tata trasteaba entre botellas, escogiendo los ingredientes del coctel que años atrás había creado para mi deleite: agua de lluvia mezclada con mucha sal; el zumo exprimido de frutos ácidos; aceite de oliva de la Madre Patria; melaza de caña para endulzar, o quizá ron cuando la ocasión lo requería; y un buen trago de vino, a veces champán; todo calentado a fuego, por separado y bien mezclado hasta atemperarlo en una jarra de cristal tallado. La niña la vio preparar la pócima purificadora que habría de acabar dentro de ella. La vio acercarse, la jarra con el brebaje en una mano, la cánula de cobre en la otra, vieja pero bien pulida por años de uso. En tiempos se usó para rellenar botellas de licor tropical de nuestros propios campos, pero Tata rescató el artilugio para el uso nuevo y noble de limpiarme negras.

La mestiza se resistió, de vuelta a su terca rebeldía, cuando Tata separó las nalgas para insertar la canilla. A la pobre vieja le falló el tiro; no solía hacerlo, pero los años no perdonan. Acarició aquel anito que palpitaba, nervioso. Quería calmarlo. Volvió a insistir, pero no atinaba con el movimiento.

—Tá quieta, niña —decía—. Limpias d'estar, entro y afuera. No gusta al amo que se le pringue.

Insistía y fallaba. Yo me divertía viendo a la moza esquivándola a golpe de cadera. Tata podía mantenerla agarrada con una sola mano. Eso era fácil. Pero un leve movimiento bastaba para descentrar la diana con un blanco tan pequeño. Siguieron bailando hasta que Tata se hartó y pasó a un vals más agarrado, pegando a la pequeña a su orondo cuerpo, abriendo la cacha y afianzando el émbolo en el puño cerrado para apuntar a la pequeña apertura...

Y en aquel momento, la maldita suerte me reclamó con la voz de Hernández. A gritos, desde la entrada.

Apuré el café, un último vistazo, y fui para fuera a ver qué pasaba.

Si es que hay que joderse.

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Era un buen café, cosecha propia, de entre las varias que cultivo en mis plantaciones, pues en la variedad está el gusto. Sabor intenso y de cuerpo oscuro, muy apropiado.

El viejo estaba en la puerta. Había hecho sudar al jamelgo, el muy cabrón, no más encontró una excusa para escapar de la mirada de la madame.

Quería de vuelta a la moza, y traía dinero. Bastante, sobre todo para un tipo cuya fortuna cotizaba a la baja. ¿Cuánto habría tardado en sisar semejante cantidad al control de su parienta? A saber. Pero en cualquier caso era un gesto inútil. Quizás había llegado demasiado pronto, pues de haber venido al día siguiente, cuando ya la cría estuviera estrenada, me habría visto tentado de aceptar los reales. Todo lo usado devalúa.

Una negra bien formada, digna de alcoba, vale mucho. Más si está entera, pues muchas traídas de África se estropean por el camino, y el producto local no suele salir de su plantación de cría con la cáscara intacta. La piel clara y los ojos verdes son un extra. Por no hablar de la ocasión de joder a una francesa. Pero para mí valía más el tiempo invertido, el verla crecer entre privilegios que no corresponden a su especie, sabiendo que algún día iba a tener la ocasión de usar la rígida extensión de mi hombría para devolverla al lugar que le corresponde. Para volver a convertirla en negra.

Rechacé la oferta, claro. Con suavidad, al principio. Con cortesía. Apelando a su honor y a su clase.

—Es trato hecho —le dije—. Sea sensato, hombre, que es bueno para todos que las cosas estén en orden. Adecuado para su buen nombre (y el de su esposa) que no lo empañe esa mancha oscura.

Insistió: un viejo patético y balbuceante que no merecía el lugar que ocupaba, pues un señor de la tierra debe ser señor por encima de todo, y no viuda plañidera. Apeló a la sangre y a la amistad, como si yo pudiese tener por amigo a un viejo gabacho: mi propio abuelo arrancó esa escoria de la faz de la tierra en Bailén y en las murallas de tierra de Cádiz.

Acabó por cansarme tanto lloriqueo y me planté ante el viejo. Aquel sol de justicia no invitaba a la paciencia.

—Verá, mon ami. Esta misma noche la abriré de piernas y le mostraré lo que es un hombre. No como su padre. Vuelva un día de estos y le dejo catarla.

No lo creeréis, pero se fue enfadado.

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No fue aquella la última vez que la leal Tata probara el látigo, ni mucho menos la primera: ya padre le dio con ganas siendo aún moza y hasta aprovechable; después mi mano la mantuvo dócil. Y fui severo, pues esa enorme grupa negra ya andaba curtida y apenas sentía la caricia de la fusta. Tampoco es que le arreara con el pesado látigo de los negros del campo, pues nunca trataría a Tata como a aquellas bestias. La zurraba con látigo de carrocero, de caña larga y lengua fina para azuzar bien a la caballería, que deja huella pero no en exceso.

Era buena negra, eso hay que admitirlo. Pero nunca sobra la disciplina. Ya decían padre y el viejo Giovanni que espuelas necesita buen o mal caballo y hembra, buena o mala, necesita el palo.

—¡Perdóneme, amito! ¡Ay! Quema...

Suplicaba con cada estallido, con cada trazo blanco en su piel oscura. Apenas gritaba. Se subió la falda. Puso bien el culo. No hizo falta atarla.

—¡Perdóneme, amito! No queía. La niña culeaba. Me movía'l tubo. L’arreé cachetás y no paró quieta. Me tiró la jarra. ¡Ay! Duele. No más, amito...

Que pena la jarra. Buen cristá qu'era y me sizo cachos. ¡Ay! ¡Ay! Piedá, amo, piedá de su negra.

Lloré, se lo juro, de pena me dio. Reventarla quería de pua rabia, amo, pero se l’iba a estropeá usté. ¡Ay, por Dios, amito! Má zurrao nel coño. De rodillas le lloré, qu’asta di pena a la salvajita. ¿Qué m’as hecho, niña? Ahorita el amo me curte los cueros.

La comí, ¿sabe, amo? La comí los bajos. ¿Qué haces? dijo. Y yo: quieta, niña, Tata sabe. Te dejo tó suave pa que t’entre el amo, que bien mojao se a rompé mejó. Y no duele tanto.

Me se revolvió, amo, la potra salvaje, pero l’ice presa el coño. Le metí un bocao, que a mis muelas no hay negra qu’escape. Quieta, resabiá, deja que suceda. Me dio un roillazo que me ví n’el suelo. No me zurre, amo, que ya he recibío.

Ella taba alta, de pie’n la tinaja, asalvajadita, tal qu’estatua de prieta que tenía las carnes, toa dura las cacha, las ubres e punta. Y yo a cuatro patas, vieja como soy. ¡Ay mí, pobre negra!, hasta e suplicaba que se dejá hacé. A la diablilla hasta le di pena. Ya andaba llorona y aún no m’abía el amo arrimao el cuero.

M’ajunté de nuevo y m’abrió las patas. Es buena en lo hondo, la negra, aunque clara. Pero l’agarré las cachas pá que no escapara y le comí los pliegues. Culeaba un poco pero no solté. Dejá hacé, niña. Si no, t'arrepiente. Qué no’s amenaza, que’s solo consejo. Yo sé de qué t’ablo.

No l’arreglé el culo, que ya no podía, con la jarra rota y el caño doblao. Y yo sé qu’al amo no le gusta que le meta’l dedo. Que nadie otro debe entrá antes que él si el gujero es suyo. Qué pá eso es amo.

Pero tol coñito se lo dejé suave. La lamí a conciencia, por si el amo quiere no abrirle lo otro, que aún lo tiene sucio.

Un coño bonito, que he comío más d’uno. Va a apretarle bueno y sabe caliente, todo sonrosao. Casi ni le cabe. Metí toa la lengua, hasta lamé el tapón. Lo encontrará al gusto.

Pobre vieja negra. La zurré un buen rato. Desfogué en su carne el caldeo que me había entrado con el puto gabacho, con su patetismo indigno de los señores. Ya estaba sudando cuando solté el arreo. Sudando y tranquilo, cavilando el siguiente paso para optimizar la doma. Me volví hacia Tata:

—Llévala al establo.

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Un hombre, con su esfuerzo, cava un agujero y planta un árbol. Riega, poda, espera. Al final da frutos.  Alguno no lo da, pero su piel es corcho, su sangre ámbar, su pelo cuerda, su carne ébano, sus ramas obediencia. Alguno sólo da paz y sombra. El árbol seco aún da buena leña.

Igual son los negros.

Algunos dan fuerza. Otros dan servicio. Otras dan placer. Unos obedecen. Y otros dan ejemplo.

Mi negrita canela de ojos esmeralda me salió peleona desde bien temprano. A veces ocurre, pero con hembras allende los mares, de sangre caliente y espaldas sin marca: negras salvajes aún no domadas, de las que alguna aún conserva el impulso de huir de leones y tragar serpientes pese a que, a la mayoría, el viaje en barco les templa el instinto. Ocurre, como digo, con esas salvajes, africanas de África, pero casi nunca con las locales. Esas suelen salir ya domadas del oscuro tajo de sus madres.

Pero la mestiza llegó asalvajada por ser medio negra, y arrogante por parte francesa. A la pobre Tata la trató como a una negra, cosa aberrante, pues nunca una negra debe tratar a una negra como si fuera una negra. Había que corregirla, hacerla entender de una vez por todas cuál era su raza. Y le di un ejemplo más bien filosófico, para no tener que marcarle la piel demasiado pronto.

La mandé al establo.

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Tata, mi pobre y dócil negra, gruesa como era, renqueaba con la grupa picada por los latigazos cuando entró al establo llevando a la moza de la mano. Los animales la reconocieron.

Un sitio fresco, el viejo establo, que las bestias cuestan sus buenos reales y hay que darles descanso de este sol de Nuestro Señor. Ya en aquel entonces cobijaba algún pura-sangre para monta propia; tal que la mulata, valga la analogía: la mezcla vigorosa de potranco europeo con yegua africana crea esas monturas propias de caballero.

Un sitio fresco, como digo, y también oscuro: en esta tierra, hasta la luz quema. Tata se desenvolvía con soltura por una estancia que conocía como pocos negros, pues a la mayoría no le es permito entrar, menos sin camisa, que debe de ser blanca, pues como ya he dicho las bestias son caras y el sitio oscuro, y un negro sin ropa no se ve sin luz.

Las hembras se movían por entre las cuadras. Un ruano las presintió y lanzó un relincho.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó la moza.

—Aprendé, mi niña. ¡Qué bien tonta qu’eres! Tu dueño d’antes no sé qué taría, pero el amo es amo y horita ere su negra. Que negra ere, aunque disimulá. Negra tan negrita qu’asta no lo entiende. Aquí aprenderá que por adonde quier’el amo usarte has d’estar sabida.

—¿Y si yo no quiero? —preguntó la moza. Tan soberbia era esa hija de esclava.

Tata la miró cual si fuera tonta.

—Pá esa pregunta, acá ti’es respuesta. En siendo yo moza, el viejo amo zurraba hasta qu’aprendíamos. Qu’él tenía paciencia pá con sus negras: toas probamos látigo hasta cogé gusto. A mí poco m’arrearon, que le salí buena, pero alguna hubo qu’antes de mandarla ná ya había que desollarla viva, por si acaso.

El joven amito es más generoso. Ademá le gusta curtirno el cuero, pero só lo justo, pá tenernos mansas.  Qu’el pellejo suave de sus negras finas no hay que desgarrarlo.

Pá eso tá el establo, pá que aquí tú aprenda sin qu’aya que marcarte el lomo.

—¿Y qué es lo que aprendo, si puede saberse? ¿A montar en poni?

—Mia tú que lista nos salió la yegua. Más bien que te monten.

Escúchame: en tiempo se comprara’l amo una hembra difícil, que no s’acía caso. La molía palos y estaba más suave, pero poco rato. Aún l’escocía el culo y ya volvía la negra a tocá los bajos.

Pero un día la moza le faltó al respeto y adió paciencia. Ese día gritó que hasta en nuestras cachas ya nos escocía. Pero el amo dale, de seguío l’atizó hasta que falló el brazo de puro cansando.

La dejó deshecha, tan marcada andaba que ya no servía ni pá abrirle el culo. No volviera a usarla pal gozo.  Mira qu’era tonta, que entre gozo y palo, eligiera el palo.

Ya no le valía pá hacerle la cama, pero le costara sus buenos cuartos y, aunque trabajosa, siempre fuera buena pá abrirse de patas. Hembra pá la monta, que dicen los amos. Pá arrimarle macho.

—¿Y qué le hizo el amo?

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Buena hembra fue aquella —eso hay que decirlo—, que no buena negra. Me dio mucho trabajo, pero más de una noche le saqué placer. La recuerdo prieta de agujeros, bastante caliente, pero era nerviosa y en la galopada uno no podía dejarse llevar; satisfactoria, más no relajante. Era una masai, creo, una raza peleona, sin el dulzor típico de las angoleñas o de las conguitas. Llegó a un punto en que la zurraba casi por inercia, como "Bah, me aburro. Ven y pon el culo, que voy a templarlo".

La asustó, ¿sabéis? Asustó a la mestiza aquel día que Tata le enseñó el establo. Casi pega un salto al darse cuenta de aquellos ojos brillantes que la miraban encadenados en la oscuridad.

Nunca me arrepentí de aquella decisión, pese al desperdicio. Una negra descarada me faltó al respeto y sirvió de ejemplo, pues la moza de alcoba debe estar agradecida por la posición que se le concede; pero algunas, cegadas por la blancura de mis sábanas, no entienden lo alto que están y lo realmente bajo que pueden caer. Con aquella lo entendieron.

Algunas negras nacen para que las monten, y hay que montarlas. Ella no quería que fuera yo quién la empalara y acabó teniendo dentro a todos los machos —y eran unos cuantos— que había en la casona.

Para eso la usé: para calmar nervios y de ese modo poder yo cabalgar tranquilo sobre sementales.

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—Así s’aze, niña —le decía Tata—: coge la cadena y tira d’esta negra. No tire mú fuerte, que tié los pies ataos tal como las zarpas, y fuerte tropieza. La arrastras al potro ¿Ves cómo se sube? Antes peleaba y había que arriarle vergajazos hasta hacerla maullá, pero ahora está mansa. Aprendió tarde, peo acabó aprendiendo.

L'atas las correas bien pegá al madero pá que no s’escurra con los empellones. Coge’l cubo d’agua pá empaparle’l lomo y que’l bicho deslice. Y si estás de buena coge un poco grasa y le untas el hoyo. El amo lo aprueba porque los potrancos, que son mú lanzaos, la pillan de seca y a veces les duele. Así que la untamos pá qu’entren sin traba. Pero só si quieres, qu’esta salvajita poco lo merece.

Coge al potranco que toque ese día y mésale el vientre, qu’eso los despierta. Sostenle las bolas hasta que esté tieso. Y si ves alguno que ya esté de punta, pues coge a ese, que hay que darle alivio. Y si no, el borrico, qu’ese siempre cumple. Un día a la semana les toca a los perros y otro a los gorrinos.

Le coge las crines al bicho que sea y lo empuja a la negra. No l’ompujes mucho, qu’estos ya van solos, que tienen costumbre. Ella se coloca meneando las cachas pá que l’entre bien, que más le conviene. Si tié el día tonto está un poco vaga y no se menea, la zurras un poco. Hoy está de buenas. Y el bicho, lanzao.

¿Escuchaste el grito? Eso es que está entro.

—Eso suena horrible.

—No te crea, niña, qu’a tenío suerte. Como’l que echa’l aire un real de a ocho, a ver que lao sale.

Si la negra grita es que l’atinao. Si pega un berrio es que l'abrió’l culo. Ahí sí que lo sufre, qu’acá hay  bestias grandes. No pares al bicho y deja que siga, qu’ella ya s’aguanta.

Si empuja tres veces y no acaba entro, si la negra bufa, ahí ya tú lo ayuda. Te lo mamporreas. L’agarras lo duro y apuntas al hueco. Al que tú prefiera. Y si ella se queja la zurras un rato.

Así hasta qu’acabe. Esta ya ni grita, pero el bicho bufa, relincha contento. Entonces lo baja y otra vé a la cuadra. Ya no da problemas, que está relajao. Si ves otro nervioso, que también la monte. A ella la deja atá hasta que vacíe. De algún bicho’l amo recoge la leche pá peñá las yeguas. Ya te diré cuáles. El resto va al suelo. Cuando no gotee, la suelta del potro y otra vé a la argolla.

Así tos los días. Dos al día en el celo, que andan más fogosos.

A las otras negras nos toca por turnos prepará los bichos pá que monten a esta. Así toas prendemos.

Aprendemos, niña: que o te monta el amo o te montan estos. Pero que te montan.

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Ya en tiempos feudales existió el concepto de la prima notte, la primera noche, la noche de bodas, cuando el gran señor marcaba su  dominio abriendo el camino, hoyando doncellas para que el nuevo marido encontrase el paso expedito. Huelga decir que no siempre podía abrirlo, claro, pues hubo más de una virginal novia que llegó a la noche de estreno ya estrenada, lo que para la virtud del sacramento resulta en darle la extremaunción al que ya está enterrado. Más quiero pensar que aquellos señores, señores como eran, cuando se encontraban un tajo ya abierto bien podían adelantar por otros senderos nunca transitados, pues no toda moza los sabe practicables.

Era esta primera noche, en mi humilde opinión, una costumbre horrible. No por el derecho a estrenar siervas, pues tal que al león, marcar terreno siempre le es recomendable a un señor de la tierra. No. Era horrible por quien la ejercía: el duque que era duque por hijo de duque, el conde que era conde por hijo de conde, el barón que lo era pero sin la V. Y a veces, ni lo eran; que muchas baronesas tenían dos piernas y bien que las abrían. Porque serían nobles, pero ¿eran notables? ¿Siquiera eran hombres? Ya era decadente aquella nobleza que se medía por la sangre y no por el dinero, que ahora marca el éxito. Señor de la Tierra es sólo el que la compra.

La vieja casona ahora es mármol y plata. Y llevé al horizonte las tierras de padre. El viejo Dupont está bajo ella y su hacienda es mía; de haber sido conde aún hoy lo sería, pero conde muerto. Pero fue un inútil y ahora es un cadáver en tierras ajenas.

Liquidó su deuda aquí, en mi despacho, sobre esta misma mesa importada de Francia. Mientras él firmaba, su dulce bastarda me daba la boca, pues ya para entonces la tenía domada. Yo se la ofrecí, que entre caballeros es de cortesía compartir las negras. Ella se le arrimó, yendo de rodillas, la boca entreabierta, el culo marcado, llorando bajito, mirando hacia arriba con sus ojos verdes. No llegó a catarla. Y se fue temblequeando, el viejo marica, a pegarse un tiro.

Me quedé sus negras. Y a su señora le di un buen revolcón, sólo por abrirla antes de despacharla. Fue la prima notte de aquella madame para con un macho que merezca el nombre.

Más me estoy perdiendo entre los recovecos de los coños de mi memoria. Esta es la historia de la mestiza: su primera noche. Negra como era, gritó como blanca —o puede que como gitana, quizá como india, o igual como todas— cuando olió la sangre.

Tata me la había untado con varias de sus esencias: la carne canela brillaba jugosa, al punto para darle el fuego, envuelta en lino para que impregnara. Un lienzo por negra, para un sólo uso.

—No te preocupe, niña, si se mancha sangre. Eso pá siempre. Al amo le gusta tené un recuerdo de toas sus negras.

Tata lo ajustó ciñéndole el talle y todas las curvas. La moza se dejó sin revolverse, mansa después de la visita al establo. Le blanqueó los dientes con yerbas selectas y realzó los labios con jugos silvestres. Así dio la noche.

Yo volví de los campos.  Venía cansado, quizás un poco andrajoso, que hasta en días de estreno un señor trabaja y esos animales no se apalean solos. Si me hubiese tomado como jornada festiva cada inauguración, tiempo ha que esta hacienda estaría en ruinas: un buque mercante bien podría flotar en la sangre que he derramado a lo largo de estos años.

—Prepara la bañera —ordené a Tata—, y trae a la moza.

Allí estaba yo, en mi baño romano, un lujo merecido tras una jornada de duro trabajo con trueques de negros, gestiones de hacienda y broncas gabachas. La copa en la mano de buen vino patrio y un puro en la otra, recostado sobre el pecho turgente de una de mis negras, que me envolvía con sus piernas y enjabonaba mis hombros con suaves masajes.  Así relajaba mis huesos cansados cuando llegó Tata trayendo a la moza.

Tenía buena estampa, envuelta en blanco tal que las vestales de la antigua Roma. Los labios en rojo se ofrecían sobre la piel más clara que la de otras negras. El pelo sin rizos recogido en moño le afilaba el suave cuello de gacela.

—¡Aquí estás, pequeña! Limpia, como toca; mis negras deben estarlo para bañarse conmigo. Relajada, espero; Tata sabe bien cómo relajarme las negras. ¡Ven! ¡Ven conmigo! Tras un día duro toca divertirse.

Le di un pellizquito al muslamen de la negra que me servía de respaldo. La moza, bien adiestrada, salió de la bañera en silencio, sin olvidarse de restregarme sus rebosantes cántaros en el proceso. Ordené a la novicia que se acercara, pero estaba dudosa.

—¿No quieres meterte? El agua está buena… Creo que serías buena bañadora. ¿No vienes? De acuerdo. Saldré yo, entonces.

Se quedó mirando cuando emergí de las aguas cual un dios Neptuno enarbolando su divino tridente de una sola punta, los ojos enormes y verdes fijos en el tema, incapaces siquiera de apartar la vista. Me quedó bien claro que aquella tierra oscura nunca se había arado. Yo aún no andaba duro, más sí consistente por las atenciones de mi bañadora. Y modestia aparte, gasto buen calibre. Condenada frente al pelotón de fusilamiento, la niña empezó a temblar frente al cañón que iba a ajusticiarla. Eso me agradaba.

Fui hacia ella precedido por el bamboleo hipnótico de mi badajo resonando en su mente con el vivaz toque de la campana de la catedral el día de la boda de la hija del obispo. Le alcé la barbilla para que me mirara.

—Tranquila, pequeña. Pronto será tuya. Toda tuya. Entera.

La desenvolví despacio, pues no hay que apresurarse al abrir regalos. Una, dos, tres vueltas de lino fueron descubriendo las tersas redondeces hasta dejarla desnuda y húmeda como el mismo día que su oscura madre la trajo al mundo. Brillante y jugosa. Suave para el ojo y para la mano, también al olfato, picante y dulzona, envuelta en ungüentos de la vieja Tata.

Giré alrededor, admirando mi compra, perfilando su cintura con la creciente extensión de mi hombría. Se sobresaltó al sentirla, caliente sobre su piel  tibia. Sopesé una ubre dura; bordeé el ombligo; escalé el monte que era su cadera y bajé de nuevo por entre el profundo cañón que hendía sus ancas; levanté una cacha firme y pellizqué la otra atrapando con saña la carne morena entre mis dedos; ella dio saltito y a mí me dio la risa.

—Tranquila… tranquiiiila… Más pronto que tarde visitaré este culo.

Me planté ante ella, muy, muy, muy pegado, con su aliento entrecortado posándose cálido sobre mi pecho, los pezones endurecidos por su instinto de hembra clavados en mi vientre y la punta de mi lanza acariciando el extremo de su abertura, templándose en su calor y su humedad tras hundirse en el tupido pero bien recortado cojín de su triángulo.

Pequeña, menuda, miraba hacia arriba, asustada, inexperta y, ante todo, negra, buscando en mi rostro, en mis gestos, alguna revelación sobre su futuro.

—Separa las piernas —fue mi vaticinio.

No pareció entenderlo. No supo obedecer. Retrocedí para tomar impulso y crucé su rostro con el reverso de mi mano firme. Las lágrimas acudieron raudas, corriendo por sus mejillas, brillando sobre esa oscuridad cual los diamantes que robaron los cuarenta ladrones.

—¡Ábrete, negra! —ordené solemne.

La cueva del tesoro se abrió para mí envuelta en sollozos. Temblaba en mis brazos cuando la alcé a pulso, sus muslos tensos presos por mis manos. Mi hombría ya firme apuntaló su entrada. La besé en los labios, saboreando en ellos el dulzor del llanto, la auténtica ambrosía, el néctar más puro que sólo destilan las bellas muchachas cuando están a punto de hacerse mujeres. Como buena uva, hay que cosecharla en el momento justo. Aquella ya estaba para la vendimia.

La miré a los ojos, ojos verdes grandes como soles, fijos en los míos. Y sin más aviso la solté de golpe. El peso hizo el resto: se empaló, ella sola, aunque no enseguida pues su honra fue lo bastante firme como para aguantar unos segundos antes de ceder entre un grito y un desgarro.

Sentí su sudor frío bañando mi cuerpo y el calor de su sangre bajando mi estaca al ritmo de las protestas de su interior invadido, cayendo en gruesas gotas rojas sobre el lino blanco que un instante antes envolvía la promesa virginal de su carne. Su rostro rendido se apoyó en mi hombro y siguió llorando. Yo me afiancé en sus muslos y, cargando con ella contra la pared del baño, empecé a empotrarla.

Berreaba en mi oído cada vez que entraba. Volví a abofetearla, ahora con la palma.

—¡Más bajito, negra!

Esta vez sí hizo caso y empezó a gritar hacia dentro.

Yo entraba y salía, bailando en su vientre al ritmo de los lamentos apagados, puliendo con su esbelta espalda los apliques de roble que cubrían mi baño. Las estocadas hoyaban su carne, una carne caliente que me apresaba en su estrechez, que intentaba expulsarme entre espasmos húmedos de sus paredes sonrosadas y brillantes, como las de cualquier hembra nueva. Pero incluso en eso la negra de raza se nota distinta, pues el rosa vivo de su cálida entrada brilla más envuelto en un marco oscuro y unos labios gruesos que devoran voraces todo cuanto entra.

Entraba y salía en firmes incursiones, lentas y profundas. Su coño de negra volvía a cerrarse nada más vaciarlo y seguía apretado, resistiendo mi avance en cada nuevo ataque. Sentía mi espada llenando su cuerpo, abultando su viento firme, de tan apretado que lo mantenía contra la pared a base de empuje. Lo sentía contra mi piel, con la vibración de un tambor aporreado que propagaba su melodía desde el interior de su vulva.

La estuve empalando, adentro y afuera, adentro y afuera, aguantando la descarga, prolongando la lección que toda negra debe aprender con su dueño dentro, pues la yegua salvaje nunca estará domada si te bajas de ella antes de rendirla, antes de que acepte lo inevitable de su destino. Hay que darle duro para que le duela: que el tajo le escueza de recibir verga; no se hace una hoguera si dejas de frotar el palo antes de que prenda la hojarasca. Y cuando le queme hay que seguir firme, adentro y afuera, adentro y afuera, hasta que la negra deje de sentirlo, hasta que la tempestad de su llanto ya no sea necesaria para sofocar la llama. Sólo entonces sabes que tienes montura para mucho tiempo.

Entre ataques de ariete al portón abierto se me fue calmado. Fue un muy largo asedio. Su cuerpo entregado a mi uso y disfrute. Cuando me derramé en ella ya ni se quejaba. Disfruté su entrega, aplastando su cuerpo mientras me vaciaba. La solté en el suelo y cayó rendida. Tras el gran final retornó de nuevo el llanto a sus ojos, llorando mientras mi semilla fluía de su vientre.

Supe que era mía.

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La negra valiosa, la negra de alcoba, es un ser gregario que vive en manada, pues aquel caballero que posee una rara vez se conforma y tiene querencia a ampliar su colección. De ahí que no sea raro que en casa de bien se lleguen a juntar cuatro, cinco o incluso un par de docenas, si contamos por igual las hembras domésticas y las de uso propio.

Comparten un techo, un baño, comida y deberes. Comparten látigo y la mayoría entienden por pura intuición que, el día que llueve dentro de la casa, todas pueden acabar mojadas.

Mi nueva negrita aún no lo entendía, estando como estaba tan poco acostumbrada a eso de ser negra. Empezó a entenderlo aquella misma noche, cuando levanté la falda de la vieja Tata para mostrarle sobre la grupa marcada aún en caliente las consecuencias de su desobediencia.

—La ordené limpiarte, y aquí sigues: sucia. Pero no te aflijas, que ese inconveniente he de arreglarlo más pronto que tarde, que hoy estás de estreno y has de ir bien limpita.

Pon el agua al fuego —le ordené a la Tata—. No la saques pronto. Deja que caldee. Quiero que esa gruta esté más caliente que la chimenea del monte pelado.

Y busca otro caño. El largo de bronce. Es algo rugoso, pero se atempera al calor y al frío. Y ese no se dobla. Y la jarra grande.

Fue así, como digo, que la negra entendió que dentro del rebaño se comparten los pesares y a todas las esquilan las mismas tijeras. Que su insensatez afectaba a otras, pues los días siguientes el resto de negras sintieron bien dentro el largo, pesado y, más aún, rugoso tacto de la nueva cánula. Que es distinta la espita para llenar botellas que la que se usa para los barriles. Y que desde entonces el suave brebaje de la vieja Tata empezó a entrarles más caliente a todas, pues la mestiza me enseñó que una buena negra puede calentarse por la vía rápida de llenar con fuego sus mismas entrañas. Alguna hubo incluso que casi se escalda. Y más de una vez las limpié yo mismo sólo por aliviar el trabajo de la vieja Tata.

—Vas a hacer amigas —advertí a la negra.

Gritó. He de jurarlo. Dio fe de pulmones nada más el caldo fluyó por su cuerpo. Yo la sujetaba sobre mis rodillas, abriendo sus cachas para que la vieja pudiera entubarla y meterle jugo cual pichón cebado.

La tuve agarrada mientras se calmaba y se aclimataba a su contenido. Sudaba y lloraba sobre mi regazo. Tata la llenaba y aplicaba el dedo para que no se vaciase demasiado pronto. Y aunque la moza era menuda, un galón completo sí llegó a caberle, más por insistencia de la vieja que por capacidad de la joven.

Se vació con fuerza, y volvió a llenarla: una y otra vez hasta dejarla limpia. Era día de estreno.

La última ronda la dejamos a medias y no la vaciamos. Así, algo rellena, apretaba más al enfundarla. La puse de a cuatro, pues el estilo salvaje les llega más hondo y es más natural a las africanas. Tata, de rodillas, templaba mi estoque dejándolo limpio de la primera sangre. Cumplió con presteza, pues a su boca africana le sobraba veteranía.

Con el arma lista, me subí a la moza, apunté a su entrada y cargué con fuerza, que entonces era joven y sobrado de empuje.

La sentí extenderse, romperse sus filas ante mi acometida: otra primera sangre fluyendo caliente, mezclada con agua, lágrimas y gritos. Arranqué unos cuantos mientras la inauguraba, cargando y cargando en su grupa maciza con fieros embates, tallando en sus nalgas a golpe de pelvis una lección de obediencia que nunca olvidaría.

Entraba y salía hoyándola con esfuerzo. Ponía difícil entregar el triunfo. Se retorcía, potrilla briosa, revolviéndose bajo el peso de su jinete. Su gruta temblaba alrededor de mi carne, boqueando, intentando expulsar al huésped que la ocupaba.

Nunca lo conseguiría.

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Fue una noche intensa, pues volví a cabalgarla no sé cuántas veces. Gritó en cada una.

No hubo que zurrarla. Las marcas del culo de la vieja Tata la mantuvieron obediente, al menos aquella primera noche. Lo agradecí entonces, pues temía que aquella piel clara no aguantara tan bien el látigo como otras africanas. La experiencia demostró que era un temor infundado.

Volví a darme un baño: tanto había sudado abriendo su carne. La horadé en el agua y sobre el frío suelo de mármol. Profané su raja y su culo abierto. Acabó rendida, acurrucada en una esquina, temblando hecha un ovillo como una gatita recién nacida o una joven pantera alumbrada en cautividad. La arrastré a mi cama y me sirvió de manta, pues incluso en estas latitudes tiende a refrescar entrada la madrugada.

Dormí como un niño.

Al día siguiente me levanté arriba y volví a empalarla.

Aún seguía gritando.

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Tata recortó un rectángulo del lienzo, como había hecho ya tantas veces desde el venturoso cumpleaños en que mi señor padre me hiciera el mejor de los regalos posibles. Lo cortó al tamaño de las hojas doradas de la biblia vulgata que desde siempre había visto adornando los estantes del viejo despacho. Como buena negra, no podía leer, pero consideró aquel libro como un buen modelo tras apreciar la calidad de su encuadernación.

Guardo aquel retazo de tela cortada, junto a otros iguales, páginas de un tomo que guarda el recuerdo de todas las negras que entonaron su melodía por primera vez bajo la firme dirección de mi batuta. Cada página diferente, con sus tintas rojas de una entrada o de la otra escribiendo en carmesí un centenar de dulces palabras de entrega, junto con las huellas de ungüentos con los que la anciana recubrió sus cuerpos marcando el recuerdo de antiguos pezones y la abrupta curva de alguna cadera.

Buscaba algún trozo adecuado en el que hubiera caído durante la noche anterior uno o dos goterones, o un resto de himen, mientras yo cargaba a la moza contra la pared, o la huella roja de su ano roto cuando la limpió después de entregarlo. En ello estaba cuando, renqueante, apareció la moza.

Le costaba andar; lo que no me extraña, que entre un hueco y otro la había taladrado aún más que a conciencia. Rocas diez veces más grandes se habrían partido en dos con semejantes perforaciones. Ella seguía entera, aunque bien pensado puede que no sea esa la mejor palabra. Digamos que seguía.

Tata volvió a lavarla, limpiando la sangre de sus orificios. Empleó la lengua. La empleó a fondo midiendo sus hoyos y en esta ocasión la moza se dejó hacer. Se dejó hacer, sí, pero no llevar, porque estaba tensa. Estaba apretada y no el buen sentido. La llama rebelde, esa llama blanca de fulgor soberbio de niña mimada, no se había extinguido. Y nunca lo haría.

Y las llamas queman.

La negra valiosa, la negra de alcoba, el bocado exquisito, ya nace quemada. Su fuego, extinguido. Por eso es oscura como un leño gastado que humea en la hoguera. Ya se ha liberado del fulgor que la consumía y yace tranquila aceptando su suerte. La mejor esclava es la esclava libre... libre de esperanzas.

Ella obedecía, pero no era dócil. Nunca fue sumisa. Jamás aceptó su oscuro destino.

Y nunca fue libre.

FIN

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