HISTORIA DE UNA FAMILIA PERVERSA. 1ª parte

Degeneración generacional de las hembras de una familia abocada a la perversión. Crueldad, morbo, humillación extrema de los varones...

HISTORIA DE UNA FAMILIA PERVERSA

Comienzo hoy esta narración de lo que fue el origen y devenir de mi familia hasta convertirse en lo que hoy es. Espero que les guste.

Cuando conocí al que con el tiempo habría de convertirse en mi marido, nadie hubiera atinado a vaticinar tal pronóstico. La cosa empezó de una manera bastante informal y que no hacía presagiar nada parecido. Desde la prepubertad, mis tetas, que a partir de los catorce o así comenzaron a ser famosas por su tamaño y el morbo con que yo las lucía, habían sido harto sobadas y manoseadas por cuanto chico mono y guaperas se me acercó y a mí me apeteció consentir en tal sentido. Ciertamente, muchos. Más probablemente de los que podría contar una mujer de las de antes en toda su vida. Y no tan antes. ¿A qué engañarnos? Desde bien pronto se notó que venía para golfa.

Y en ésas estábamos. Yo andaba acostándome tarde sí, tarde también con el que era novio de mi mejor amiga. Es un decir, ustedes ya me entienden. Igual perdonaba alguna, pero el caso es que el chaval era un rubiales de muy buen ver que a todas las mozas del lugar nos apasionaba y, claro, ante algo así, para alguien como yo no debía suponer obstáculo de excesiva entidad la fidelidad debida a las amistades. En realidad, a lo largo de mi vida he conocido momentos en que incluso le puse los cuernos a mi hermana y a mi madre, así que ya me dirán.

Mercedes, mi amiga, se recogía antes que yo, que era más rebelde y difícil de domar en casa. Felipe, él, la subía en la moto para llevarla a la suya y, tras dejarla allí, pasaba a buscarme por el lugar en que  habíamos concretado, que tampoco era cosa de hacerlo a los ojos de toda nuestra pandilla, que, no obstante, bien debía imaginar, al menos muchos de sus integrantes, de qué iba la cosa.

Para entonces ya había ganado yo sobrada y merecida fama de chica suelta. De putón, vamos. Nos entenderemos mejor llamando a las cosas por su nombre, que para eso lo tienen. A Mercedes, como al resto de chicas y a pesar de ser tan amiga mía, no debía hacerle demasiada gracia verme rondando por las cercanías de un ejemplar tan apetitoso como su chico. Se mostraba recelosa y desconfiada, y con razón, si bien más de cara a él y en privado que ante mí y el resto de nuestros amigos. Cosas del orgullo juvenil. Merche era un auténtico pibón –rubia, alta, ojos claros, pechos pequeños, piernas largas y torneadas,  cintura de avispa combinada con amplias caderas… muy en la onda Charlize Theron-, de los que no gustan de revelar sus celos miedo a dar a entender un reconocimiento de inferioridad ante otra mujer. Tampoco yo andaba corta –morenaza de ojos oscuros, altura media-alta, tetona,  muy voluptuosa… más del estilo Salma Hayek, aunque más alta-, pero, en cualquier caso,  nada que ver con la diosa de cabellos dorados que a todas las demás nos eclipsaba. Eso le daba más morbo a la cosa.

Dado que éramos tan amigas y, por tanto, la cercanía con su chico se hacía obligatoria –salíamos juntos a menudo de fiesta, al cine, a la playa…-, Felipe discurrió que sería conveniente que yo también me echase un novio. Algún pardillo capaz de aguantar el tirón, al que no le importase salir con un putón redomado como yo, cuyos devaneos y andanzas puteriles iban de boca en boca y eran por todos bien conocidos. Nada difícil por otro lado tampoco. Como digo, aunque no tanto como Merche, siempre he estado muy buena yo también, y pretendientes no me han faltado. Pero el caso es que necesitábamos un imbécil. Alguien tan lelo que no se enterase de lo que pasaba y poseyese algún atractivo físico a la vez.  Esto segundo fue imposición mía. Felipe hubiera preferido algo bien distinto, claro, pero la que tenía que acostarse con el pavo era yo, y no estaba dispuesta a hacerlo con ningún feo.

No fue mal. El novio de la prima de Merche -¡toma ya carambola!- tenía un amigo que parecía echo a propósito para lo que buscábamos. Guapo, pero no demasiado. Inteligente, pero pardillo como  él solo. Y además estudiante universitario, de forma que entre semana, cuando él se encerraba en su casa para estudiar, a mí me quedaba todo el tiempo del mundo para mí misma y no agobiarme demasiado. Un día, estando en el dormitorio de la prima de Merche, llegó su chico con el futuro cornudo. Nos conocimos, luego coincidimos un sábado en la disco… y bueno, el resto no tiene demasiado interés.

Funcionó. Con un maromo al lado, Mercedes pasó a mostrarse más suelta y segura. Lo suficiente como para dejarnos más “espacio” a Marcos y a mí. ¡Grande! Nos hinchamos a follar prácticamente en su cara y en la de Juan, mi novio.

Fue entonces cuando comenzó a aflorar mi naturaleza más perversa. En efecto, pronto descubrimos que nos proporcionaba más placer y excitación el contexto morboso de nuestros escarceos, que estos en sí. Follar en el aseo de un pub o discoteca mientras ellos dos esperaban fuera, a veces al otro lado de la misma puerta del WC, por ejemplo. Entrábamos a él con la excusa de hacernos una raya, y en esas ocasiones nos las ingeniábamos para hacerlo juntos Felipe y yo, primero o después que ellos. Poco era el tiempo de que disponíamos en ésas, claro, el justo para mamársela un rato mientras se preparaba las líneas o metérmela y darme unos cuantos embites, pero el morbo generado en esos lances era lo más, y no resultaba infrecuente que e corriese de puro gusto en apenas unos segundos. Él no solía hacerlo, que buen follador y macho de mucho aguante, pero disfrutaba la perversión igualmente.

Desarrollamos así un muy perverso sentido del morbo, jugando al juego del Diablo buscando el riesgo y la humillación para con nuestros respectivos. Ora se corría en mi boca minutos antes de que besara a Juan, ora me follaba en la misma portería del edificio en que vivía Merche con su familia, mientras esperábamos allí a que bajara. O mientras hablaba por teléfono con el cornudo. O mientras  ella buscaba en la tienda su regalo de San Valentín… cosas así.

Felipe se mató antes de cumplir los veinte años. Iban a toda pastilla, él y un amigo suyo. En el Audi que éste había cogido a su padre sin que se enterase. La peor parte del impacto se la llevó el lado izquierdo del vehículo, en el cual viaja él, y aunque el resto de los ocupantes del vehículo consiguió sobrevivir con heridas de más o menos gravedad según quién, Felipe fue a estamparse contra la pared de roca que bordeaba la carretera.

Un verdadero drama. Muchísima gente, todos los amigos, acudieron al entierro, en el cual Merche lloró desconsolada y rota por el dolor contra mi regazo. Incluso entonces lo gocé. Pensando en todas aquellas veces que le habíamos puesto los cuernos en sus propias narices, en cómo se dolía la pardilla sin sospechar nada y en mi propio cinismo, sentí cómo mis braguitas se manchaban con los líquidos emanados de mi más íntima feminidad. Pocas veces más lo harían en lo sucesivo. Desde entonces, decidí no volver a usarlas siempre que no fuese estrictamente necesario, y pocas veces lo ha sido. No sabría decirles. Fue cosa de inspiración. Sentir la tela húmeda rozando mi coño… en la perversión del momento, me excitó la ida y tomé la decisión.

De repente, encontré que ya no necesitaba para nada al pardillo. Desaparecido Felipe y, con él, el motivo de mantenerlo a mi lado, ¿para qué lo quería? Nunca sospeché que llegaría a tener que plantearme la ruptura con él en semejantes circunstancias. Siempre pensé que la cosa vendría sola con el tiempo. Me cansaría de él y lo mandaría a cagar, me pillaría en algún reniego con otro y me dejaría, terminaría lo mío con Felipe… en cualquier caso, nada tan abrupto y repentino.

Ello me obligó a penar. El caso era que no estaba tan mal. Salir con Juan tenía sus propios alicientes, independientes del sexo con Felipe. En primer lugar, el mismo morbo de ponerle los cuernos. ¿Dónde iba encontrar otro tío tan pardillo? El pobre no se enteraba de nada. ¡Si hasta me creyó en una ocasión cuando, al escuchar el sonido de la mamada que le estaba haciendo al rubio mientras hablaba con él por teléfono, le dije que era debido al Calipo que estaba chupando! Ya se pueden imaginar. Por otro lado, a su familia le iban muy bien las cosas en lo económico. Tenían un restaurante que funcionaba de lujo y sus padres procuraban mantener su cartera bien llena de billetes, que él a su vez destinaba, casi en su totalidad, a satisfacerme. Y todos estaban encantados conmigo. Su propia madre se había hecho amiguísima mía y el conminaba a tenerme siempre contenta.  No sólo era pardillo él, sino toda su familia también. Un buen partido, ¿no les parece?

Luego llegó el embarazo. Un par de años después, apenas cumplidos los diecinueve por mi parte. Había andado yo follando con un alemán que quitaba el sentido todo el verano. Un verdadero dios nórdico de más de metro noventa de altura y largos cabellos rubios. Como follar con Thor, pero sin en martillo. Aunque para eso de martillear ya se manejaba el mozo muy bien sin él. Ustedes me entienden.

Y también se imaginarán que la criatura en ciernes fue suya, claro. No fue un descuido. El chico era tan guapo, que me apeteció hacerlo así. No quedarme embarazada ex profeso tampoco. Simplemente dejarlo al azar. Un hijo de él sería una auténtica preciosidad y la crianza no me planteaba complicaciones. Contaba con el cornudo y su familia para correr con los gastos. La idea, lo habrán podido imaginar, se me hizo extremadamente morbosa. Le dije que no se preocupara, que tomaba la píldora y podía correrse dentro tranquilamente. Que fuese lo que Dios quisiera.

Y lo que quiso Dios –o quizá el Diablo, que pienso yo que siempre hizo más migas conmigo el de los cuernos-, fue que me quedase preñada. Ningún problema, como había vaticinado. Mi suegra contentísima y una gran alegría para su familia. ¡Señor! ¿Cómo puede haber gente tan pardilla? Se me humedecía el coño de sólo pensarlo.

La mía no se lo tomó tan bien, pero no me importó lo más mínimo. De hecho, ya ellos mismos habían las víctimas más propicias de mis calenturas y perversiones más tempranas. Si morbo me producía humillar a mi novio, lo mismo se podía predicar de los varones que me daban o compartían mi apellido. Compañeros de trabajo de mi padre, amigos de mi hermano… otro día les contaré sobre ello.

Nos casamos. Y la boda fue por todo lo alto. Celebración en el propio restaurante de mis suegros, el que cual tuve ocasión de ponerle los primeros cuernos oficiales –por cuanto oficial pasaba a ser nuestra relación después de la ceremonia e inscripción como matrimonio en el Registro Civil…- con uno de los camareros.

No debí haberlo hecho. El chico era guapísimo y tal, pero el riesgo fue demasiado grande. Muy temprano todavía, mi nuevo estatus de casada aún no consolidado. Si por alguna  circunstancia llegase a irse de la boca… el morbo me pudo.

Pero el chico cumplió, tanto con su miembro como con aquélla. Me regaló una follada antológica en el aseso, con el vestido de novia todavía puesto, y luego supo  guardar el secreto. ¡Bien por él! Para que luego digan que no quedan hombres.

Imagino que lo normal será que imaginen un cuadro con una zorrona empedernida puteando y seduciendo en plena boda a  algún ingenuo, o no tan ingenuo, chaval encargado de llevar y traer los platos. No fue tan tan la cosa. Yo, con ayuda de mi suegra y mi cuñada, había elegido un vestido con escote bastante escandaloso, por el cual asomaban mis tetas con poco recato para un evento de estas características. De haberme casado por la iglesia, digo yo que no me hubieran permitido algo así, pero el caso es que me casé por lo civil, y el juez pareció celebrar bastante mi elección a juzgar por sus miradas  expresión. Ellas, la hermana de mi inminente marido y su madre, opinaron que temía un pecho precioso y que merecía ser lucido en todo su esplendor y el vestido era realmente bellísimo, así que no puse ninguna pega por mi parte.

El resultado fue que el camarero, como muchos otros, no dejó de mirarme las tetas con más o menos disimulo, y ello consiguió ponerme realmente cachonda, pues el tío estaba buenísimo. No fue nada premeditado, se lo aseguro. Simplemente, en algún momento un poco de champangne fue a caer sobre mis senos al brindar. Lo primero fue un gritito y estremecimiento al sentir el gélido contacto sobre mi tersa piel. Acto seguido, mi cuñada y una amiga se apresuraron a, mojando servilleta con un poco de agua, intentar limpiarme la mancha.

-¡Antes de que se seque! –apremió Lourdes, que así se llamaba mi amiga.

-Es mejor que te quites el vestido. Al menos que sueltes la parte de arriba.

Para poder manejarlo mejor en sus intentos de limpiarlo. Pero claro, eso no podía hacerlo allí en medio. Hubiera resultado memorable sacar mis melones a relucir ante todos los invitados. El padre de Juan nos ofreció entonces el almacén para tal menester. Y allá que fuimos Lourdes y yo. Isabel, la hermana de Juan, se quedó con los demás, pues con dos nos bastábamos.

Allí dentro se encontraba también el aseo reservado a los empleados, cuyo lavabo empleamos para nuestra labor obteniendo el agua necesaria de su grifo. Pero el jabón se había acabado y necesitábamos algo del tipo para limpiar, así que Lourdes salió a pedírselo a algún camarero… y adivinen cuál de ellos fue el que nos lo trajo.

Estas cosas vienen así. Durante la comida habíamos venido intercambiando miradas, pero sin que ello tuviera mayor importancia o trascendencia. Ahora eran risas y bromas. De limitarse a mirar y aconsejar, pasó a tomar parte activa el muchacho en la labor de limpieza.

-¿Por qué no pruebas tú, listo? –le recriminó con simpatía Lourdes sus comentarios acerca de la forma incorrecta en que estaba frotando. No creo que hubiera ninguna malicia tras su propuesta. En realidad, pareció reparar en el detalle de que no era una zona “inocente” de mi cuerpo la que estaban trajinando, sino mis enormes tetas. Habiendo sido facilitar la posibilidad de liberarlas para mejor poder manejar la zona manchada del vestido, el caso era que todavía no lo había hecho y permanecían dentro del escote.

-Vale, trae aquí –no se amilanó él, tomando la servilleta en sus manos. Ni corto ni perezoso, agarró –y bien agarrada además- una de mis grandes mamas con la izquierda para hacer soporte y comenzó a restregar la tela con la izquierda.

Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Lourdes me miró sorprendida, pero divertía con la situación.

-Oye, tú eres muy espabilado, ¿no? –volvió a atacarle al tiempo que le golpeaba el hombro con la palma de la suya.

-Hombre, pues claro –respondió él con total desparpajo, haciéndonos reír.

Hasta ese momento, tan sólo había todavía socarronería y diversión. Ninguna idea o previsión de infidelidad.

-Así no va a saltar. Es necesario frotar también por el otro lado. Vas a tener que salirte.

Lo dije con picardía burlona, a lo cual él asintió con una sonrisa.

-O no…

La añadidura de Lourdes ya sonó perversa. Son situaciones. Mi amiga no era ninguna monja, pero tampoco lo que se entiende un putón. No sé si anteriormente había tenido experiencias del tipo, pero si hubiera de opinar al respecto, creo que me decantaría por el no. Era una chica guapa y extrovertida, sin prejuicios… una veinteañera como tantas otras. Son cosas que surgen así, sin que nadie las haya previsto. El Diablo se metió en su cuerpo aquél día y la convenció para que propusiera una diablura. No hay que darle más vueltas.

Él la miró a ella, no sé si asombrado o cuestionante, por un momento. Luego me miró a mí. A mi rostro había aflorado una ligera sonrisa, apenas un esbozo  en mis labios.

Tomando la tela de mi vestido por el borde del escote, introdujo e ellas yemas de sus dedos para tirar hacia abajo y liberar mis tetas, que abundantes se derramaron para mostrarse a sus ojos, cual si ellas mismas lo hubiesen estado deseando. Él las tomó entonces en sus manos para comenzar a sobarlas, y nuestras bocas se encontraron para enzarzarnos en un lascivo duelo de lenguas.

Lourdes se unió a la fiesta. Aproximando sus labios hasta la oreja del macho, introdujo en ella la suya para jugar con ella haciéndole estremecerse de placer. Tras algunos segundos,  durante los cuales no dejó de besarme, pasó el masculino brazo por su cintura para colocarla junto a mí, ante sí, y besarla a ella.

Fue una explosión de vicio y perversión. Como acceder repentinamente a una dimensión más allá del simple sexo. Lo siguiente fue besarnos a las dos a la vez, entregando nuestras lenguas a un combate feroz. No tardó en tenernos a ambas de rodillas comiéndole la polla. Nuestras tetas bien expuestas fuera de sus prisiones de tela, libres para ser sobadas, comidas, mordidas… a placer. Y nos folló, claro. A las dos. Y bien folladas. El premio de su corrida fue para mí, por supuesto, que para eso era mi día.

-Dáselo a ella… córrete dentro de su culo. Hazle un buen regalo de boda.

Lo hizo.

-Toma, putona… todo para ti.

Me llenó bien las tripas el muy cabrón. Creo que orgasmé de nuevo sintiéndolo. No sabría decirlo. A decir, verdad, nunca he conseguido identificar totalmente los distintos orgasmos que, eventualmente, puedo llegar alcanzar. Una amiga muy dada a las columnas de sexología de las revistas y esas cosas, me comentó en una ocasión que, más que multiorgasmos, lo que experimentábamos muchas chicas eran un orgasmo único pero muy prolongado. No sé. Es posible.

Nuestra luna de miel transcurrió en un crucero por el Caribe. Cuba, Santo Domingo, Bahamas… ya saben. Si intuyen que durante él volví a ponerle los cuernos a Juan, intuyen bien. Pero vamos, no les aconsejaría lanzarse a una carrera como videntes o pitonisos en base a esa facultad suya recién descubierta. No es que resulten necesarias  grandes dotes para hacer un vaticinio como ése. En defensa mía, he de decir no obstante que tampoco fue nada escandaloso, ni en número, ni en esencia. Un negro escultural en la isla Margarita, un streaper apolíneo (tres veces durante el viaje con él) y dos atractivos suecos treintañeros en la primera ocasión que tuvimos para burlar la presencia de los tres cornudos (sus dos mujeres y mi marido). En total, cinco puestas de cuernos en un lapso de quince días. No son demasiadas, ¿no? Es decir, si tomamos únicamente como referencia el elemento tiempo, pudiera parecer que sí lo fueron, pero si además tenemos en cuenta el contexto, qué claramente se brindaba a ello, ya no parece tanto. Tratándose de un putón como yo, en situación tan morbosa como nuestra luna de miel y en un trasatlántico lleno de varones atractivos con los cuales podía dar rienda suelta a mis más primarios instintos en la seguridad de que nunca más los volvería a ver y, por tanto, no depararían problemas, lo lógico hubiera sido algo mucho más extremo, ¿no creen?

Con el tiempo, mis miramientos se fueron relajando. La única temporada durante la cual me recaté un poco, fue precisamente la de los nueve meses de gestación de mi hijo. Lo del embarazo era algo nuevo para mí y lo cogí con cierto miedo. No por el posible prejuicio que pudiera causar al bastardo –era realmente eso, ¿no?- que llevaba en la barriga. De instinto maternal siempre he andado en números rojos. Nada, menos y por debajo de menos.  Cada persona es un mundo. Yo soy así. Para la segunda vez que quedé embarazada un año después, la cosa fue ya distinta. Ya sabía lo que era y mi vicio había ganado terreno. Además, ahora era niña lo que esperaba, y el morbo de imaginar que se alimentaba con el semen que yo tragaba, así como que ya desde su estado fetal la estaba acostumbrando a los vaivenes del folleteo con un montón de hombres distintos, alentaba mis infidelidades.

Siendo yo mujer de muchísima personalidad y carácter y Juan una persona más bien retraída y pusilánime, es claro que, a la larga, dicha personalidad mía habría de ir imponiéndose. Poco a poco, pero de forma constante y hasta acabar anulando por completo la del grandísimo cornudo. Era demasiada hembra para él. Un calzonazos como él no suponía macho capaz de atar en corto a una ninfómana desbocada como yo.

Al principio me cortaba bastante y tal, con la idea de no hacer de mis andanzas algo excesivamente cantoso y evidente, pero ¿qué quieren? La cabra tira para el monte. Eso dicen. Mi vena perversa, desarrollada hasta lo inaudito con Felipe, tiraba con demasiada fuerza. Una y otra vez me llevaba a situaciones extremas y cada vez más arriesgadas, hasta llegar un momento en que el pobre cabrón no podía dejar de ignorar lo que había. Otra cosa era que prefiriese hacer ojos ciegos a la realidad. Follé con amigos, vecinos, compañeros suyos de trabajo… incluso con excelentes amantes que conocí a través de Internet, merced a varios anuncios que inserté en diversas páginas. Al principio con muchas precauciones (ya saben, uso de pseudónimos, omisión de fotografías…), más atrevida y temerariamente conforme iba pasando el tiempo. Primero fue la inclusión de fotos con el rostro difuminado o excluido, luego de otras ya acara descubierta… por fin, incluso he llegado a anunciarme con mi nombre y apellidos reales. El riesgo de ser descubierta es algo que me excita y enerva hasta extremos que no podrían sospechar. Me volvía loca de morbo jugar a la ruleta, dejando a la suerte y el azar el destino de mi matrimonio. De nuevo, el Diablo y yo hacíamos buenas migas. Y parece que sus simpatías estaban conmigo, pues nunca salió mi número.

Pero vamos, al caso es lo mismo. Como dije, llegó un momento en que Juan no podía dejar de saber lo que había. Ni él, ni nadie. Demasiados rumores, llamadas telefónicas o SMS extraños, encuentros inexplicables con gente que no se entendía de qué podía conocer, situaciones surrealistas…  ¿un guapísimo adolescente de dieciséis años que le da una palmada en el culo a una mujer que le dobla la edad en la cola del cine confundiéndola de espaldas con una amiga de su pandilla? El pobre chaval, que varias y muy memorables veces me había dado verga a base de bien, no conocía al cornudo. Juan estaba a varios metros de nosotros, pagando las entradas en la taquilla mientras yo esperaba algo apartada para no molestar a las otras personas que hacían cola, y claro, no pudo imaginar que iba con él. Tampoco tuvo las luces de imaginar que resultaba extraña mi presencia allí plantada sola y, probablemente, andara acompañada por alguien ante quien no podía actuar de aquella manera. ¿Qué quieren? Tan sólo tenía dieciséis años. Como quien dice, un niño. No se le puede exigir la perspicacia de un adulto. Yo me puse a reír, divertidísima ante la situación. Cualquier otra reacción hubiera resultado extraña y comprometedora. Ante mi espontaneidad en cambio, podía creerse con facilidad que, realmente, no había sido más que un error. Para otras personas, claro, no para Juan. La suma de “errores” y demás circunstancias, hablaban tan clara y contundentemente de cuernos como una prueba directa. Es lo que, en lenguaje jurídico, se llama prueba indiciaria. La acumulación de indicios o, incluso, la existencia de uno sólo, pero especialmente claro, llega a constituir prueba.

Tampoco para familiares y conocidos Llegados a un punto, todo nuestro entorno social sabía lo que había. Mi suegra, que tan amiga mía había sido, se tiraba ahora de los pelos ante la pasividad del calzonazos de su hijo. La cosa llegó a resultar en una situación muy tensa y tirante. Mi absorbente personalidad tenía totalmente anulada y bajo su dominio a la del cornudo, pero la opinión y consejo de su madre siempre había tenido mucho peso en él.

Fue por esa época que vivimos una experiencia que, aun a día de hoy, a menudo hace humedecer mi coño con sólo recordarla y pensar en ella. A través de Badoo , había conocido yo a un jovencito que llegó a traerme loca. Tenía unos ojazos verdes que enamoraban con sólo mirarlos y su afición por los deportes de playa –windsurf, vóley-playa…- mantenía su pelo lacio tan rubio como los de los naturales de los países nórdicos. ¡Guapísimo! Y además tenía el físico tipo de estos deportistas. Músculos duros y definidos, abdominales como una piedra de fregar… Fui yo la que contactó con él el primer lugar. Su foto de perfil, que lo retrataba en un lance de un partido de vóley, congelado en el aire en bañador y con el torso desnudo, era suficiente para cautivar el interés de cualquier mujer y arrastrarlo tras él.

Me hice un poco la interesante al principio. Le pregunté si hacía mucho que jugaba al vóley, supuestamente debido mi interés a que yo también lo había hecho cuando era más jovencita. La idea es que no se note demasiado que le estás tirando los trastos, en espera de que sea él el que se decida a poner la cartas boca arriba. Artimañas de mujer. Lanzas la señal, pero que quede como que fue él el que te echó los trastos a ti y no al revés. “¿Yo? Lo único que hice fue preguntarte si hacía mucho que jugabas al vóley. Sólo sentía curiosidad”. Por supuesto. Curiosidad por saber cómo tienes la polla antes de metérmela en la boca. Luego le pregunté también si hacía muchas pesas y esas cosas.

Estuve follándomelo todo el verano hasta que volvió a su ciudad acabadas sus vacaciones, y lo agradable de la experiencia me hizo desear repetir con otros chicos de su edad y circunstancias similares conocidos a través de Badoo . Realmente llegue a perder el Norte. Me volví loca de vicio y no pasaba semana sin que me lo montase con tres o cuatro chicos distintos. Llegada a  un punto, yo misma hube de refrenarme . “Eh, Silvia… tranquila. Ni el mundo ni los chicos se van a acabar. Tómatelo con más calma. No puedes permitir que esto te domine. Toda adición descontrolada acaba pasando factura” .

Pisé un poco el freno, pasando a seleccionar mucho más y, con ello reducir el número y frecuencia de mis aventuras. Y en ésas estaban cuando conocí al chico que habría de regalarme con esa experiencia inolvidable que los comenté.

En principio, no era demasiado mi tipo. Guapo, ciertamente, pero demasiado moreno de tez y cabello. Veintiún años, musculoso… el típico bruto de gimnasio.  Le daba a las pesas y al kick boxing , trabajó de portero durante el verano anterior, un par de meses atrás acabado, en una de las discotecas de la zona en que veraneamos… macarra de barrio, ya saben. En este caso fue él el que me entró a mí a través de Badoo . En nuestra primera conversación, me preguntó si había ido alguna vez a la sala en que él trabajaba y si recordaba haberme visto allí. Le dije que su cara me sonaba, por quedar bien, aunque no recordaba de dónde. Probablemente lo hubiera visto. Era mentira. No lo había visto en mi vida o, si lo había visto, no había reparado en él. Estaba bastante bueno, pero no tanto como para destacar en una localidad turística en plena temporada estival, plagada de espectaculares ejemplares nórdicos, ingleses, brasileños…

Al cabo de unas cuantas sesiones, había ya más confianza y la cosa iba más suelta. Un día propusimos visualizar algunas fotos del cornudo para reírnos de él. Primero me comentó que tenía cara e idiota, que se notaba de lejos que era pardillo y era normal que le pusiera los cuernos. Provocó mi hilaridad con su comentario y se lo dije. Luego nos metimos con sus pronunciadísimas entradas. Al muy patético le llegan hasta bien adentro y además tiene una frente que parece un frontón, con lo cual se puede decir que está casi calvo. Además, también tiene calva la coronilla y lleva el pelo largo, recogido en una coleta la parte de arriba y suelta la de abajo, para ocultarla. Le comenté cada uno de estos detalles a mi amigo e hicimos sorna y burla de ello hasta lo más cruel y degradante. Sacamos chistes, le buscamos parecidos razonables… muchísima risa.

Luego pasamos a meternos con su indumentaria. Tiene físico de gimnasio y le gusta usar camisetas de tirantes y tal. Miguel, mi amigo, se metió con su aspecto, diciéndome que se le veía ridículo dándoselas de cachas. De nuevo nos partimos de risa a su costa. A él pareció caerle bastante gordo viéndole posar  así, en plan musculitos.

-¿Quieres que la parta la cara?

Confusión sorprenderme su ofrecimiento. En un primer momento, en reacción reflejo, traté de defender a Juan.

-Uf… calla, calla. ¡Sabe defenderse!

-Me da igual.

El chico parecía bastante seguro y convencido, y al final consiguió hacer que me excitase con su propuesta. Hasta ese momento, la cosa no había pasado de simple flirteo sin tener claro si aquello oba a algún sitio. Una más de tantas conversaciones con gente que conoces pro esta vía, el noventa por ciento de las cuales acaban en nada. Pero la nueva posibilidad consiguió realmente ponerme cachonda, lo cual abrió un nuevo horizonte a aquella relación de hola-charlamos un poco-encantada/adiós.

-Hacemos una cosa: si le das una paliza, te dejo que hagas conmigo lo que quieras.

Me contestó con un montón de signos de exclamación seguidos que me hicieron reír de nuevo.

-¿Todo lo que quiera? ¿Todo…?

-Todo. Te prometo que te haré ver las estrellas. Pero tengo que verlo. Le das una paliza y lo grabas para enseñármela después.

-Sin problemas.

Nuevas risas.

-Estamos hablando en serio, ¿no? –pregunté.

-Totalmente en serio. ¿Cómo quieres que sea de grande la paliza?

-Cuanto más grande, más te haré gozar después.

Nuevamente un montón de exclamaciones. Y más risas.

Y vaya si se la dio. Hubo de trasladarse desde su ciudad hasta la nuestra para ello, y además convencer a un colega para que grabase la hazaña, pero lo hizo. Mis grandes tetas resultaban reclamo suficientemente poderoso.

Fue una tarde, cuando salía del trabajo para regresar a casa para comer. Tras haberlo acechado para indagar el mejor momento para el asalto, lo esperó en la portería del edificio y se fue hacia él para recibirlo a golpes conforme salía del ascensor. El pobre desgraciado se llevó una auténtica manta de palos, y además dándole la oportunidad de defenderse, para humillarlo aun más. Que no dijera que le atacaron a traición.

Le advirtió para que se pusiera en guardia, a lo cual el cornudo reaccionó abriendo desorbitadamente los ojos. A continuación, le dio una sonora bofetada para que entendiera que aquello iba en serio. Y luego ya vino todo lo demás. Puñetazos en la cara, en el estómago y los costados, patadas a los muslos… cuando cayó al suelo encogido para protegerse, lo pateó con saña una y otra vez. El muy imbécil comenzó a chillar y gritar pidiendo auxilio como una maricona, a lo cual bajaron corriendo por las escaleras varios hombres y mujeres que igualmente trabajaban en el edificio. Ante ello, no les quedó a Miguel y su amigo más opción que dar por concluida su misión y salir por patas, dejando allí, tirado como un mojón, al infeliz de mi marido.

Cuando me llamaron del hospital para informarme de que Juan había sido objeto de una brutal agresión, sentí un escalofrío de placer recorrer mi cuerpo, haciendo humedecer al punto mi vagina.

Como mandan las buenas costumbres, me acerqué allá a verlo y preguntar qué había pasado, llevando conmigo a nuestros hijos, que ya por entonces eran dos, chico y chica. Su madre, mi cuñada… todo estaban allí ya para cuando llegué, y me recriminaron el haber sido la última en hacerlo. ¡Sic! Me contaron lo que había pasado y, tras un rato allí, les comenté que yo tenía cosas que hacer esa noche y que, si Juan no estaba en casa para ocuparse de los chicos, me iba a resultar imposible, proponiendo por tanto que se quedase con ellos Isabel, mi suegra.

Volvió a rasgarse las vestiduras la vieja. Para aquel entonces, la relación entre nosotras se había deteriorado hasta el punto de no soportarnos mutuamente. Su ya de normal no dejaba escapar la oportunidad de criticarme y atacarme, mucho menos iba a hacerlo en una ocasión como aquella. A mí, plim . Allí los dejé a todos con los críos, dándome la vuelta sin siquiera despedirme. El motivo, claro, era dar a mi héroe la recompensa que merecía. Hasta el último momento, no tuve claro que no se tratara todo más que de una quedada por su parte. Pero no, el muchacho cumplió.

Cuando sonó el timbre de la puerta de la calle a eso de las nueve de la noche, me encontraba ya en un estado de excitación de los más elevados que he experimentado en mi vida. Realmente mojadísima en mi coño y enfebrecía mi mente.

-¿Sí…?

-Soy yo.

Era él. Ni siquiera dijo su nombre. Pulsando el botón del portero automático, le franqueé la entrada y esperé medio desnuda ante la de la escalera, apoyada en el marco. Únicamente vestía un babydoll blanco muy, muy transparente y sin nada bajo él. Por no ponerme, no me puse ni medias.

Cuando se abrió el ascensor, le recibí con una sonrisa, promesa de los placeres que esa noche le aguardaban. Él también me sonrió. Sus ojos recorrieron mi cuerpo de arriba abajo evidentemente complacidos por lo que veían, deteniéndose muy especialmente en mis tetas para deleitarse con su plenitud y tamaño, así como en la contemplación de las aureolas de mis pezones y la dureza de éstos, que descarados el apuntaban tiesos como os pitones. Una treintañera viciosa y explosiva, es la fantasía sexual de todo adolescente o veinteañero temprano. Al pobre chaval parecía que s ele iban a salir los ojos de las órbitas. Me comía con ellos.

-El reposo del guerrero. Su recompensa –comenté manteniendo mi sonrisa con voz lánguida y sensual.

-¿Sí?

-Sí. Te lo has ganado.

Tomándome por la cintura, me atrajo hacia él para morrearme con pasión, metiendo su lengua en mi boca al tiempo que magreaba y sobaba con fuerza mi culo. La mía la recibió ansiosa, fundiéndonos en un beso largo y lascivo, como dos desesperados. Allí mismo, a la entrada de mi casa. Ni siquiera esperamos a estar dentro y haber cerrado aquélla. No me preocupó lo más mínimo que algún  vecino pudiera sorprendernos o que algún cotilla, de esos que tanto abundan en todos los edificios,  pudiera estar observando a través de la mirilla. Para entonces mi vida ya era una carrera desbocada hacia el abismo del vicio. Cada vez apostaba más alto y a  más números en la ruleta del Diablo. Antes o después habría de acabar saliendo el mío. Me excitaba la idea. La única importancia que mi matrimonio conservaba para mí, era la relativa al morbo que pudiera aportar la humillación del cornudo. Que saltase por los aires, me daba igual. Forzaría las cosas hasta donde el imbécil permitiera, corriéndome de gusto convirtiéndole en el más patético y denigrado de los varones. Que se fuera a la mierda después.

-¿Quieres tomar algo? –ofrecí muy servicial y siempre sonriente una vez ya en el salón.

-¿Crees que he venido aquí para tomar una copa? –me respondió, bajando acto seguido la mirada hasta mis soberbias tetas de nuevo. Llevó ambas manos hasta ellas para amasarlas a placer, apoyada yo en el respaldo del sofá. Únicamente los glúteos. La fuerza de sus jóvenes brazos, incontenida e incontenible su pasión, me empujaba hacia atrás. Disfrutaba enormemente la sobada, pero corría serio peligro de no poder resistir y ser arrastrada, cayendo de espaldas sobre el asiento, como así acabó ocurriendo. Él cayó sobre mí, llevando su boca hasta la mía para morrearme de nuevo mientras rodábamos y, tras golpear con la mesita de cristal ante aquél, caer al suelo apartándola con el empuje de nuestros cuerpos. Muy de película. Creo que nunca había vivido algo tan apasionado e impetuoso con anterioridad, al menos sinceramente y sin mediar teatro de por medio.

Reí divertida la escena apartando un momento mi rostro, pero él buscó con ansia mis labios, decidido a no d arles un segundo de tregua. Algo muy animal, muy instintivo y primario. Perdido todo control, vencida yo bajo su musculoso cuerpo, no se preocupó por evitar que su saliva se derramase abundante en mi boca, tragándola con vicio y deleite.

Rorando del escote del babydoll hacia abajo, descubrió mis tetas para, sentándose sobre mi vientre, introducir su hermoso pollón entre ellas y, agarrándolas con ansia, comenzar a masturbarse.

-Cómeme el capullo capullo, zorra.

Se lo había aprendido bien. Sabía que me excitaba ese trato duro y soez, y me daba lo que sabía deseaba. Pero aunque yo también quería obedecerle, me resultó imposible a consecuencia de su excitación y lo enérgico de sus embestidas. Tan sólo conseguí prodigarle alguna que otra lamida en la punta.

Finalmente acabó corriéndose en mi puta cara y cuello. Una auténtica explosión de esperma que me llevó al borde del delirio. Quería pagarle con placer todo lo que me había regalado. Todo el placer que una hembra como yo, nacida para ello, pudiera proporcionar a un hombre. Con glotonería pero con calma, fui recogiendo su leche de mi piel con los dedos para llevarla a mi boca una vez se apartó para, sentado en el suelo, buscar con la espalda el sofá, apoyándose en él. Lamí y tragué con deleite, pero despacio, recuperando poco a poco el ritmo normal de mi respiración. El muy bruto pesaba una barbaridad. Sentado sobre mí cuerpo, apenas me había dejado respirar.

Se encendió un cigarro sin preguntar si podía fumar allí dentro. Me gustó que lo hiciera. Mi casa era suya. Yo era suya. Podía hacer lo que le diera la gana sin pedir permiso.

Andábamos viendo el vídeo de la paliza, partiéndonos de risa mientras yo, excitadísima, le regalaba de tanto en tanto con mamadas, cubanas o masturbaciones manuales, y él me sobaba las tetas, el culo o me metía el dedo en el coño o el ano para removerlo allí adentro, cuando sonó el teléfono. Resoplando cansada, me levanté y caminé hacia la habitación para sacarlo del bolso, que permanecía sobre la silla del dormitorio. Era la madre de Juan. Pulsé la tecla para  abrir la comunicación.

-Dime, Isabel.

-Hola Silvia. Oye, ¿no vas a pasar por el hospital a ver a mi hijo?

Resoplé con hastío, sin molestarme en evitar lo notase.

-Ya he pasado este medio día. Os dije que tengo cosas que hacer.

-¿Tantas que no puedes pasarte quince minutos a ver cómo sigue antes de que cierren el hospital?

  • Tantas que no puedes pasarte quince minutos a ver cómo sigue antes de que cierren el hospital –respondí sin emoción alguna en mi voz.  Sentí el torso de Miguel pegarse a mi espalda en ese momento, transmitiéndome su calor. Sus brazos pasaron junto a mis costados para agarrar mis tetas y comenzar a sobarlas despacio, deliciosamente. Ladeé el rostro agradada para buscar el suyo. Nuestras miradas se encontraron. Sonreímos y nos besamos mientras la vieja seguía renegando.

-¿Me oyes…? ¿Estás ahí?

Volví a resoplar.

-Isabel, no seas pesada. Ya te he dicho que estoy ocupada. Si puedo, pasaré mañana a verle.

-¡¿Si puedes?! Oye, ¿tú de qué vas?

Al tiempo que la cacatúa protestaba, Miguel, tras hacerme inclinarme hacia delante hasta apoyar el torso en la cama, quedando de rodillas sobre el suelo, me la enchufó en el culo hasta el fondo sin demasiado miramiento.

-¡Ay! –¡protesté” risueña.

-¿Qué pasa?

¡Qué coñazo de abuela!

-Isabel, ¿te queda para mucho? –comencé a irritarme con ella. Miguel por su parte, comenzó a embestirme con fuerza y dominio, consiguiendo hacerme ascender al Cielo desde los primeros embites.

-¿Qué leches estás haciendo, Silvia? –protestó enfadada la vieja bruja.

-¡Gimnasia, joder! ¿No puedo o qué? –respondí yo harta.

-¿Gimnasia? ¿Esa es la ocupación que tienes? ¿No puedes pasar a tu marido que está ingresado con un brazo roto y la cara destrozada, porque tienes que hacer gimnasia?

Las manazas de Miguel apretaron con fuerza mis tetas, haciéndome alcanzar un nivel todavía más levado el cielo del placer.

-Que te follen, payasa.

Corté la comunicación sin decir más. Nada más hacerlo, el  móvil comenzó a sonar de nuevo.  La abuela no se resignaba e insistía. Desconecté el aparato, abandonándome y comenzando a gritar como una loca mientras Miguel me destrozaba el culo. Ya nada importaba. Ni que los vecinos pudieran escucharnos, ni que la vieja pudiera decidir acercarse hasta allí a  echarme el puro en persona…

Lo hizo. La muy estúpida. Ni siquiera le abrí la puerta. Tenía llaves, pero eché el pestillo y la cadena y me hice la sorda. Pasamos a follar en silencio. No por evitar que se enterase, que ya para ese momento, como digo, todo me daba igual, sino para reírnos de ella y del cornudo de su hijo. Apoyada en la puerta, mi suegra al otro lado llamando al timbre insistentemente, Miguel me folló haciéndome correr como una loca.  En agradecimiento, me volví y coloqué de rodillas para mamarle la polla hasta hacerle derramarse de nuevo en mi boca.

En total fueron algo más de dos días –los mismos que permaneció Juan en el hospital- los que se quedó Miguel en casa conmigo, follándome a todas horas, en todas las habitaciones y en todas las posturas. No fui a ver al astado en todo ese tiempo.

A partir de ahí, podrán imaginar que la relación con mi familia política estalló por los aires, rompiéndose totalmente. Además, yo quise darle una vuelta de tuerca adicional, forzando aun más las cosas. Desde un tiempo a esta parte descocada totalmente, mi suegra había venido protestando a causa de mi imagen, cada vez más ordinaria y descarada. Minifaldas muy minis, ropa muy ceñida a menudo, camisas transparentes, escotes y aberturas de falda escandalosas… No entendía cómo su hijo podía consentir algo así. Pues bien, quise dar un paso más allá en mi desafío y pasé por el quirófano para aumentarme los labios. Desde siempre, había querido unos muy gruesos y voluptuosos. Nada fino y discreto, todo lo contrario. Era un deseo muy poderoso en mí y decidí que había llegado el momento de hacerme con ellos.

Anduve buscando modelos de referencia. Ya saben, actrices, modelos, cantantes… Referencia obligada, eran los de Angelina Jolie y Scarlett Johansson, cómo no. También los de Doutzen Kroes. Pero ésos eran labios naturales. No sirven de modelo, la cirugía no puede replicarlos. Buscando y buscando, fui a conocer así a la actriz porno Atletta Ocean. Su espectacular belleza me cautivó y fascinó desde el principio. Más que eso, casi podría decir que fue como un fuerte bofetón en plena cara. ¿Cómo puede ser tan guapa y hermosa una mujer? Me enamoré al punto de sus abultadísimos labios de silicona –ni siquiera colágeno-, permanentes totales, y decidí al punto que exactamente eso era lo que quería yo para mi rostro.

Mi suegra puso el grito en el cielo al verme, claro. Yo me reí para mis adentros todo lo que pude y más, pero decidí no hacer más sangre. Por el momento.

Continuará…