HISTORIA DE UNA FAMILIA PERVERSA (II) A partir d

La historia de esta familia es la historia de una perversión. Infidelidad femenina, hulillación del macho, depravación de la propia familia... Si te seduce el lado perverso de la sexualidad, sumérgete en él con esta historia.

HISTORIA DE UNA FAMILIA PERVERSA (II)

A partir de ahí, las cosas fueron más rápidas en el proceso de perversión de mi familia. No obstante, si bien que intento contar mi historia de una forma lineal en el tiempo, como ya dije, lo cierto es que ello no resulta tan sencillo. Las cosas no funcionan así en lo relativo a las actividades humanas. Bien al contrario, están plagadas éstas de avances y retrocesos que nos hacen replantarnos el tema una y otra vez. ¿Fue entonces cuando empecé a…? ¿Fue cuando dejé de…? ¿O más bien ya había empezado antes, si bien en una forma más suave y progresivamente más acentuada? ¿Quizá comenzó después y ese hito determinado, en lugar del origen, no fue más que un amago de lo que habría de venir? En fin…

Mi descaro fue en aumento. En todos los aspectos. Forma de vestir, conducta, lenguaje, trato con mi familia política… En cuanto a la primera, ya les comenté en la primer capítulo de esta historia, ¿recuerdan? Minifaldas muy minis, ropa muy ceñida a menudo, camisas transparentes, escotes y aberturas de falda escandalosas… Como forma de rebeldía y provocación hacia los parientes de mi marido, comencé a salir por discotecas con amigas y sin la compañía de éste con mayor frecuencia. Amigas no deseables para una mujer casada a ojos de su esposo. Malas compañías, como se diría en otra época. Chicas sin novio, mujeres divorciadas, féminas liberadas y promiscuas que viven su sexualidad sin complejos ni ocultarse de nadie para ello… Los varones no quieren que sus parejas frecuenten ese tipo de amistades. Ya saben lo que dicen: el que anda con un cojo, si al año no cojera, renquea.

Yo no era ninguna coja que a renquear hubiera de aprender. Pensándolo bien, allí no había ninguna coja. Todas corrían lo suyo y yo no era de las más lentas. Con motivo de esas salidas, retomé hábitos de vestimenta que, si bien nunca había llegado a apartar del todo, si habían quedado un tanto relegados a raíz de mi boda con Juan.

En cuanto a mi lenguaje, comencé a emplear con más frecuencia palabras como “polla”, tetas”, “coño”… No me importaba quién estuviera delante. Es más, con ello buscaba, precisamente, la confrontación con mi marido y su familia a fin de marcar mi posición y avanzar en ella. Buscaba pues esas situaciones tenas y violentas, soltando frases del tipo “suelo prescindir del sujetador porque me gusta llevar sueltas las tetas” o “he tenido el coño irritado estos días” delante de mis hijos, de mis cuñados o suegros, los compañeros de trabajo de mi marido, nuestros vecinos… Mi suegra se tiraba de los pelos. Juan en cambio, se cansó pronto de nadar contra corriente llamándome la atención, enfadándose una y otra vez en el vano intento de intentar borrar aquél léxico de mi boca, comprendiendo que se trataba de una batalla perdida.

En cuanto a mi actitud, pues eso: actitud. La intención era la misma. Provocar y sacar de quicio al imbécil que tenía por marido y a su patética familia. Por ejemplo, me gustaba quedar mirando a los chicos guapos que nos encontrábamos procurando que él –o sus familiares- se dieran cuenta. Al principio disimuladamente, como si me hubieran sorprendido haciéndolo, pero cada vez más descaradamente. Llegados a un punto, me quedaba mirando con total descaro y sin cortarme un pelo. Todavía hoy, no puedo evitar muchas veces reírme Al recordar los monumentales cabreos que se cogía el cornudo cuando, por ejemplo, descubría al subir al coche que, mientras él repostaba, yo había estado mirando con cara de loba devoradora de hombres al yogurcito que hacía lo propio en el surtidor de delante, que ahora se sonreía burlón al ver la escena desde fuera del vehículo, sin poder escuchar lo que Juan me decía, pero imaginándolo perfectamente por sus ademanes y violenta gesticulación.

“Qué bobo eres. ¿No ves que es sólo un crío? Me ha hecho gracia la forma en que me miraba, eso es todo”.

Y el tonto acababa tragando. No parecía tener la fuerza ni la decisión necesarias para ponerme en mi sitio, no digamos ya romper conmigo. Y es lo peor que puede hacerse el dejar que los demás se aperciban de la propia debilidad. Una vez se es consciente de ésta y de la posición de fuerza que con respecto a alguien se ostenta, resulta tendencia irreprimible el tirar y tensar la cuerda una y otra vez para comprobar hasta dónde conseguimos arrastrar al pobre desgraciado convertido en nuestra víctima. Más si en ello encontramos un perverso y muy sibilino placer, como era mi caso. Llegados a un punto, ni siquiera dejaba de mirar y sonreír a los muchachos mientras Juan ladraba y ladraba, sin prestar atención alguna a sus palabras. Pero bueno, eso ya fue hacia la parte final de esta primera fase que ahora les relato. Llegaremos a ella más adelante.

Otras cosas que comencé a hacer, fueron caminar de continuo y fuera cual fuese el contexto en que me encontrara -junta de la escalera, reunión de padres de alumnos, celebración familiar, fiestas con compañeros de trabajo del cabrón…- de forma muy provocativa y sensual, meneando las caderas y haciendo mover mis tetas. Cruces de piernas a lo Sharon Stone para enseñar mi coño a propios y extraños de vez en cuando, agachadas para poner el culo en pompa, inclinaciones para dejar colgar el escote y, a través de él, mostrar a las claras mis melones…

Una de las cosas que más morbo me producía, era zorrear un “poco” en presencia de mis hijos. Lo digo entre comillas, porque también eso fue algo que hubo de ir acentuándose y ganando en descaro con el tiempo. Al principio se trataba de simples coqueteos sin que se enterasen. Intercambios de miradas con algún varón sentado a alguna mesa cercana en la terraza donde tomábamos un helado, en la cola del cine… Al final del proceso de perversión, me morreaba y dejaba sobar las tetas ante su mirada sin cortarme un pelo ni recatarme lo más mínimo.

Piensen en ello, insisto, como un proceso. O quizá como una adicción. Progresivamente, vas necesitando dosis mayores para lograr los mismos efectos. Asimismo jugaba yo al juego del Diablo. Enrollándome con el profesor de Educación Física de los niños, por ejemplo, y montándomelo con él en el cuarto de material deportivo mientras esperaba a que diera la hora de salida de clase de éstos. Natalia Y Juan, que así se llamaban mis hijos, estaban al corriente de la amistad que habíamos trabado el instructor y yo, y gradualmente hubieron de ir haciéndose otras cuentas, claro. Recuerdo perfectamente los ojillos de ella en alguna ocasión. Una tarde, por ejemplo, en que, charlando, perdimos la noción del tiempo Carlos (el profesor) y yo. Natalia se puso a buscarnos y al escuchar risas procedentes del gimnasio, se dirigió allí, encontrándonos en una situación, no comprometedora, ciertamente, pero sí diría escamante. Me miró con ojos desconfiados, pero no dijo nada.

Carlos era un buen tío. Muy respetuoso con los chavales. Siempre procuró hacer lo que hacíamos sin que sospechasen nada. A mí me seducía la idea de jugar con el riesgo de ser descubiertos por ellos, pero él era mucho más moral que yo y nunca se me ocurrió siquiera proponerle nada en tal sentido. No todos eran como él. De camino al parque al cual solía llevar a jugar a los niños, quedaba una cervecería en la cual parábamos a veces a la ida o al regreso para tomar algo cuando nos acompañaba alguna conocida, con sus hijos o sola. Así fue que conocí a Alberto, el camarero, un morenazo bastante buen mozo. Sin embargo, no fue su atractivo físico lo que cautivó mi interés. Siendo guapo, no diría tampoco que fuera para echar cohetes, pero me miraba con un brillo especial en los ojos que conseguía turbarme. Muy descarado. No bajaba la mirada cuando nuestras miradas se encontraban. Sonreía con picardía y, al cabo de varias visitas, en las cuales debió entender mi complacencia, ni siquiera se cortaba para mirarme las tetas. Dar con un jovenzuelo –debía rondar la veintena de edad- agraciado tan insolente y atrevido, es algo necesariamente ha de excitar a una belleza treintañera a la caza de emociones. Y yo, tan puta como siempre, gustaba de regalarle la vista usando escotes especialmente reveladores o prendas tranparentes, con lo cual el chaval fue cogiendo confianza.

Al cabo de un par de semanas, andábamos ya follando cuando teníamos ocasión y nos apetecía, claro. En el aseo de la cervecería a la hora de cerrar, en mi casa cuando el cornudo y los niños estaban fuera, en el coche…  Este chico fue de los que no eran tan respetuosos como Carlos. A él también le iba mucho el morbo y la perversión. Montárselo conmigo en nuestra cama de matrimonio, magrearme mientras hablaba con mi marido por teléfono… Un par de veces incluso, me folló en el aseo de la cervecería mientras los niños tomaban un helado sentados a una mesa y un compañero cómplice se encargaba de su parte en la barra.

Pero no fue ésa la experiencia más deliciosamente morbosa que me regaló, sino otra en la cual también mis hijos permanecían en una mesa discutiendo por motivo de los cromos que les habían salido a cada cual en sus respectivas bolsas de patatas fritas y gusanitos. Mientras ello ocurría, yo, de espaldas a ellos, departía animadamente con Alberto inclinada sobre la barra para enseñarle mis tetas, obscenamente expuestas merced al pronunciado escote que mi camisa negra semitransparente, desabrochada hasta un botón más allá de lo que podría considerarse “decente”. Él me miraba a los ojos con ese brillo en los suyos que me fascinaba y excitaba, y yo le sonreía perversa mientras hablábamos de cualquier cosa. Apoyados sendos antebrazos sobre la barra, colocó sus manos con las palmas hacia arriba justo debajo de mis melones para acariciarlos.

Sentí un primer estremecimiento de placer. Desde hacía ya años, no acostumbraba a usar ropa interior, ni siquiera para ir al colegio a recoger a los niños o cosas así.  Siendo la tela de la camisa muy fina, casi pude sentir el tacto de su piel en mis tetas. Comenzó a sobarlos, ligeramente al principio, apretándolos con más fuerza después. Mis hijos a no más de metro y medio detrás mía.

Hablábamos sin palabras ahora. El me miraba perverso y yo le sonreía diabólica. Con mucha vista y disimulo, acercó su rostro para besarme los labios. Yo no tuve tanto cuidado para aceptarlo. En esos momentos de morbo, el riesgo existente lo único que consigue es excitarme. Si a los críos se les ocurría mirar…

Fue sólo un beso fugaz. Sonreímos sin dejar de mirarnos. Luego me pellizco un pezón, haciéndome soltar un gritito al cogerme por sorpresa. Por fuerza debieron mirar ahora, pero desde donde estaban, dándoles yo la espalda, no podían ver lo que ocurría con mis tetas, con lo cual supongo que volvieron pronto a lo suyo.

-Eres un cabrón… -le reproché sonriente.

Nuevo pellizco.

-Ah…

Esta vez no me pilló desprevenida. Conseguí contener mi exclamación.

Empezó así un juego morboso, consistente en pellizcar mis pezones una y otra vez buscando el momento de cogerme nuevamente sorprendida. El muy cabrón jugaba con mi capacidad de reprimirme.

-Pellízcame más fuerte –le desafíe yo caliente como un horno.

Le gustó la propuesta. El muy hijo de puta casi pareció que iba arrancarme los pezones en un par de ocasiones. También en alguna de éstas consiguió su propósito, pillándome desprevenida y haciéndome soltar sendos grititos.

-¿Qué pasa, mamá? –preguntó Natalia en una de ésas.

-Nada, nada… seguid jugando –le respondí yo sin poner demasiado cuidado en no escamarla. Lo cierto es que me traía totalmente sin cuidado hacerlo o no.

-¡Mamá, mamá…! –se quejó en un momento dado Juan reclamando mi atención. Alguna gilipollez de niños. Su hermana le habría quitado la estampa o algo así. Con gesto de fastidio, fui a echarme hacia atrás en la banqueta para, levantándome, ir a ver qué pasaba. Sin embargo, al ir a hacerlo comprobé que no podía. Alberto, el muy cabrón, no quiso soltar mis pezones, manteniéndolos bien aprisionados entre sus dedos.

Nuevamente solté un gritito. Le miré con expresión cómplice y socarronamente acusadora.

-Suéltame –le susurré.

-No –se negó él, y tiró a su vez haciéndose hacia atrás para arrastrarme sobre la barra de nuevo.

-¡Mamaaaa…! –protestó de nuevo el niño.

-Calla, Juan. Ahora voy.

-¡Noo! ¡Ven ahora! Natalia me ha…

-¡Que te calles, coño!

Afortunadamente, no había nadie más en el local en ese momento aparte de nosotros. Claro, que tampoco Alberto se hubiera atrevido a hacer  aquello de no ser así.

-¿Qué pasa, Mamá? –preguntó la niña, llegada hasta mi lado escamada.

El muy cerdo seguía cogiéndome los pezones.  Lo único que pude hacer, fue inclinarme aun más para tapar con mi torso sus brazos, colocados los míos propios contra éste para ocultar mis melones en la mayor medida posible, apoyando al tiempo mis antebrazos junto a los de él sobre la barra. La idea era hacer como que me estaba contando algo en voz baja y por eso estábamos tan juntos. Muy escamante, ya lo sé, pero ¿qué quieren? No podía hacer más. Él no me lo permitía.

Y aun continuó retorciéndome los pezones el muy cabrón, sin contarle un pelo la mirada curiosa de la niña, que miraba curiosa y recelando. Por fuerza debió sospechar que allí estaba ocurriendo algo extraño, pero, nuevamente, decidió volverse con su hermano sin decir nada.

El proceso fue acelerándose y acentuándose con el tiempo. Llegado un momento, los cuernos de Juan eran un secreto a voces que nadie podía dejar de sospechar, ni siquiera el propio cornudo, que dicen suele ser el último en enterarse.

Fue una noche de enero, poco después de las navidades, que decidí hablar con mi marido. Mi convivencia con él se había convertido en algo monótono y aburrido. Necesitaba nuevas emociones y allí ya cabía poca novedad. Él no veía el asunto tan claro. El muy imbécil, pese a todo, estaba enamoradísimo de mí. Como acostumbra decirse, enamorado hasta las trancas. Bien sospechaba él sus cuernos, claro, pero era cuestión de personalidad. Como ya les comenté en la primera parte de esta historia, la mía era muy fuerte y definida, mientras que la suya era débil e insegura. Con el tiempo, poco apoco, la mía había ido comiéndole terreno a la suya hasta anularla completamente. El pobre no era más que un simple calzonazos, una patética parodia de hombre que comía en mi mano mientras intentaba seguir aparentando de cara al exterior otra cosa. Ni por ésas. Mi espíritu ansiaba volar libre de nuevo y cuando así están las cosas, las consideraciones prácticas suelen tener poco peso. Tenía la certeza de que su pasión no era correspondida, con lo cual intentó encauzar el tema hacia su dimensión práctica. Que si llevábamos mucho tiempo juntos, que si habíamos construido una familia, que si el futuro…

Visto que en pobre desgraciado se agarraba como un náufrago a una tabla en medio de la tempestad, no me quedó más remedio que soltárselo todo a la cara, directamente y sin ningún tipo de miramientos. Lo de que no me quedó más remedio es una forma de hablar. En realidad disfruté haciéndolo. Fue muy excitante contarle mirándole a los ojos que nuestro primogénito, en realidad, no era hijo suyo, así como diversas aventuras que había mantenido en todos esos años, no pocas de ellas con amigos y conocidos cercanos. No obstante, no le conté acerca de mi aventura con Miguel.

Se puso muy violento al “saberlo”. Por mi parte, no puede evitar una ligera risa. Nada agradable ni evocador de alegría alguna. Era realmente patético. Intentaba disfrazar su naufragio como hombre con una artificial capa de hombría que en modo alguno le quedaba propia. Era algo así como escuchar a Tamara –la del “No cambié”- o a Kiko Rivera intentando entonar el “Carmen” de Bizet o “La Traviata” de Verdi. Ridículo, ¿verdad? Así lo vi yo aquella noche también. Hasta parecía probable que el muy desgraciado estuviera creyéndose que realmente nunca había sabido nada de aquello. ¡Sic!

Estaba embarazada. De nuevo. No me pregunten de quién, nunca lo supe, pero embarazada a ciencia cierta. Ni siquiera me había hecho las pruebas, pero lo sabía. Cuando has pasado ya dos veces por eso, aprendes a reconocer los síntomas y a diferenciar la cosa de un simple retraso. No debía estar todavía de dos meses, pero estaba preñada otra vez sin duda alguna.

No me sentía con ánimos de seguir con aquella vida. Tenía varis ideas en mente. Si decidía seguir adelante con el embarazo, chantajearía a Juan para que reconociera al niño (o niña como suyo). Le diría que, de no hacerlo, pregonaría a los cuatro vientos que tampoco el mayor lo era y todos sabrían de cada una de las veces que le hice cornudo y los amantes con quienes ocurrió. Una bomba nuclear para su familia, tan encariñada con los niños. Podían sospechar que era infiel a Juan, hasta podrían tener la casi certeza, pero dudaba mucho que imaginaran que Natalia y Juan no eran hijos suyos. Ella lo era, créanme, pero igualmente me hubiera encargado de hacerles pensar lo contrario. Podrían encargar una prueba de paternidad, claro, pero de nada les serviría. ¿Qué iban a hacer? No podían desmentir la no legitimidad de ella y aceptar la de él, hubiera sido muy cruel y doloroso para el chaval. Ellos podrían quedar convencidos con la prueba, claro, pero no podrían emplearla para convencer a los demás, so pena de herir profundamente los sentimientos del niño. De cara a todo el mundo, ambos serían bastardos sin padre conocido.

Tenía la sartén por el mango. Podía chantajearle pues y obtener una pensión económica para cada uno de los críos, además de una compensatoria para mí y el uso de la casa hasta la mayoría de edad del que estaba por venir. Como quien dice, casi diecinueve años. Entonces no estaba la custodia compartía como opción principal en caso de separación y divorcio, pero aunque lo hubiera estado, no habría importado. Tenía todos los ases en la mano, y también los dos comodines. Y eso son seis cartas, no cinco, así que imagínense mi posición de poder. O accedía a cada una de mis pretensiones el cornudo, o lo cantaba todo en la plaza del pueblo con un megáfono en la mano. Es una forma de hablar. Ni vivíamos en un pueblo, ni lo que yo solía coger y llevarme a la boca eran micrófonos.

Otra opción era abortar. Sentían un fuerte morbo que me empujaba a seguir adelante con mi embarazo. Mantener relaciones sexuales con montones de hombres con mi cada vez más abultada barriga, quizá hasta grabar vídeos caseros follando en tal condición, puede que incluso difundirlos por Internet… ¿quién sabía? Las posibilidades que te ofrece el Diablo son muchas cuando decides seguir su camino, y todas muy excitantes y perversas. Si decidía interrumpir el embarazo, no sería antes del cuarto mes, más tarde incluso si conseguía encontrar alguna clínica sin escrúpulos que a ello se prestara.

Una tercera posibilidad, era seguir adelante con él y dar el niño en adopción cuando naciera. Créanme si les digo que sopesaba todas estas variables sopesando pros y contras en términos de morbo y beneficio únicamente. Ninguna emotividad. Como ya les dije anteriormente, de instinto maternal, la que escribe, poco, ninguno y menos. Lo que fuera o dejase de ser con el crío, me traía absolutamente sin cuidado. Cuentan muchas mujeres que una vez pensaron así, que luego el pensamiento les cambió a medida que fueron viendo crecer a sus hijos, hasta llegar a amarlos con toda la fuerza de su corazón. Pues bien, a mí los míos no me producían ni frío ni calor. Lo único que he amado siempre ha sido el morbo, el sexo y la perversión. También he vivido intensos enamoramientos, sin duda, pero no pasaron de ser platónicos o pasajeros. Por lo demás, ningún sentimiento por mis hijos, padres, hermana…  Seguramente les sonará duro, pero es la verdad. Si les dijese otra cosa mentiría.

En cuanto a esta tercera opción,  cabían dos subposibilidades dentro de ella.

Dar en adopción al bebé fuera cual fuera su sexo.

Darlo en adopción si resultaba ser varón y quedarme con él si era hembra. La idea de vivir de educar a mis hijas en la perversión sexual y de que algún día llegaran a ser mis compañeras de aventuras, me resultaba de un morbo poderosísimo y casi irresistible.

Juan gritó, voceó y hasta rompió una lamparilla de mesa y algún que otro jarrón al enterarse de que estaba preñada, adquirir certeza de sus cuernos y conocer mis planes. Nada que me alterase o llegase a preocupar. Era todo un circo. Se rebelaba contra su propia naturaleza débil y pusilánime, no contra mí. Realmente deprimente.

-¿Has terminado ya? –le pregunté con voz átona cuando pareció haber acabado. El pobre se quedó mirándome con cara de idiota. Lo que siempre ha sido, por otra parte.

-Me voy a dormir –le informé poniéndome en pie-. No vengas hoy a la cama. No me encuentro con ánimos para compartirla, prefiero estar sola. Quédate tú en el sofá.

-¿Qué…? –le escuché protestar cuando ya me daba la vuelta. Como incrédulo.

-¿Ocurre algo?

-¿Qué si ocurre algo? Me dices que me dejas, que soy un cornudo, que mi hijo mayor no es mío y el que esperas tampoco. ¿Y soy yo el que tiene que irse a dormir al sofá? ¡Y una mierda! Si quieres te quedas tú a dormir en él. Yo voy a acostarme en mi cama. ¡MI CA-MA! ¿Entiendes o te lo deletreo?

Bufé hastiada.

-Ya me lo has deletreado, imbécil.

Me miró pasmado, como esperando que dijera algo. Algo tenía que decir, claro.

-¿A quién quieres engañar, Juan? Mírate… ahí tienes un espejo –le indiqué cínicamente señalando el espejo del salón-. No eres más que un pobre desgraciado, un calzonazos sin personalidad ni carácter alguno que nunca supo hacerse valer. Tienes menos de hombre que yo, lo que te cuelga entre las piernas no es más que una broma. El destino decidió reírse de ti. Ni en tus más osados sueños reunirías la fuerza de carácter necesaria para enfrentarte a mí. Sabes que esta noche, y todas las que yo te lo hubiera dicho de seguir contigo, dormirás en el sofá. Al menos por una vez, deja de hacer el ridículo ya.

Se quedó sin saber qué decir. Nada hubiera que él hubiera de decir. Estaba todo dicho.

-Si te pones la televisión, usa los auriculares –le dije dándome ya la vuelta-. Estoy cansada y mañana tengo que madrugar.

Me sentí muy llena. Muy satisfecha. Es la sensación que suele llegarnos cuando sueltas un lastre, sintiendo cómo te elevas al romper las cuerdas que te habían atado hasta ese momento.

Ya en la cama, decidí llamar a Florin. Encima iba vestida para la ocasión, con un chemise negro, holgado y transparente. Había decidido esperar así a Juan, con la mente puesta en la posterior conversación con mi amante rumano del momento. Morbo. Dejaba al cornudo y comentaba después sobre ello con el corneador. Uno de ellos.

Hablé en voz alta. El muy cretino no me hizo caso. No puso el televisor. Pero para él. Tampoco yo cerré la puerta del dormitorio. Al dolor y sufrimiento por mi abandono, hubo de unir la furia derivada de escucharme departir con voz trémula y sensual con mi amante. Hubiera resultado más propio usar un tono más bajo, incluso susurrante, pero quería que me escuchara. Le comenté a Florin acerca de todo lo que habíamos hablado. Cómo le había estampado sus cuernos en la cara, informado de que ni el niño mayor ni el que venía eran suyos… luego pasamos a una conversación de tipo erótico. Le describí cómo iba vestida, lo cachonda que estaba… también le aclaré que el cornudo estaba escuchándolo todo, por supuesto.

Él también me hablaba. Me decía cosas, relataba situaciones y aventuras que había ideado para llevarlas a la práctica conmigo… No pude evitar calentarme aun más. Sacándome una teta del escote del chemise , procedí a apretarla con fuerza mientras me masturbaba furiosamente, frotando mi clítoris e introduciendo de vez en cuando los dedos en mi coño encharcado.

No hice ningún ejercicio de contención. Gemí, suspiré, grité… Quería que me escuchasen todos. Mi marido, mis hijos, que “dormían” en su habitación (entrecomillo, pues la discusión debía haberles despertado casi con total probabilidad), los vecinos… Y todos debieron oírme, por supuesto. Y hasta alguien verme. No sé si fue alguno de los niños o Juan, pero alguien pasó ante la puerta del dormitorio camino del aseo. Ni siquiera abrí los ojos. Estaba en el séptimo cielo.

Al día siguiente, Juan comenzó a hacer las maletas. No le di demasiado tiempo. En dos días, tres como mucho, lo quería fuera de casa. No habría juicio, ni reclamaciones, ni nada de eso. Se iba y me dejaba ésta y los niños para mí. Hubiera preferido que se los llevara a ellos también, claro, al menos al crío, pero aun con chantaje y la sartén cogida por el mango, las situaciones de la vida siempre requieren una cierta coherencia. Hubiera resultado demasiado surrealista pasarme una pensión por nuestros hijos sin tener a éstos conmigo. Por otra parte, ambos apuntaban ya hacia la prepubertad, edad que tanto había esperado. Un nuevo horizonte morboso se abría ante mí.

Fue una nueva vida. De repente, descubrí que hasta viviendo con una persona sin carácter para imponerte límites, la libertad de estar sola resulta inigualable. Comencé a salir y acostarme con novios y maridos de amigas, compañeros de trabajo del ex cornudo, etc sin ningún tipo de pudor. Sin ocultarme siquiera para guardar algún tipo de apariencia. Créanme, llegar al pub donde los compañeros de empresa de tu esposo (no ex esposo, pues todavía no nos habíamos divorciado, ni siquiera separado legalmente) toman sus cervezas después de la jornada abrazada a uno de éstos, besándote y dejándote sobar un poco ante todos ellos sin  tapujo alguno, no tiene precio. No se sientan extrañados. No todos los compañeros de trabajo son amigos, y aunque lo sean, la oportunidad de acostarse con una golfa como yo, con tremendo cuerpo y vicio exorbitado, resulta estímulo demasiado poderoso como para que la fidelidad debida a la amistad se imponga. Casi siempre. Nunca falta algún imbécil que ponga la excepción a la regla, por supuesto.

El caso es que en menos de un mes, los  compañeros y amigotes me vieron por allí con un par de ellos y otro par de chicos desconocidos, siempre en actitud muy fogosa y pasional. Y el cornudo aguantando el chaparrón con una cara de imbécil digna de concurso. Quería aparentar que la cosa ya no iba con él, que ya no estaba conmigo y no le importaba por tanto lo que hiciera o dejase de hacer. Ustedes lo sabrán mejor que yo, los hombres hacen esas estupideces para mantener su apariencia de hombría ante sus amistades.

Al cabo de poco más de tres semanas, no llegaban a cuatro de haberlo dejado, el desgraciado vino a casa para suplicarme que volviese con él. Les puedo asegurar, y tienen que confiar en mi palabra, que quedé totalmente sorprendida. Perpleja en toda la dimensión de la palabra. ¿Podía realmente existir alguien tan patético y humillado? Le escupí en l acara todo lo que había hecho, antes y después de romper nuestra relación. La forma en que le había denigrado morreándome y sobándose con compañeros suyos y otros hombres en presencia del resto de aquellos y él mismo, cómo le había cargado la paternidad de un hijo que no era suyo y había quedado preñada de otro que ídem, la manera despectiva y humillante en que le había dejado… le hablé pestes e insulté a su familia, diciéndole lo mal que me caían y tildando a su madre de vieja asquerosa y cosas por el estilo… nada. Todo me lo perdonaba y no le importaba. Más que eso… ¡le excitaba terriblemente!

Realmente estaba nockeada , como sacada de este universo y la realidad por una onda de choque. Allí, ante mí, me confesó que siempre había sido su naturaleza profundamente masoquista. Desde niño, se había sentido excitar con los castigos impuestos en el colegio, cuando sus padres de daban algún azote… Le excitó cuando a los ocho años un grupito de niñas compañeras de clase le sorprendieron haciendo pipí y se lo contaron a todas las demás, a raíz de lo cual estuvieron varias semanas sacándole burlas; le excitó cuando, a raíz sus primeras masturbaciones conjuntas en casa de un amigo cuyos padres trabajaban ambos y no volvían hasta la noche, dos de los chicos participantes fueron comentándole a todo el mundo, incluidas las chicas, que tenía la polla pequeña, sin ser cierto además; le excitó cuando Josema, el chulo insoportable del instituto, le quitó la novia y además se pavoneó después de ello… Siempre, en cada una de esas situaciones, se sintió profundamente humillado y dolido, pero existía un morbo insano dentro de él que le llevaba a excitarse con todo ello en otras ocasiones, en las cuales se masturbaba compulsivamente alcanzando orgasmos apoteósicos con ello. Ni le dejos alcanzaba tal placer cuando se masturbaba pensando en otras cosas, enamoramientos juveniles (tanto famosas como chicas reales), o fantaseando con otro tipo de situaciones. Una vez se corría, se odiaba a sí mismo por excitarse con su propia humillación. Se sentía un ser despreciable y en ocasiones ello le llevaba a sumirse en pequeñas depresiones que llegaban a durar algunas horas. Pero siempre acababa volviendo a hacerlo. Su masoquista morbo interior tiraba con demasiada fuerza de él, imponiendo y sometiéndole a su tiranía.

Eso mismo era lo que había vivido conmigo, entonces lo supe. Desde que comenzara a intuir más o menos lo que había, había pasado por aquella dualidad de sentimientos. Vicio irresistible frente a remordimientos y sentimiento de culpabilidad. Odiarse a sí mismo por excitarse con la forma en que yo lo degradaba y denigraba como hombre, pero placer insuperable pajeándose pensando en todo ello. Ni siquiera cuando hacía el amor conmigo disfrutó tanto jamás. Su disfrute no estaba en el sexo convencional, sino en la humillación y el sometimiento. Nunca me había sido infiel además. No sintió deseos ni necesidad de ellos. Sus necesidades sexuales quedaban plenamente satisfechas conmigo.

Realmente me quedé sin saber qué decir. Nunca llegué a sospechar nada de aquello. Desde luego, lo había hecho bien para ocultarlo. Cuando llevas tanto tiempo con una persona como habíamos estado juntos nosotros, llegas a conocer su naturaleza y resulta extraño que algo en ella pueda sorprendente. Puede que hayan cosas que desconozcas, pero conociendo aquélla sabes más o menos de dónde cojea y hasta dónde puede llegar. No queda demasiado espacio para las sorpresas.

Juan me estaba diciendo que era un mierda vocacional. Que disfrutaba siéndolo, siempre lo había hecho, y quería seguir haciéndolo. Nada más le importaba. Lo que pensasen los demás, que sus hijos fueran o no suyos… tremendo. Era la mujer de su vida. Estaba enamoradísimo de mí, me amaba más que a nada en el mundo, más ahora que lo sabía todo incluso que antes. Sabía que jamás podría ser feliz con otra mujer. Nunca encontraría otra con el vicio y en placer encontrado en la perversión y la crueldad que yo. Podía odiarse por ser así, pero aun más infeliz le haría renunciar a ello. Nunca disfrutaría con otra hembra como disfrutaba conmigo. Nunca lo hizo con ninguna otra. Como la ninfómana que folla compulsivamente y sin poder ejercer control sobre su adicción, buscando siempre un placer que jamás encuentra, sintiéndose frustrada y desdichada sexualmente por ello. Esa sería la condena resultante de no volver conmigo para el cornudo.

Como ya les digo, quedé muy sorprendida. De momento, sentía como si mi cerebro fuese unos dados agitados en el cubilete antes de arrojarlos. Evidentemente, aquello abría todo un nuevo continente inexplorado ante mí, cuyo horizonte siquiera podía entreverse. Muchísimo morbo. Muchísima excitación ante las posibilidades que se ofrecían.  Sin embargo, ¿deseaba aquello realmente? ¿Disfrutaría más con ello o siendo libre de  nuevo?

No pude responderle en aquel momento. Le dije que necesitaba algunos días para pensar en todo aquello. Increíble. Yo pidiéndole algo al calzonazos de Juan. Ya lo decía la canción. “La vida te da sorpresas…”

Él me los concedió,  claro. Me respondió que podía tomarme todo el tiempo que quisiera, que él esperaría sin protestar. Por mi parte, tras mucho meditar, llegué a la conclusión de que sería mejor indagar. Si realmente Juan estaba dispuesto a todo lo que decía, decidí que valdría la pena volver a ser una pareja. No obstante, me costaba creer que realmente alguien pudiera tragar con todo ello. Lo pondría a prueba.

Durante un par de meses lo tuve sufriendo, manteniéndole en la incertidumbre de no saber nada mientras yo le medía. Comencé a frecuentar  más todos los locales y lugares a los  que sabía acudían él y sus conocidos, acompañada por otros hombres. Montones de hombres. En los cerca de dos meses que duró aquello, me vieron en compañía de no podría precisar exactamente cuántos machos. Me acosté con muchos de sus compañeros de trabajo, incluso varios que no me atraían en absoluto, sólo para restregárselo en la cara y ponerle a prueba, procurando que todos los demás lo supieran dándome el lote ante ellos y ante el mismo cornudo. También con otros varones que no conocía, a menudo chavales con casi la mitad de edad que yo. Incluso en una ocasión llegue a aparecer con un menor de diecisiete años. Sus compañeros miraban escandalizados diría incluso, y yo lo miraba a él calibrando sus reacciones.

Pasado un tiempo que creí suficiente, le cité un día en casa para hablar. L esperé en compañía de Miguel. ¿Recuerdan? El chico aquél que se comprometió a darle una paliza a cambio de disfrutar de mi cuerpo, sólo por puro morbo y perversión mía. Hacía años que no le veía.  Costó encontrarle, pero finalmente lo conseguí gracias a las redes sociales. Cuando entró y lo vio sentado junto a mí en el sofá del salón, una mirada de sorpresa se dibujó en su rostro.

No quise hacer del momento algo especialmente morboso. Me había vestido de forma un tanto sobria, con un pantalón de tergal oscuro y una camisa blanca. Abotonada hasta lo que recomienda la decencia, pero ceñida aquella, eso sí, para seguir marcando tetas y pezones. La idea era mantener un equilibrio. No abandonar el instante a la excitación, lo cual podría llevarme a juzgar mal bajo los efectos de ésta, pero sin excluirla totalmente, pues tampoco quería un juicio exento de ésta. Decidir sobre la razón, sí, pero también sobre el morbo.

-Sí… es él –le aclaré mirándole a los ojos.

Relajó un tanto su mirada el cornudo. Pasada la primera sorpresa, debió recordar para qué estaba allí y cuál era su deseo. Miguel rió ligera, burlonamente.

-Yo misma le pedí que lo hiciera. Fue por mí que te propinó aquella brutal paliza, rompiéndote un brazo y enviándote al hospital para varios días.

Silencio.

-Lo hice por puro placer. No fui a visitarte al hospital para poder agradecérselo como merecía. Mientras hablaba con la cerda de tu madre, Miguel me la metía por el culo hasta el fondo. ¡Me corrí de puro gusto riéndome de la vieja!

Un momento de silencio. Después asintió sin decir nada. También yo lo hice.

-Está bien, Miguel. Déjanos solos ahora, cariño. Tenemos que hablar de nuestras cosas.

Asintió ahora risueño el chaval, que ya no lo era tanto, poniéndose en pie. Habían pasado años desde la última vez que nos vimos.

-Tócale un solo pelo –se dirigió amenazante a Juan camino de la puerta-…y te reviento –matizó con tono realmente atemorizante. Le había contado más o menos de qué iba la cosa y el pobre debía temer que el cornudo perdiera los nervios en la conversación que se avecinaba. Yo en cambio, sabía que no había peligro alguno. Le había hecho venir sólo para afrentar al máximo al mierda de mi marido, buscando sus reacciones para orientarme en base a ellas al mismo tiempo que le mostraba la clase de mujer que era su esposa en su más profunda realidad.

-Descuida –le tranquilizó al tiempo que asentía de nuevo con la cabeza. Diría que no llegó a asustarse. No había motivo para ello. Él no se lo daría a Miguel para cumplir su amenaza. Realmente estaba dispuesto a cumplir su parte de trato. Ahora fui yo la que soltó una ligera risita llegada junto a ellos.

Acompañé a Miguel hasta la puerta y una vez allí, nos dimos un apasionado morreo de despedida.

-Llámame cuando llegues a Madrid, ¿OK? Para saber que llegaste bien.

-Claro. Volveremos a vernos.

-Claro.

Miró de nuevo a Juan amenazador. También éste volvió a asentir.

Después de esperar a hasta que llegó el ascensor a nuestra planta y Miguel entró en él, cerré la puerta y volvía al salón.

-Anda, siéntate –invité al cornudo señalando al sillón junto al sofá.

-Miguel llegó ayer. Hemos pasado la noche juntos, en tu cama. Follando. Lo sabes, ¿no?

-Sí… lo sé.

-Bien…

Quedé mirándolo pensativa un momento.

-Está bien: si vamos a hacerlo, hagámoslo bien.

-Soy todo oídos. Estoy a tu disposición.

-No hay límites. Para mí.

-Por supuesto.

-Haré lo que me dé la gana y cuando me dé la gana. Una sola protesta y sales por esa puerta para no volver jamás.

-No te preocupes, no habrá ninguna.

Lo miré escéptica.

-Créeme.

-Los niños, tu familia, los amigos… nunca me supondrán obstáculo. Si me apetece hacer algo con un chico, lo haré esté quien esté delante. Y tú tragarás y no dirás nada. Incluso me ayudarás cuando lo necesite.

Me miró extrañado él ahora.

-Tranquilo. De momento no estoy pensando en contribuciones mamporreras por tu parte.

Asintió en silencio.

-Si es tu deseo, también en eso te ayudaré.

-Lo sé, lo sé… pero no es un morbo que me seduzca para algo inmediato. Quizá más adelante.

-Entiendo. ¿Entonces?

Me encendí un cigarrillo un tanto hastiada. No demasiado.

-Échale imaginación, Juan. Tan tonto no eres.

No parecía entender.

-Si quiero montármelo con un tío y está su novia o mujer delante, tú te encargarás de distraerla. Por ejemplo.

-Ya… entiendo. No hay problema.

Asentí ahora yo mientras expulsaba el humo sin dejar de mirarle a los ojos, estudiando sus gestos faciales.

-Serán muchas cosas. De continuo y muy fuertes.

-No habrá problema. Ya te lo expliqué. Me excita que seas así. Si no lo fueras, no estaría aquí ahora suplicándote que vuelvas conmigo.

-Ya…

Otra calada.

-Nuestro régimen matrimonial ha de cambiar. Quiero la comunidad de bienes.

Estábamos casados en separación de bienes. Ya saben, para cada cual lo que ha ganado y lo que aportó al matrimonio en caso de divorcio. En comunidad en cambio, la mitad para cada uno.

-Claro. Mañana mismo iré a ver a Carrascosa –nuestro abogado-. Le diré que queremos cambiar el régimen. Es lo más justo.

-OK. No es necesario que te des tanta prisa, pero que no sea más de un par de semanas en todo caso.

-No lo será.

Fumé.

-¿Realmente estás dispuesto a tragar con todo lo que venga?

-Con todo. Cuanto más fuerte y humillante mejor.

Asentí apagando el cigarrillo en el cenicero.

-Voy a fumar en casa. Me importa tres mierdas que estén los niños delante y respiren el humo.

Era una de las cosas que había respetado. No tenía por qué dejar de hacerlo. Pero lo haría. Se trataba de violentarlo en todo lo posible. Medir su aguante y disposición.

-Claro. Por supuesto.

-Tu familia.

-¿Qué hay de ella?

-Ellos o yo. Elige.

Negó con la cabeza, como no entendiendo.

-¿Qué es lo que hay que elegir? Tú, por supuesto.

-¿Seguro?

-Completamente.

-Quiero a la vieja puerca y a todos los demás fuera de mi vida. Y de todo lo que me rodea. Tú, los niños… No quiero que vuelvas a verlos ni hablar con ellos. Ni tampoco los críos.

Se lo pensó. Sólo un momento.

-Está bien.

-¿Dificultades?

-No… no. No es eso. Creo que hasta me excitará. Me excita someterme a ti.

-Perfecto. Yo diré cuándo y cómo. Tengo alguna idea en la cabeza. Tú me seguirás y apoyarás. Ni una sola duda. Una sola mirada indecisa, un gesto que yo interprete como falta de convicción…

-No te preocupes. No lo habrá.

……………………….

El momento llegó casi un año después, con motivo de una celebración familiar. Hasta entonces, hubieron otras reuniones familiares que pudieron haber servido, pero no surgió en ellas la esperada oportunidad. O bien no apareció en ellas ejemplar  varonil que pudiera servir a mis fines, o bien surgió pero, por un motivo u otro, no pudo ser.  Entretanto, yo había procurado un nuevo acercamiento a mi familia política. Entiéndase: acercamiento, no recuperación del feeling . Como si después de nuestra reconciliación, Juan y yo hubiésemos hablado y lo hiciéramos porque hubiera una relación más o menos normalizada, por aquello de los niños y tal.

El evento fue el cumpleaños de uno de mis sobrinos. Para entonces, yo ya había pasado por el quirófano para que me realizaran unos implantes labiales. Ya no unas simples inyecciones de colágeno cuyo efecto remite hasta desaparecer con el tiempo, sino unos implantes permanente de silicona. Como comenté en la primera parte, nada discreto y sutil. Me había encaprichado yo de los labios de la pornstar que les comenté, y no paré hasta conseguir unos similares. Labios muy gruesos y de gran volumen. Evidentemente, algo muy provocativo.

Mi suegra no dejó pasar la ocasión para iniciar una nueva discusión, claro. Que si me veía muy vulgar con unos morros tan hinchados, que si muy ordinaria… le faltó decirme que parecía una puta. Si no lo hizo no fue por falta de ganas, sino únicamente por respeto a su hijo. ¡Sic! Con gusto se lo hubiera reconocido yo misma sólo para ver cómo cambiaba su cara. Pero lo que le tenía reservado era mejor. Tener paciencia y saber esperar siempre tiene su recompensa.

Como les decía, se trataba de una celebración familiar. Allá estaban las hermanas de mi marido, su madre, sus tías… nunca entendí esas cosas. A mí siempre me sobró la gente, jamás fui demasiado familiar ni afectiva. Desde niña había odiado la Navidad y ese tipo de fechas y celebraciones.

El lugar elegido fue un restaurante de las afueras. Hacía algún tiempo que había fallecido mi suegro y el que ellos habían regentado decidieron traspasarlo. No me había puesto nada especialmente provocativo, como en las ocasiones en que anteriormente nos habíamos reunido desde que Juan y yo llegamos a nuestro acuerdo. No por falta de deseo de provocar, que siempre me encantó violentar a mis parientes políticos, sino para procurar que no anduvieran prevenidos ante lo que había de ocurrir. Entiéndanlo: iba muy guapa, pero no vestida de forma en exceso provocativa. Otra cosa es que yo lo fuera por naturaleza. Creo que aunque me vistieran de monja, seguiría resultando provocativa. Es mi naturaleza y ésta siempre encuentra cómo aflorar y manifestarse. Miradas, gestos, movimientos…

En fin, vestía pantalones negros, ni holgados ni ajustados, y camisa negra de seda abrochada hasta el último botón. Me gusta llevarlas así. Siento que queda más como una segunda piel, sin el cambio de color que marca la piel desnuda o lo que lleves debajo el toros en las zonas no cubiertas del escote. Otras veces prefiero desabrocharme bastante para formar un atrevido escote. Depende la ocasión, si busco provocar directamente o encuentro preferible en cambio sugerir. Además, encuentro cierta sensualidad en la sensación del cuello cerrado, bien ceñido y apretado por el  último botón. No me hagan mucho caso, son sólo manías de cada cual.

Con sujetador. Aunque no acostumbro a usarlo, cuando llevo las camisas así, abrochadas hasta el cuello, sí suelo hacerlo. A mi entender., lo que se pierde en provocación sin  escote queda compensado por el aspecto desafiante que adquieren los pechos así elevados.

La comida iba transcurriendo como transcurren estas cosas. Bromas, risas, intercambio de anécdotas... sopor. Algo más delante de nuestra mesa alargada (varias juntas en realidad), quedaba un grupo de chicos y chicas. Muy guapos todos, tanto ellos como ellas. Realmente llamaban la atención. Supuse que debía tratarse de go-gós, streapers o algo por el estilo  celebrando algo.

Pronto surgió el tonteo. Entre ellos había un muchacho realmente atractivo, como de unos veintisiete o veintiocho años. Muy guapo. Moreno, ojos verdes… También había otro que, en principio, pudiera haber sido más mi tipo. Bastante más joven, como tres o cuatro años, rubio, ojos claros… Se lo comento para que entiendan que era en verdad muy guapo, tanto como para que me saltase mi orden normal de preferencias. Para terminar de decidirme, cuando se levantó para dirigirse al aseo en una ocasión, quedé embobada admirando su anatomía. Tenía un verdadero cuerpazo. Músculos de gimnasio, sin llegar a la exageración o lo grotesco, perfectamente definidos por una ceñida camisa negra.

Al pasar frente a nuestra mesa me miró y sonrió ligeramente, devolviéndole yo mirada y sonrisa. Juan,  colocado también frente a mí, sentado, captó inmediatamente que el momento podría estar acercándose.

También captaron mis cuñadas y mi suegra, claro.

-¿Tú no eras más de rubios? –preguntó maliciosamente una de aquéllas.

-Soy más de rubios.  Pero el que es guapo, es guapo, sea rubio o moreno.

-Pero sobre todo eres más de tu marido –no se resistió a dejar caer tampoco la otra.

-Sobre todo –respondí con la misma malicia, si bien más reservada que ellas.

En un momento dado, no llegué a saber por qué, las chicas que les acompañaban se levantaron y se marcharon, quedando ellos solos. Una de ellas, una espectacular rubia, parecía claramente su novia, follamiga o lo que fuera, con lo cual a partir de ese instante, sintiéndose ya más libre y desinhibido, el tonteo por parte del chico fue a mayores. Y yo respondí de la misma manera. Sí, parecía que había llegado el momento.

-¿No te parece que deberías cortarte un poco, Noelia? –me recriminó una de mis cuñadas en voz baja.

-Uf, Paola… ¡no me des la brasa! El chico es guapísimo, ya está. No hay nada malo en mirar a un chico guapo.

-Lo hay si eres una mujer casada y, más que mirar, se te van los ojos detrás de él.

-Oh, por favor…

Me recriminó en más ocasiones, y también su hermana y la madre de ambas, pero ya no les hice más caso. Llegados a ese punto, ya simplemente me limitaba a flirtear, intercambiando miradas y sonrisas sin preocuparme en disimular lo más mínimo. Una situación bastante tensa, ciertamente. Para ellas. Para mí en absoluto. Lo estaba disfrutando terriblemente. Estaba supercachonda. Y Juan también, podía intuirlo. Tan cachondo como violento e incómodo. En realidad, lo segundo debía ser el motivo de lo primero. Encontraba su excitación en aquel morbo insano. Como yo misma, pero desde el otro lado.

Ya les digo, no hice nada por disimular. Tampoco fue que lo hiciera todo a las claras. Era parte del juego seguir manteniendo cierta apariencia,  pero ya no me preocupé porque ésta resultase creíble.

Levantándome, me dirigí a la barra para pedir un bolígrafo y un papel para escribir en él. Todo el que miró hacia allá me vio hacerlo sobre aquélla. Incluso algún familiar pasó detrás mía, con lo cual no sé si llegó a entreleer algo, pues yo tampoco hice nada por esconder las palabras escritas.

“Te espero en el aseo de las chicas. Si te apetece un buen polvo, sígueme allí cuando baje”.

Arrugué el papel como si fuera a tirarlo a la basura, pero lo que hice fue dejarlo caer sobre su mesa cuando pasé a su lado para rodear la nuestra de vuelta a mi silla. Lo hice como si fuese una broma, como quien le tira algo a otra persona juguetonatemente. Algo ingenuo. Realmente creo que nadie llegó a pensar lo que realmente era. Debieron creer en cambio que buscaba con aquello hacer rabiar a mis cuñadas y suegra. Escrito puede parecer extraño, pero créanme si les digo que estoy convencida de que quedó como algo muy desenfadado y sin mayor trascendencia. Soy una buena actriz.

Cinco minutos después, me dirigí al aseo como había anunciado a mi “presa”, a la cual vi sonreír al pasar de nuevo a su lado. Había deseado que hubiera alguien allí, incluso había esperado para ello, pero no fue así. Para aquellas alturas, ya andaba a un nivel de morbosidad y excitación que rozaba lo incontrolable. Me hubiera gustado que alguna conocida hubiera estado allí para vernos entrar juntos a alguno de los WC, no me hubiera cortado lo más mínimo. Pero no bajó ninguna en el tiempo que esperé.

Y aun hube de esperar más. Allí, apoyada sobre el canto del muro que separaba dos de aquéllos. El muy cabrón parecía que iba a darme plantón. ¿Sería posible? No lo creía. Nunca he conocido a un hombre capaz de renunciar a algo así. Tampoco lo conocí entonces.

Tres o cuatro minutos más tarde, mi adonis moreno hacía su aparición. Le sonreí sensual a modo de bienvenida. El también me sonrió, acercándose sin dejar de mirarme fijamente y de una manera muy excitante a los ojos. Tomando mis tetas con ambas manos, pegó a continuación su cuerpo al mío y me besó en la boca introduciendo su lengua en ella.

Yo le rodeé el cuello con mis manos para atraerlo aun más hacia mí y me dejé hacer. Sabía besar en muy cabronazo.

-Te has tomado tu tiempo –le “reñí” cuando finalmente separamos nuestros labios.

-Quería ponerte nerviosa –me respondió sin dejar de amasarme deliciosamente las tetas.

Sonreí de nuevo y me volvió a besar.

Estaba loca de vicio. Deseaba que entrase alguien y nos sorprendiera en aquella tesitura. Se trataba de eso precisamente. Había llegado el momento de echar toda la leña al asador. Buscar la explosión final. Este morreo fue aun más largo.

Al separarse de nuevo, soltó mis tetas para llevar sus dedos hasta el botón de mi cuello. Le costó un poco desabrocharlo. Parecía que tenía dificultades para doblarlo y hacerlo pasar por el ojal a consecuencia de lo ceñido al cuello que lo llevaba. Ya les dije que me gusta sentirlo apretado a éste. Luego buscó el segundo para proceder igualmente. Sin dejar de mirarme a los ojos, ente guasón y retador. Diría que se retrasó más adrede con éste. Pretendía jugar conmigo. Debía pensar que estaba nerviosa por el riesgo de ser descubierta y que le apremiaría metiéndole prisa. Yo sonreí  diabólica.

-Rómpela.

-¿Qué…?

-La camisa –le desafié sin dejar de sonreír burlona-. ¡Rómpela!

Recogió el guante. Al menos en apariencia. Dando un pequeño tirón a aquéllas con las manos en direcciones opuestas, hizo saltar el segundo botón.

-¿Sigo? –me desafió ahora él.

-Sí… -yo, sin dejar de sonreír retadora.

Se le vio indeciso ahora.

-Vamos. De un tirón. ¡Fuerte! Haz saltar todos los botones.

¿Cómo iba a volver luego así arriba? Ni siquiera me lo planteaba. Ya lo pensaría después.

Dudó. Finalmente, comenzó a desabrochármelos uno a uno, con mayor habilidad y rapidez que antes.

-Cobarde -le ataqué burlona.

-Estás loca.

-Le miré con maliciosa suficiencia.

-El sujetador sí  me lo arrancarás al menos…

Meneó la cabeza risueño. Luego, agarrándolo con una mano del centro, entre albas copas, dio un violento tirón para romperlo.

-¿Contenta?

-No está mal. Pero podría hacer estado mejor.

Rió de nuevo.

-¿Quién es el de arriba? ¿Tu marido? ¿Tu novio?

-Mi novio. Y también están mi suegra, mis cuñadas, mis hijos…

Se rió.

-De verdad que estás loca –volvió a “recriminarme”, ahora ya con sus manos sobre mis tetas desnudas-. ¿Qué les ibas a decir?

-No sé –le respondí, siempre sonriente-. Ya pensaría algo.

Nos besamos de nuevo.

-Vamos… entremos ahí –sugirió tomándome de la mano y yo me dejé llevar entro de uno de los WC. Una vez allí, echó el pestillo.

-Hombre precavido vale por dos.

Se rió.

Si antes habían sido apasionados los morreos, ahora ya fueron pura locura, puro fuego desatado. Sus manos recorrieron todo mi cuerpo sobándolo y estrujándolo con ansia, al tiempo que las mías no restaban ociosas. Realmente me explayé palpando y sintiendo la pétrea dureza de sus músculos. Plenos, apretados… Sus bíceps, sus pectorales… sobre todo sus glúteos. Siento verdadera pasión por los glúteos masculinos.

-Chúpamela un poco –me pidió. Yo me sonreí para mí, procurando que no se diera cuenta. Era mayor y más experimentada que él, mucho más curtida en estas lides, a pesar de que él debía tener también bastantes horas de vuelo ya. No se le había puesto dura por sí sola. Había esperado a que lo hiciera con los roces y los magreos, pero no lo había hecho y ahora me pedía una mamada, como si fuera por deseo solamente, pero buscando en realidad ayuda para su erección.

No había problema. Yo también estaba loca por mamársela. Sin pensármelo dos veces ni mirar siquiera si estaba limpia o no, me senté sobre la taza del inodoro y le aflojé la correa. Luego, uno a uno, le desabroché los botones de su bragueta con la boca. Muy lenta y sensualmente sin dejar de mirarle a los ojos. Eso suele excitar a los hombres.

También excitó a éste. Antes de  acabar mi labor de desnudo previo de su polla, ya ésta había alcanzado su plenitud y dureza. Para cuando la liberé finalmente de la prisión de sus bóxers, saltó como un resorte que hubiera restado sometido a una enorme presión para mantenerlo allí confinado hasta entonces, golpeándome en la cara. ¡Me encanta que eso ocurra!

Un fuerte olor inundó mis fosas nasales, más intenso aún cuando procedí a descapullarla. La higiene íntima no era el fuerte del muchacho. En realidad, no lo es de muchísimos varones. A mí no me importa. Me gusta el olor a polla.  Me llamarán sucia, marrana alguno incluso, pero ¿quién dijo que el sexo debe ser limpio? Odio los cuerpos inodoros, los hombres que no huelen a hombre. Tampoco es que me guste que huelan a tigre, pero un cierto olor corporal es muy excitante, y el de la polla imprescindible para acabar de poner caliente a una mujer. Está ideado precisamente para eso, para hacer llegar hasta nosotras las feromonas masculinas que nos ponen como un  horno.

Comencé a mamar como si me fuera la vida en ello, consiguiendo que se corriera en mi boca. Fue a al medio de esa faena más o menos, que se escuchó a alguien entra en el lavabo. Se trataba de dos chicas, primas de Juan. Ni por asomo me corté. Al contrario, comencé a mamar con más fuerza, provocando con ello los sonidos propios de los trabajos orales. Si bien al principio aquellas charlaban animadamente entre ellas, pronto callaron, cabía imaginar que para poner oídos a lo que ocurría al otro lado de la puerta de uno de los WC.

El postre de leche regalado por mi amante, resultó más sabroso que cualquier postre que el restaurante pudiera tener en su menú. El sabor del semen no es agradable –tampoco desagradable-, pero el morbo que acompaña su ingestión hace que lo tragues con todo el deleite del mundo.

Hizo ademán mi amante de subirse los pantalones para abrocharse, pero le retuve. Mirándole a los ojos, negué con la cabeza al tiempo que me ponía en pié. Acercando mis labios a uno de sus oídos, le susurré:

-Todavía no me has follado.

Me miró un tanto perplejo. Las que estaban al otro lado escuchando, podían ser miembros de mi grupo. Yo lo sabía, él lo temía. Me daba igual. Desabrochándome los míos, me giré para darle la espalda e inclinarme para apoyar ambas manos sobre la puerta.

-Vamos…

Ahora ya no susurré. No hablé con voz especialmente alta, pero tampoco con un tono que buscase resultar impercibible para nuestras “amigas”.

Me bajó entonces él los pantalones. Acto seguido, colocó su glande contra la entrada de mi vagina y me la enchufó hasta el fondo.

Al principio empezó con movimientos comedidos. Sabía lo que hacía el muy cabronazo. Ello, unido a la lenta y contenida cadencia de sus embites, fue poniéndome más y más caliente, hasta que comencé a gemir y suspirar, pidiendo de tanto en tanto entre susurro de placer más. Las chicas debían estar perplejas.

Él también fue perdiendo el recato poco a poco, de manera que al cabo  de unos momentos ya no nos conteníamos en absoluto. Él me taladraba con fuera y furia, haciendo golpear la puerta contra su marco a cada una de sus embestidas, y yo jadeaba como un a posesa, pidiendo más y más. Finalmente, acabó derramándose dentro de mi coño larga y abundantemente.

Nos tomamos unos momentos para recuperar el ritmo de nuestras respiraciones. Después comenzamos a arreglarnos, subiéndonos los pantalones y abrochándolos.

-Ha estado genial –comenté con voz normal, ni alta ni baja, perfectamente audible desde fuera. Él me miró sorprendido, consiguiendo hacerme reír. ¡Qué bobos son los hombres a veces! Después de la que habíamos montado, ¿pensaba que podía cortarme reconocer que me habían metido un buen polvo? Las chicas habían escuchado todo lo que tenían que escuchar, ya habrían sacado sus conclusiones.

Colocando sus manos sobre mis tetas, acercó sus labios a los míos para besarme.

-¿Me vas a dejar tu teléfono?

-Depende –le respondí juguetona. Agachando la cabeza, colocó su boca sobre una de mis tetas, muy cerca de pezón, para succionar y dejarme una marca.

-Travieso… -le acusé coqueta. Él procedió a abrochar de nuevo mi camisa, tapando el chupón.

-Menos mal que no te he arrancado más botones.

Sonreí.

-¿Tú crees?

Introduciendo dos dedos entre el cuello de la camisa y mi piel, tiró hacia él para arrancar el botón que cerraba aquél. Dos botones menos. Seguía cerrada muy arriba, al menos cuatro dedos por encima de la marca.

-Niño malo…

Siempre sonriente, perversa… incitante.

Un nuevo tirón, casi la mitad de mis tetas expuestas. El chupón aún no se veía. Un nuevo tirón para descubrirlo, las desnudaría en su totalidad. En lugar de ello, lo que hizo fue agachar de nuevo su cabeza para hacerme uno nuevo, esta vez casi en el nacimiento de éstas, bastante más arriba. Imposible de ocultar, tres botones de la camisa saltados. Sonreí feliz.

-Apunta… 627…

Tomó nota satisfecho en su móvil de mi número.

-¿Me llamarás?

-Cuenta con ello. Me llamo Salva, mi número acaba en 88. Te acabo de hacer una perdida.

-OK.

Acercando su rostro de nuevo, esta vez a mi cuello, aplicó su boca sobre él para hacerme otro chupón allí. Succionó realmente con fuerza el muy cabrón ahora. Yo solté un  gritito juguetón, riendo a continuación.

Cuando salí del WC, encontré allí a las dos primas de Juan mirándome absortas. También habían un  par de chicas más, desconocidas éstas, que debían haber entrado después sin que nos apercibiéramos y me miraban ahora igualmente perplejas.

-Hola, Noe… -me saludaron mis parientes políticas. Reacción estúpida. No sabían qué hacer, estaban muy cortadas.

-Hola chicas –les respondí yo con una luminosa sonrisa.

Tras de mí debió salir él.

De vuelta arriba, la cosa debió ser de escándalo. De verdad hubiera pagado lo que fuera por tener una cámara a mano en esos momentos. Caras y expresiones como las que vi merecen ser inmortalizadas.

Lo primero que en mí llamaba la atención, ya de lejos, debía ser mi pelo y mi indumentaria. En cuanto al primero, había bajado teniéndolo recogido en un elegante moño, y ahora volvía con todo él suelto y desgreñado. Ni siquiera me había preocupado en arreglarlo un poco. En cuanto a la segunda, me había ido con una camisa correctamente abrochada hasta arriba y un sujetador bajo ella que elevaba mis pechos, y ahora regresaba con esta desabrochada hasta la mitad de éstos y sin aquél, mis melones bailando libres bajo la tela.

En un segundo momento, ya sentada o incluso instantes antes de ello, por supuesto, los chupones. Se veían a las claras y tampoco yo hacía nada pro ocultarlo.

El ambiente pasó a tornarse tenso entre aquellos imbéciles. Al poco tiempo, ya regresadas las primas de Juan del lavabo, debió extenderse además el rumor de lo que había ocurrido alá abajo. Yo en cambio, sonreía de oreja a oreja feliz. Estaban disfrutando enormemente aquello. Juan por su parte, se veía incomodísimo, pero yo sabía que debía estar muy excitado también.

No me corté lo más mínimo para seguir tonteando, ya en forma totalmente abierta, con Salva allá arriba. Miradas, sonrisas, besos lanzados sin ocultarme en absoluto…

-¡Bueno, ya está bien! –estalló finalmente mi suegra.

-¿Perdón, Isabel? –le inquirí sonriente.

-¿Cómo puedes aguantar esto, Juan? –se dirigió a su hijo.

-¿El qué, Isabel? –pregunte yo con tono ingenuo, muy perverso.

-No se puede entender que no mandes a esta puta a paseo de una vez.

Reí divertida la escena. Los demás guardaban silencio.

-Tu hijo es un calzonazos, Isabel –comencé a explicarle sin dejar de sonreír-. Un cornudo impresionante. Siempre lo ha sido. Le he puesto los cuernos desde antes de casarnos. En realidad, me enrollé con él para poder acostarme con otro chico sin que su novia  sospechase.

Escándalo. Exclamaciones contendías, miradas de asombro…

-Tus nietos no lo son tanto. El padre del mayor fue un turista noruego del que nunca más volví a saber. Respecto al que está por venir, no tengo ni la menor idea de quién puede ser.

¡Situación violenta donde las haya! Cómo la disfruté. Hasta mis hijos estaban delante escuchando todo aquello.

-¿Es eso cierto. Juan?

-No le pregunte a él. Pregúntame a mí.

Me miró con auténtico odio.

-Eres una puta –me recriminó una  de mis cuñadas.

-Oh, sí… lo soy. Y ha llegado el momento de dejar de ocultarlo.

Murmullos comentarios, algún otro insulto…

-Juan está conmigo. La que nada soy yo y no podéis hacer nada para cambiar eso. Me acostaré con quien quiera y haré lo que me dé la gana sin ocultarme de nadie.

Más de lo mismo.

-Y ahora que ya he hecho lo que vine a hacer, se acabó. No quiero  veros s ninguno de vosotros nunca más. No os acerquéis a mí ni a mi casa, ni tampoco a los niños ni a Juan.

-¿Cómo…?

Se volvieron todas las miradas hacia él.

-¿Además de vieja eres estúpida, Isabel?

Nuevamente a mí, anonadadas.

-Te he dicho que hables conmigo, no con él. Juan no pinta nada, la que manda soy yo. Hará lo que yo le diga. ¿No te contaron nunca aquello de que tiran más dos tetas que un par de mulas de una carreta?

Conmoción. La celebración había acabado resultando un verdadero espectáculo.

-Natalia, Juan… en pie. Tú también –añadí para el cornudo-. Nos vamos.

El niño me miraba perplejo. Natalia no tanto. Incluso diría que se apreciaba un  brillo de cierta diversión en sus vivarachos ojillos. Pero para contarles acerca de eso, necesitaré otra entrega de esta serie. Será hasta entonces, queridos lectores.

Continuará…