Historias de la plantación - Fátima, mi negrita

El mejor regalo para el hijo del amo: su primera negra

¡Ah, Fátima! Mi dulce Fátima. El azúcar de caña de los desayunos de mi juventud; el oscuro carbón que ardía para calentar las frías noches de los primeros años de mi hombría; la primera vaina que enfundó mi estoque, una vaina adecuada para un caballero, pues es bien sabido que el negro es un color elegante. Sin duda, la más memorable de mis esclavas de alcoba.

Aún está fresco en mi mente (¡oh, tristeza!) el aciago día que me deshice de ella.

Fue aquella una dura determinación (valga la redundancia) que para mí desasosiego hube de tomar guiado tan solo por mis obligaciones, como amo, de encauzar el capricho de su Destino. Lo decidí durante el desayuno, uno de tantos, infortunado ágape en el que me vi obligado a castigarla por servirme el café templado, en lugar de caliente. La fusta de montar voló no sé cuántas veces, marcando en blanco rosáceo la carne acostumbrada de sus nalgas de chocolate. Fue (y me enorgullece decirlo) un castigo generoso, pues desde joven me considero hombre trabajador, que no teme al sudor ni al esfuerzo físico cuando se trata de cumplir con sus deberes para con aquellos inferiores que Dios, en su infinita sabiduría, ha puesto bajo su mando. En algunas negras, en aquellas más habituadas a recibir el beso del cuero curtido, has de ser constante en la severidad. De lo contrario, nunca lograrás que aprendan.

Aguantó bien el correctivo. Al menos, al principio, pues sé bien cómo disciplinar a mis negras y ya para el final de la lección empezaba a menear la grupa, acompañando con esos deliciosos chillidos entrecortados la melodía de la fusta contra su piel. Una agradable, una bella estampa, la de esas enormes nalgas africanas botando para mi deleite. ¿Cómo no disfrutar de la visión de una hermosa hembra de su especie contoneándose? ¿Qué varón que se precie de serlo no desenvainaría el acero bien templado de su lanza ante semejante desafío? Eso, amigos míos, es el gusto masculino: cualquier caballero culto sabe apreciar el equilibrio en las proporciones con las que la Madre Naturaleza ha dotado a sus posesiones, ya sea su alazán, su fiel lebrel de caza o una buena moza de cama.

Las nalgas, el trasero… el culo, pues las africanas tienen culo. Y ¡ah, el de Fátima! Recuerdo con gozo las primeras veces que me deleité con esas cachas negras y marcadas agitándose como flan recién hecho. Años atrás, cuando empecé a educarla, lo meneaba a posta. ¡Niña traviesa! Intentaba excitarme, que la dureza de mi virilidad redujese la de su castigo, que dejará de acariciarla con la fusta y empezara a hacerlo con la pétrea extensión de mi hombría. Y diré, en honor a la verdad, que el ardid le funcionó un par de veces (¡yo era tan joven!), pero pronto me percaté de la estratagema y la corregí con una disciplina rigurosa, como ha de hacerse con las negras que con su actitud desprecian los esfuerzos de su piadoso amo por domesticarlas. Era un círculo vicioso, el primero que le rompí: ella meneaba más las posaderas, yo la arreaba con más dureza, conteniéndome las ganas de empalarla. Así fue que los correctivos fueron ganando en severidad pues, incluso entre las hembras de su especie, mi Fátima no destacaba por su inteligencia. Su tenacidad, su resistencia al dolor, en cambio, eran admirables, y siguió persistiendo en su absurda idea hasta que, a base de látigo y fusta, acabé tallando en su mente que no debía engañar (¡jamás!) al amo. Desde entonces, cuando la zurra se le hacía dura hasta el punto de perder el control de sus nalgas, yo tenía la certeza de que no era fingimiento. Aunque seguía azotándola un poco más, por si acaso.

En fin, como iba diciendo, que Fátima, con seguridad debido a la vagancia propia de su especie, me trajo el café templado, por lo que tuve que hacerla entender en su propia piel el significado de la palabra caliente. No lo agradeció, por supuesto, pues estas salvajes nunca nos agradecen el transmitirles el don de la palabra. Pese a todo, entendió. Y en cuanto mi hombría empezó a amenazar la integridad de los calzones, procedí a abrir sin más preámbulos su robusto culo africano.

Ese (¡Oh, ese!) fue un triste momento, al percatarme de que Fátima ya no me servía; tendría que deshacerme de ella. El marco de su acceso posterior se había desgastado, holgado por el paso de los años, por las entradas y salidas de su acogedora habitación de recreo. La noté floja, sin chispa. Ya no era el guante oscuro que se apretaba contra mi miembro las primeras veces que con esfuerzo me enfundé, el profundo hoyo de pasiones con el que descubrí las múltiples satisfacciones que proporciona la sodomía pseudozoofílica interracial con una hembra de las subespecies africanas, con ese culo generoso hecho para recibir por detrás, esas nalgas cómodas como el más mullido cojín envolviendo agujeritos estrechos, increíblemente estrechos comparados con el tamaño de las jambas de semejante puerta de servicio y de los blancos afortunados a los que he dejado atravesarla.

La usé mucho, muchísimo. Y acabó desgastándose. Sé bien que no era culpa de la pobre: también una herradura se agota tras mil cabalgatas. Y también hay que desecharla y buscar sustituta. Ya tenía preparadas un par de candidatas, a las que desde muy jóvenes destiné a trabajos menores para que no se estropeasen en los campos. Y ya le había echado el ojo a mi mulatita, mi negra de piel clara, bastarda del viejo MacArthur. Desde que vi a la cría despuntando sus redondeces femeninas tuve claro que aquella sería una negra de primera. Me llevó algún tiempo convencer al anciano de lo inapropiado de mantener en la hacienda negras de su sangre, de la conveniencia de venderla y olvidar el asunto. Ese tozudo asno canoso se resistió durante mucho tiempo a aceptar mis consejos imparciales, pero su mujer estaba más convencida.

En cuanto a Fátima, desde el mismo momento que decidí su destino, ya tenía planeado qué hacer con ella.

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Tenía… ¿Cuántos? ¿Catorce? ¿Quince? Era un muchacho, desde luego, pero uno que ya había dado un buen estirón, que llevaba tiempo afeitándose y, sobre todo, que ya sentía el peso de la savia de su descendencia acumulándose a presión en las medallas gemelas de su masculinidad. Aun así, o quizá por ello, estaba ilusionado cual niño en juguetería, un niño consciente de que la fiesta de celebración era inminente, la comida y bebida ya estaban elegidas, las invitaciones enviadas, y de que padre me llevaba a la ciudad para elegir mi regalo de cumpleaños.

Por aquellos días, las maravillas del ferrocarril aún no llegaban a nuestros feudos y el viaje en calesa llevaba la práctica totalidad de las horas de luz de una buena jornada de verano. Un día para llegar, una noche pernoctando en posada y toda la mañana siguiendo a padre por despachos y procuradurías pusieron a prueba la paciencia de un joven que espera su regalo, así que, para cuando ¡por fin! el cochero nos detuvo ante la plaza del mercado, bajé con las piernas temblando de pura ansia, preguntándome cómo era posible que mi vetusto progenitor se demorara tanto con sus pasos reposados y toda aquella retahíla de bienintencionados consejos.

—Que sea bonita, muchacho —me decía—. Y oscura. Las más claras acaban pensando que son blancas y se les sube a la cabeza. Además, una negra bien negra molesta menos con las luces apagadas. Si la enseñas a estar callada, hasta olvidas que está ahí.

¿Conocéis el mercado? El mercado de carne. No ha cambiado mucho. Ya por entonces tenía un aspecto tan primitivo como el género que vendía. Aquel día, quien me viese caminar por esas calles de tierra rodeadas por los cuerpos semidesnudos de las últimas exportaciones africanas, con mis ojos juveniles que saltaban con alegría de una hembra a la siguiente impresionados por la abundancia de la oferta, pensaría, sin duda, que era mi primera visita a la plaza. Pero lo cierto es que ya había acompañado a padre en varias ocasiones desde que a mis doce años decidió que era lo bastante mayor como para introducirme en los negocios familiares. Pero en aquella ocasión compraba para mí. Y aunque inexperto, entendía bien las ventajas de adquirir una buena montura.

Aspecto, color, estatura o adecuada proporción de los volúmenes eran sólo algunas de las características a valorar en el producto sobre las que padre me aconsejaba, sin insistir, sabedor de que, en esas cuestiones, cada caballero tiene sus apetencias. Y él respetaba las mías, pese a preferir (bien sabía que así era) que más allá de las bondades de la carne, me decidiera por una negra difícil, una que hiciese necesaria la doma antes del disfrute.

—Recuerda, muchacho, que no hay gozo en la primera galopada sobre una yegua salvaje, pero una montura que no se encabrita la primera vez que te subes a ella vale para tirar del carro o del arado, pero no es digna de cargar con el peso de un caballero sobre su lomo.

Padre aconsejaba del mismo modo que se movía por aquellos callejones: con la soltura que da la experiencia. Yo intentaba mantener el paso al tiempo que admiraba la mercancía. Fuimos directos hasta un almacén de paredes de madera y brea; una edificación tosca, desde luego, pero una de las pocas que se alzaban en aquella explanada en la que una tarima bastaba para exponer la mercancía en puja. Porque el negocio de la carne es un negocio de hombres, un negocio en el que los compradores aprecian la calidad del género pero no toleran que una apariencia de lujo y pretensión a la hora de exponerlo sirva como excusa para aumentar los precios: los almacenes quedaban reservados para las piezas más valiosas, aquellas que no compensa dejar a la intemperie por miedo a que se estropeen por las inclemencias del tiempo o las ansias de libertad.

El dueño era un viejo amigo de padre, y mío por extensión, pues en los negocios los amigos también se heredan. Un amigo que lo era porque padre le trataba bien y que, a cambio, le dejaba echar un vistazo a la mercancía antes de que saliera a subasta. Y es que las subastas son eventos visuales: la mercancía se expone y se compra,  pero Dios, en su infinita sabiduría, nos dio cinco sentidos para recordarnos que siempre es mejor valorar más de cerca antes del desembolso, que también hay que oír, oler, palpar, magrear, apretar y saborear. Además, cuando dos caballeros están de acuerdo, no hay necesidad de abrir un buen negocio al populacho.

—¡Señor de Guzmán y Cortés! ¡Amigo mío! ¡Bienvenido, bienvenido! Mi humilde establecimiento se vuelve más digno con su sola presencia.

El tipo era todo cortesía, todo boato: un buen lameculos. Apretó la mano que padre le tendía entre dos de las suyas y las agitó con el más genuino entusiasmo que era capaz de fingir mientras se mantenía inclinado en afectuosa reverencia. Le habría besado el anillo, pero por suerte o por desgracia, padre no lo llevaba cuando iba a comprar negras. Conmigo, con el muchacho que era yo entonces, fue igual de obsequioso. Al fin y al cabo, el dinero futuro vale casi tanto como el presente.

Lo traté durante años, a aquella rata, que no obstante tenía su corazoncito. Lo sé porque un día le explotó en un establo, mientras probaba su propia mercancía. Bajito, nervioso, un truhan que calculaba cual astrónomo a la hora de enumerarte sus costes pero fallaba en la aritmética más elemental si tenía que devolver el cambio, que cuando tenía lo que querías vendía carbón a precio de oro y, cuando no, parloteaba hasta convencerte de que tus necesidades estaban equivocadas. Buen comerciante, no hay duda. Ya había soltado un centenar de palabras antes de que padre abriera la boca.

—La mercancía que encargó, señor de Guzmán... encontré justo lo que usted quería. Llegó ayer: fresca, recién arrancada del campo. Un animalito precioso. A su antiguo dueño casi se le saltan las lágrimas por tener que venderla, pero se ve que entre la señora de la casa y el maldito cura no pararon hasta convencerlo. Doméstica, por supuesto. El sol de los campos no la ha vuelto más negra. Bien alimentada. Tragona. Y educada, no como esas salvajes recién llegadas. Lista para su uso y disfrute.

Hablaba, hablaba y seguía hablando, pero pese a tanta palabrería y a tanta reverencia no tenía problema a la hora de moverse con seguridad por entre aquellos establos sobre cuyas puertas descansaban, trabados con clavos, los extremos de sólidas cadenas. A cadena por negro. No hacía falta contar demasiado para saber que en aquel almacén se amontonaba una pequeña fortuna.

El tipo sabía bien cómo estaba organizado su inventario. Cogió una de aquellas cadenas sin dudar y tiró. Cual captura de un buen día de pesca en el lago, la negra surgió de la oscuridad arrastrada por su sedal de acero. Una pieza aún joven, más bien bajita, y redondeada. Una criatura deliciosa en cuya oscura anatomía todo eran círculos, sin aristas, ni siquiera con curvas suaves: con un rostro de carrillos generosos que pedía a gritos unas cuantas bofetadas que lo coloreasen; unos pechos no muy grande pero firmes y bien definidos, con pezones centrados que nos señalaban con descaro mientras los examinábamos; las nalgas no abultaban demasiado para lo que era normal en su especie, pero se marcaban en dos circunferencias nítidas, igual daba que la mirases de espaldas que de lado; también sus facciones eran redondeadas, con esos labios gruesos, llenos, entreabierto en una inhalación profunda, en un jadeo contenido adornado por el brillo de unos ojos asustados, grandes, que nos miraban sin preguntas; hasta el pelo azabache se recogía en un apretado moño esférico, un peinado civilizado, muy distinto al del resto de reses, lo que denotaba que era un artículo de reventa. También lo mostraba su pudor, el intento de usar manos y brazos para cubrir la desnudez de sus partes más apetecibles, que el vendedor desbarató con un par de manotazos: las salvajes sin domesticar no eran tan tímidas.

Directo como era, padre agarró una de las redondeadas ubres y apretó. Apretó bien, con firmeza, hasta tener una idea clara de la consistencia mamaria. Repitió con la gemela, con la negrita inmóvil, los labios apretados, la mirada acuosa recorriendo las vigas del techo, humedeciéndose por momentos. Un buen examen a dos manos al que presté gran atención, para saber los puntos a examinar en una negra para uso personal.

Ella dio un respingo ante la destreza como pescador de padre, que usando su dedo corazón, bajó la mano y se coló como un anzuelo en la boca de un pescado. Aun así, estaba claro que la moza era veterana en esto de ser arponeada: no se movió del sitio, pese a que dos gruesos lagrimones empezaron a descender por sus mejillas. Padre llegó al fondo del asunto sin encontrar oposición, en ninguno de los sentidos.

Veterana o no, empezó a gimotear sin disimulo en cuanto padre le ordenó que se diera la vuelta. Una desazón comprensible, desde luego, pues es sabido que a las negras personales les aterroriza cambiar de dueño. Ser moza de alcoba, servir al amo en la intimidad, es la máxima aspiración, valga la redundancia, de cualquier negra, y aquella lo había logrado. Ahora la vendían. Sin duda tenía miedo de que su futuro dueño la degradara a una mera negra doméstica que usar ocasionalmente, o peor: a recoger caña en el campo.

Padre siguió la inspección del reverso de su nuevo juguete, indiferente al voluble sentimentalismo tan propio de las hembras africanas. Recorrió los verdugones aun frescos marcados en la grácil espalda, apreciando el dibujo del artista y la belleza del lienzo que el mismo habría de decorar, valorando la resistencia que ofrecía aquella piel suave a la más rígida del látigo de uso diario. Y no es que la moza se hubiera portado mal, claro: la desobediencia es poco común en una hembra ya adiestrada. Pero cualquier comerciante serio aplica el cuero a la mercancía antes de exponerla. Aquella negrita, domesticada o no, había recibido una ración adecuada para asegurar su comportamiento correcto delante de un potencial comprador.

Padre parecía satisfecho con el aspecto de las líneas blanquecinas que se entrecruzaban, descendiendo hasta las nalgas, que amasó a dos manos, comprobando la dureza y la flexibilidad, palmeando para evaluar cuanto tardaban en volver a su posición o como se propagaban las olas por su superficie. El buen hombre, Dios lo tenga en su gloria, era un profundo conocedor del complejo y variado mundo de las grupas negras. Irónicamente, disfrutaba la belleza del portal, pero nunca lo abrió para traspasarlo, para probar la estrecha calidez del sendero al que accedía. Con una última palmada indicó a la negra que se volviera, y con una mano sobre la cabeza, la incitó a arrodillarse.

"Los africanos entienden mejor los gestos que las palabras, hijo mío", diría alguna vez. "El único idioma que conocen de verdad sale de la lengua del látigo".

¡Ah, los labios de aquella negrita! Gruesos y llenos, entreabiertos, suplicantes. Padre los disfrutó hasta sus últimos días. Los ofreció con generosidad a nuestros invitados. A mí mismo me los cedió no sé cuántas veces. Y la moza siempre se arrodilló con la misma docilidad que aquella primera vez, con su boca ofrecida, pidiendo las caricias del dedo de padre, que se deslizó sobre la carne jugosa y abultada de los labios. Padre estaba complacido con la inspección, y el mercader complacido con su complacencia.

—Dígame si no es exactamente lo que usted buscaba, mi buen amigo. ¿Esa boca? ¡Oh, esa boca! Una invitación que un caballero no puede rechazar. Como un pajarito, una palomita recién nacida suplicando que le den de comer. Ya le digo que su antiguo dueño casi lloró ante la idea de no volver a alimentarla.

La caricia de padre se detuvo sobre los morritos de la negra y apretó. Los labios se abrieron, engullendo, acariciándolo hasta la última falange. ¡Qué delicia de boca! ¿Y esos ojos? Ojos de hambre de macho, mirando arriba, a su nuevo amo, húmedos, brillantes, suplicantes.

—¿Lo acordado? —preguntó padre.

El tipo, ¡cómo no!, se atusó la barbilla, dubitativo.

—Bueno… Hubo algunos gastos inesperados, mi buen señor. Y gestionar el transporte de mercancía suelta es casi tan complejo como el de un lote grande. Las tasas, el papeleo…

—¿Lo acordado? —cortó padre.

—Por supuesto —concedió la rata, todo sonrisas, abriendo las manos en un amplisimo ademán conciliador.

—Bien —padre desalojó la boquita de la negra, que se inclinó, intentando retenerlo con los labios, y colocó su firme mano sobre mi hombro. Recuerdo cómo la saliva caliente de su dedo traspasaba la tela de mi camisa—. Mi muchacho quiere hacer una compra. Necesita una buena montura.

Una ligera reverencia y la sabandija empezó a moverse con rapidez por entre los oscuros recovecos de su almacén, abriendo cuadras y alacenas, llenando el reducido espacio con el sonido de las cadenas. Lo vimos volver como al mozalbete que se gana unas monedas paseando los diminutos perros de las damas adineradas de Paris o Londres, agarrando una ristra de cadenas con el variado género que tenía para mostrarnos. Para mostrarme.

Las enganchó a los clavos de un madero horizontal dispuesto para ello, pues pese a lo crudo de aquel comercio, un buen vendedor tiene que saber cómo exponer su mercancía. Aquel expositor de carne negra me ofrecía, convenientemente asegurada por las cadenas, una muestra seleccionada de lo mejor del género: todas jóvenes; distintas tribus, obviamente, pues la subespecie más oscura del género humano también tiene sus propias razas, distintas en las formas y en los detalles, difíciles de distinguir para quien no suele tratar con este tipo de producto, como difícil es distinguir a un negro de otro; las trajo voluptuosas y delgadas, altas y bajas, todas atadas para que los ocasionales arrebatos de rebeldía no afectasen demasiado a la reputación del vendedor: ningún comerciante quiere que el género agreda a un cliente.

Por eso de que el tiempo es oro, y también porque sabe más el diablo por viejo, padre decidió que antes de dejarme elegir sería conveniente que él mismo realizase una evaluación preliminar. Y es que al santo varón le preocupaba que los avatares de mi inexperiencia no me permitieran cribar el material nuevo del producto de segunda mano.

—No es fácil, muchacho, encontrar una montura a estrenar —dijo mientras introducía un dedo en la raja de la negra, buscando alguna barrera, algo de resistencia—. Estas salvajes no saben qué significa decencia. Ya se abren de piernas antes de aprender a andar. Provocan a los marineros que las traen hasta que los pobres diablos no tienen más remedio que caer en la tentación. El olor del coño negro despierta los instintos. Sea por lo que sea, la mayoría ya vienen estropeadas —el dedo ganó profundidad. La negra forcejeaba, pero las manos y pies atados daban muestra de lo inútil del acto, de su falta de inteligencia—. Esta no sirve.

Se secó el dedo sobre el pecho tembloroso de la negra antes de pasar a la siguiente. Bajita y delgada, escasa de ubres, dos o tres años menos que yo, o más joven, incluso. Temblaba haciendo tintinear la cadena.

—Espero que el resto del género sea mejor —le escupió padre al mercader—. Quiero que mi hijo huela la sangre en su primera monta.

Empezó a hurgar entre las piernas, y la chica dio un saltito muy cómico hacia atrás y se quedó blanca (es decir, todo lo blanca que puede ser una negra), pero padre la agarró por el cuello y volvió a apuntalarla. Entró poco, sólo hasta encontrar la resistencia que buscaba, sin forzar. Como en cualquier mercado, la mercancía a estrenar es más valiosa que la usada. Y el que rompe, paga.

—Podría valer —sentenció—. Aunque sus atributos no resaltan demasiado, ¿eh, muchacho? Quizá deberías elegir una de tu edad. Más joven y sería una niña. Y las niñas son fáciles. Aburridas. Deja los ponis para los críos. Una yegua bien formada…

La tercera permaneció inmóvil, sumisa. Padre tuvo que llegar hondo, pero encontró lo que buscaba.

—…aquí está… que profundo, criatura… ¿por dónde iba?

—Bien formada.

—Bien formada, sí, como ésta —Fátima era la cuarta. Empezó a menear la cintura intentando hurtarle la raja. El mercader levantó el látigo, pero padre lo detuvo— ¡No!… no. Si no nos la llevamos, zúrrala hasta cansarte, pero hasta entonces, deja que muestre su carácter.

Porque el carácter de Fátima empezó a mostrarse desde el principio, con aquella rebelión tan exigua como inútil. O quizá no tan inútil, ahora que lo pienso: sirvió para que me fijara mejor en ella; la hizo más visible entre aquella hilera de negra expuestas entre las sombras. Era el instinto de la negra que busca su amo, la invitación a la mano del destino para que la señalara con un dedo.

Era una massai, explicaría el mercader, tribu guerrera, culo imponente, buenas ancas. Tetas medianas, por desgracia, pero más redondas que lo habitual en su gente, y con bonitos pezones grandes y oscuros. Más voluptuosa que otras massai, lo que explicaría que la hubiesen atrapado en buen estado, pese a ser una raza difícil para ejercitar las artes de la caza.

Pese a la rebelión y a la carencia de látigo, padre insistió hasta lograr inspeccionarla a su gusto. Un hombre fuerte. La agarró y dobló por la cintura alzándola en vilo, mostrándonos una vista generosa de la aún más generosa retaguardia. Los pies de la pobre negrita pateaban inútilmente el aire mientras padre volvía a examinar la raja jugosa que sobresalía por entre las nalgas resaltadas de aquel culo en pompa.

—Buena barrera. Sólida. Y buen culo. El atributo necesario de una buena negra, preparada para el látigo y para recibir a cuatro patas, como debe montarse a estas africanas. La ubres son secundarias, muchacho. Aunque nunca hay que despreciar un buen par de cántaros: se disfrutan más al principio, y crían buenos negritos después, que siempre es más barato que traerlos por mar. Hay que apostar por el producto local.

La soltó, asintiendo satisfecho: material a estrenar. La pobre cayó de bruces, pero se recompuso enseguida y se lanzó al ataque con el odio reflejado en sus ojos de pantera. La cadena hizo su trabajo y la detuvo en seco, asfixiándola. La mirada de padre era divertida:

—Tiene carácter. Y está bien desarrollada como hembra. Buena negra —sentenció, y pasó a la siguiente sin prestarle mayor atención.

Al final, fueron cinco las seleccionadas. Hubo otra que también tenía el coño sellado, pero era ya demasiado mayor y menos prieta. Además de la niñita delgaducha, la sumisa del tajo profundo y Fátima, otras dos pasaron la cata del riguroso dedo de padre.

Una era una cría oscura, de un negro casi azulado, con la piel brillante y unas ubres enormes, sobre todo para su edad; pero tenía labios delgados y unos dientes demasiado grandes, cual conejita pechugona y requemada. Padre la evaluó como a una yegua mientras la moza miraba con odio. Acabó comprándola también. No para uso personal, claro, porque otra le resultaba más agradable (aunque estrenarlas siempre sea un valor añadido). No. Una hembra bien negra, joven y con buenas ubres sería una excelente criadora que proporcionaría una numerosa camada. Y es que los negros procreados en propiedad son más baratos y se amortizan rápido, aprenden mejor y son más obedientes que los nacidos salvajes. Así que después de usar aquella moza durante un par de meses, padre la puso a disposición de los machos de la hacienda y de algunos especímenes vigorosos que le prestaron los vecinos, para empezar con la producción.

En cuanto a la última que pasó la criba, era una zulú del color de la arcilla húmeda, una montura alta y fibrosa que, no obstante, desprendía cierto aire de fragilidad. Temblaba como un animalillo asustado. Padre la encontró apetecible, hasta el punto de alabar la suavidad y estrechura de su coño.

—Si le das demasiado fuerte, la partes en dos… pero seguro que vale la pena.

Estuvo un buen rato, el dedo recorriendo arriba y abajo el suave tajo de la moza, atento a su rostro, a su reacción, pero la negrita sólo temblaba con los ojos cerrados. Padre sonreía cuando limpió el dedo brillante por la humedad sobre el pecho de la chica.

El mercader nos retiró los especímenes desechados, que ahora aguardaban en silencio, en la oscuridad, los ojos clavados en el suelo temerosos de llamar la atención. Mis candidatas seguían bien dispuestas y yo estaba bien dispuesto a probarlas.

La más joven soltó un delicioso gritito y se hizo un ovillo cuando le pellizqué un pezón que apenas despuntaba de unas tetitas que, por lo difusas, apenas eran dignas de ese nombre. Poca hembra, demasiado poca. Puede que coincidiera con los gustos de algún amante de la infancia, pero desde luego no con los míos. El ímpetu de la edad me apretaba en los calzones. Dudo que aquella  niña hubiera aguantado la verga y el látigo que tendría que aplicarle hasta quedar satisfecho. La segunda sí; la segunda lo aguantaría. Pero sólo logró captar mi atención durante el tiempo que dura un suspiro de aburrimiento. Pellizque su pezón y no reaccionó; un azote en esa grupa firme y… nada. Anodina, apática, poco briosa: yegua de arado, no montura de caballero. Mis atenciones pasaron a Fátima.

Fátima era tierra fértil más que carbón. Delgada de cintura, delgada de tobillos, robusta de ancas, ubres parejas, buenos labios pese al mohín de disgusto ante mis caricias. Sus ojos miraban con desafío pero brillaban con la humedad. "Buena negra", había dicho padre. Entonces no entendía por qué, pero sabía que padre se sentiría orgulloso si la elegía. No por ello perdí la oportunidad de amasar las enormes ubres de la cría de al lado y de acariciar con profusión el suave tajo de la última.

—¿Cuál quieres? —preguntó padre.

¿Qué creéis? Era un muchacho: las querría todas. Pero tenía que elegir. Fingí un instante de duda, pues es propio para un caballero simular que se guía por la cabeza en lugar de por el instinto. Y dudaba, en cierto modo. La niña delgada y la moza aburrida quedaban descartadas pero, pese a la fragilidad de su portadora, aquella última raja era cálida y dulce como las puertas del infierno. ¿Y la cría bien formada? Tan joven, tan oscura y esas ubres apuntaban a una negra de primera en cuanto terminase de madurar. En la difícil coyuntura entre ella y Fátima, mi dedo sentencioso terminó señalando la grupa poderosa de mi negrita.

Ella levantó la barbilla, la mirada fija, digna, de bestia salvaje que aún no sabe que nació para ser domada. Padre asintió, complacido. Un leve gesto de la mano hacia el mercader. Uno de respuesta del otro hombre. El rostro enfadado de padre y los dedos rápidos hablando el lenguaje del dinero con la contraoferta. Antes de que mis ojos inexpertos pudieran traducir el silencioso regateo, el trato estaba cerrado. El mercader realizó una reverencia. Padre acababa de comprar un lote.

—Buena elección, muchacho —me dijo palmeándome el hombro—. Tu primera montura. Dará trabajo, pero las mejores lo dan. También nos llevamos a esa cría tan oscura. Parirá  negros grandotes. Y mi encargo, en fin… recuerda que un hombre tiene derecho a darse un capricho, de vez en cuando. Ha resultado una jornada provechosa. Compramos buena carne.

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Todo caballero de hacienda, todo señor de la tierra que basa su fortuna en los frutos de la Naturaleza, sabe que el producto debe moverse: del campo al mercado, del mercado a donde es necesario, a donde es más rentable. Pero también sabe que no es lo mismo mover la delicada hoja del tabaco que la caña de azúcar, la fruta fresca que el duro grano. El transporte de mercancías es un arte, incluidos los negros.

Las bestias de carga, los destinados al campo y a la mina, pueden llevarse hasta su destino con menos delicadeza que los negros domésticos. Las hembras son más frágiles que los machos. Y las destinadas al disfrute requieren un trato delicado.

El viaje de vuelta a casa nos llevó lo que quedaba de tarde y parte de la mañana siguiente. Las tres negras trotaban alegres detrás del carruaje, su andar brioso espoleado por el ansia de conocer su nuevo hogar. Las cuerdas que las unían por el cuello al portaequipajes eran tan sólo una ayuda para evitar que se perdiesen por el camino dada la clásica desorientación de su especie.

—La moza de alcoba no debe encorvarse en los campos —decía padre—. Estropea su figura. Pero es bueno que frieguen el suelo de rodillas de vez en cuando, para que se acostumbren. Y conviene hacerlas andar, correr, con frecuencia. Eso mantiene las grupas duras, firmes, preparadas para el disfrute y para la doma.

Padre había dispuesto que las tres viajaran por su propio pie, en lugar de sentarlas en la trasera de la calesa. El cochero imprimía el paso alegre de quien no ha salido de paseo para relajarse pero que tampoco quiere perder demasiado tiempo en el viaje. Tres pieles brillaban al sol muriente envueltas en respiraciones sofocadas.

Las habíamos preparado para el viaje, herrándolas con bastas sandalias de cuero para que no se les estropeasen los pies. La cuerda de cáñamo aplicada con generosidad apretaba el nacimiento de los pechos; otra aún más firme se clavaba a la altura de los pezones; un improvisado taparrabos y varias lazadas comprimían y alzaban las nalgas. Todo para evitar que los numerosos botes por un camino irregular estropeasen la calidad de la carne. El entramado de cuerdas quedó envuelto por sayos grises, para que aquellos caballeros con los que nos cruzásemos no pudieran deleitarse con los cuerpos desnudos sin nuestro permiso. Como dije, el transporte es todo un arte.

Hicimos noche en el claro de una arboleda. Nuestras negras cayeron exhaustas y tres pares de ojos enormes y blancos empezaron a seguirnos, expectantes, mientras deambulábamos por la zona para desentumecer las piernas y echar un trago de agua después de horas de viaje bajo aquel sol de justicia. Esas miradas primitivas rebosaban ansia, el lógico ansia animal ante la presencia de tres machos de una especie superior. Lo que no dejaba de ser buena prueba de la acertada opinión de padre sobre la célebre promiscuidad de la subespecie africana.

El cochero encendió un fuego para la cena y padre, hombre laborioso, aprovechó el tiempo libre antes de comer para comenzar el proceso de doma: desenganchó de la calesa a su negra de segunda mano y, llevándola ante la lumbre, bien a la vista de las otras, la obligó a arrodillarse; que las novatas aprendieran de la veterana.

Bastó deshacer los lazos atados sobre los hombros para que el sayo que envolvía a la negra cayera dejando al descubierto la exuberante anatomía. Y es que, al contrario que con los enrevesados vestidos de nuestras mujeres, la moda que viste a las africanas en el Nuevo Mundo es, ante todo, práctica.

La negra esperaba, desnuda, acostumbrada, con los pezones ya en punta subiendo y bajando al ritmo de la respiración profunda. Miraba arriba, a padre, al odre de agua fresca que inclinaba sobre ella. La boca se abrió para recibir el chorro que la lubricara. Tragó con fruición, ante los ojos anhelantes de sus compañeras. Padre se bajó los calzones y la negra, de rodillas curtidas, no precisó más indicación para envolverlo entre sus rollizos labios y succionar con la sabiduría que da la experiencia.

Esa dulce boquita iba y venía sobre la dureza de padre, con su lengua rosada lamiendo la piel blanca, los ojos brillantes buscando aprobación mientras sus compañeras habían dejado de prestar atención al odre de agua y miraban, hipnotizadas, el sinuoso movimiento de la cabeza sobre la carne del amo.

Yo también miraba con, tengo que admitirlo, mal disimulado interés. Ya sabía, claro está, que padre disfrutaba de sus negras, pero nunca delante de mí. Lo había espiado en alguna que otra ocasión, por curiosidad, y no era la primera vez que lo veía con una negra arrodillada ante su extensión; o con una encima; o debajo; sobre todo debajo, pues padre era muy cristiano en el trato con las salvajes y prefería cubrirlas con su piedad. Y es que, pese a su apreciación estética por las grupas femeninas, debido a la irónica lucha entre la moral y el instinto, lo cierto es que a la hora de la verdad, el buen hombre nunca se planteó montar una a cuatro patas. Es una de las grandes injusticias de la vida que el pobre muriera sin llegar a disfrutar de sus negras del modo que resulta más natural para estas criaturas.

La moza estaba, desde luego, bien instruida, de esas a las que se podía dejar a su aire con la confianza de que cumplirían bien con su cometido. Aun así padre le marcaba el ritmo, agarrando la cabecita a una mano, los cinco dedos aferrados al moño de pelo ensortijado, acercándola y alejándola de su entrepierna, una y otra vez, llegando a la profundidad correcta que, por alguna extraña razón del destino, siempre es mayor que la que las negras tragan por voluntad propia.

—Hijo mío —jadeaba—, la hembra que ofrece los labios proporciona uno de los grandes placeres de la vida. Y los labios de la negra son gruesos, hechos para el disfrute.

Pero no conviene usar cualquier boca, alojarse en agujeros sin adiestrar. La negra, animal salvaje como es, muerde. Hay que domesticarla —dijo acompañando el consejo con una firme palmada sobre las nalgas oscuras y marcadas por el látigo. La negra aumentó la succión y padre volvió a estampar su manaza sobre las nalgas redondas y se dejó llevar, sus dedos reposando sobre  la cabeza rizada, ya sin apretar, pues una negra bien adiestrada tarda poco en acostumbrarse al ritmo que le marca el amo. Se deslizaba sobre la lengua obediente, flotando en un mar de caliente saliva africana, reflejada en su rostro la satisfacción de todo caballero ante una compra bien hecha.

Siguió así un rato hasta que, más pronto que tarde, el cuerpo robusto de mi bien amado progenitor se tensó y, apretando de nuevo la cabecita de la negra, estampó los labios contra su pelvis. Ella tragó, claro. Tragó agradecida y ansiosa, recibiendo el alimento que le proporcionaba, acostumbrándose al sabor de su nuevo dueño. Tragó como si el jugo del amo fuera lo primero que llenaba su estómago en todo el día.

Y cuando terminó, siguió succionando para apurar los restos.

Buena compra, sin duda.

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En el negocio de la cría del cochino es bien sabido que la buena carne, la más sabrosa, no se consigue cebando al cerdo sin más, sino combinando la buena alimentación con el ejercicio, hasta lograr una consistencia magra pero veteada de jugosa grasa que se derrite al calentarla. El caso de las negras es muy parecido.

Quizá por eso a padre nunca le gustaron las negras holgazanas. Las alimentaba bien, toleraba las nalgas rollizas y las ubres llenas, pero no las negras gordas. Quizá por eso cuando nuestras tres nuevas adquisiciones cayeron rendidas en cuanto el cochero las desató nada más llegar a casa, el descanso fue breve.

Las muestras más elegantes de la civilización se dan en los pequeños detalles. Yo mismo, por ejemplo, sigo el sano ejemplo de mi padre de llevar siempre encima una navaja. Porque la civilización no está reñida con un buen palmo de metal afilado que hundir en las entrañas de cualquiera que no comparta tu elevado civismo. La navaja de mi padre es una de mis más preciadas posesiones, de acero español, toledano, encargada a un maestro armero del continente. Porque nunca se sabe cuándo hay que cortar por lo sano.

El caso es que padre agarró a la más joven de nuestras adquisiciones, la cría de ubres enormes, y tiró de navaja para desnudarla por la vía rápida. El sayo cayó y las cuerdas que apretaban y enmarcaban los grandes pechos para evitar los vaivenes del transporte cedieron ante la presión y el acero liberando la mercancía. Gracias a la destreza de padre, la negra no sufrió ningún daño durante los pocos segundos que duró el proceso, pese a los temblores que la sacudían cada vez que el frío metal se colaba por los apretados surcos entre el cáñamo y la piel, una piel oscura como la noche, de negra pura de lo más hondo del subcontinente africano, que brillaba perlada de sudor para nuestro regocijo contemplativo.

La más genuina de las satisfacciones iluminaba el rostro de padre ante la visión de las masas simétricas de redondeados pezones que se agitaban al compás de los temblores agradeciendo su recuperada libertad. Incluso tuvo el detalle de ayudar a la moza a recuperarse de las molestias de las ataduras masajeando el tejido mamario a dos manos. Ella seguía nerviosa, seguía temblequeante, quizá por la emoción de estar ante el amo o quizá porque padre no se había tomado la molestia de guardar la navaja. Los ojos enormes y blancos seguían el vaivén del filo mientras las cachas de madera y hueso se perdían entre la jugosa carne africana y la palma de la mano de su dueño.

Los cordajes aún ceñían la cintura y se colaban entre las piernas y nalgas de la negra protegiendo el más preciado bien de cualquier esclava destinada a la cría. También cayeron ante el filo, dejando a la cría tan expuesta como debería estarlo cualquier hembra de tan agradable constitución. Los temblores arreciaron. Padre repasó la carne sonrosada de aquel tajo rojo y carnoso, cocido por la larga caminata y el roce de la soga. La pobre dio un respingo, pero no se rebeló. Empezaba a conocer su nuevo lugar en el mundo. Padre siguió acariciándola. Cansada, asustada y dolorida, las infantiles miradas de odio del día anterior parecían ahora muy lejanas.

—Eres estrecha, pequeña —susurraba—. Ventajas de la juventud. Disfrutaré mucho contigo.

Siguió con las caricias, absorto en la cálida suavidad de su coño. Hubiera debido dejarle disfrutar del momento, pero yo era joven, e impaciente. Y cansado del viaje. No pude evitar romper la magia del momento con un leve carraspeo que trajo a mi padre de vuelta a la realidad.

—¿Qué haces ahí parado, muchacho? —me preguntó, y miró a Fátima—. Comprueba que tal están los bajos de la tuya.

Dicho y hecho, levanté mi nueva montura del suelo y procedí a desnudarla. Los lazos del sayo fueron fáciles, no así las cuerdas que envolvían las partes más apetecibles. Al enfrentarme a los apretados nudos comprendí la sabiduría de padre por tener siempre un buen filo a mano.

Fátima me miraba. Me miraba con miedo, me miraba con asco, con desagrado… sus ojos de salvaje reflejaban una avalancha de emociones por domesticar. Se revolvía dificultando mi lucha contra los nudos. Un toma y daca sin sentido, yo aflojando y ella apretando, yo insistiendo y ella persistiendo, todo hembra, terca en su obstinación. Padre empezaba a impacientarse.

Aferré los cordajes y la atraje hacia mí. Mi mano voló, rápida, firme contra el alto pómulo de la negra, haciéndola girar la cabeza. Un escozor satisfactorio me calentó los dedos y la palma. Un escozor muy satisfactorio. Fátima me miró, sorprendida, pero enseguida mi mano hizo el camino inverso, dándole a probar mis nudillos. Padre parecía complacido.

A partir de ahí fue más fácil desatarla. Mucho más, desde luego. Es una constante en las hembras, da igual la raza: un guantazo en firme es la cura más eficaz contra la histeria.

Pero ya os avisé de que Fátima era testaruda por encima de toda consideración. Más aún por aquel entonces. Se dejó desatar con docilidad, pero volvió por sus fueros en cuanto intenté sondear su acceso principal, apartándose de mí pese a mi amable insistencia. Empezó a ponerse agresiva y, como seguía con las manos atadas a la espalda, intentó morderme. Animal salvaje, sin duda. Incivilizado. Peligroso. No le faltaba razón a padre cuando decía que aquella boca necesitaba adiestramiento antes de resultar útil.

A él aquel comportamiento no le pillaba por sorpresa. Me hizo un gesto: disciplina. Yo me acerqué al carruaje, al largo y fino látigo que descansaba sobre la banqueta del cochero. Pero padre me detuvo.

—No. A mano. Con fuerza. Que sienta tus dedos marcados en esa piel oscura durante unas horas. Deja el látigo para más adelante.

Yo aún no había terminado de crecer, pero ya entonces era bastante más alto que una Fátima que, pese a su poderío salvaje, estaba agotada y atada.  No me costó demasiado vencer su resistencia y colocarla sobre mis rodillas para proceder con una zurra dura y seca sobre aquellas nalgas sumamente elásticas, juveniles. Mi mano rebotaba marcando el compás: nalga izquierda, nalga derecha, las dos, y repetimos, de arriba a abajo, metódico, cubriendo toda la piel oscura y vibrante por la percusión. Subiendo de nuevo para otra pasada. Y otra.

Ella empezó con gritos, una retahíla de sonidos sin sentido en su idioma inculto, con el inconfundible tono de las amenazas. Minuto a minuto los gritos se fueron atenuando hasta convertirse en susurros de súplica. Empezó el llanto, los gimoteos claros y cristalinos entre la percusión de los azotes. Los glúteos se balanceaban, entrechocando, el calor que desprendían aumentando a cada instante hasta llegar a sentirlo sin necesidad de tocar su piel.

Aun en mi juventud, entendía la importancia de aquel primer castigo en el arte de la doma. La zurré hasta que se me acalambró el brazo. Para cuando paré, la mano me escocía, Fátima gimoteaba sobre mis rodillas y padre parecía satisfecho. Pero yo no. El alivio de la negra cuando la levanté de mis rodillas volvió a convertirse en llanto en cuanto volví a tumbarla mirando en sentido contrario. No se resistió. Ya no tenía fuerzas. Repetí el castigo con mi zurda descansada ante la sorpresa inicial de padre, una sorpresa que enseguida se transformó en aquiescencia. Porque en cuestiones de disciplina, es mejor que sobre. Y porque es bueno que la hembra conozca pronto la mano del amo, y su amo no era manco.

Pero Fátima era terca como una mula, terca por encima de todo. Y aún con las mejillas empapadas por el llanto y el culo en carne viva, volvió a escamotearme el coño cuanto intenté por segunda vez meterle el dedo. Ya no atacaba: esa fiera, al menos, estaba domada; pero su instinto seguía instándola a apartarse. Le quedaba mucho que aprender. Volví a tumbarla sobre mis rodillas.

—¿Te tomo el relevo, hijo? —se ofreció padre.

Rechacé su ayuda, con cortesía. Estaba cansado, claro. Mucho culo que marcar a mano. Pero aquella era mi negra. MIA: era mi responsabilidad civilizarla. Recomencé la disciplina, lento y metódico, dejando que sintiera el peso de mi mano sobre unos glúteos que ya quemaban. Seguí. Y seguí. Con el tambor marcando ese pim, pam, pum que supone la cúspide de la sinfonía africana. El brazo me dolía, pero estaba dispuesto a conseguir que padre se sintiera orgulloso.

—Se nota que eres mi hijo —decía.

Fátima gimoteaba entre gruñidos de súplica. Los azotes continuaban, cada vez más espaciados, pero firmes. Cuando parecía que la lección había terminado, llegaba el siguiente tema. Siempre había uno más. Con el último, agarré un glúteo sólido que ardía y palpitaba entre mis dedos. Mi mano se deslizó por el profundo tajo de aquel enorme culo hasta encontrar la raja. Los dedos penetraron hasta chocar con la resistencia del sello, recorrieron los contornos interiores, estiraron, apretaron, exploraron… Fátima temblaba sobre mis rodillas, pero se dejaba hacer sin el menor intento de escapar de la exploración.

—Está un poco mojada —comenté.

Padre se acercó para comprobarlo.

—Sí. Es normal. A una buena moza de alcoba no le gustan los azotes. No deben gustarles. Pero su cuerpo reacciona a la cercanía de su dueño preparándola para cumplir con su único propósito en este mundo. Con una mano masculina martilleando tan cerca de su entrada, el instinto les avisa de que deben prepararse para recibir al amo. Es lo normal.

Aun así, no es bueno excederse en la exploración, hijo. No queremos que le guste demasiado. Deja que Tata le pase el cepillo y le quite toda esa mugre africana. Mañana por la noche será la fiesta. Luego la probarás.

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Recuerdo aquel cumpleaños con una palabra: moderación. Por primera vez en mi vida me contuve para no acabar rendido por el baile y la comida. Por primera vez y quizá también por última, aunque hubo muchos festejos posteriores cuyo final no recuerdo con suficiente claridad como para realizar tal afirmación.

Recuerdo, en fin, que cuando me retiré a mis aposentos, padre se acercó y me palmeó el hombro con camaradería. No dijo nada.

Entré en mi alcoba aparentando una calma que, lo reconozco, en realidad no sentía. Mis manos sudaban, pero aun así aferraban con firmeza el regalo que me hizo mi señora madre: un vergajo. Una pieza que recuerdo de bella factura, buena artesanía, el primero que estrenaba, anaranjado, pulido y brillante. Y tan tieso como la dureza que en aquel momento pugnaba por escapar de mis calzones. Una herramienta de doma (el vergajo, no mi verga, aunque también) que me hizo buen servicio durante más de cuatro años de aquellos mis primeros tiempos como amo, hasta que el desgaste que conlleva el uso frecuente hicieron necesario sustituirlo por un modelo nuevo.

Fátima esperaba. Desnuda. Atada a la cama, pero con la cuerda suficiente como para retorcerse e intentar cubrir las suculencias de su cuerpo con brazos y piernas. Una sólida argolla clavada sobre el dosel enganchaba los cordajes que la maniataban al lugar que le correspondía. Años atrás, cuando mi cama infantil dio paso a una de adulto, padre hizo instalar aquel aro de hierro forjado.

—En el futuro lo necesitarás —profetizó.

Tata había hecho un buen trabajo preparando a Fátima. Recuerdo con cariño a aquella vieja negra que tan bien conocía las rajas y ubres, las nalgas y muslos de todas las jovencitas que complacían los deseos del amo, y los del joven amo. Ella se preocupaba de que nuestros juguetes estuvieran siempre a punto, tan estricta con sus niñas como complaciente con sus señores. Cuando mi inventiva me llevó a descubrir las delicias de los accesos posteriores, se adaptó enseguida al nuevo sendero, poniendo siempre a mi disposición caminos preparados con exquisita pulcritud.

A Fátima la había peinado y limpiado a fondo, la había masajeado con ungüentos para suavizar las marcas y moretones del viaje y aliviado los rigores de la disciplina. Y la había perfumado con esencias frescas para ofrecer la mejor montura a la primera cabalgata de su adorado señorito.

—Una niña con carácter, amo. Hay que pulirlo, pero sin prisa. Si tiene que zurrarla, sea suave, que los jóvenes son muy brutos. Demasiado látigo la primera vez y no tendrá que darle una segunda. Y eso le quita toda la gracia. Da pena dejarlas marcadas cuando son tan jóvenes y bonitas.

Y use la raja, amo. Es pronto para la boca; aún hay que vapulearla un poco… Pero sin tonterías, que es sólo un agujero para usted y un amo no debe perder el tiempo esperando a que una negra esté preparada para abrirse de piernas.

Me senté al lado de una Fátima que, extendida sobre la cama, me miraba: miedo y odio, incertidumbre y lágrimas contenidas se mezclaban en el blanco enorme de sus ojos de gacela. Acaricié su mejilla y apartó la cara. Ya no quedaba rastro de la niña llorona del día anterior; aunque más tranquila, menos agresiva, su mirada desafiante daba a entender que bajo aquella piel oscura seguía ocultándose una feroz pantera. Mejor. Ya empezaba a entender eso que padre llamaba "el encanto de la doma", el disfrutar de lo conseguido con esfuerzo, lo gratificante de dominar una criatura salvaje.

Empecé a acariciar el vientre tenso. Una caricia suave. Mi mano fue subiendo, delicada, hasta agarrar una ubre que con generosidad me ofrecía con su desnudez. Pero ella reacciono protegiéndose con los brazos. Se hizo un ovillo.

—Aparta las manos, negra —ordené, cariñoso. No obedeció.

Yo coloqué una mano sobre sus nalgas, y ahí no pudo cubrirse. Empecé a acariciarlas, a amasarlas, a soltar algún que otro azote suave.

—Aparta… las… manos —un azote más enérgico, un agarrón en el glúteo, apretando.

—¡Obedece, negra! —ordené. Dos azotes más, rápidos, vigorosos, provocando un bamboleo que se propagó por su carne en elásticas oleadas.

Por fin comprendió lo que le pedía y apartó los brazos dándome libre acceso a su delantera. Agarré uno de los globos gemelos y probé la consistencia de su carne entre mis dedos.

—Bien —sentencié—. Unos azotes y empiezas a entender el idioma civilizado.

El pezón se endurecía el retorcerlo entre mis dedos. La ubre no era grande, pero sí tersa, y se acomodaba en mi mano. La apreté, disfrutando de su tacto. Empecé a recrearme en su cuerpo. Por fin, en la intimidad de mis aposentos, pude explorar con tranquilidad la generosa anatomía de mi primera posesión de auténtico valor.

—¿Sabes? hace unos años, Xula dejó que uno de nuestros recolectores de caña la preñara sin permiso de padre. Tuvimos que castrarlo. Una molestia, desde luego. Aun así, la cosa no fue mal del todo: obtuvimos un buen precio vendiendo a la cría al viejo Anderson, y a Xula empezamos a ordeñarla. Da medio galón al día, muy sabrosa. La leche de negra es más sana que la de vaca, más adecuada para las personas. Xula, la pobre, no daba para abastecer a toda la familia, así que compramos otra negra de buenas ubres y madre la estuvo ordeñando hasta que empezó a producir. Me pregunto si podría hacer lo mismo contigo. Las tuyas no son grandes, pero con unas horas al día de ordeño, antes o después saldrá algo. Así te crecerán un poco. Eso nunca está de más.

No me entendió, claro. Aún había que enseñarle el milagro del lenguaje. Pero no sería entonces. Entonces tenía algo más importante entre manos. Estuve descubriéndola… ¿cuánto tiempo? No me acuerdo. Cuando me cansé de sobarla empecé a probar su sabor, a mordisquear sus partes más apetecibles. Fátima mantenía la mirada en el techo, desafiante, pero sus ojos estaban húmedos. Intenté consolarla con un beso, pero se resistió. Nada que no se arreglase retorciéndole los pezones hasta que abriese los labios. Seguí pellizcándoselos mientras duró el morreo, inseguro como estaba, por mi juventud y por la suya, de la obediencia de mi negra.

Jadeaba cuando me separé de sus labios. Mis manos acariciaron su cara, sólo un instante, y fueron bajando, deslizándose por su cuello tembloroso, por el suave camino entre sus ubres, por su vientre apretado como un tambor, hasta enredarse en el ensortijado camino que protegía su entrada y siguieron hasta colarse entre sus muslos. Ella apretó.

—¡Ábrete de piernas!

¡Ah! Pero este no es el cuento de Alí Babá. La cueva del tesoro seguía cerrada. Aunque no habría de estarlo por mucho tiempo.

—¿No? Mejor.

Así con firmeza el vergajo, mi regalo de cumpleaños. El tejido endurecido resbalaba con suavidad por la cara de la negra, por su cuello, por entre sus pechos temblorosos y el vientre firme. La punta reforzada se coló en el triángulo e intentó entrar. Mi negra apretaba. Alcé el instrumento y empezó la melodía. El latigazo cayó sobre el monte de Venus, llenando por primera vez mi alcoba con el sonido de la disciplina y el aullido de dolor de una negra desobediente.

—Abre las pieeernaaas —canturreé.

Ella separó las rodillas, apenas un palmo. Obedecía a regañadientes, pero esa tozudez le duraría poco. Le agarré un tobillo y lo levanté en vilo, dejando a la pobre negrita colgado en el aire, con el coño bien expuesto. El siguiente azote besó el tierno interior del muslo. Gritó. Me faltaba la puntería que da la experiencia, así que volví a probar y, esta vez sí, acerté justo en medio de la raja. Y la siguiente. Y la siguiente, arrancando aullidos de mi negrita, haciéndola retorcerse a cada golpe, temblar y gritar y suplicar en su lengua de salvaje, poniendo a prueba la resistencia de las cuerdas que la ataban a la cama mientras intentaba cubrirse con las manos en un esfuerzo inútil. Cada nueva caricia del vergajo entre sus piernas me convencía un poco más de que mi negra estaba aprendiendo el verdadero significado de ser mi esclava.

—Hoy aprenderás a no hacerme repetir las cosas —le decía mientras los aldabazos martilleaban sobre su entrada.

Para cuando la dejé caer sobre la cama, la pobre gimoteaba con el rostro oculto entre las manos y las piernas, ahora sí, bien separadas. Había aprendido la lección: cuando palpé su entrada se retorció, pero no se atrevió a cerrarla. Sus labios me sonreían, hinchados y calentitos: mucho más apetecibles que sólo un rato antes.

Escupí sobre la raja y restregué hasta dejarla brillante. Palpé el himen. Empujé. Lo sentí grueso, aunque elástico. Sólido y firme, pero hecho para romperse, como la piñata de barro que unas horas antes había reventado durante mi cumpleaños. Sólo que en esta ocasión no tenía que compartirla con mis amigos.

¿Sentiría molestias en mi virilidad al desgarrarla? En la inocencia de mi juventud había pensado en abrirla con un cuchillo y lavarla  luego para meterme en una raja limpia. Por entonces veía cierta suciedad en el acto. Desconocía la agradable sensación de la humedad caliente al derramarse, el gozo de usar mi propia extensión para romper el cascarón y convertir a una cría en hembra consumada.

"No te preocupes si sangra un poco", había dicho madre. "Es buena señal". La buena mujer no estaba convencida del todo con mi regalo. No le agradaba que su hijo se estrenase con una negra en vez de con una chica decente. Pero, como decía padre, para estrenar chicas decentes hay que negociar antes con sus padres; y mantenerlas después. De las indecentes puedes olvidarte después del uso, o disfrutarlas una temporada como amantes. Pero es mejor empezar con una negra. Así, cuando al fin puedes descorchar una blanca, lo disfrutas sin la presión de la inexperiencia.

Con Fátima ya dispuesta para acogerme, me lancé buscando acomodo entre sus muslos. Tardé en encontrar la postura, pese a que su cuerpo parecía creado para ser cubierto, con su cintura y hombros delgados, y sus caderas y muslos llenos, mullidos, que invitaban a descansar sobre ellos.

Apuntalé su entrada, una entrada que desprendía el calor natural de las hembras de su raza enardecido por el cariño del látigo. Me afiancé en su cintura. La obligué a mirarme. Hundí los pies sobre el colchón. Y empujé.

No se rompió a la primera. Volví a arremeter.

Yo era joven, inexperto, demasiado delicado. Me faltó vigor en la acometida, me pudo el miedo a estropear mi nuevo juguete. No sabía lo resistentes que pueden llegar a ser las hembras. Para descorcharlas hay que arremeter con un ímpetu salvaje, empalarlas y hacerlas sentir toda la extensión de tu hombría para romper la elástica resistencia que las lleva a la madurez. Así que seguí arremetiendo a golpe de cadera hasta que mi ansia logró superar la barrera de la inexperiencia. Preparándome para un envite poderoso, la agarré por las caderas y cogí impulso. Ella me miró, asustada, negando con la cabeza. Empujé, me dejé ir. La gravedad me acompañó en una estocada que atravesó su carne, reventando su sello. Rebotamos sobre el colchón, yo sobre ella, yo gimiendo, ella gritando, mi carne endurecida enterrada en su carne hinchada y sangrante. El champán rojo y cálido de su inocencia regó la inauguración.

Ella gritó y apretó los muslos abrazando mis caderas. Mientras recuperaba el aliento tendido sobre ella, me hundí en su interior y pude disfrutar de las contracciones de su  tajo inexperto, estrecho y aún por descubrir.

—¡Cómo aprietas! ¡Qué caliente estás, pedazo de negra!

Entre gimoteos, su grito se convirtió en gemido apagado. Su cuerpo vibraba bajo mi peso. Sus pezones temblaban contra mi piel. La humedad de su carne bañaba la mía: su cuerpo sudoroso, las lágrimas derramándose de unos ojos cerrados con fuerza por el dolor y la vergüenza, la sangre que fluía de su sello recién rasgado. No tardé mucho en aprender a apreciar la magia de la primera sangre y el salado sabor de las lágrimas, pero aquella primera vez la mezcla me pareció sucia. Maldita ignorancia. El caso es que me alcé sobre la negra, liberándola del peso de mi cuerpo, y volví a ensartarla a golpe de cadera.

Ella ladeo la cabeza, los ojos cerrados. No quería mirarme, mirar a su dueño. Con una suave bofetada en la mejilla expuesta la obligué a hacerlo.

—¿Quieres seguir, negra?

Sin esperar su respuesta, la saqué para volver a clavarme hasta el fondo. Su cálida humedad y los restos destrozados de su honra lubricaban mi camino ayudándome a llegar hasta lo más hondo de su ser. La melodía del chapoteo al ritmo de los envites llenó la  habitación. Miré mi miembro, el estropicio que había causado.

—Joder, parece que hubieran degollado a una cerda.

Volví a ensartarla.

Dentro y fuera, dentro y fuera, mi extensión se zambullía en la humedad de su raja abierta, cual muchacho de campo que disfruta lanzándose una y otra vez al agua en la primera excursión al lago de un verano caluroso.

—¡Toma, toma! —le susurraba.

Ella lloraba y gimoteaba, se retorcía intentando escapar, pero la tenía bien ensartada, cual mariposa sobre el tablón de corcho de un naturalista. Entraba y salía sin pausa, joven y ansioso, con la velocidad de la impaciencia. Quería que sintiera cada centímetro de mi hombría lo más rápido posible. Tardé poco en sentir el pulso propio que precede a la gratificación.

Me clavé a fondo, descargándome en su interior. Desde entonces siempre he rellenado a mi montura de turno con el jugoso premio que los amos concedemos a sus negras. Una pócima ancestral, que Tata preparaba con fruición, evita que mi descendencia quede ensuciada con la oscura mácula africana. Un mejunje fiable, aunque Fátima intentó vomitarlo cuando Tata la obligó a beberlo: tuvimos que asegurarnos de que tragaba como Dios manda. Aquella fue la primera vez que me pregunté si no habría otro modo de disfrutar de las negras que no requiriera tantas precauciones con la preñez.

El caso es que me descargué dentro de Fátima y quedé relajado, tendido sobre ella, disfrutando la voluptuosidad de su cuerpo. Aquella primera noche sólo cabalgué una vez sobre mi nueva montura. Los jóvenes inexpertos suelen tener el vigor, pero rara vez la paciencia para repetir. En cualquier caso, estaba cansado: demasiada expectación, demasiada excitación acumulada se había liberado entre sus piernas de ébano. Me quedé vacío. Así que la desaté de la cabecera de mi cama, la até arrodillada a los pies, y dormí.

O lo intenté, al menos. Sus gimoteos no dejaban de fastidiar. Y es que las negras molestan menos en la oscuridad, sí, pero sólo cuando están adiestradas, cuando han aprendido a acurrucarse en los espacios que les concedes y a permanecer en silencio.

—¡Cállate! —ordené.

Pero siguió. Volví a prender la lámpara y la miré, con dureza.

—SI-LEN-CI-O.

Ni caso. Aún tenía mucho que aprender. Así que volví a asir el vergajo y me acerqué a ella. Levantándola del suelo, la doblé sobre los pies de la cama.

—SI-LEN-CI-O… SI-LEN-CI-O… —ordenaba con cada azote. La verga retorcida de toro dejaba marcas blanquecinas y rectas sobre la piel oscura, pero sin rasgarla. Mi nueva propiedad tenía un cuero resistente; toda una ventaja, dada su más que evidente tendencia a la rebeldía.

Ella se revolvía y gritaba. Yo la mantenía en su sitio con una mano apoyada sobre su lomo mientras la otra iba y venía dejando su huella en los muslos llenos y subía por ellos tallando en blanco el camino ascendente hacia sus nalgas.

—SI-LEN-CI-O —repetía. La repetición es la clave del éxito en la doma. Al final la negra acabó entendiendo el significado de la palabra. Se quedó quieta y calladita, aguantando a duras penas las caricias del látigo. Aun así descargué unos cuantos azotes más para asegurarme de que la lección quedaba bien aprendida: no quería más noches en vela teniendo que corregirla.

El último azote cruzó ambas nalgas sobre el pliegue de la húmeda cueva que deba paso a su interior. La hembra lanzó un grito desgarrador. Volvió a sollozar.

—Silencio.

Se calló, esta vez sí, y cuando la liberé resbaló por los pies de la cama hasta quedar de nuevo acurrucada en el suelo. Seguía llorando, pero cayada.

Volví a acostarme, cansado pero satisfecho. Me habían aconsejado precaución en el uso del látigo el primer día, para que la negra no se viniera abajo demasiado pronto. "Dejarlas madurar", lo llamaba padre. Al final tuve que mostrarme un poco severo, pero el resultado fue satisfactorio.

Además, me hubiera excedido o no, nunca faltan motivos para azotar a una buena negra.

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No faltaron, desde luego. Aquel vergajo acabaría gastado por el uso y sustituido por un modelo más robusto. No fue el último. Látigos y negras se han sucedido en mis manos con el paso de los años. Látigos y negras de calidad, para uso personal. Porque incluso entre los animales hay algunos con pedigrí, algunos que merece la pena domar con más cuidado.

Fátima, la dulce Fátima, terminó aprendiendo. Aprendió el idioma y a cumplir con alegre docilidad sus obligaciones para con su dueño. Aprendió, y le di buen uso, hasta el triste día en que el desgaste se hizo evidente. Y, aunque una moza de alcoba sea fácil de reemplazar, aunque siempre puedan obtenerse más del salvaje agujero del que proceden o de los vientres preñados de las que vinieron antes, aun así, no hay caballero indiferente a la sensación de pérdida, sentimiento natural al deshacerse de algo que le ha dado tanto placer.

Así fue que en la misma tarde de aquel aciago día de infausto desayuno me vi cabalgando por las que ya eran mis tierras, en dirección a la sala común de los negros, con Fátima trotando atada al caballo. Cabalgaba con un paso alegre, para hacerla sudar un poco, que se había puesto algo rechoncha con la buena vida en la casa grande: todo el día con la boca llena. La jovencita que llegó a la plantación lo hizo tras todo un día de cabalgata, pero ahora le faltaba el resuello después de apenas media legua. Y eso que ha aprendido a estar mucho tiempo sin respirar.

Hube de darle descanso a mitad de camino, un rato de solaz a la sombra de la arboleda para que recuperara fuerzas, un momento de tranquilidad en el que la negra acabó complaciéndome de rodillas, pues mi mente distraída revivió un anticipo de la añoranza por aquellos labios que ya no estarían cada mañana para recibirme.

Siempre fue buena con la boca. Aprendió pronto, pues era una succionadora nata y siempre tuve la mano suelta para corregirla cuando no ponía el necesario empeño. Y allí, a la sombra de aquella arboleda, no lo puso. Un buen fustazo en las nalgas bastó para que aumentara su labor feladora. Seguí acariciándola con la fusta, la amenaza de la corrección siempre presente, para que no relajase su empeño. Como ocurre desde siempre con todos mis látigos, aquella era una fusta de calidad, pues al igual que mis negras domésticas, mi caballo se merece lo mejor. Fátima, pobre criatura, pronto tendría que experimentar el efecto brutal del látigo común de los negros.

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Mi negrita entró por delante de mí en el gran recinto donde los recolectores de caña daban cuenta de su rendimiento diario ante el capataz. Sudaba, brillaba, la respiración agitada sonando como la dulce melodía de una sucesión de gemidos ansiosos, las gruesas nalgas bamboleándose para mi deleite animadas por el efusivo movimiento de las caderas. Gata en celo, quería seducirme. Quizá no tuviera más inteligencia que la propia de su especie, pero sí el instinto para intuir que no iba a gustarle lo que encontraría dentro. Disfruté con su actitud, pues pese a lo descarado de sus intenciones, era agradable dejarse llevar por la cadencia del hipnótico bamboleo de ese culo.

Su culo. ¡Oh, sí! Su culo. Al final fue la clave, lo único que importó de verdad. La buena negra no se define por el color de su piel, sino por la robustez de su grupa. Los gruesos labios me dieron placer a diario, su tajo apretado tuvo el honor de ser el primero que horadé, pero si la elegí entre aquella selección de hembras a estrenar fue por los maravillosos volúmenes de sus cuartos traseros. Si durante tanto tiempo ha ocupado un lugar de honor entre mis mozas de alcoba fue como agradecimiento por descubrirme, por abrir para mí la deliciosa puerta de acceso del placer contra natura.

Recuerdo con… ¿cariño?… probablemente… aquella primera vez, el día del estreno, la magia del momento en que se lo partí, la estrecha calidez de su retaguardia descubierta por casualidad, como ocurre con la mayoría de los grandes descubrimiento en la historia del hombre, desde el fuego hasta la doma de las bestias. La auténtica diosa Fortuna, el nombre que adopta la suerte cuando se cruza con un hombre preparado, la magia de un Dios generoso que cierra una puerta pero abre una ventana; una ventana estrecha y con un postigo tan atorado que hay que cargar con fuerza para lograr abrirlo, pero que se abre a un pasaje paradisíaco.

Llevaba tres años disfrutando de Fátima cuando tuvo lugar la gran apertura. Fue por esa famosa casualidad, o quizá por todo lo contrario, que coincidió con uno de esos días en que las idas y venidas de la luna marcan en rojo a las hembras no aptas para su uso habitual. Para las negras domésticas, aquello significaba acoger entre sus labios lo que no podían acoger entre sus piernas. Fátima ya estaba más que acostumbrada a tragar carne hasta hacer sonar la campanilla. Había aprendido a acogerme por completo, con un ímpetu succionador que fue aumentando día a día, mes a mes, animado por las caricias del vergajo: ante la disyuntiva de chupar con ganas o hacerlo con el culo en carne viva, se fue convirtiendo en una gran devoradora de vergas.

El caso es que, después de una de aquellas noches de desenfreno africano que mi padre permitía de vez en cuando a los negros, con sus aullidos salvajes acompañando las contorsiones tribales en torno a una fogata, Fátima se despertó aquel día con la garganta irritada. Y yo, claro está, joven amo compasivo donde los haya, quise aliviarle los picores untándole la melaza de mi caña.

Nunca he despreciado (y nunca despreciaré, pues le añade un punto picante) las artes felatrices de una hembra con limitaciones respiratorias. El cansancio y el sofoco, la falta de resuello, la emoción de la angustia ante la falta de aire cuando le aloja tu miembro en el paladar, el dulce cosquilleo de una garganta que ansía toser pero no puede hacerlo por la barra de carne que la mantiene trabada en su sitio, es una experiencia que recomiendo a cualquier caballero.

Aquel día, pese a la garganta irritada y a la afonía de su voz, Fátima me recibió entre sus labios con la familiaridad que da la costumbre. Yo entraba y salía de aquella boquita obediente, agarrando su pelo ensortijado para marcar el ritmo, metiéndome seco y saliendo brillante y lustroso tras chapotear como un crío en el mar de su boca. El mullido cojín de su lengua me daba acomodo mientras me deslizaba garganta abajo para ocuparla con mi hombría, que crecía y crecía al compás de las acometidas animadas por la succión. Mi extensión y mi ímpetu llegaron al máximo y, con el ansia del placer, una estocada tocó fondo despertando la tos reprimida en la garganta africana. Fue una avalancha en lo alto de una montaña: los espasmos aumentaron mi deleite, el placer aumentó mis ansias, y mis ansias la profundidad de mis estocadas hasta el punto de esperar a ver si de un momento a otro salía la punta de mi estoque por la nuca de mi negra.

Ella empezó a toser. A toser de verdad, como nunca había tosido y como nunca volvió a hacerlo desde entonces. Sus ansias por darme placer, sus intentos por controlarse y continuar con su labor para evitar decepcionarme a mí y complacer al látigo, no fueron suficientes. Tres años de uso no bastan para convertir a una negra en una experta felatriz; como mucho, sería una aprendiza entusiasta. Fátima me expulsó de su boca entre los espasmos de su pecho y la rigidez de su cuello, y cayó de bruces resollando contra el suelo, indiferente al lógico enfado que se plasmaba en mi rostro. Yo giré en torno a ella hasta colocarme en su retaguardia, con el vergajo a mano dispuesto para corregir su falta de entrega. Pero mi lanza seguía rígida, deseosa de un agujero que perforar. Entre sus nalgas bamboleantes me sonrió su vulva hinchada y roja y, sobre ella, su pequeño e inocente ojo lanzándome guiños tentadores al compás de los espasmos de mi negra.

Ya conocía el concepto: la sodomía. Sale en la Biblia, con más frecuencia de lo que dicta la piedad. En la inocencia de mi juventud, sabía bien que era contra natura; pero en fin, también lo es yacer con negras. Era pecado, el padre Ángel no lo aprobaba, pero tampoco aprobaba en los demás las cosas que el mismo hacía y que eran de lo más interesantes. Y sabía, porque esos accidentes ocurren con cierta frecuencia, que cuando el semental monta sus yeguas, a veces yerra el blanco; y aun así celebra la falta de puntería con un relincho satisfecho y no desmontaba, sino que se afianzaba sobre los cuartos traseros y acomete con ímpetu pese a lo improductivo de la monta. Ningún mozo de cuadra se atreve a interrumpir al animal en ese momento. Así que me arrodillé ante la retaguardia alzada de mi negra, con el miembro aun chorreando la saliva de su boca. Agarré sus caderas. Apuntalé la pequeña entrada. Y ataqué.

Mi estocada la reventó. Le entró de golpe, por sorpresa, arrancándole de cuajo los últimos restos de su inocencia y un grito desgarrador que hubiera alertado a todos los habitantes del caserón y parte de los del campo de no ser porque ya estaban acostumbrados a oír gritar a las negras en mis aposentos. El berrido le curó la tos. Mano de santo. Para cuando intentó resistirse a la sodomía, ya estaba a medio empalar. Con todo, apretó. Apretó con fuerza, por puro instinto. Pero su intentó de cerrarse a mi paso solo logró aumentar mi gozo.

Y es que su interior era un horno alimentado por el oscuro carbón de su raza. Entonces no lo sabía, pero ahora, tras años, décadas, de experiencia, comprendo que Dios creó a las negras para que les abriéramos el culo. Aquel día sentí un estremecimiento, un escalofrío que me recorrió pese al calor de sus entrañas, un relámpago de energía de la cabeza a los pies que me llenó del ímpetu de la acometida en cuanto me vi encajado en el cuerpo de Fátima.

Empujé, apreté, arremetí contra sus nalgas, buscando refugio en su carne para el trozo de mi estaca que no había clavado en el primer martillazo, para la porción de mi piel que aún buscaba abrigo del frío aire libre. Ella se resistía, apretaba, gritaba. Cuando no las pillas por sorpresa siempre se resisten, siempre. Aun cuando saben que no deben hacerlo, que eso sólo lo hará más doloroso para ella. Y más placentero para mí.

Fátima se resistió aquella primera vez, y seguiría haciéndolo durante mucho, mucho tiempo, hasta aprender a dejarse sodomizar, a no apretar más allá de la resistencia propia del instinto. Porque siempre presentan resistencia. Las yeguas salvajes se encabritan, pero incluso las mejor domadas relinchan y patean el suelo cuando las haces cabalgar por un lugar que les disgusta.

Yo me enterré hasta el fondo, encajado, disfrutando de su fuego y de su lucha. Saboreé aquel instante mágico antes de desalojarla y volver a arremeter con un brío enardecido que la volvió a ensartar. Fátima aullaba mientras yo entraba y salía de su cuerpo, mi estoque duro y tenso como nunca acuchillando sus nalgas que retumbaban con el sonido de la percusión sobre la densa carne de una pura hembra africana.

Yo estaba en la flor de la vida, ya con experiencia retozando con negras pero con el hambre aún intacta por disfrutar montándolas a la menor oportunidad. Con todo, aquel primer asalto duró poco, con mi ímpetu empotrador excitado por la recién descubierta estrechez y por los gritos. Me descargué en sus entrañas, inundándola, pero seguía erguido y seguí embistiendo, insaciable. Los minutos fueron pasando sin que decayera mi ánimo y mi acero volvió a templarse sin haber siquiera abandonado el cuerpo de Fátima.

Mis descargas se sucedieron. No eran más que la lubricación del pistón en el cilindro para que la locomotora pudiera seguir funcionando. Jamás volví a aguantar tanto dentro de una negra sin sacarla. A Fátima se le acabaron los berridos y volvió a toser y a gimotear, la garganta de nuevo irritada por el esfuerzo realizado. Ya para entonces se le habían secado las lágrimas y esperaba con la cabeza gacha a que yo terminase de usarla.

Cuando la descorché, un agujero redondo, una profunda oscuridad que se perdía entre las negras nalgas que la rodeaban, un ojo que yo había abierto y cegado, me miró con resentimiento. Aquel círculo perfecto coronando el capitel de su altar era el mejor expositor de mi obra maestra creada a golpe de cincel. Su perfección duró poco, claro: había llevado las paredes de su gruta más allá de los límites de su elasticidad, y empezaron a contraerse, a replegarse sobre sí mismas. Fátima se desplomó, cayendo de costado en la misma postura en pompa que llevaba tanto rato adoptando. La abundante semilla alojada en sus entrañas resbaló por el hueco abierto hasta formar un charquito.

Resoplé, satisfecho. Para cualquier caballero, descubrir nuevas formas de sacar partido de sus propiedades es motivo de satisfacción.

Aquella fue la primera de una larga serie de enculadas memorables, un descubrimiento que coincidió con mi época más briosa. Durante los días que siguieron perforé el culo de Fátima a diario. Más que a diario. Al principio se rebeló, proporcionándome el placer extra de calentarle la grupa a base de vergajo, hasta lograr que la propia negra se agarrase las nalgas magulladas y las abriese para brindarme el acceso. Las pocas chispas de rebeldía que aún quedaban en Fátima se apagaron en las semanas que siguieron a su desvirgamiento anal.

Más allá de las dificultades para caminar, aquella experiencia tuvo consecuencias inesperadas para Fátima. El resto de negras del caserón, criaturas simples, empezaron a odiarla en cuanto descubrieron que fue ella la que me descubrió las ventajas de la monta por detrás. Aquel resentimiento se extendió como una plaga, infectando a sus congéneres de los campos. Quizá fue por eso que, aquel día, en cuanto entramos en el almacén, un buen número de pares de ojos (y alguno que otro desparejado) que flotaban en la penumbra sobre las pieles oscuras, la miraron con irritación, preguntándose qué habría hecho ahora la yegua favorita del amo.

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Mi pequeña Fátima temblaba, desnuda, rodeada por los cuerpos sudorosos y hostiles de los machos. Los ojos salvajes y domesticados la miraban con desprecio, pero se apartaban evitando respetuosamente a los dos caballeros que, plantados entre ellos, tratábamos el asunto que nos había reunido en tan incivilizada compañía.

El capataz se mostraba tenso, con su atención dividida entre atender mis órdenes y el látigo que se enrollaba en su mano dispuesto para ser desplegado en cuanto el comportamiento de aquellos negros amenazase con dejarle en mal lugar en presencia del patrón.

—¿Tienes la lista? —pregunté. El asintió—. Tráelos.

El hombre consultó un papel y se fue moviendo entre los negros, señalando algunos con el látigo para que comparecieran ante el amo. Las pobres bestias se acercaban a mi presencia con pasos inseguros. Tobías, Toby, un veterano, se atrevió a hablar, envalentonado por la seguridad que le daba el ser un buen negro.

—Amo, Toby no ha hecho nada. Ha recogido mucha caña.

—Lo sé, lo sé —lo tranquilicé—. Tranquilo, Toby, mi muchacho. Eres un buen negro. Mereces un premio. Vosotros cinco habéis sido los mejores recolectores hoy. Mañana sólo trabajareis medio día. Y esta noche os divertiréis con Fátima. Es buena negra y quiero que me dé buenas negritas. Desde hoy, los que más trabajen tendrán descanso extra y una noche de diversión.

Ese es mi regalo para vosotros, mis muchachos. Un buen coño, bien entrenado, para correros dentro. Porque si alguno de vosotros, negros, lo hace fuera, le corto los huevos. Ya sabéis de qué hablo.

Y si la preñáis, tranquilos. Sólo estaréis dos o tres meses sin poder usarla. Recuperareis las oportunidades perdidas en cuanto vuelva a estar disponible. Y recordad que el amo es generoso cuando obtiene lo que quiere.

Toby, hoy has sido el mejor. Tú primero.

Tendríais que ver al bueno de Toby lanzándose sobre Fátima en cuanto el capataz la ató bien abierta de piernas. La penetró sin miramientos, lubricado con una mezcla de rencor y ansiedad. Una ansiedad lógica, desde luego, pues los negros no tienen acceso habitual a las hembras de su especie. Los machos son más numerosos en la plantación, pues son más rentables en el campo, y salvo algunos de lealtad contrastada, que tienen choza propia y permiso para formar familia, a la mayoría sólo les concedo unas horas de esparcimiento con aquellas hembras destinadas a la procreación, durante el día del señor. Con suerte logran copular con alguna negra vieja o fea, pues las jóvenes hermosas las reservo para el servicio doméstico hasta que me harto de verlas y las vendo, o hasta que las entrego a algún veterano servicial: una negra bonita es demasiado valiosa como para desperdiciarla en negros. Y si alguno de aquellos animales se atreve a tomarlas sin permiso, ya sabe de antemano que aquel será su último día como macho.

Los especímenes exquisitos como Fátima, y otras que la siguieron con el paso de los años, resultaron un gran incentivo. Desde que puse a su disposición hermosas hembras abiertas de piernas esperándoles a la vuelta del trabajo, los negros empezaron a esforzarse. A esforzarse de verdad. Algunos renunciaban al medio día de descanso para tener la oportunidad de repetir al día siguiente. Sólo uno no cumplió las órdenes y usó el culo de Fátima. Ante las amenazas, el resto lo delataron. Jamás se dio otro caso.

Fátima parió diez negritos. Sobrevivieron dos machos y cuatro hembras. Me quedé las dos más bonitas y, en mí cincuenta cumpleaños, me di el homenaje de estrenar dos culitos adolescentes salidos del coño de la primera negra que degusté.

Las dos gritaban como su madre.

—FIN—

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