Historias de juventud

El pasado de una mujer corriente vuelve para desvelar una vida en la que destacó como actriz porno en los setenta.

Llegué pronto a casa. Estaba agotada y soñaba con darme un buen baño. Disponía de tres largas horas para relajarme antes de que llegaran Rubén y los niños. Por eso me extrañó oír el ruido del televisor que llegaba apagado por el pasillo.

  • ¿Rubén? - pregunté algo inquieta.

No recibí respuesta, pero dado que no había recibido aviso alguna de la empresa de alarmas, di por sentado que debía de tratarse de mi marido, que sin duda no me había oído por culpa de la tele.

A medida que me acercaba a la sala de estar, pude distinguir el sonido de la televisión. Era una mezcla de música con gritos y jadeos. No me lo podía creer, mi marido estaba viendo porno.

No me molestaba que viera porno, pero prefería saberlo por él, que hablara conmigo y demostrara confianza. Decidida a engancharlo con las manos en la masa y pensando en la cara que pondría cuando lo pillara, entré riendo para mí misma a la sala. Estaba sentado en el sofá, de espaldas, completamente ajeno a mi presencia y con un vaso de alguno de sus coñacs en la mano. En la pantalla del televisor una chica joven recibía a cuatro patas las embestidas de un chico que parecía de la misma edad, unos veinte. La imagen parecía algo antigua, quizá de los setenta, y la factura no era muy buena.

De repente solté un grito que hizo que mi marido se levantara de golpe, derramando algo de licor sobre el sofá. Me tapé la boca con las manos para intentar ahogar mi sorpresa. Con los ojos abiertos como platos y un sudor frío que me recorría la espalda me di cuenta de que aquella chica de melena corta y morena era yo misma. Tardé unos instantes en darme cuenta porqué nunca había querido ver nada de lo que había filmado en un pasado que ahora volvía para poner mi vida del revés.

Rubén parecía haber bebido bastante. No dijo nada, pero señaló el televisor y se encogió de hombros, con las palmas hacia arriba, preguntando sin palabras qué demonios era aquello que estaba viendo. En la tele, el chico sacaba una polla larga y delgada de mi interior y se sentaba en un colchón viejo tirado directamente en el suelo. Yo me puse encima suyo, a horcajadas, y poco a poco fui bajando, metiéndome aquella polla rosada en mi interior. Cuando mi trasero contactó con sus testículos comencé a subir y bajar lentamente.

  • Apaga eso, por favor – logré decir, apartando la mirada del televisor.

Él resopló, dejándose caer en el sofá, ignorando la mancha de licor. Volvió la vista a la tele, donde mi yo del pasado cabalgaba ahora con rapidez a aquel chico, que me cogía del culo con fuerza, separándome las nalgas. Busqué el mando a distancia y me precipité hacia él apagando el dichoso aparato. Es una larga historia, dije.

  • Los chicos dormirán esta noche en casa de mi madre. Tenemos tiempo – consiguió decir Rubén.

Así fue cómo mi pasado regresó sin yo pedirlo, y lo que relato a continuación y relaté a mi marido en su día, es mi historia. No me arrepiento de lo que hice, pero quizá sí del porqué.

Vayamos hacia finales de los sesenta. Yo era una adolescente que como es normal desafiaba continuamente a mis padres. Me gusta pensar que me querían, pero no lo demostraban. Todo su afecto y comprensión lo dedicaban a mi hermano pequeño, que obtenía privilegios y muy pocas obligaciones. En ese ambiente desarrollé un creciente desprecio hacia mi familia, a la que veía como un núcleo anticuado y machista. Iba a decir que empecé a frecuentar compañías poco recomendables, pero lo cierto es que las busqué. Seguramente para llamar la atención entré en un grupo donde lo más normal del mundo era saltarse clases, fumar y beber, y ninguno de esos tres hábitos son saludables en la adolescencia.

Cuando en casa se enteraron de mis peligrosas amistades, pusieron el grito en el cielo, pero en lugar de intentar acercarse un poco a mí, me amenazaron y reprimieron, ante lo que respondí a los dieciocho con un abandono del hogar del que todavía me arrepiento.

Pedí ayuda y techo a mi mejor amiga, pero era evidente que le causaría problemas a ella y a sus padres, por lo que no me pudo ayudar. Me sugirió a Miki, la voz cantante del grupito de pellas, algunos años mayor que nosotras y que resultaba que no faltaba al instituto, sino a la universidad. Al parecer vivía solo, así que dirigí mis pasos a su casa, donde me acogió con aparente indiferencia. Era un tío presumido y orgulloso, que iba por el mundo como si le perteneciese. No era santo de mi devoción pero tampoco me caía mal, y con la rabia y el odio que sentía en aquel momento le ofrecí mi virginidad la misma noche que llegué a su casa.

  • ¿Eres virgen? No jodas. - me dijo apartándose de mí y mirándome como si estuviera enferma.
  • ¿Importa?

Estaba en ropa interior en su cama. Nos habíamos besado y magreado hasta que le confesé mi virginidad. Debería estar nerviosa ante mi primera vez, pero lo único que quería era comportarme como la mala hija que mis padres creían que era. Me puse de rodillas encima de la cama y me desabroché el sujetador, liberando mis tetas, que cayeron ligeramente vencidas por la gravedad. No tengo los pechos exageradamente grandes, pero sí lo suficiente para llenar unas manos masculinas normales. Sin duda es la aparte de mi anatomía que más llama la atención, porque soy guapa tirando a normalita y de cadera estrecha y culo pequeño, aunque redondito.

  • Si no eres tú será el primero que me cruce por la calle. - mentí.

Miki dibujó media sonrisa en su rostro y se bajó los pantalones y los calzoncillos a la vez. Era la primera que veía de cerca pero no me impresionó demasiado. En aquel momento no podía compararla con otras, pero era una polla más bien pequeña y pálida que se erguía mirando al techo más orgullosa si cabe que su dueño. Subió a la cama y se acercó a mí sin mirarme, dedicando toda su atención a mis tetas. Sus manos quemaban. Jugó un rato con mis pechos, acariciándolos, apretándolos y pellizcando mis pequeños pezones rosados. Mi respiración se hizo más profunda y Miki cogió mi mano y la puso en su miembro, mostrándome cómo tenía que masturbarle. Llevó una de mis tetas a su boca y la besó y chupó, succionando de vez en cuando mis pezones, que ganaban en dureza a cada estímulo.

Dejó mis pechos y me besó. Después señaló su pequeña polla y dijo chúpamela. Quería parecer más segura de lo que en realidad me sentía, así que me agaché y me la metí en la boca. No sabía muy bien cómo hacerlo, pero Miki se encargó, cogiendo mi cabeza y moviéndola. Él respiraba cada vez más rápido, y de repente echó mi cabeza hacia atrás. Estírate. Obedecí y se estiró a mi lado. Volvió a chuparme las tetas, pero esta vez llevó una mano hacia mi sexo. Acarició mi vello púbico y comenzó a masturbarme. Estaba muy mojada, por lo que sonrió y se puso encima. Por lo que había oído esperaba un dolor terrible, pero no fue así. Dolió, pero pronto empecé a disfrutar, aunque fuera sólo durante poco tiempo.

Miki me penetraba con lentitud, pero pronto aceleró el ritmo, y con los ojos entrecerrados anunció que se corría. La sacó y se puso a horcajadas sobre mi cintura, agarrándose la polla con una mano y apretando con la otra uno de mis pechos. Fascinada, observé cómo el semen salía a borbotones de su palpitante miembro, cubriéndome el vientre y la teta que tenía libre de aquel líquido espeso y ardiente. Lo toqué para apreciar su textura mientras Miki se estiraba a mi lado satisfecho.

  • Cuando vayas a limpiarte, trae el tabaco. En la cocina.

Aquella noche lloré en silencio en una cama que no era la mía, y caí rendida en un sueño reparador. A la mañana siguiente Miki me despertó zarandeándome.

  • ¡Mi padre! - gritó con los ojos muy abiertos.
  • ¿No vivías solo? - dije intentando despertarme.
  • ¡Vístete, joder!

Me vestí lo más rápido que pude y me escondí en su habitación, desde donde pude escuchar la bronca monumental que le echó su padre, pues se había enterado que no visitaba de la universidad mas que el bar. Al final resultó que el macarra del barrio no era más que un niño pijo que vivía en un piso pagado por su padre forrado.

Al cabo de unos minutos Miki entró en la habitación cabizbajo, muy diferente del chulito que pasaba maría y se las daba de rey del barrio. Me sorprendió verlo con un pequeño fajo de billetes y un papel con un nombre y una dirección. No tenía porqué hacerlo, pero se portó mejor conmigo que muchos otros que más tarde conocí.

  • Aquí no te puedes quedar. Lo siento.
  • ¿París? - pregunté sorprendida mostrándole el papel.
  • Siempre dices que quieres alejarte de tu familia. - señalando la nota: - Es un tío legal. Te ayudará.

Pocas horas después estaba metida en un tren con destino a la estación parisina de Gare de Lyon donde me esperaba un futuro incierto y donde comencé a rodar escenas como la que había visto reproducida en el televisor de mi sala de estar.