Historia de una Monja

Historia de cómo una agraciada y devota monja es chantajeada por un pérfido noble.

Historia de una Monja

Kleizer

En memoria del grandmaster,

El divino Marqués

Francia, Siglo XVII.

París.

Pocos comprendieron la decisión de cierta agraciada joven, hija de un comerciante, que decidió tomar el hábito de monja. Sor Elliethe, que tal fue el nombre que tomó al recluirse en el lóbrego y desvencijado convento, ubicado en las afueras de París, siempre se dedicó al auxilio del menesteroso, especialmente, de los huérfanos que se multiplicaban como hongos por toda la ciudad.

Su hábito no ayudaba mucho a la hora de disimular su voluptuoso cuerpo de apenas diecinueve primaveras. Sus ojos color miel dimanaban humanidad y solidaridad. Por varios meses, se mantuvo ayudando con suma humildad en los quehaceres del convento, tejiendo sábanas y frazadas, lavando los pies de los pobres, atendiendo la salud de los niños

Sin embargo, el Maligno no estaba dispuesto a soltar esa alma. Para ello, había insuflado una terrible pasión en el alma del conde Dubois, severo y frío, recién había heredado la fortuna de su padre, cuya muerte ocurrió en circunstancias que la policía aún indagaba… el conde Dubois se había prendado de ella al verla una vez, por la calle, desde su lujoso carruaje.

Dubois aparecía de cuando en cuando, otorgando algunas monedas de oro o comida, pero la piedad era un sentimiento tan ajeno a él como el ajo al vampiro, su intención siempre fue ver de cerca a la hermosa Sor Elliethe. Cada vez que la miraba, esa furiosa pasión crecía más y más en su interior.

La monja, pronto aprendió a detectar las auténticas emociones del conde, y decidió evitarlo, sin dejar de sentir, muy en el fondo de su ser, cierto placer, cierta reminiscencia de su burda vanidad femenina. La madre superiora le aconsejó evitarlo. Cuando el conde percibió la táctica, desapareció por un tiempo.

El invierno llegó con toda su inclemencia. Una sección del techo del convento se derrumbó. Afortunadamente, no había nadie abajo, pero las brisas glaciales lograron colarse por todos los recovecos del austero edificio. Los alimentos escasearon y algunos niños habían enfermado. La nieve parecía un blanco diluvio.

La madre superiora convocó a Elliethe a su magro despacho.

-Heme aquí, madre superiora, a tu servicio -saludó la joven de rostro sin igual, con su talante humilde. La madre superiora casi cejó en su empeño, no muy sano, pero optó por mantenerse firme.

-Sin duda, sabéis las carencias que el convento padece actualmente, hermana, las enfermedades han hecho presa de los infantes, y el presupuesto se ha agostado hasta casi la nulidad -dijo la monja mayor, de nariz deformada y de tez amargada.

-Bien lo sé, madre superiora, pero he estado sumida en oración dos días seguidos, sé que Dios nos va a ayudar -confesó Elliethe, con sus ojos resplandeciendo con fanático fervor.

-Creo que la ayuda puede estar en camino, hermana, si vós colaboráis para ello, claro.

-Decidme, os imploro, qué puedo hacer para paliar estas necesidades que sufrimos, con gusto os obedeceré -dijo Elliethe, con ciega confianza en su interlocutora.

-Quiero que vayáis al castillo del conde Dubois para que le solicitéis, de manera humilde, que nos ampare merced a sus recursos en esta hora de desesperación -dijo al fin, la madre superiora, clavando una dura mirada en Sor Elliethe, que la miró, atónita.

-¿Queréis que vaya a ese lugar? ¿Dónde el conde?

-Ciertamente -aseveró ella-. En este día de padecimiento, habremos de usar cada hilo, cada contacto, así como Abraham hizo pasar a su mujer, Sarah, por hermana, como estratagema contra sus enemigos, así, sé que podréis influir, sin caer en pecado, en el conde Dubois, quien a pesar de tener un alma noble, aún se deja impresionar por la nefasta carne.

Sor Elliethe se quedó muda. Nunca le había agradado el conde. La asustaba. Pero, se puso a pensar en los niños. En las medicinas y en los alimentos que no se pagaban solos. Ella inclinó su cabeza y aceptó la no muy virtuosa encomienda.

Dos horas más tarde, el jubiloso conde Dubois descendía con sus mejores galas, por las escaleras de la torre, hacia sus aposentos, donde la humilde, pero hermosísima monja, lo esperaba. Hasta mucho después, Elliethe sabría del soborno pagado por el conde a la madre superiora.

-Su merced -lo saludó ella, inclinándose como si fuera una sirvienta.

Las antorchas iluminaban y daban calor a la estancia.

-Por favor, hermana, no soy digno de que me saludéis en esa guisa -dijo el conde, con su voz cavernosa. Examinó a la joven monja con sus ojos libidinosos, intentando adivinar cada curva de delicada piel.

Tomaron asiento. A la monja se le ofreció una taza de leche tibia, pero le dio pesar aceptarla, pensando en los niños, que a duras penas tenían gélida agua con lodo para beber y bañarse.

-Magnánimo conde, habéis de saber que muchas desgracias se han abatido sobre el convento, en especial, en los niños; y las limosnas de la misa no bastan para subsanar tales menesteres, por eso acudimos a vós, Excelencia -suplicó Elliethe, ignorando la brutal erección que sus súplicas causaron en el pecaminoso conde.

-Sabed, hermana, que con mucho gusto haré las reparaciones y compraré y donaré las medicinas y alimentos que sean necesarios en el convento, mi fortuna me lo permite -declaró el conde.

-Dios os lo pagará, Excelencia -agradeció la monja, casi suspirando de alivio.

-La verdad, hermana, no espero mi remuneración de Dios, sino de vós -confesó entonces, el inicuo personaje.

Elliethe lo observó un instante, asimilando la diabólica intensidad de tales palabras.

-¿De mí, a qué os referís, conde?

-Os deseo con locura, Elliethe, si dejáis que os posea esta noche, todo lo prometido se os concederá -dijo el conde, tragando el último sorbo de vino rojo oscuro como la sangre.

Elliethe se quedó helada, comprobando cómo sus temores se volvían realidad.

-¿Qué decís, conde? Yo tengo un compromiso de castidad con Dios, ¿olvidáis eso, Excelencia? -la monja se había puesto de pie, entre horrorizada e indignada. La sangre se le subió a la cabeza, arrebolando sus tiernas mejillas. El conde pareció volverse loco al ver esa cara tan escultural y apetecible. Saltó de su silla y avanzó hacia la joven.

-¡Os lo suplico, Excelencia, no lo hagáis! -clamó ella, con sus ojos anegados de lágrimas ante el inminente ultraje.

-No os forzaré, Elliethe, mi princesa, sabedlo, pero si no me dais lo que deseo, no habrá colaboración con el convento. Podéis iros en paz y olvidar por siempre este desafortunado malentendido, pero solo con el precio que os he enunciado accederé a ayudaros -explicó el pérfido conde, señalando la puerta de gruesa madera de roble.

Elliethe posó sus manos en el cerrojo remachado de plata. Pensó en los niños. Se detuvo. El conde la abrazó suavemente, la sujetó hacia él.

-¡Por favor, conde, os lo imploro, no me mancilléis de esta forma ante los ojos del Señor! -lloriqueó la temblorosa monja.

-Los niños confían en vós, Elliethe, ¿les decepcionaréis acaso? Acceded a mis deseos, ciertamente influidos por la Bestia, pero obtendréis un buen fruto, y nadie habrá de saberlo -susurró Dubois, acercando sus labios crueles a los labios dulces de la monja.

-¡Malvado, pecador! Os aprovecháis del sufrimiento de otros para obtener lo que queréis… que Dios sepa perdonarme, no seáis cruel conmigo… -aceptó Elliethe, al fin, envuelta en llanto.

-Lejos de mi intención está lastimaros, bella flor, no os resistáis y obedecedme, y mañana la salud y la alegría arribarán a vuestro convento -dijo el conde, secándole las lágrimas, y sus manos ya daban buena cuenta de las generosas caderas y nalgas de la trémula religiosa.

-Sólo me arrodillo ante Dios Todopoderoso, así que no me pidáis que me hinque ante vós -murmuró ella, presa de retortijones al sentir las repugnantes manos de ese hombre sobre su carne.

Las lágrimas se mezclaron en el primer beso que sus carnosos labios recibieron. Elliethe sollozó, consciente que saldría de ese malhadado castillo sin un ápice de honra ni recato.

-Obedecedme, Elliethe, si os rehusáis a mis caprichos, no habrá ayuda de ninguna clase -sentenció el victorioso conde, que ya empezaba a desgarrar el austero hábito de la monja, descubriendo sus níveos hombros.

-Tengo miedo, Excelencia, por favor, no seáis cruel conmigo… -suplicó ella, cabizbaja.

Dubois le alzó la cabeza con sus grandes manos. Le dio un tierno beso y la conminó a relajarse, persuadiéndola a tomar más vino de lo normal. Dubois se tendió junto a ella en su amplio y suave lecho, de cojines de pluma y de sábanas de seda traídas de la China y de la Arabia. Elliethe sollozaba menos, muy contrariada al sentir por primera vez, aviesas y cálidas manos masculinas magreando sus hasta entonces inmaculados pechos.

El conde, embelesado, la besaba en la boca y en su delicado cuello de cisne, le chupeteaba las orejas. Elliethe soportaba todo eso con resignación cristiana, intentando convencerse de que el fin justificaba tan deshonrosos medios.

-Desnudaos para mí, Elliethe -ordenó el conde en un susurro, quien ya se había descubierto su recio torso. Elliethe no dejó de admirar la musculatura del conde. Recordando sus advertencias, procedió a despojarse de los retazos que quedaban de su hábito.

Dubois dejó escapara una exclamación de asombro, y aunque muchas mujeres habían pasado por su cama, jóvenes y ancianas, moriscas y rubias, ninguna igualaba en hermosura a esa dubitativa hembra que ahora se hallaba desnuda a su merced.

-Voy a devoraros viva, Elliethe, si existe un Dios en las alturas, a fe mía que no os ha esculpido para mantener oculta vuestra belleza debajo de malditos hábitos, desnuda deberíais vivir por siempre -y se abalanzó sobre ella.

Elliethe luchaba, su castidad, su honra y virtud… pero sus mejillas estaban rojas, los halagos del conde lograron tocar algo en el fondo de su alma. Elliethe se estremeció y abrió sus ojos, al sentir, por primera ocasión, osados dedos viriles traveseando su parte más íntima, el guiño del ojo de Dios

-Conde, conde… ¿qué me hacéis? ¡Me volvéis impura! -exclamó ella.

-Os amo, Elliethe, y renuncio a mis rentas y título si os dejo abandonar mi morada sin antes haberos poseído por todos vuestros intersticios, mi tesoro… -dijo él, y la besó. Elliethe se aterrorizó al sopesar esas lujuriosas palabras.

-Ahora, Elliethe, si en realidad amáis a esos niños enfermos, debéis usar vuestra exquisita boca para convidarme placer… -la invitó Dubois, sonriendo triunfante.

La monje lo miró, angustiada, pero recordó que cualquier negativa implicaría ninguna ayuda. Se recostó sobre el robusto cuerpo del conde. Elliethe se quedó pasmada viendo ese musculoso miembro, le pareció monstruoso en comparación con los de los varoncitos que cuidaba. La férrea mano del conde sobre su cabeza, la animó a paladear por primera vez un miembro viril. Elliethe le frotó sus labios, resistiéndose a abrirlos, deseando poder vomitar y salir huyendo, conservando su pureza. La presión del conde pudo, y pronto, la casta monja degustaba el ancho glande de su captor y chantajista amante. Elliethe quiso morirse y sostuvo ese rígido pene con su mano blanca y delicada, proporcionando a ese infame sujeto su primer mamada.

Dubois se rió, una presa más en su redil. No dejó de acariciar el cuerpo blanco como la nieve de la monja, su larga y ensortijada cabellera castaña. El conde entrecerraba los ojos, pues la monja iba aprendiendo cómo succionar debidamente una polla. Elliethe, roja de vergüenza, lamía y chupaba, con su mano que subía y bajaba, horrorizada de cómo iba aprendiendo. Y lo que más le disgustó fue… que empezaba a gustarle, estar desnuda con un hombre haciéndolo suspirar de placer… y reconoció que al menos el conde no era feo… y se sorprendió a sí misma trazando diestros círculos con su lengua sobre el hinchado y tembloroso hongo del conde.

-Así, mi amor, hazlo así, Elliethe, veo que adoráis a esos mocosos, porque os esmeráis en lo que hacéis… al fin os puedo llamar mi puta

Amargas lágrimas recorrieron de nuevo las mejillas de la monja. El conde no mentía. Ella, la servidora del Señor, era su puta. Intentó pensar en los infantes y en el techo del convento, en el frío y el hambre que pasaban… engulló un tercio de verga, estimulándola con su aterciopelada y virginal lengua. Acarició los testículos velludos de Dubois.

-¿Os gusta comerla, Elliethe? ¿Os fascina mi pinga?

-Sí, me gusta, Excelencia… -pudo articular ella, siguiéndole la corriente-, me gusta su sabor

-Lamed mis guevos, entonces, putita mía -sugirió él, sádico. Elliethe observó un instante esas bolas peludas y, extendiendo su lengua, que muchas quisieran chupar, lamió el inflado escroto del aristócrata, chupando ora una bola, ora otra.

-Ha llegado la hora de desfloraros, Elliethe, venid, acercaos a mí -anunció entonces, Dubois, abrazándola con fuerza. La besó, y le gustó comprobar que empezaba a responderle.

-Si pudiera evitar que tomarais mi castidad… -murmuró ella entonces, con sus ojos brillantes de lágrimas.

-¿Queréis que os sodomize entonces, putita?

-¡Oh, no, no!

-Elegid entonces, ramera disfrazada de monja, ¿me dais vuestra concha o vuestro culo?

Elliethe, desnuda, en los musculosos brazos del conde, se puso roja. No supo adivinar cuál pecado era peor. El conde la tendió de nuevo y, acto seguido, hundió su cara en la inmaculada vagina de la monja. Elliethe chilló, enloqueciendo de frenesí demoníaco, que, para su inconmensurable pesar, fue tornándose en incipiente placer… la lengua del noble empezaba a causar efectos indeseados

-Padre, ¿por qué me habéis abandonado? -musitó Elliethe, antes de emitir su primer gemido de placer. El conde, gozoso, continuó su sesión de sexo oral. Elliethe gimió como toda una puta, una, dos, tres y más veces… muriéndose de pena primero, luego, olvidando toda noción de vergüenza, clavando sus dedos en la negra melena del conde

-¡Conde, parad, me volvéis una bestia! -chilló la hasta entonces monja, antes de explotar en la cara del conde, quien de inmediato se abalanzó sobre ella.

-¡Oh, por Dios, Exce… Excelencia… qué me hacéis… dejadme! -aulló Elliethe, cuando, por primera vez, una verga invadió su recóndita caverna y su himen colapsó. Elliethe gritó de dolor, aferrándose al conde, forcejeando en vano con él, aruñándolo y golpeándolo, mordiendo… Dubois sonreía, penetrando esa concha virgen, iniciando el mete y saca.

-¡Me mancilláis, conde, me mancilláis, me llenáis de pecado, dejadme, dejadme! -clamaba la monja, pero el conde era una máquina de follar y pronto, la tez de Elliethe se insufló de un nuevo matiz rojizo, muy a su pesar, gimió de placer de nuevo, sonrió… jadeó como una cerda ramera, se besaba con el conde

Dubois posó una de sus manazas sobre la descompuesta cara de la joven, quien le chupó los dedos, enloquecida de lujuria. El infierno triunfó. Dubois bombeaba con inusitada ira, sintiéndose tan hombre, tan a gusto, follándose a esa belleza sin par. El conde hundió un dedo en el culo de la monja y ésta enloqueció, su razón se obnubiló totalmente. Jadeó y lloriqueó como toda una puta. Elliethe explotó de nuevo. Cuando volvió en sí, contempló al conde sacudiéndose su órgano muy cerca de su rostro e, instintivamente, la monja abrió su boca y estiró su lengua, recibiendo pronto, fortísimos chorros de cremoso y ardiente aceite… por primera vez, Elliethe paladeó el semen.

Limpió el pene del conde con sus labios y su lengua. Yacieron juntos y, más tarde, antes de que bajara la culpa, el conde se la montó y ella lo cabalgó. Esta vez, el conde eyaculó dentro de ella. A Elliethe, tal experiencia le pareció sublime, casi una teofanía.

Al día siguiente, nadie reparó en las lágrimas contenidas por Elliethe. Ella intentó mostrarse contenta, con las medicinas, el alimento, los obreros enviados por el conde Dubois a reparar el techa y a reforzar la estructura. Solo la madre superiora tenía alguna idea de la clase de persuasión que la preciosa monja había ejercido sobre el conde