Historias de adolescentes: Sola con mi almohada

Una muchacha se despierta excitada y descubre que está sola. Así que ni corta ni perezosa se dispone a...

El ruido de un portazo me despertó bruscamente. Me revolví en la cama, soñolienta, intentando establecer dónde estaba y qué me había ocurrido. Estaba en mi habitación de la residencia y, dada la quietud de la estancia, mi compañera de habitación acababa de largarse dando un tremendo portazo. Típico de ella.

Advertí también que estaba excitada, bueno no, en realidad estaba MUY excitada. Traté de recordar en qué estaba soñando. Sí, lo recordaba vagamente. Yo estaba estudiando en una biblioteca desierta y aparecía Vitín, mi profesor de Historia del Arte, que está buenísimo. Se acercaba a mí y me preguntaba "Qué estás haciendo?", a lo que yo respondí agachando la cabeza tímidamente y decía "Estudiando..." con un hilillo de voz. Pero al bajar la voz vi que lo que había sobre la mesa de la biblioteca no era un libro de Arte Griego, sino una revista porno, con estética griega, pero porno.

"Sí, ya veo.", me respondía con una sonrisa. "Pareces muy concentrada, pero es la primera vez que veo a alguien estudiando completamente desnudo". Tampoco había reparado en eso, pero efectivamente estaba absolutamente en cueros. Crucé con rapidez los brazos sobre mis pechos, aunque el rubor afloró con mayor rapidez aún a mis mejillas. "Oh, vamos, no seas tímida", me reprochó. "No os he enseñado en clase que el cuerpo de la mujer es una de las cosas más bonitas del universo? Y que por eso es una de las más ampliamente esculpidas, dibujadas, representadas al fin y al cabo, durante la historia del hombre?". Como para corroborar esto, tomó la revista porno y comenzó a hablar de las mujeres que ahí salían, como si me estuviera dando una clase de Arte. Yo me mantenía embelesada oyendo su voz y le desnudaba con la mirada al tiempo que hablaba de senos y falos de mármol. Pero lo que iba creando mi mente se traducía fielmente a la realidad. Su ropa desaparecía y ahí estaba el profesor más guapo del mundo, desnudo delante de mí, con una verga de considerables dimensiones en estado de semierección y con una revista pornográfica entre las manos, hablándome del estilo griego.

Pero ya no hablaba de arte griego, no; hablaba del sexo en la época de esplendor de la colonia mediterránea, de la depravación y el vicio constante, del sexo entre hermanos y familiares, de las relaciones con menores, de ninfas y efebos, de las novedosas técnicas que ponían en juego, y de cómo este pueblo libidinoso encontraba hoy su reconocimiento con la postura del griego.

Hacía frío en la biblioteca. El aire acondicionado estaba a tope y mis pezones se resentían por ello, mostrándose duros y erectos entre mis dedos. Pero casi sin darme cuenta me había empezado a acariciar los pechos, mi ridícula talla setenta. No me dí cuenta de que mi profesor había dejado de hablar y me observaba fijamente, con su pene en estado de gracia, tieso como un mástil y dispuesto a dar guerra. De pronto me lo imaginé como Ulises a punto de entrar en combate en las arenas de Troya, con la espada en alto. Le veía acercarse a mí, sin detenerse, dispuesto a someterme bajo su mano, a robar la virtud que conservaba en honor a mi dios. Yo seguía acariciando mi pecho con una mano y ahora la otra se encontraba enterrada entre mis piernas, acariciando el encrispado vello que rodeaba el camino hacia la pérdida de mi virgo.

No hicieron falta demasiadas palabras. Mi Ulises particular se puso a mi lado y mi boca se unió a su falo como las limaduras de hierro son atraídas por un imán. Parecía muy grande, pero el tamaño era el ideal para llenar mi boca glotona. Al principio era yo quien llevaba el ritmo, pero un héroe griego debe saber imponerse, y apenas unos minutos después, follaba mi boca con garbo, guiándome y sujetándome por el pelo. Una explosión de júbilo y placer desbordó mi boca, como cuando bebes de una fuente incesante y el agua sale por las comisuras de los labios, mojándote la barbilla y el pecho.

Tras probar el néctar de los dioses, tocaba honorarlos con la ofrenda de mi virginidad. Y ahí estaba yo en lo alto de un altar, atada a él por una cinta de seda por la cintura, tumbada boca abajo. A mi lado, mi profesor estaba explicándome algo sobre la historia de Grecia. "Y ahora, Elena, ahora es cuando sabrás por fin lo que es el sometimiento bajo el poder de mi yugo", me susurraba al oído mientras sentía una creciente sensación de frescor por la zona de mi culo. Comenzaba a sentir una inquietante presión sobre mi esfínter justo cuando me desperté sobresaltada por el portazo de la hija de puta de mi compañera de habitación.

Miré el reloj despertador: las nueve y veinte. Sonia ya debía estar en clase. Estaría sola todo el tiempo que quisiese. La habitación entera para mí. Podía hacer lo que me viniera en gana. Y sabía muy bien de qué tenía ganas.

Mi cuerpo me sacaba ya ventaja, y mis manos se habían adelantado a las órdenes de mi cerebro. Mientras meditaba sobre la situación, una sonrisa colmaba mi cara. Los dedos de mi mano izquierda acariciaban con suavidad mi pecho izquierdo, mientras mi mano derecha se internaba debajo de los pantaloncitos cortos que usaba como ropa de cama. Mis pezones seguían duros como el mármol de una estatua, igual que como los había estado soñando diez minutos antes. En dos rápidas patadas, me deshice de las sábanas y el edredón, quedando expuesta, aún en pijama, pero sin todas las capas que me cubrían anteriormente.

Sigo tocándome la región genital con cierta timidez. Roces suaves sobre mis labios con las yemas de los dedos. Distribuyo lentamente los fluidos segregados por mi vagina. Cuando tengo los dedos suficientemente húmedos, los acerco a mi clítoris. La sensación al sentir la punta de mis dedos sobre el pequeño apéndice son indescriptibles.

Era una escena digna de ser presenciada. Los ojos entrecerrados, la boca abierta, respiración agitada, un tirante de mi top caído del hombro, facilitando que mi pecho izquierdo viera la luz. Los pequeños pantaloncitos de algodón cada vez más bajos, con mi mano abultando debajo.

Lamo los dedos de mi mano izquierda y, acto seguido, vuelvo a tocar el pezón erecto de mi pecho. El frescor de mi saliva me vuelve loca. No, es mi otra mano la que me vuelve loca. No dejo de tocarme el clítoris, me acerco con rapidez al ansiado placer, pero considero que es pronto aún. Mis dedos se mueven con soltura hasta que estoy al borde del orgasmo. Entonces, paro. Aprieto la palma de mi mano contra mi pubis y casi puedo sentir cómo late de excitación. Cuando estoy recuperada, repito la operación. Mis dedos me llevan al borde del placer pero me detengo. Me torturo de forma totalmente deliciosa, negándome el gran estallido pero obteniendo un placer muy distinto.

Mi respiración es muy acelerada. Gotitas de sudor perlan mi cuerpo por doquier. Mi vagina segrega continuamente fluidos que humedecen mis bragas y mis dedos esparcen por toda mi área púbica. Mis pezones (en realidad sólo el derecho, pues el izquierdo está descubierto) se marca sobre el top rosa del pijama. En varias de las numerosas rondas de toqueteo que me llevan al borde del placer, levanto las caderas, arqueo la espalda y tenso todos los músculos de mi cuerpo, a punto de recibir por fin la anhelada explosión de placer, pero vuelvo a controlarme. "Sólo una más", pienso una y otra vez. Sentirlo a punto de desbordarse es casi mejor que la sensación del desbordamiento.

Sin embargo, me siento anquilosada y necesito cambiar la postura. Me quito de una vez los pantaloncitos cortos y las bragas. Mi sexo brilla, fruto de la excitación. Me siento de rodillas, pero con las piernas lo suficientemente abiertas como para sentir el roce de las sábanas sobre mi sexo irritado. Me muevo despacio desde atrás hacia delante. Es un movimiento involuntario, no puedo parar de hacerlo. Mis caderas se mueven al compás que marca mi excitación. Mi ritmo cardíaco se acelera al igual que mi respiración. Veo la almohada en la cabecera de la cama. Allí sola, abandonada. "Ven aquí, que te vas a enterar de lo que es bueno", pienso para mí mientras esbozo una sonrisa. Sitúo la almohada bajo, entre mis piernas. Ahora el roce es mucho más directo y, por qué no decirlo, placentero. Me dedico a cabalgar mi almohada incesantemente. Pero cuando noto que se avecina el orgasmo, me levanto y dejo que el aire viciado de la habitación refresque la zona. No obstante, es inútil, y lo sé. Puede que pueda cabalgar una vez más y evitar el orgasmo, pero de dos cabalgatas no pasará. Entonces podré dejarme caer exhausta, jadeando mientras mi cuerpo entero se relaja y disfruta del merecido premio final. De modo que lo mejor es que lo haga por la puerta grande.

Antes de retomar mi montura, acaricio mi clítoris con los dedos un poquito. Pequeños gemiditos se escapan de mi boca. Inicio por enésima vez el placentero vaivén de mi cuerpo. La almohada está impregnada de mí, la noto húmeda bajo mi sexo. Lo que era una pequeña marcha al trote, se convierte en un galope alocado. Sí, estoy llegando, voy a obtener mi premio, me voy a correr, ya noto cómo se está gestando en mi interior.

Y justo en el momento, el menos oportuno de toda la historia, se abre la puerta y entra Sonia en la habitación, a voz en grito.

Vamos, despierta dormilona!

Paro en seco, jadeando. Toda la líbido acumulada en mi bajo vientre se dispersa y se dirige directamente a mi cara, que se pone roja como un tomate. "Tierra, trágame", es lo único que ocupa mi mente, allí desnuda de cintura para abajo, montada sobre una almohada húmeda, con un pecho desnudo. Mechones de pelo entrecubren mis ojos.

Sonia está tan paralizada como yo. Permanecemos mirándonos durante breves segundos pero que a mí me parecen horas. Su mandíbula parece desencajada. No es que ella fuera una mojigata. De su propia boca había oído sus aventuras con los chicos y estaba segura de que se hacía sus dedillos de vez en cuando. Y viceversa. No se me ocurre pensar que ella creyera que no me rascaba el chichi cuando me picaba. Sin embargo, el shock fue increíble para ambas partes. Intentó articular una disculpa, pero no lo consiguió en nuestro idioma. Finalmente, salió de la habitación diciendo algo que interpreté como "Volveré más tarde".

Yo seguí petrificada durante al menos cinco minutos más. Estaba tan avergonzada que no sabía cuánto tardaría en volver a masturbarme. Conseguí, no sin poco esfuerzo, girar la cabeza para mirar el reloj. Eran las diez y cinco minutos. Había estado más de media hora masturbándome. Ya ni me acordaba del sueño que había originado todo aquello.

Pero lo peor de todo era, sin lugar a dudas, que no me había corrido!