Historias de la mili 25
Relato coral de un grupo de soldados de reemplazo del Tercio de Armada en los años 80, durante los últimos meses de servicio militar. Historias de infidelidad, sexo de juventud, amor y también inevitable transición entre la adolescencia y la edad adulta.
Despedidas.
Julián vuelve a picar en la puerta. Oye ruido dentro de la casa. Así que insiste. Han pasado dos días y Leo no le ha llamado aún, cosa extraña. Dos días soportando al hijo de su madre de Valdivia, que lo ha tenido puteado sin un momento de descanso.
No se molestó en dirigirle la palabra en toda la mañana del día anterior, haciéndolo moverse con el tiempo contado para resolver recados chorras. Nada que justificase la petición de un chofer a la plana mayor. Ese mismo mediodía, aprovechó que lo llevaba a un acto en el polígono de tiro Janer, a medio camino entre San Fernando y Cádiz, para intentar sonsacarle de qué conocía a su hija. El Madriles se puso muy nervioso, más aun, al pasar por el desvío y las dunas donde Virginia le entregó su virginidad, ironías del asunto. Por un instante estuvo tentado de contarlo todo y suicidarse en ese momento. Que le dieran por culo al comandante, a su hija y a todo el ejército, pero no tuvo valor. Ese pequeño triunfo de mirar su cara por el retrovisor, mientras ponía los puntos sobre las ies de su niñita que ya no lo era tanto, le podía costar muy caro. No sabía hasta donde podría llegar, pero lo cierto es que no era capaz de aguantar ni un minuto más de mili, así que tragó saliva y negó toda relación más allá de un encuentro de barra de bar en el Cuatro Rosas. Por un lado, era buena señal su interés, por cuanto significaba que Virginia no había abierto el pico.
El otro acabó desistiendo. Al menos de momento. Porque tenía una par de semanas por delante para ablandarlo. Lo iba a putear de lo lindo, así que tocaba aguantar, como un recluso en la celda, apretando los dientes y haciendo muescas en la pared. Al menos, él sabía que el fin de su condena estaba cerca.
La única pequeña satisfacción, es que esa tarde lo había tenido que llevar a su casa de playa en Chiclana. Afortunadamente lo dejó en la puerta y no tuvo que entrar. La posibilidad de cruzarse con Virginia no le agradaba en absoluto. Lo que parecía un castigo que retrasaba su fin de servicio, se había convertido sin que el comandante se percatara, en la oportunidad de visitar a Leo y explicarle el porqué de su ausencia.
De modo que allí estaba, plantado en la puerta de la villa de alquiler de su novia, esperando que alguien advirtiera los golpes que estaba dando en la aldaba de la cancela de madera que daba al pequeño patio.
Finalmente, la puerta de la casa se abrió y una señora en bata de trabajo se acercó cruzando el patio.
- ¿Sí? - Preguntó quitándose unos guantes de plástico de los que se usaban para fregar.
- Hola, preguntaba por la familia Morales – inquiere Julián extrañado, aunque no le parece raro que hayan contratado a alguien para limpiar. Su suegra no es de las que se manchan las manos.
- Ya se fueron. Ayer.
- No entiendo ¿Adónde se han ido?
- Pues a Madrid.
El militar se queda con la boca abierta, incapaz de comprender.
- Pero si hasta el domingo…
- Sí, parece que han adelantado la vuelta.
- ¿Esta segura?
La otra lo mira con cara de acelga: le fastidia que la interrumpan y que encima sea para cuestionarla, como si fuera tonta.
- Bastante, estamos limpiando la casa para el próximo inquilino.
Julián vuelve a quedarse con la mandíbula descolgada, aunque esta vez ya no insiste. Se limita a darse la vuelta y a caminar hacia el Renault 7 negro de la armada mientras la mujer se mete de nuevo en la casa farfullando entre dientes “ encima maleducado ”.
Conduce por el pinar de los franceses, con las ventanillas subidas a pesar del calor, para evitar los mosquitos que acaba de traer el levante que empezó a soplar a media tarde, lo que aumenta la sensación de agobio. No sabe que ha podido suceder, pero un horrible presentimiento le ronda el ánimo.
- Joder, joder, joder…
El adiós.
Los amigos están sentados en la cantina de la estación de San Fernando. Cuatro petates voluminosos se apilan junto a la mesa, con todo lo que han decidido llevarse de vuelta a casa. Atrás dejan una camisa verde de faena rota (tradición de la Infantería de Marina, romperse la última camisa que te pones antes de licenciarse), una taquilla vacía y un año que, ni por lo bueno ni por lo malo, olvidaran jamás. Lo demás, lo que no entra en el petate, lo llevan dentro: amistad, madurez, experiencia… pero también sinsabores, sufrimiento, decepciones y el regusto amargo de que ahora tienen una foto mucho más nítida de lo que es la vida. La puta mili les ha dado un curso acelerado de todo lo que para bien o mal, se van a encontrar ahí fuera. Y la foto es inquietante porque saben que ya no volverán jamás a lo que dejaron atrás. Les toca arremangarse y empezar a buscarse la vida porque después de este año, tampoco sus familias los van a volver a tratar como unos adolescentes.
Hace una hora escasa, todo era alegría y fiesta en la cantina del cuartel, agitando la cartilla de licenciatura (La Blanca, la llaman en la Marina) y gritando eufóricos mientras celebraban que se iban por fin, de paisano y con la ropa militar a buen recaudo en los petates, viendo reflejadas las mismas caras de envidia (desesperación en algunos casos), que ellos mismos habían puesto cuando les había tocado despedir a los abuelos anteriores. Pero en este momento, ya más calmados y alrededor de unas cervezas, los cuatro juntos (Pedro, Antonio, Eduardo y Juan Antonio), miran silenciosos hacia el futuro, con una mezcla de sentimientos encontrados, aunque en este momento parecen escorarse más hacia el bajón anímico. Toman un tren de cercanías hasta Sevilla y allí, cada uno para su casa.
El que tiene más recorrido por delante es el gallego. Transbordo del ovejero a un expreso que tardará horas en llevarle a Madrid y allí nuevo cambio a otro que lo llevará a Coruña. Sus padres han quedado en ir a buscarlo a la estación. Está contento de volver a su tierra, no podría llamarse a sí mismo gallego si no lo invadiera la morriña, pero se acuerda de las palabras de Lita en la playa de Camposoto: es la luz. Cierto, la luminosidad y el calor de esta tierra marinera se le ha quedado pegada al alma. Es de un pueblo de interior, pero en Coruña nada está lejos del mar, ese océano que es el mismo pero tan diferente, como dos caras de una misma moneda, como dos lados de sí mismo. Ahora sabe que olerá el salitre cuando trabaje en el taller mecánico de su pueblo y que sentirá el levante cuando ayude en el campo de su familia, aunque nadie más a su alrededor lo pueda oler y sentir. Ninguna chica le espera, pero también es muy consciente de que el recuerdo de Laura estará presente cuando algún día conozca a la que será su primera novia formal ¿Tardará mucho en llegar? Bueno, ahora no tiene prisa, por mucho que tarde en suceder, las imágenes de lo vivido junto a esa Algecireña lo acompañan y hacen la espera mucho más soportable.
El Malaguita también piensa en su regreso. Tampoco lo espera nadie más allá de sus amigos y su familia. Pensaba que no podría pasar sin ellos, pero un año en la Marina saca lo más fuerte de uno fuera. Ahora se sabe algo más independiente, más capaz de empezar a valerse por sí mismo. Tiene una oferta de trabajo en Estepona, que hasta entonces no había considerado. Con su curro de media jornada en Málaga le daba para cubrir gastos y hacer una pequeña ayuda en casa. Estaba cómodo y no tenía prisa por independizarse, pero ahora lo ve de otra manera. Si ha sobrevivido a una puta mili de un año ¿Por qué no arriesgarse a la aventura de irse a vivir a Estepona? Ese puesto sí es de jornada completa y parece estable. Ahí hay futuro. Pero lo para el estar solo. Si tan solo uno de sus amigos lo acompañara… si hubiese una chica que…en fin. Se relame las gotas de cerveza fría en los labios con la misma sensación agridulce que el resto de sus camaradas.
Eduardo es el que tiene más motivos para alegrarse. Familia, novia y trabajo. Todos lo esperan y no esconde lo emocionado que está, aunque por respeto a sus amigos, deja que la parte nostálgica lo invada, sumándose al momento, casi solemne, de la triste despedida. Aun les quedarán hora y media de cercanías hasta Sevilla, pero todos saben que el adiós de verdad será ahí, en la estación de San Fernando, apenas el tren comience a dejar atrás la parilla que separa la estación del Tercio de Armada.
- Cordobita ¿te has despedido de la mora ? – pregunta Antonio por romper el silencio espeso que se ha instalado entre ellos.
- Sí, anoche – contesta cabizbajo – por cierto, recuerdos de su parte para todos.
Todos estaban contentos de volver a sus casas de una forma u otra, pero el Cordobita no las tenía todas consigo. Un sentimiento de agobio que no podía evitar, le impedía la noche anterior compartir la alegría de sus compañeros. Había probado otra vida y aunque para la mayoría, la mili había sido una experiencia que hubieran preferido evitarse, para él fue algo que le había gustado, un paréntesis en una vida gris y sin expectativas…a la que ahora tenía que regresar.
Pero no era solo eso. Ayer, efectivamente, se había despedido de Fátima. Ella había tratado de hacerse la dura pero, Juan Antonio, que la conocía bien, supo que al menos en un par de ocasiones se había aguantado las ganas de soltar una lágrima. No de llorar (hubiera sido demasiado para ella), pero sí de permitir caer un par de perlas de cristal desde sus ojos oscuros y dejarlas rodar por sus mejillas color canela.
No era solo a lo que volvía, era también lo que dejaba. La Mora era carne de cañón y los dos lo sabían. Si su futuro era gris, el de la chica era negro, muy negro. Pero ¿qué podía hacer él? Había fantaseado con llevársela pero estaba seguro de que ella no encajaría, ni en el pueblo, ni en su familia. Lo único que conseguiría es que en vez de un solo desgraciado hubiera una pareja de infelices. Lo cual le llevaba a otra consideración: solo había salido de la sierra de Córdoba para ir a la mili, entonces ¿volvía para siempre allí? ¿Tendría otra oportunidad de vivir de verdad o por el contrario ya solo le quedaba trabajo, ovejas y campo? Y también soledad, pensó inquieto. En aquel año había hecho amigos que se habían convertido en su familia. No es que fuera una familia de la ostia, pero era mucho mejor que lo que había dejado atrás. Un padre autoritario y seco, una madre sufrida y que parecía conformarse con todo y unos hermanos cortos de luces y preocupados solo por ocupar su lugar como primogénitos en la jerarquía inflexible que marcaban los usos y costumbres de su pueblo. Él era el último de esa jerarquía y de todas las demás. Ninguna chica del pueblo parecía entenderlo, ni mucho menos, fijarse en él como un buen partido, por lo que buscar refugio en otros brazos y formar su propia familia, también se le antojaba un proyecto difícil. Ciertamente, regresar a su casa se le hacía cuesta arriba.
- Mirad quien llega – exclamó Eduardo interrumpiendo los pensamientos del cordobés, que estaban empezando a adoptar un tono fúnebre.
El Madriles entraba en ese momento a la cantina, dirigiéndose a la máquina de tabaco y arrastrando como los demás, un petate color crema. También debía tomar el tren y se ve que hacia acopio de cigarrillos para el camino, que como el del gallego, se preveía largo y tedioso.
- ¿Le decimos algo?
Todas las miradas se dirigieron a Pedro, como si él tuviera que dar el visto bueno. Se encogió de hombros y asintió.
- Vinimos juntos y por mí nos vamos juntos. Total, no me importa aguantarlo unas horas más después de un año de mili. Siempre que no rebuzne ninguna inconveniencia.
- ¡Eh Julián! Vente a tomar una caña, hombre.
El otro se fijó en ellos, no se había percatado de su presencia. Pareció dudar, pero al final, se acercó hasta donde estaban.
- ¿Esperando el tren?
- No, aquí decidiendo si nos reenganchamos en la Marina o probamos ahora en caballería… - dijo Antonio provocando alguna risa - ¿Te apuntas?
- A la cerveza sí, a lo otro creo que no – continuó con la broma.
- Anda siéntate – dijo el gallego acercándole un taburete.
- ¿Tengo que estar preparado por si se te vuelve a ir la mano?
- No, si te limitas a beber con nosotros.
Julián lo miró un instante y luego hizo un gesto de conformidad, dando a entender que por su parte, el incidente de la otra noche estaba superado.
- ¿Qué tal los últimos días? No se te ha visto el pelo.
- El comandante Valdivia me ha tenido entretenido. Para que no me aburra. Ey, una caña más aquí – pidió al camarero.
Eduardo puso voz a la pregunta que todos se hacían:
- Oye ¿se enteró de lo tuyo y Virginia? ¿Por eso te ha estado puteando?
- No creo. Os aseguro que si llega a saberlo no estoy hoy aquí con la blanca en la mano. Simplemente sospechaba algo, pero la chica ha sido buena, no se ha ido de la lengua y yo he podido mantener el tipo, así que al final ha tenido que soltar a la presa.
- Pues se te ha aparecido la virgen.
- ¿Alguna noticia del Majara?
- Ayer lo llevó Antonio a Cádiz.
- Sí, lo trasladamos en la ambulancia.
- ¿Cómo está?
- Pues la verdad es que lo habían sedado para que no diera guerra durante el traslado. Intenté hablarle, pero igual que si conversara con un cactus. Y al enfermero poco más le pude sacar. Solo que llevaba un informe del médico y que parece ser que ya habían hablado entre los especialistas. Que al final, igual no queda tan mal. Están deseando darle el alta para licenciarlo y picarle boleto: quieren quitarse ese marrón de encima.
- Eso lo que dijo el tiritas, en el ejército para el tema mental no hay demasiadas soluciones. Cuánto antes salga y se ponga en manos de un loquero de verdad, mejor.
- Yo no sé si este va tener arreglo.
- Ya, pero por lo menos, que tenga un oportunidad.
- ¡Por el Majara!
- ¡Por el Majara! - repitieron todos levantando el vaso.
Tras unos segundos de silencioso homenaje, Julián preguntó:
- ¿Sabéis algo de Laura?
Lo hizo con tono desprovisto de chulería, casi se podía adivinar algo de súplica disfrazada de falso desinterés. Lo había dejado caer como quien no quería la cosa.
Los chicos se miraron entre ellos antes de contestar.
- Llamó ayer para despedirse - dijo finalmente Pedro.
- Y ¿cómo está?
- Solo nos dio recuerdos de Paqui y nos deseó que todo nos fuera bien. No nos dijo mucho más - explicó el gallego que no consideró necesario señalar quién había quedado excluido de la despedida. El Madriles seguía con la vista puesta en su compañero, hasta que esté finalmente añadió: - no parecía muy contenta, supongo que todavía estará mal.
Julián asintió, en un mudo reconocimiento de su culpabilidad. A estas alturas, ya no tenía sentido continuar con la farsa.
- ¿Y tú, has hablado de nuevo con ella?
- Lo intenté, pero no me coge el teléfono - contestó meneando la cabeza - También pensé en ir a Algeciras hoy, cuando estuviéramos ya libres, pero me dejó muy claro cuando cortamos que no quiere verme aparecer por allí. Aquí ya no hay más leña que cortar - concluyó tratando de aparentar una entereza estaba lejos de sentir.
- Bueno, pues entonces a Madrid y a seguir con tu vida ¿no? Si aquí no hay nada que rascar...
- Pues sí, a seguir con mi vida… - Julián se calló que llevaba muchos días sin noticias de Leonor, que igual que Lita, tampoco le cogía el teléfono.
- ¡Porque nos vaya bien a todos y porque ya se acabó la puta mili! - dijo Eduardo levantando de nuevo el brazo con la copa en la mano.
Todos se levantaron para el último brindis, haciendo chocar los cinco vasos. Apenas les dio tiempo de volver a sentarse, cuando anunciaron por megafonía la llegada del tren procedente de Cádiz que los devolvía a casa. Un par de minutos después, ya estaban en el andén formando círculo alrededor de los petates y viendo aproximarse el Cercanías.
Al otro lado de la tapia, en el cuartel contiguo, sonó el toque de atención de una corneta, seguida de retumbar de tambores. Todos sabían lo que significaba: un nuevo reemplazo comenzaba la instrucción en la explanada de tierra que había junto a la pista americana.