Historias de juventud (3)
Acaba la etapa francesa de la protagonista.
La semana siguiente la pasé disfrutando de la ciudad y de un pequeño apartamento que conseguí alquilar con la ayuda de Claudio. Auguste me propuso participar en un par de secuencias más para que poco a poco dejara atrás los nervios. Acepté encantada, pues por cada una me pagaban generosamente y eso me permitiría conservar el apartamento.
Las dos escenas se grabaron en casa de Émile, que nada más verme me besó en la mejilla y me ofreció un café. Hablamos un poco de mi nueva vida en París, y en ningún momento nadie preguntó sobre mi pasado o por las circunstancias que me habían llevado hasta allí, cosa que agradecí. Émile parecía ansioso por grabar para, según él, sacar el arte que llevaba dentro, aunque era evidente que deseaba volver a tener mi cuerpo en sus maduras manos. Auguste así me lo dio a entender señalando mis pechos y después a Émile. Obviamente los nervios aún me afectaban, pero aquellos dos hombre eran tan amables y se comportaban de manera tan natural que no tardé mucho en sentirme cómoda estando desnuda en su presencia o incluso con las manos de Émile recorriendo mis curvas.
- Recuerda, querida. Es trabajo, haz como si no hubiera nadie a tu alrededor.
En la primera de las escenas llevaba un vestido corto y de una talla menor a la que uso habitualmente, cosa que remarcaba sobretodo mis tetas, que luchaban para salir a la luz. Estaba en la cocina, fregando platos cuando Émile se abalanzaba sobre mí y me tocaba desde atrás. Se agachó y subió el vestido hasta tener ante él mi trasero, que sobó, apretó y mordisqueó. A continuación se levantó y me sacó las tetas del vestido, presionando mis pezones con suavidad, se quitó el albornoz granate y volvió a la carga apretando mis pechos. Movía el cuerpo arriba y abajo, con lo que podía notar su pene recorriendo el interior de mis muslos. Finalmente me dio la vuelta, levantó una de mis piernas y simuló penetrarme hasta que acabó dejándose caer sobre mi cuerpo, exhausto.
Le tocó el turno a continuación al cámara. Al parecer allí todo el mundo hacía de todo, y el chico regordete resultó ser otro actor aficionado que intentaba abrirse paso en el mundo de la interpretación aunque fuera en aquel tipo de películas. Nos limitamos a rodar una corta escena de sexo en una de las numerosas habitaciones de la mansión. El chico, Marcel, no tenía un cuerpo que llamara al deseo, pero era bastante guapo y un encanto como persona. Cuando se desnudó para empezar a rodar me quedé de piedra, tenía ante mí un miembro que entonces creí descomunal. Aunque en el futuro me enfrentaría a penes mucho más grandes, la polla de Marcel era muy ancha, con una circunferencia que ni mucho menos podían abarcar mis manos, y me quedé unos segundos hipnotizada.
Siguiendo las instrucciones de Auguste y Émile, subí a la cama y me puse a cuatro patas, sorprendiéndome a mí misma de mi tranquilidad y aplomo. Cámara en mano, Émile rodeó la cama, grabando desde todos los ángulos posibles. Auguste levantó el dedo pulgar animándome y dando su aprobación. Dieron la señal a Marcel para que entrara en acción y se situó a mi espalda, uniendo su pubis a mi culo. Empezó a moverse haciendo que mis pechos se balancearan sin parar, chocando entre ellos ante el objetivo de la cámara. Émile sonreía y no cesaba de repetir très bien, très bien. Con el movimiento llegué a notar el pene de Marcel rozando mi vello púbico y por primera vez desde que empezó todo no pude evitar excitarme. Fue sólo un instante, un leve escalofrío, pero lo sentí, y por un momento deseé no tener una cámara al lado y poder abandonarme al placer.
Acabamos en seguida de rodar aquella corta escena y tanto Auguste como Émile me felicitaron, pues parecía que los nervios iban desapareciendo poco a poco. Me pagaron y nos despedimos. Marcel me siguió hasta la salida y señaló un Renault 8 ofreciéndose para llevarme a casa. Al mirarle supe al instante cómo acabaría aquello. Accedí y dejamos atrás la casa señorial de Émile en dirección a la gran ciudad.
Por el camino hablamos de cosas intranscendentes, como gustos musicales, la comida francesa a la que no me acababa de acostumbrar y de las maravillas de mi ciudad de acogida. Finalmente llegamos al pequeño piso que era mi hogar y leí en los ojos de Marcel que le gustaba. El sentimiento era mutuo, y sinceramente deseaba estar con él, o quizás sólo con alguien, por lo que le invité a subir. Nada más cerrar la puerta nos abrazamos y besamos como una pareja que ha tardado demasiado en encontrarse. Nos quitamos la ropa en cuestión de segundos y follamos en el sofá, que fue el primer lugar confortable con el que chocamos entre besos y magreos. Fue un polvo rápido e intenso, y me dolió un poco a causa de lo verde que estaba y el tamaño de su pene. Por suerte, Marcel notó mi falta de experiencia y fue cuidadoso. Disfruté de un intenso orgasmo cabalgando aquella polla que ahora se adaptaba perfectamente en mi interior.
Descansando desnudos y abrazados en el sofá, le pedí que no se marchara. Me sentía muy sola en una ciudad llena de gente y ansiaba tener cerca a alguien que me dedicara algo de afecto. Marcel sonrió y aceptó mi invitación. Pasamos los cinco días siguientes juntos, hablando y follando. Marcel me practicó el primer sexo oral de mi vida, y disfruté muchísimo con aquel chico que me gustaba cada vez más a cada minuto que pasaba. Apenas salíamos para comprar comida, y si no fuera porque la primavera había empezado bastante fría, creo que hubiéramos estado desnudos todo el tiempo. Era evidente que Marcel tenía mucha práctica, y supuse que sería una de tantas aspirantes a actriz que habrían pasado por sus manos, pero no me importó. Estaba a gusto a su lado y rara era la vez en la que el polvo no acababa en orgasmo. A Marcel le encantaba eyacular por todo mi cuerpo, era como un lienzo para él, y aunque insistió, no le dejé hacerlo sobre mi cara. Fueron unos días maravillosos, pero como todo lo bueno se acaba, Marcel tuvo que volver a su vida y los estudios que había abandonado momentáneamente por estar enclaustrado en mi pequeño piso.
Como cada semana, pasaba por el despacho de Auguste por si tenía alguna escena que rodar, pero cuando llegué me lo encontré en el portal y me dijo que se iría de viaje por unos días. Se iba a Alemania y yo no tenía nada que hacer durante la semana que Auguste pasaría fuera, así que me dispuse a disfrutas de unas pequeñas vacaciones. Pensé que quizá podría pasar más tiempo con Marcel, así que volví a casa para buscar la libreta donde me había anotado su número de teléfono.
Al llegar a mi calle encontré un gran tumulto. La gente observaba una columna de humo que se alzaba hacia el encapotado cielo parisino mientras llegaban uno, dos y hasta tres camiones de bomberos. Con un nudo en el estómago intenté abrirme paso entre la multitud, y cuando lo conseguí se me vino el mundo encima. El edificio en el que me alojaba estaba en llamas. El fuego salía por las ventanas del segundo piso y se estiraban hacía mi apartamento, que sin duda quedaría inhabitable después de aquello.
Esa misma tarde el fuego estaba extinguido y los bomberos me confirmaron mis temores. Había perdido lo poco que tenía en aquel apartamento, y con Auguste de viaje y sin saber cómo localizar a Marcel, no tuve más remedio que gastar los pocos francos que llevaba encima en el autobús que iba hacia Artueil, a la casa de Émile. Aquella mansión ruinosa era la única opción que me quedaba por el momento.
Al anochecer llegué a Artueil, esperando que mi mala suerte acabara allí mismo y Émile se encontrara en casa. Por fortuna así fue. Me abrió la gran puerta de madera sin barnizar algo sorprendido, preguntando si teníamos algo que rodar. Con ojos llorosos le relaté el desgraciado incendio y le pedí si me podía dar cobijo aquella noche.
- ¡Eso ni se pregunta, querida!
Aliviada, me dejé guiar hasta una de las habitaciones que Émile mantenía en condiciones para ser ocupada. Se disculpó al no poder ofrecerme otra ropa que no fuera la que se utilizaba en las filmaciones, todo conjuntos de lencería o vestidos más sugerentes que cómodos.
- Tranquilo, con lo que llevo ya me apañaré.
Estaba agotada y soñaba con un buen baño, por lo que pedí permiso a Émile para ducharme. Solícito, me ofreció hacer uso completo de la casa, no tienes que pedir permiso, chéri.
El baño era sin duda la mejor parte de la casa que había visto hasta el momento. Estaba completamente restaurado, era amplio y estaba impoluto. Estuve un buen rato bajo la ducha, como si el agua pudiera llevarse aquel mal día. Cuando acabé me di cuenta de que no había ninguna toalla con la que secarme, con lo que tuve que llamar a gritos a Émile, que apareció en seguida con un par de ellas. Intenté tapar como pude mi desnudez, a lo que Émile respondió con una carcajada.
- Eso no es necesario, querida. Creo que te visto así más de una vez.
Le di la razón algo sonrojada me tomé aquello como otro ejercicio para extirpar el pudor y salí de la bañera como mi madre me trajo al mundo. Émile me esperaba extendiendo la toalla más grande con los brazos abiertos. Me acerqué y me rodeó con ella. A continuación me dejó sola y me indicó que cenaríamos en cuanto estuviera lista. También señaló un vestido corto, similar al que me había puesto en una de las escenas que rodé con él. Como no me apetecía llevar la ropa que había utilizado durante todo el día, accedí a ponérmelo.
La cena consistió en una sopa espesa, con arroz y pasta, y vino tinto.
- ¿Cómo te has sentido en las últimas escenas? - preguntó Émile haciendo que dejara de pensar en el incendio.
- Mejor. La verdad es que me ayudáis mucho.
Émile asintió y dedicó los siguientes minutos a dar buena cuenta de su sopa.
- Émile, te estoy muy agradecida por tu hospitalidad, pero no quiero abusar. Si sabes cómo puedo localizar a Marcel, mañana iré a su casa y te dejaré tranquilo.
Mi anfitrión paró a medio camino la cuchara que iba hacia su boca y me miró sorprendido. Después sacudió la cabeza y se llevó la cuchara a la boca.
- No creo que a su mujer le gustara eso, querida.
Tierra trágame. El amable Marcel me había utilizado, omitiendo que estaba casado. Me sentí muy mal, engañada y utilizada. Si hay algo que no soporto es que me mientan de esa manera, y además me sentía culpable por herir a su mujer si es que ella sabía algo. Perdí el apetito y me puse muy triste. Creo que aquello detonó algo que tenía guardado desde que me fui de casa. Empecé a sollozar e intentando controlarme delante de Émile le pedí permiso para llamar desde su teléfono. El pobre no sabía qué cara poner, pero me volvió a repetir que no necesitaba permiso para nada mientras fuera su invitada.
- Mamá. Soy yo. Lo siento.
Del otro lado del teléfono sólo llegaba silencio. Finalmente oí la voz de mi madre de nuevo.
- ¿Estás bien?
- Sí, lo estoy.
Mi madre suspiró y colgó el auricular. Me sentía fatal. No me gustaba vivir en aquella casa. Aún hoy creo que irme fue una de las mejores decisiones de mi vida, pero ahí quieta, mirando aquel teléfono comprendí que había actuado de una manera pueril, abandonando mi hogar sin decir nada a mis padres, que seguro estarían sufriendo. Al menos les había dicho que me encontraba bien, y por el momento eso me bastó. Ahora pasarían del dolor al enfado, y no era el momento de forzar otra conversación.
- Creo que me iré a descansar, Émile.
- Claro, querida. Hasta mañana.
A la mañana siguiente me desperté algo confusa. Me quedé quieta mirando al techo desconchado hasta que los recuerdos de todo lo vivido el día anterior se ordenaron en mi cabeza. Al rato, Émile asomó su canosa presencia por la puerta cargado con una bandeja rebosante de pastas y zumo de naranja. Me incorporé sentándome en la cama, y al hacerlo mis pechos quedaron al descubierto. Mi primera intención fue taparme con las sábanas, pero recordé dónde estaba y con quién y decidí premiar a Émile con unas buenas vistas.
- Claro, querida. Naturalidad. - rió Émile.
Se sentó en la cama y empezó a hablar de la pastelería donde hacían aquellas deliciosas pastas. Era curioso, pero me daba más vergüenza que me vieran comer que mostrar mis encantos. Cuando Émile acabó de ensalzar la pastelería francesa, no pude más que preguntarle:
- Émile, si tienes dinero, ¿Cómo puedes vivir así? - inquirí señalando el estado de techo y paredes.
Mi anfitrión sonrió ante mi franqueza y me explicó que aunque tenía mucho dinero, no era inmensamente rico, y que al no tener descendientes a los que legar su mansión, prefería destinar el dinero a otros placeres que a mantener aquel edificio.
- Es un lugar muy viejo, querida. Y no te puedes hacer una idea de lo terriblemente caro que es mantener el antiguo esplendor de un edificio como este. - después de una pausa – Sinceramente, no vale la pena. Prefiero invertirlo en cosas que me hacen disfrutar más.
Al decir esto último me miró directamente a las tetas. Alargó una mano y acarició una de ellas con tanta suavidad que apenas lo percibí. Aquello ya no era trabajo, pero no me sentí violenta, más bien indiferente. Émile se excusó, retirando con presteza su mano, pero se la cogí y volví a posarla sobre mis pechos. Con un merci , Émile me los empezó a tocar con suavidad, de manera muy diferente a cuando rodábamos. Recorrió con el dedo mis pequeños pezones y los presionó con ternura. Aquello en sí no me excitaba, pero lo que sí lo hacía era ver la cara de deseo de Émile, ver que para él aquella chica algo desconcertada todavía por lo vivido, era el centro del mundo en aquel instante. Visto en perspectiva es evidente que por la malsana relación con mis padres y la ausencia de un hogar o una familia que me dedicase atención, lo único que quería era ser amada, aunque fuera de la forma lujuriosa con la que me quería Émile. Creo que si no hubiera sonado el teléfono, me hubiera dejado hacer cualquier cosa en las manos de mi anfitrión, pero el irritante sonido que llegaba desde la sala de estar nos interrumpió.
Émile estuvo un buen rato al teléfono, así que me levanté, recogí los restos del almuerzo y me duché. Me sentía como nueva. La llamada a casa de la noche anterior había causado un efecto vigorizante en mi mente, me había quitado un peso de encima y me veía con ganas de comerme el mundo, ya fuera vestida o desnuda correteando por una mansión en ruinas.
- ¡Buenas noticias, querida! - gritó Émile desde la sala.- Este sábado podrás asistir a una pequeña porción del pasado glorioso de la mansión d'Arcueil.
En efecto, la mansión recibiría visitas el fin de semana, por lo que Émile se disponía a ofrecer una fiesta el sábado para celebrar que volvería a ver a unos buenos amigos. Me habló de un director alemán cuyo nombre desconocía y aseguró que invitaría a mucha gente. Parecía emocionado, pero me preguntaba cómo aquel lugar podría recuperar su esplendor, aunque sólo fuera una pequeña parte.
Rodeándome por la cintura, Émile me acompañó a una sala de la casa que aún no había visitado. Era un salón grande, más que cualquiera otra sala de la mansión, y estaba mucho mejor cuidado que el resto de habitaciones. Las paredes estaban cubiertas de una especie de terciopelo magenta, con dibujos geométricos dorados, y colgaban cuadros de nobles de diferentes épocas. El suelo era una enorme alfombra con una escena de caza, y varios muebles antiguos llenaban la sala. Al fondo me llamó la atención una gran chimenea en la que podría caber una persona agachada.
- Los muebles son los originales de cuando se construyó la mansión, hace más de un siglo. - dijo Émile reuniéndose conmigo junto a la chimenea.
- Es fantástico, Émile – dije asombrada.
Mi anfitrión estaba orgulloso de aquel salón, una de las pocas partes de la casa que se esforzaba en mantener. No podía ni imaginar el dinero que podía suponer aquello,y comprendí que hacer lo propio con toda la mansión estaba sólo al alcance de muy pocos.
- Debo pedirte un favor, querida. Me gustaría que trabajaras esa noche, en la recepción con mis amigos.
Émile me explicó que se reunían poco, pero que le gustaba presumir de tener las camareras más atractivas para la ocasión. Normalmente las chicas con las que rodaba servían copas y canapés, así que me lo propuso. No hizo falta que me lo pensara, había perdido lo poco que tenía en el incendio y no estaba dispuesta a que Émile sufragara todos mis gastos. El dinero que me ofreció Émile me pareció más que justo, y añadió que el uniforme que debería llevar para la fiesta era más que sugerente. Desapareció un momento y volvió con un conjunto de ropa interior y un camisón corto y transparente, todo de color negro.
Sinceramente, no me importó estar vestida de aquella manera con gente que no conocía de nada. No sé porqué pero me daba igual. Creo que a una parte de mí le empezaba a resbalar todo el tema de la desnudez. Ya no veía nada malo o indecoroso en mostrar mi cuerpo, y de hecho, el que fueran desconocidos ayudaba a que no le diera importancia. Quería recuperar lo que había perdido y quería hacerlo con creces. Con el fuego se quemó mi yo juvenil y de las cenizas nació la persona que sería durante los próximos años, algo más fría y receptiva a tomarse la vida tal y como venía. Estaba enfadada, con el mundo, con mis padres y conmigo misma, y decidí ir siempre hacia delante, aunque no supiera del todo hacia dónde me dirigía.
- Vamos, pruébatelo. - sugirió Émile.
Me cambié de ropa delante de Émile con naturalidad. En el fondo me divertía ver su reacción cuando mis grandes tetas aparecían ante él libres de ataduras. Me empezaba a resultar agradable la forma en que los hombres admiraban mi cuerpo. Me puse el conjunto, que era muy bonito, aunque el sujetador me iba algo justo, haciendo que parte de mis pechos emergieran intentando saltar de aquella prenda que los aprisionaba. El camisón era muy corto, y le faltaban unos centímetros para poder tapar mi trasero.
- Magnifique!
- dijo Émile admirado.
Sonreí y me di la vuelta para que disfrutara de todos los ángulos. Simulé llevar una bandeja y caminé por el salón. Émile aplaudía divertido y me animaba a servir copas a invitados imaginarios. Yo iba de aquí para allá interpretando mi papel, hasta que me acerqué a Émile.
- ¿Quiere una copa, señor? - pregunté.
Émile no pudo aguantar más, me agarró por el culo y me pegó a su cuerpo, besando mis pechos a través de la tela transparente y sin dejar de repetir mi nombre. Era evidente que aquel hombre me deseaba de una manera intensa, y me divertía y excitaba por igual. En ese momento no me importó su edad, ni la mía, ni nada en absoluto. Lo único que quería era ser admirada y deseada, sentirme especial, así que me relajé dispuesta a disfrutar del momento.
Desabroché su albornoz y le cogí la polla, que crecía a cada segundo. Empecé a masturbarlo lentamente mientras Émile me bajaba las braguitas negras. Se separó un instante y aprovechamos para librarnos de la poca ropa que nos cubría. Émile se sentó en uno de aquellos divanes antiguos y cuando me iba a subir encima, me indicó que me diera la vuelta. Sentada sobre Émile, comencé a subir y bajar de espaldas a él, viendo así a la perfección aquellos enormes testículos que me habían llamado la atención en cuanto los vi. Los cogí con la mano, excitándome al comprobar que la llenaban por completo. Se los acaricié al tiempo que él agarraba mis tetas con fuerza. Giré un poco la cabeza para ver a Émile. Tenía la suya echada hacia atrás, jadeando totalmente extasiado. Ver su expresión me puso muy caliente, y aceleré el ritmo hasta que Émile me dio unos cachetes en las nalgas y me advirtió que estaba al límite. Saqué su polla de mi interior y continué masturbándolo. En unos segundos eyaculó de una forma considerable y mi mano y mi vello púbico quedaron totalmente pringados.
De repente Émile me apartó de un empellón y se levantó. Parecía que hubiera visto un fantasma.
- ¡Los muebles! - gritó.
Buscaba por el diván y las alfombras cualquier rastro de semen que hubiera podido caer. Estaba muy asustado, irreconocible. Miré su expresión aterrorizada, mi mano cubierta de su semen, la sala elegante y recargada donde habíamos follado y me eché a reír. Lo hice como hacía tiempo que no reía, a carcajadas y con unas lágrimas que se me escapaban furtivas. Émile me miró como si estuviera loca y se dejó caer en el diván, exhausto. Cuando me recobré me fui a duchar y a descansar en mi habitación.
Los días que faltaban hasta la pequeña fiesta pasaron sin pena ni gloria. Émile intentó más acercamientos, pero yo no lo quería así. Fue el momento y el lugar, lo que sentía y lo que no sentía lo que me llevó a cabalgarlo en el diván, y era muy posible que no volviera a ocurrir. No me arrepiento de lo que hice, aunque si llego a saber que Émile se pondría tan pesado, me lo hubiera pensado mejor. Para que nuestra relación no se estropease opté por pasar buena parte del día en París, donde visité por primera vez el Louvre. Desde ese momento quedé prendada del arte que había ignorado en el instituto, y creo firmemente que aquella visita al museo fue lo que me desvinculó años más tarde del mundo en el que vivía. Todo el mundo había oído hablar de “La Gioconda”, y aunque a muchos les deja indiferente, quedé atrapada en su aura como un insecto en ámbar.
Cuando llegaba a casa, al anochecer, Émile se mostraba cariñoso. A veces en exceso, y no perdía ocasión de tocarme el culo o mirarme cuando me duchaba o cambiaba de ropa. No debí permitir que eso pasara, pero por aquel entonces era todavía ingenua y sentía que de aquella manera le pagaba a Émile por su generosidad. Mientras no pasara de allí no me sentía violenta, no le daba más importancia.
Llegó por fin la noche esperada. Una docena de invitados daban vida a la mansión, llenándola con sus voces, sus risas y sus miradas. Émile era feliz rodeado de sus viejos amigos, a los que sólo veía muy de vez en cuando. Yo iba sirviendo copas y deliciosos aperitivos que habían traído de un buen restaurante parisino. Me ayudaba Marie, una chica algo mayor que yo que había rodado algunas escenas con Auguste y Émile, pero tenía novio y al final lo había dejado. Ahora trabajaba en una zapatería, y el dinero que ganaría sirviendo a aquellos hombres le iría muy bien para permitirse ciertos caprichos de los que tenía que prescindir con su sueldo actual.
Ni que decir tiene que los invitados charlaban y fumaban casi sin mirarse a la cara, más pendientes de nosotras que de sus interlocutores. La mayoría eran muy educados, y lo único que tuvimos que hacer fue apartar algunas manos de nuestros traseros. Estuvimos sirviendo cerca de una hora hasta que llegó Auguste acompañado del hombre que grabó las imágenes que vio mi marido y por las que estoy desnudando mi pasado.
Lutz era bastante más joven que la mayoría de los invitados, que rondaban todos los sesenta, pero tenía el cabello muy cano, casi blanco. Era más bien bajo, con la piel pálida y unos penetrantes ojos azules. Parecía frío y distante, y apenas dedicaba unas palabras al resto de los invitados cuando Auguste lo presentaba. Marie me dio un codazo y volví a mi trabajo llevando la bandeja con copas por el salón. Auguste me llamó y me acerqué a servirle una copa al invitado. Desde ese momento quedé atrapada en su teleraña como una mosca indefensa. Lutz me traspasó con la mirada, clavándola en mis ojos durante unos largos segundos que hicieron que me sintiera algo incómoda.
- Estimado Lutz, esta es nustra nueva actriz. Maravillosa, ¿No crees?
El alemán inclinó un poco la cabeza, sin dejar de mirarme, y se presentó como Lutz Stömberg, cineasta. La voz de Émile llamándome me sonó muy lejana, pero ante su insistencia, logré liberarme de la telaraña que tejió Lutz y me alejé pidiendo que me disculparan porque tenía que seguir trabajando. Sentí la mirada de Lutz siguiéndome, y no me pude resistir a girarme para corroborar que aquellos ojos azules me seguían. No puedo explicar el magnetismo que irradiaba ese hombre. No era guapo, ni simpático, ni tan siquiera agradable, pero me hipnotizó como nadie nunca lo ha hecho.
Pasaron los minutos y Marie y yo seguíamos con nuestro trabajo temporal de camareras. Lutz no dejaba apenas de mirarme y me estaba poniendo nerviosa al tiempo que me iba excitando. No sabía porqué se había fijado en mí. Francamente, Marie era más guapa que yo, con un cuerpo más proporcionado y elegante. Pensé en el hecho diferencial de mis pechos, pero Lutz no parecía haberse fijado especialmente en ese detalle. El reloj de cuco que había en el salón tocó la medianoche, y Lutz le dijo algo a Auguste al oído y los dos se fueron a otra sala. Unos instantes después, Auguste vino a buscarme.
- Lutz quiere hablar contigo un momento.
Dejé la bandeja en una mesa y seguí a Auguste con el corazón latiendo tan fuerte que casi podía oírlo. Me llevó hasta una sala amplia y casi vacía. En ella sólo había un proyector y una butaca en la que esperaba Lutz. Auguste nos dejó a solas.
- Desnúdate.- soltó Lutz con voz algo ronca.
Visiblemente nerviosa me quité el sensual modelito que nos había proporcionado Émile. Lo hice sin rechistar. Había algo en ese hombre que me invitaba a no pensar con claridad, únicamente a actuar.
- Tranquila, no voy a tocarte.
No sé si aquellas palabras me tranquilizaron o me decepcionaron, pero tras ellas mis nervios fueron desapareciendo poco a poco. Ahora sí me miró. Se tomó su tiempo en recorrer cada parte de mi cuerpo con su mirada escrutadora. En su rostro no había evidencia alguna de que le gustara o desagradara lo que veía. No mostraba ningún tipo de emoción, y aquello era nuevo par mí. Me estaba acostumbrando a que los hombres me miraran con deseo y disfrutaba con ello, y ahora me encontraba delante de uno que no parecía sentir nada en mi presencia, y aquello me descolocaba e intrigaba. Quería saber más, quería saber si era capaz de despertar pasión en él.
De repente se levantó y me puse rígida, ignorando qué era lo que iba a pasar y si debía o no creer en Lutz cuando había dicho que no me tocaría. Se situó tras el proyector y me indicó que apagara la luz. Con un chasquido el proyector empezó a funcionar y la habitación se iluminó con las imágenes que aparecieron en la pared blanca que quedaba a mi izquierda. La proyección mostraba una chica rubia de pelo rizado a cuatro patas, delgadita y con las tetas tan pequeñas que apenas colgaban en esa postura. Un chico se acercaba y la penetraba por detrás, sin ningún tipo de preliminar. El chico iba acelerando la velocidad hasta conseguir un ritmo rápido y constante en sus embestidas. El plano, que era fijo hasta entonces, cambió después de dos minutos mostrando la cara de la chica, cuya cabeza se iba moviendo al ritmo del polvo. La vista volvió a ser lateral y a enseñar a los dos, pero el chico había desaparecido y en su lugar ahora era un hombre cercano a los cuarenta el que cogía por el culo a la chica y la penetraba. El cambio de plano se repitió y la última parte de la escena acabó con un hombre mayor, casi un anciano, que follaba con la chica en la misma postura. Finalmente, en diferentes secuencias, uno tras otro eyaculaban sobre el culo de la chica, que quedó cubierto de semen.
La proyección paró y la luz se encendió de repente. Me asusté al ver que Lutz la había encendido y estaba tras de mí. Podía sentir su respiración a escasos centímetros pero, como había prometido, no me tocó un pelo.
- Esto es lo que hago. Y me gustaría que lo hiciéramos juntos.
Escuchar su voz ronca tan cerca hizo que se me erizaran los cabellos de la nuca. No deseaba que me tocara, estaba bien así. Era excitante y placentero estar desnuda tan cerca de él, escuchando su voz y notando su aliento en mi cuello.
- Si estás dispuesta a hacer lo que has visto, crearemos arte juntos.
Estaba más que convencida a irme con Lutz a Alemania, a dar un paso más y follar delante de una cámara. Quería estar cerca de él, de su voz, quería que me mirara mientras estaba a cuatro patas como la chica de la escena que había visto. Puede resultar extraño para quien no ha vivido algo así, pero Lutz ejercía una fuerza inmensa en mí, era como la gravedad que nos mantiene unidos al suelo.
Intenté parecer algo reacia a la idea, argumentando que Auguste y Émile no estarían de acuerdo, pero Lutz se mostró implacable, asegurando que podía hacer que anularan mi contrato.
- ¿Qué contrato? - pregunté.
Lutz arqueó ligeramente una ceja, la muestra de expresividad más clara que había visto en él hasta entonces. Caí en la cuenta que no dejaba de ser una joven ingenua y perdida a la que habían grabado desnuda y toqueteado sin tener tan siquiera un contrato legal. Lutz salió de la habitación sin decir nada. Me vestí con mi uniforme y salí para continuar sirviendo copas. Oí una discusión que provenía de una habitación cercana, donde Auguste, Émile y Lutz hablaban sobre mi posible marcha a Alemania para trabajar con el último. Émile no estaba de acuerdo, pero al recordarle Lutz que ningún contrato me ataba a él, no pudo sino rendirse a la evidencia de que me iría de su casa y no podría juguetear más con mis tetas.
Todo fue muy rápido. Recogí las pocas cosas que tenía en casa de Émile y en menos de una hora subía al coche que nos llevaría a Lutz y a mí al aeropuerto, donde cogeríamos un vuelo que me llevaría a Frankfurt, ciudad en la que se desarrollaría mi turbulenta carrera en el mundo del porno.