Historias de juventud (2)

Nuestra joven protagonista da sus primeros pasos en un mundo desconocido.

París me pareció una ciudad maravillosa, aunque por desgracia la barrera idiomática era por el momento insalvable. Debía acudir sin tardanza a la dirección que Miki me habías dado, la de un tal Claude. Viajé en metro hasta el distrito octavo, en la orilla norte del Sena, donde localicé la dirección exacta. Era un edificio antiguo, elegante. Llamé al timbre preguntándome si Miki habría avisado de mi posible llegada.

La puerta se abrió sin que nadie contestase al interfono. Subí dos pisos de escaleras anchas y volví a llamar, esta vez encontrándome ante una puerta de madera oscura. Abrió un chico de unos veinticinco, con el pelo largo y rubio y un poblado bigote del mismo color.

  • ¿Claude? - intenté pronunciar con corrección.
  • Puedes llamarme Claudio, si lo prefieres.

Me quedé muy aliviada al descubrir que era mi propio país, al menos no tendría dificultades con el idioma. Me invitó a entrar a un piso enorme, de estrechos pasillos y habitaciones amplias. Me presentó a su novia, Juliette, una chica morena y delgada que me saludó con un bonjour. Claudio me advirtió que la habitación que me asignó era solamente temporal. Debería marcharme en cuanto pudiera.

Esa misma noche, cenando, me ofreció dos trabajos. Uno era de limpiadora en un edificio cercano, y el otro era un tanto especial. Sin rodeos me explicó que actuaba como intermediario para un productor de cine erótico. Mi cara debía de ser un poema, porque Claudio me tranquilizó diciendo que era algo suave. En aquellas películas el sexo era simulado, aunque debería desnudarme continuamente y ser objeto de tocamientos y caricias. Obviamente, el sueldo era mucho mayor en el segundo trabajo.

Opté por el primero, por lo que los siguientes seis meses me los pasé trabajando duro por poco dinero. Con lo que ganaba no podía vivir por mi cuenta, por lo que seguí en la habitación del piso de Claude, que lo permitió ante las negativas de su novia. Sin embargo Claudio me iba recordando que el otro trabajo seguía disponible, diciendo que no era para tanto y que podría llevar una vida más relajada y sobretodo ser independiente. Ante su insistencia, la situación cada vez más tensa con Juliette y viendo que cada día llegaba muerta al piso y con pocos francos en el bolsillo, decidí probar con aquel tipo de cine.

Claudio me acompañó hasta un piso situado en pleno centro, muy cerca de la Ópera Nacional. Llamó a un timbre donde se podía leer Auguste Morlin, avocat. Nos abrió la puerta un hombre de algo más de cuarenta, canoso, alto y sonriente que saludó con efusividad a Claude y a mí con tres besos en las mejillas. Hablaron un poco entre ellos, pero tan sólo pude entender alguna frase suelta, cosas triviales. Yo estaba hecha un manojo de nervios y apenas levantaba la cabeza del suelo enmoquetado. Monsieur Auguste me puso una mano en el hombro y me mostró el camino a lo que parecía su despacho. Miré hacia atrás, donde Claudio me tranquilizó.

  • Te espero aquí. Tú tranquila.

Auguste me dijo unas palabras en mi idioma, cosa que agradecí, y me invitó a sentarme en un sofá azul bastante cómodo. Me preguntó mi nombre y mi edad, si estudiaba o trabajaba y si estaba segura del paso que iba a dar. Era un hombre amable y simpático, y pronto me sentí más cómoda en su presencia, por lo que le mostré mi documento de identidad para corroborar mi edad y aseguré que estaba decidida aunque algo nerviosa.

Monsieur Auguste se levantó de su silla y se acercó a mí, poniendo su mano en mi mejilla y me habló de manera pausada para que le entendiera a la perfección.

  • Sólo es un trabajo, y si te lo tomas como tal, todo irá bien. Eres joven y bonita, si hay un momento para mostrar tu cuerpo y ganar algún dinero, no veo porqué no puedes hacerlo.

Sabía que tenía razón, aunque la educación que había recibido todavía luchaba por imponer un cierto puritanismo que me hiciera rechazar aquel trabajo. Sin embargo la posibilidad de prosperar y algo de curiosidad por aquel mundo que desconocía hicieron que aceptara de forma tajante. Ya no había vuelta atrás.

Mi nuevo jefe me comentó que debía ver mi cuerpo para ver si reunía todas las condiciones necesarias, además de pasar una prueba dos días después para ver cómo me desenvolvía ante una cámara. Inspiré y exhalé con lentitud y me saqué la camiseta. Auguste miró mis pechos encorsetados en el sujetador asintiendo con la cabeza. Desabroché mi falda y la dejé caer, algo avergonzada por llevar unas bragas más bien feas. Con un gesto de la mano mi jefe me indicó que continuara, cosa que hice. Me quité el sujetador y mis tetas quedaron a la vista de Auguste, que me regaló un magnifique halagador. Finalmente fui bajando las bragas hasta quedar completamente desnuda ante él.

Auguste Morlin, que miraba apoyado en su escritorio, se levantó y se acercó. Alargó una mano y la puso sobre mi pecho. No lo esperaba y di un pequeño respingo. Auguste rió y con un susurro me invitó a relajarme. Tocó de nuevo mis pechos, ahora con ambas manos, levantándolos con la palma de las manos y sonriendo. Me rodeó y acarició sutilmente mi culito para finalmente volver ante mí. Señalando mi abundante vello púbico me sugirió que lo recortara un poco para la prueba del sábado. Miré hacia abajo y me morí de vergüenza. Auguste rió de una manera tan franca que no pude más que unirme a él.

Volvió a su silla y me apuntó una dirección en una tarjeta diciendo ya te puedes vestir. Me volvió a dar tres besos y me aseguró que el resultado de la primera prueba era más que satisfactorio. Aliviada, me despedí y salí del despacho para encontrarme con Claudio, al que enseñé orgullosa la tarjeta con la dirección.

Dos días después de mi cita con Auguste subí a un autobús que me llevaría a Arcueil, a las afueras de París, donde tendría lugar la prueba definitiva en la que se decidiría si tenía o no futuro en el cine erótico. Fui con toda la ilusión del mundo, ignorando que muchos años después esa decisión acabaría con mi matrimonio.

La tarjeta de Auguste me llevó hasta una pequeña mansión de dos plantas y paredes blancas en la que rodaría buena parte de las películas en las que participé en Francia. El mismo Auguste me recibió en el umbral de aquel edificio mal conservado. El interior parecía haber visto días mejores y la sensación era de una creciente decadencia. Mi nuevo jefe me acompañó hasta una sala amplia de techos altos cubierta de alfombras.

  • Te presento a Marcel, el cámara – dijo señalando a un joven rellenito de pelo oscuro.
  • Enchanté – sonreí.

En ese instante apareció un hombre mayor, cercano a los sesenta, vestido con un albornoz granate y armado con una copa de licor y una amplia sonrisa.

  • Y aquí tenemos a nuestro mecenas, el Marqués d'Arcueil. Financia nuestras obras, además de participar en ellas – anunció Auguste.
  • Ese título perteneció a mi padre, pero yo no quise mantenerlo. Encantado, querida – dijo el marqués inclinándose para besar mi mano.

Aquel hombre, de nombre Émile, había decidido vender su título y algunas propiedades para poder invertir las ganancias en proyectos como en el que ahora entraba, feliz de poder estar cerca de jóvenes hermosas y mostrar sus dotes de actor que su familia siempre reprimió.

Nos pusimos rápidamente manos a la obra. Lo primero que me propuso Auguste fue desnudarme, explicando que debería estar desnuda o semidesnuda durante muchos momentos en los rodajes, y además rodeada de gente, y debía sentirme cómoda en esa situación cuanto antes mejor. Con un pequeño nudo en el estómago que nunca desapareció por completo, me deshice de un vestido humilde pero elegante que escogí para la ocasión. Cuando iba a quitarme también la ropa interior, Auguste me detuvo y nos explicó a los presentes la pequeña escena que rodaríamos para comprobar mi valía frente a las cámaras. Cuando todo quedó claro, la palabra action! Puso en marcha mi futuro.

Émile estaba sentado en una vieja butaca, con su albornoz y la copa de licor de la que daba pequeños sorbos. Entré en la sala en ropa interior, caminando hacia él con una pícara sonrisa dibujada en el rostro. Con los ojos muy abiertos y sobreactuando, Émile dejó la copa sobre una pequeña mesita que tenía al lado. Me recibió con los brazos abiertos y me senté sobre sus rodillas, y en seguida hundió su cara en mi escote, aspirando y resoplando con sus manos recorriendo mis muslos. Intentó desabrochas el sujetador, a lo que yo me resistía tímidamente. Una vez lo consiguió, cogió mis pechos y se los llevó a la boca, chupando mis pequeños pezones. No sin esfuerzo, me deshice de su abrazo y me levanté, regañando a aquel cochon con el dedo, algo inclinada, mientras mis tetas se bamboleaban. Divertido, el personaje interpretado por Émile, me dio un sonoro cachete en el culo y salí corriendo de la sala, perseguida por aquel señor y su evidente erección.

Sin saber bien por dónde huía, seguí un pasillo ancho y mal iluminado y entré por la segunda puerta, la que me había indicado Auguste, encontrándome ante un dormitorio con una gran cama con dosel. Un triunfante Émile entró tras de mí y se quitó el albornoz, dejando a la vista un pene de tamaño medio que apuntaba al techo. Me llamaron la atención sus huevos, enormes y cubiertos de pelo cano, que serían sin duda los más grandes que vi en mucho tiempo. Juguetona, reculé hasta la cama, subiéndome a ella e indicando a Émile que me siguiera con el dedo. Obediente, acudió a mí y nos estiramos. Él jugaba con mis tetas mientras yo tocaba por segunda vez una polla. No pude evitar que mis manos se dirigieran a aquellos enormes testículos, una parte de los hombres que desde entonces me excitan muchísimo.

A continuación simulamos nuestro peculiar acto sexual. Émile estaba encima, follándome y gruñendo mientras mis gemidos de pega llenaban la habitación. He de decir que, aunque el polvo era simulado, la polla de Émile tocaba y rozaba mi coñito obedientemente recortado, y entendí lo mucho que disfrutaba aquel hombre con todo aquello.

Un exagerado orgasmo por parte de ambos dio por acabada la prueba. Auguste aplaudia y decía Bravo! Émile me ayudó a levantarme de la cama y me besó en la mejilla mientras me daba suaves cachetes en el culo. Yo por mi parte estaba increíblemente nerviosa. Miré mis manos y contemplé horrorizada que temblaban de una manera escandalosa. Miré asustada a Auguste.

  • ¿Se ha notado? - pregunté mostrando mis manos.

El abogado que gustaba de dirigir películas eróticas rió a gusto, respondiendo que se había notado mucho, cosa que el cámara corroboró, pero me aseguró que aprender a controlar mis nervios era sólo cuestión de tiempo. Me cogió por los hombros y me dio un corto beso en los labios.

  • Bienvenida al mundo del espectáculo, chéri.