Historias de Canónigos de la Sierra (I: Segundo)

Dominación hetero e interracial en un pueblecito de la Sierra de Soria.

HISTORIAS DE CANÓNIGOS DE LA SIERRA (I): SEGUNDO

Me llamo Segundo, soy de Canónigos de la Sierra, tengo 36 años y soy bastante alto y guapo. Lo dice mi madre cuando me pone la leche por la mañana, con sus ojos llorosos de coser a lo tonto mis dos monos de trabajo.

En el bar me suelen esperar todas las tardes un par de mujeres con ganas de fiesta: una, la Isabel de la papelería, y la otra es la Rosa, la del pescadero del súper. Sobre todo la Isabel, que le va la música más que a la banda municipal. Pero yo suelo pasar, están muy vistas.

Tengo una cuadrilla y hacemos reformas y arreglos por la zona. De vez en cuando bajamos a Soria y allí sí tengo buenos apaños, y vuelvo cuando quiero, que para eso le traigo a mi madre el dinero a casa.

En uno de los viajes a Soria subimos un día a un par de rumanos para que pasaran unas semanas en Canónigos trabajando en las obras del Hostal de la carretera. Ya se sabe, son baratos, no trabajan muy bien al principio, pero más les vale apretar el culo si quieren comer caliente. Mi madre, como buena mujer, se apiadó del más joven y algún día le dio de desayunar, a pesar mío.

Este hombre tenía una hermana, que apareció en la puerta a las pocas horas, con el cebo de la comida. Había subido al pueblo desde Soria en el coche de línea. Era pequeñita, delgada, con el pelo liso, rubiacha, blanca como la leche, la madre que la parió, con una cara de muñeca que me la puso dura enseguida. Sí, joder, la veía comer como los pavos y me ponía caliente. El caso es que no encontraba casa donde trabajar y así, un día tras de otro, se quedó con mi madre, ayudándola en las tareas.

Era callada y me tenía respeto. Cuanto más callaba y más respeto me tenía, más dura se me ponía al verla. Para que no me viera empalmado de pensar en su cuerpo y no escandalizar a mi madre, la evitaba en el pasillo y luego me la cascaba en el baño mordiendo mi toalla de ducha. Cuando bajaba al bar, los de la peña me preguntaban por ella, riéndose, y más me reía yo al contarles cómo me la follaría un día, sin que el rumano dijera ni mu… El Jose y el Chiqui la querían también para ellos, pero yo iba a ser el primero, coño, que la había descubierto y la había alimentado. Aunque la verdad, mucho no había engordado.

Una noche llegué a estar tan caliente de imaginarme que mordía sus pechitos y que la entraba con mi polla morena, que la pifié con mi compañero del mus y salí del bar cabreado, quitándome de encima a la Isabel, que había bebido y olía a Dyc. El Chiqui me gritó que qué coño me pasaba, que dejaba la partida a medias y escupió al suelo.

Me fui a casa directamente, pero me dio vergüenza entrar en ese estado de excitación y encendí un pitillo en la calle. Por la ventana vi cómo mi madre hablaba mientras ella guisaba. Dios, ni siquiera podía tragar el puto humo. La miraba fijamente y me acariciaba lentamente por encima del vaquero. Llevaba un vestidito de nada con flores y encima un jersey que mi madre se había empeñado en darle, bastante gastado. Yo seguía acariciándome mientras se consumía el cigarro hasta que solo quedó la pava, que aplasté junto a la furgoneta. Y entonces empecé a cascármela más fuerte sin abrirme la bragueta, con la boca cerrada para que no me oyeran. Me corrí enseguida, doblado sobre el capó, intentando restregármela con la chapa...

Empecé a obsesionarme con ella. El aire de la sierra le sentaba bien, y ya tenía chapitas en la cara y le habían engordado las tetas. El vestido de mi madre le quedaba cada día más prieto y ya no se ponía el jersey, porque llegaba la primavera. Yo intentaba gustarle quitándome también la chaqueta para que viera mis brazos fuertes que tanto le gustaban a mi madre. Y a la Rosa en el bar, siempre pendiente de mí. Pero ella pasaba. Me hablaba poco y solo cuando yo preguntaba. Luego, mi madre y ella tenían conversaciones incomprensibles, apoyada una en la placa y la otra sentada en una de las sillas de la cocina.

Empecé a estar marginado, hostias, por mi madre y una tía a la que no me podía follar... Nunca me había pasado eso. En el trabajo me ponía furioso con las bromitas de los demás y se me caían las herramientas. Un día, en unos matojos, después de hacerme una paja que me dejó igual, perdí el móvil... Cada noche volvía a casa de peor leche. Hasta que me decidí ese domingo.

Lo decidí en la cocina, sentado bebiendo el café, mientras mi madre se arreglaba para ir a misa. Ella nunca había querido acompañarla porque no era católica, no sé qué coño era. Y yo siempre me iba por ahí para no estar con ella a solas. Parecía que me lo agradecía y yo no podía estar por la casa trempado para que luego mi madre se diera cuenta y me pusiera en vergüenza.

Pero ese día, mientras sorbía el café, me miró a mí y luego a las baldosas. La miré de arriba abajo. Su pelo rubio, con más vida, su nuevo color de cara, sus tetas algo redondeadas, sus caderas dibujadas, su culo bien plantado, sus piernas por fin un poco rellenas. Me imaginé que la chupaba toda. Noté la dureza del pene contra la gastada tela de mi pijama... Soplé. Mi madre dijo adiós y salió por la puerta. Y ella se adentró por el pasillo, rumbo a cualquier habitación para hacer alguna cama.

Apuré el café. Lo pensé un poco con un pitillo, mirándome la polla dura y oscura, que se adivinaba a través de la tela. Me levanté. Me quité la chaqueta del pijama y me restregué el pecho con una mano y un bostezo. Me había quedado con los pantalones del pijama y con las zapatillas de estar por casa, y así tiré por el pasillo después de apagar el cigarro.

No estaba en su habitación ni en la mía: oí sus pasos y olí su olor en el cuarto de mi madre. La miré desde el quicio de la puerta, mientras ella terminaba de meter la colcha. De haber sido la Isabel, la hubiera empotrado en la cama de matrimonio empujándola sobre el colchón con la polla por delante... pero esta era distinta... no quería asustarla... De repente, se dio la vuelta y me vio. Tenía la cara seria, pero no enfadada, siempre era así, inexpresiva. Ni idea de lo que estaba pensando, pero yo ya no estaba por preguntar nada ni esperar nada más. Solo que me habría gustado ponerla cachonda.

Entré en la habitación y cerré la puerta sin dejar de mirarla. Ella soltó algo que tenía en las manos y el pecho se le levantó un poco al respirar. Y yo lo vi todo rojo, el corazón me saltó y casi se me salió por la boca, me acerqué y la cogí de una muñeca, resoplando. Ella puso cara de miedo, pero ya era demasiado tarde. Con la otra mano la cogí por la cintura y de un golpe la acerqué a mí y le acoplé la polla entre las piernas, por encima de mi pijama ya húmedo y de su vestido de flores. Se quedó inmóvil pero flexible... Y empecé a frotarme contra ella, el pene me picaba, me estallaba y yo intentaba aliviarme, respiraba como un jabalí, con la boca me agarré a su cuello, solté mi otra mano y desboqué un poco su vestido. Dios, ahí tenía uno de sus pezones... La pellizqué y ella se quejó con un gemido sordo. Con mi boca lamí su cuello blanco, la arañé con los dientes, la mordí... No sabía lo que hacía, de la fuerza que hacía, el pene se me empezó a salir por la goma del pijama y mojé las flores del vestido mientras frotaba, apretaba, pellizcaba, mordía... y ella, mientras, respiraba cada vez más entrecortadamente, sin quejarse ya.

Creo que le doblé las rodillas y nos caimos en la cama. Esta sonó con un golpe seco de colchón casi nuevo. Pensé que ella iba a decir algo y la miré, pero solo me devolvió una mirada neutra y un suspiro nervioso, así que le atenacé el cuello con la mano y empecé a restregar rítmicamente su entrepierna cada vez con más calentón en la polla, como si me la follara por encima de la ropa. Con la mano que tenía suelta le sobé los pechos rasgando un poco y sin querer la mierda de vestido que llevaba y escondí la cabeza en su canalillo, chupando su piel blanca mientras frotaba sus pezones.

Estaba furioso. La iba a dejar marcada como a las reses. Me daba igual si le hacía daño o no, si la gustaba o no... ya tenía un moratón en el cuello y toda mi saliva chorreando por él. Hinqué las piernas con fuerza en el colchón y seguí forzando con las caderas. La cama se movió hacia la pared y daba contra el muro cada vez que yo apretaba. Fuera de mí, con la mano libre desabroché como pude los pocos botones que le quedaban sin desabotonar. La desnudé rápidamente sin oposición y encontré unas pequeñas bragas blancas sobre un coño rubio y ligeramente palpitante. Enloquecido, aspiré su olor de hembra y noté un escalofrío en el pene. Me tuve que parar para no correrme.

Me incorporé y me quedé de rodillas a horcajadas sobre su vientre, con mi rabo echando bombas sobresaliendo por el pantalón desgastado. Al lado de su cuerpecillo estaba el vestido manchado. Ella me miró desconcertada. Con decisión me bajé el pijama. Todo en mí era un latido; la polla, las ingles, la tripa, la cabeza... Le acerqué la polla a la cara y ella no comprendió. Sus enormes ojos se sorprendieron, hizo una mueca de desesperación, pero yo se la restregué contra los labios, la nariz, para que me la oliera, me hice cosquillas y me reí forzadamente, jadeando... Ya la enseñaría a mamármela...

No podía más. Me eché para atrás rápidamente, con mis dedos resecos por el yeso, pero limpios, la abrí de piernas de un golpe y ella se volvió a quejar. Abrió la boca demasiado tarde. Me bajé el pantalón del pijama con urgencia, me apoyé contra los labios de su coño, que estaba un poco inflamado y húmedo, y con un empujón de caderas la penetré hasta el fondo... Se le escapó un gemido que yo ahogué tapándola la boca sin dejar de empujar.

Dios, qué placer... Ya no vi nada, solo sentía suavidad en el pene, arriba y luego abajo, y escalofríos que me recorrían el espinazo y las corvas. Removí el culo para entrarla hasta acariciar con los huevos el pelo de su coño... Escondí la cara en su cuello respirando como un perro, sin dejar de moverme, y noté cómo ella apretaba la boca bajo mis dedos con un suspiro que le salió por la nariz. Recuerdo que le dije algo al oído, pero no recuerdo el qué... Se lo repetí varias veces con cada jadeo, con cada empujón, pero empecé a gemir con fuerza. Le quité la mano de la boca para poder apretar rítmicamente su culo contra mis caderas y no pude contener gemidos cada vez más roncos.

Se me estremeció todo el cuerpo. La cama golpeaba una y otra vez la pared que yo mismo había levantado, pero no podía parar de embestirla. No podía parar, no podía parar, hostias, no podía parar... Me volví loco al notar cómo me subía la sangre desde los dedos de los pies a la polla... Le puse violentamente las manos en el cuello y la obligué a mirarme: ella abrió sus ojos azules justo a tiempo para ver cómo empezaba a correrme. El placer me hizo apretar de repente su cuello con un rugido sostenido de animal y la venida de mi leche dentro de su cuerpo me hizo soltar la presa. Todos mis músculos se relajaron sobre ella, mientras que, con el vertido de mi polla, encharcaba su interior con eyaculaciones cada vez más ligeras. Creo que fue entonces cuando ella empezó a llorar en silencio y yo me desarmé definitivamente con mi boca rozando uno de sus pezones, acariciándolo casi.

Me desperté con el ruido de la puerta de la entrada abriéndose. Era mi madre que volvía de misa a tiempo para calentar la comida. Me había desenganchado y estaba boca abajo junto a ella, apresándola con el brazo derecho. Ella se arrebujaba contra mi costado, temblorosa, con la cara húmeda de lágrimas. La apreté contra mí un poco más. Hundí una mano entre sus piernas, que tenía chorreando de semen. Su olor, como a lejía y cobre, me la puso dura otra vez... Al tiempo que mi madre se preparaba lentamente en la cocina, con ruido de platos y de cacerolas, como si no quisiera molestar, pensé que al día siguiente bajaría a la rubiacha a la ciudad a que se matriculara en ese curso que la había oído comentar.

Me volví a montar sobre ella.

FIN