Historia de un incesto

Otra historia de Amor Filial, made e hijo. Hijo que no tiene dieciocho años, ni tampoco un cuerpo de infarto, meced al gimnasio, ni es deportista genial, ni ninguna de esas cosas que la gente corriente no suele ser o hacer día sí, dia también, cotidianamente Espero os guste.

HISTORIA DE UN INCESTO

Hacia fines de los 60 del pasado siglo, más o menos en vísperas del famoso, mítico Mayo francés y parisino del 68, en el madrileño barrio de Salamanca, la vecindad más selecta, exquisita y pudiente de Madrid, habitaban Claudia y Javier, dos jovencitos de unos dieciocho años, cinco o seis meses menos ella, tres o cuatro más él. Vecinos del mismo inmueble, eran amigos desde críos, pero por aquél entonces ennoviados y, tan amartelados, que Claudia había tenido que “cantarle la gallina” a mamá, con aquello de que lo que debía venirle con mensual periodicidad hacía ya casi tres meses que no acudía a la habitual cita. En fin, que la mozuela resultó “padecer” un embarazo de tomo y lomo responsable de que, allá por su dieciocho cumpleaños, la cigüeña tuvo a bien felicitarla con el presente de un rollizo “rorro” masculino, un Javier que más bien fue nombrado Javierín por mal nombre..

Como no podía ser menos, dada la acrisolada moral católica de ambas familias, los jóvenes fueron matrimoniados en un abrir y cerrar de boca y el nuevo hogar conyugal, de momento y en tanto el futuro económico del novel matrimonio ne se despejara un tantico, fue la casa de los padres de Claudia.

Como hijos de familias bien pudientes, los más que sesudos padres de ambos, decidieron de mutuo acuerdo que los “niños” siguieran estudiando hasta obtener la licenciatura en la carrera elegida, pues para eso estaban allí ellos, para correr con cuanto gasto fuera necesario hasta lograr tal meta.

Y claro, en su momento ambos flamantes cónyuges obtuvieron su correspondiente titulación: Cinco años después Claudia enfermería y otros cinco años más tarde, tras los siete de Medicina y los tres de  MIR, ( Médico Interno Residente, es decir, la especialización en una de las ramas de la Medicina ) Javier el de Cirujano Cardiovascular.

Tan pronto ella acabó su diplomatura, encontró trabajo en el mismo hospital donde cursara los estudios, el de la Concepción o “La Concha”, como era popularmente llamado, y a sus padres les planteó lo de “la casada, casa quiere”, con lo que se fue a vivir con su maridito y su bebé a un piso, apartamento más bien de único dormitorio no lejos de sus padres, pues la abuela del rorro, que ya no lo era tanto, fue la particular “canguro” de su hija.

Pero tal estado de cosas no pasó del momento en que, por fin, Javier padre logró ser médico-cirujano, especialista en Cardiología, con trabajo fijo en La Paz, el primer gran hospital de la Seguridad Social, y por entonces todavía el único. Y es que desde entonces el Javi padre empezó a ganar dinero a espuertas, de modo que si Claudia siguió trabajando como enfermera en “La Concha”, más bien fue porque así lo quiso y prefirió

Hasta que Javi llegó a los diez años el matrimonio Claudia-Javier fue viento en popa, o al menos eso creía la incauta mujercita, convencida de que su Javier sólo bebía los vientos por ella. Pero hete aquí que un mal día se armó el “cacao”, y no sólo en el “nidito de amor” que Claudia creía era su casa, inocente ella, sino, y primerísimamente, en el hospital de La Paz donde Javier ejercía.

La “caja de los truenos” se abrió una aciaga mañana en que, casualmente, alguien se coló de rondón en el despacho de Javier encontrándoselo con su doctora ayudante en situación más que embarazosa, con la doctora recostada sobre la mesa, “domingas” al aire, falda por la cintura, piernecitas bien abiertas y él entre esas dos piernecitas, a pantalón caído y “empujando” entre las susodichas piernecitas con singular denuedo.

Como era de esperar el divorcio se impuso y gracias a Dios, o a lo que sea, fue por vía más que rápida, pues a la hora de establecer condiciones el bueno de Javier fue la mar de ídem con su desde entonces “ex”, pues a ver qué remedio tras ser pescado “in fraganti” por aquél dichoso entrometido, que el Diablo tenga a bien confundir, pues su “queridísima ex”, que Satanás se la lleve a sus dominios, le dejó más “seco” que la mojama.

El escándalo en La Paz fue tan sonado que al “expoliado” y a su doctora ayudante no les quedó otra que salir escopeteados del hospital. ¿A dónde?... ¡Qué importa!... Eso poco importa en esta historia; baste con decir que nunca más volvieron  a verse, ni entre ellos, Javier y Claudia, ni siquiera padre e hijo.

Mientras duraron los trámites del divorcio, Claudia se mantuvo más bien que mal, pues la rabia que agarró hizo el milagro, rematada la faena con el estropicio económico que causó a su abominable “ex”, pues entonces se enteró de que el “maromo” llevaba engañándola con la tal ayudanta desde que empezara el MIR.

Pero cuando el divorcio y ausencia de su vida del dichoso “ex” le calmó la rabia, Claudia cayó en tal depresión que hasta la puso al borde del suicidio. Mas reaccionó a tiempo: Tenía un hijo de apenas diez años que sacar adelante y no podía permitirse el lujo de dejarse abatir hasta tirar la toalla frente a la vida.

De modo que, desde entonces, su hijo Javi fue su única razón de vivir. Incluso renunció, no ya al amor, a rehacer su vida, sino que todo lo que oliera a hombre, a macho humano, desapareció de su vida; la de ella, Claudia, que siempre, desde que a poco de tener su primeras menstruación, pues en ella se retrasó hasta dejar atrás los dieciséis años, cuando su en tiempos amado Javier se empezó a fijar en ella y ella en él

En fin, que su vivir se centró en su hijo, viviendo sólo y únicamente para él; y para su trabajo, claro está. Aquel mismo año de su divorcio, Javi, su hijo, empezó primero de bachiller, quedándose desde el primer día a comer en el colegio de curas donde el chaval venía estudiando desde primaria cual correspondía a cualquier familia de clase media, por lo que su atención tanto al chico como al trabajo pudo simultanearlas bastante bien.

Salía por la mañana de casa, con Javi, lo dejaba en el colegio y ella seguía al hospital. Por la tarde recogía al chico del colegio, donde se quedaba un par de horas extra, estudiando y haciendo deberes, y juntos también regresaban a casa. Cenaban luego y, bien veían la “tele” o alguna “peli” en el video, bien jugaban los dos, primero con la popular Nintendo y luego con las primeras Play Station, pues Claudia era tan madraza que se avenía perfectamente a ello, y hasta le divertían los más que infantiles juegos de Javi.

Lo malo era cuando ella tenía guardia en el hospital, días en que no cabía otro remedio más que la abuela del niño, la madre de Claudia, se hiciera cargo del chaval, yendo por la tarde a recogerle al “cole” para llevárselo a su casa y reintegrarlo al colegio al día siguiente, en que ya su madre le recogía por la tarde para reiniciar la diaria rutina.

Así fueron pasando los años, con madre e hijo siempre unidos; siempre juntos; siempre solos los dos, salvo cuando iban a ver a los abuelos, los padres de ella. Y si los años fueron pasando, con ellos también llegaron los quince/dieciséis de Javi, y con tal edad un cambio bastante notable en su conducta, junto con los naturales cambios en su masculina anatomía.

Ello fue que, sin venir a cuento, sin saberse por qué, Javi fue poco a poco erradicando de su vocabulario las expresiones “madre”, “mamá” y similares para, simplemente, pasar a denominar a su madre por su nombre de pila: Claudia. Pero es que ella, a quien aquél cambio tan extravagante al principio causó hasta gracia, pronto empezó a borrar de su cotidiano vocabulario expresiones como “hijo”, “hijito”, “pequeño” y demás, pasando a llamarle simplemente por su nombre, Javi.

Pero como el tiempo nunca se para, también llegaron los dieciocho años de Javi, y con ellos su legal mayoría de edad, que en la práctica no tuvo más efecto que poder empezar a votar en cuantas Elecciones se celebraran, pues la vida diaria siguió como hasta entonces.

Esto no obstante, Claudia también empezó a considerar otra faceta en la corriente vida de su hijo: La casi absoluta carencia de amigos, y ni que decir tiene de amigas, pues con sus dieciocho y hasta sus diecinueve años de la compañía de ella, de las faldas de ella podría decirse que ni hablar de salir.

Y claro, eso la extrañó y, más si cabe, la preocupó, pues pensó que, si su hijo no salía con amigos ni, sobre todo, con chicas, con amigas, sólo podría ser porque ella misma absorbía todo su tiempo. Así que un buen día, cuando tras cenar se disponían juntos a ver la televisión, ella empezó a hablarle

  • Javier, hijo. No veo que salgas con amigos; ni siquiera con amigas. Si esto lo haces por mí, por no dejarme sola, no te preocupes, cariño, que yo también estaré bien aunque salgas con chicos, con chicas… Aunque te eches novia, que más bien creo que ya va siendo hora… ¿No te gusta ninguna?... Seguro que sí; seguro que debe haber alguna chica, alguna compañera de la Universidad, que te haga un poco tilín… O un mucho…
  • Pues no Claudia; no hay ninguna… La verdad es que las chicas de mi edad me aburren… Son todas unas frívolas… Por no decir que “lo son” más que las gallinas… prefiero mil veces estar contigo… Tu conversación, tu trato, es mucho más interesante que el de ellas… Y mucho que con cualquiera de esas chavalas, que sólo piensan en sí mismas y en “tirarse” tíos, uno detrás de otro…

Claudia, de momento, no insistió más. Y, la vedad, eso de que Javier prefiriera estar con ella antes que con una chavalita joven, la agradó sobre manera.

Pero, claro está, los días, meses y años continuaron transcurriendo, uno tras otro, y, en consecuencia, también Javier fue cumpliendo más y más años, hasta rebasar, cumplidamente, los veinte, llegando a los veintidós y veintitrés años, con lo que la carrera que allá por los dieciocho cumplidos iniciara, ingeniero químico, también se iba acercando más y más a su fin, pero con Javier como antes, sin salir más que con ella.

Así que Claudia  se dijo que aquello no podía seguir así; que su hijo tenía derecho a vivir su vida como cualquier otro chico de su edad, saliendo con amigos y amigas… Hasta teniendo novia con la que algún día casarse y fundar su propio hogar… Eso era ley de vida.

Y sólo una cosa se le ocurría que le impidiera ese vivir su propia vida: Ella misma. Estaba segura de que si ella no estuviera sola, sin más horizonte en su vida que la compañía de su hijo, todo podría haber sido distinto.

Si ella tuviera amigas, amigos incluso, y normalmente saliera con ellas/ellos, también Javi saldría con sus propios amigos/amigas. Si ella hubiera rehecho su vida con otro hombre, seguro que ahora Javier también tendría una novia con la que se querría casar…

Y como nunca es tarde para nada, Claudia pensó que si empezaba a salir con un hombre; si, en definitiva, se echaba un novio, seguro que en menos que canta un gallo también Javier se echaría novia. En el trabajo había un chico… Bueno, un hombre, pues andaba ya más cerca de los cincuenta que de los cuarenta y bastantes, que de tiempo ha venía requebrándola, empeñado en que salieran juntos.

Ese hombre era un médico con el que desde años venía trabajando, por lo que le conocía más que bien. Divorciado como ella, y como ella, engañado por su mujer, que acabó por abandonarle por otro tío que, francamente, le dedicaba bastante más tiempo que él, su ex marido. Le sabía muy buena gente, hombre recto y cabal.

Así que una noche, mientras cenaban Javier y ella, empezó a soltarle la bomba

  • Verás Javi, cariño… En el hospital hay una persona, un hombre, un médico, mi jefe, el doctor D. Juan Cifuentes, que desde hace años me viene pidiendo que salga con él. Es muy buena persona; le conozco muy, muy bien, y sé, me consta, que me quiere…

Claudia no pudo seguir hablando. Javier, que había empezado a escucharla con todo interés, poco a poco se le había ido oscureciendo el rostro, al tiempo que un rictus más bien triste afloraba a sus labios… Y la cortó, impidiéndola seguir hablando

  • Mira Claudia; a mí nada tienes que decirme. Yo lo entiendo. Llevas muchos, muchos años sola; sola en tu cama, sin que hombre alguno te la caliente… Ni te caliente a ti. Y, lógico, estás harta de ser la eterna viuda… Aunque, formalmente no lo seas, sino sólo divorciada, para los efectos es como si fueras viuda que debe guardar el recuerdo de un muerto… Lógico que desees volver a vivir; a sentirte otra vez mujer deseada en brazos de un hombre que te ame y al que tú ames… Te lo repito, nada tienes que decirme… Eres lo suficientemente mayorcita para saber lo que quieres y lo que te conviene… Adelante pues, Claudia. Haz lo que mejor quieras y desees…

Calló de momento, y miró su plato, con evidente mal gesto, evidente desgana

  • No tengo más hambre, Claudia… Perdona, ¿quieres? Me voy a mi habitación, pues no me apetece seguir aquí… Hasta mañana; que descanses…

Y, levantándose, salió de la estancia que les valía de comedor para irse a su habitación. Claudia quedó allí, en comedor y sentada a la mesa, meditando. Sí; evidentemente aquello, rehacer su vida junto a otro hombre, parecía que iba a dar el resultado apetecido: Que Javier saliera de su voluntario encierro, para alternar con chicos y chicas e, incluso, echarse novia.

De manera que cuando por fin se fue a la cama, lo hizo bien decidida a dar al doctor Juan Cifuentes el anhelado “Sí”. Pero luego, al día siguiente, cuando de nuevo estuvo en el hospital y ante el doctor Cifuentes, fue incapaz de decirle lo que desde la anterior noche venía incubando. Y así fue transcurriendo casi toda la semana hasta que, abocada ya al nuevo sábado, le dio la gran alegría al doctor Cifuentes, simplemente ya Juan para ella.

Aquél sábado fue el primero que Claudia salió con Juan Cifuentes, ya Juan para ella a todo trapo y familiaridad; y por ende, el primer día que Javier pasó solo, encerrado en su cuarto y comiéndoselo la rabia que inflamaba su pecho… Rabia que más parecían  celos que otra cosa… Celos absurdos, pues en qué cabeza cabe que un hijo tenga celos de su madre y sus “ligues”

Pero lo malo para el muchacho fue que, a partir de aquél sábado, los días que pasaba solo en casa, sin poderla ver, sin poderla tener junto a él, comenzaron a menudear hasta ser prácticamente todos, con lo que el demonio, el veneno de los celos, se fue apoderando de día en día de él, amargándole la existencia y haciéndole la vida imposible. Persistía desde aquél día, aquél sábado en el más absoluto silencio respecto a Claudia, a la que sólo lo más imprescindible, hablaba, y sin dignarse mirarla nunca…

Aquello a Claudia la estaba matando de dolor, al verle sufrir por ella, pero también sentirse ella misma profundamente despreciada por él. Pero persistía en su novedosa estrategia de apartarse de él; de demostrarle que, para ella, en absoluto era imprescindible, esperanzada en que, por finales, él se abriera a frecuentar externas compañías y, por fin, se echara novia, una chica formal y super honesta que le mereciera pues, como auténtica madraza, el listón que para su hijo concebía, más alto imposible que fuera.

Y así llegó otro sábado en que Claudia reincidió en las salidas con su flamante novio, y más o menos formal, por añadidura, pues el ya casi más que canoso galán apenas si dejaba de trazar planes respecto a un más que inminente futuro en común, casados incluso los dos.

Como era habitual en tales ocasiones, la pareja fue a pasar la nocturna velada a uno de esos restaurantes-espectáculo más bien de postín o “tiros largos”, lujoso, muy exclusivo y muy, pero que muy caro, donde empezaron por cenar a base de las más caras y sofisticadas “Delicatesen” para después liarse a bailar hasta cualquiera sabe qué hora.

Pero ese sábado lo de “cualquiera sabe qué hora” no fue tan así, pues Juan se puso pesado de verdad con aquello de que quería formalizar la relación o noviazgo de una vez por todas y, mayormente, con los dos en la camita y tan en “cueritates” como cuando sus respectivas mamás les pusieran en este mundo traidor.

Vamos, que aunque la perspectiva de las “prisas” de Juan más bien la repeliera, Claudia también pensaba que alguna, más o menos, “alegría” al cuerpecito serrano de su novio debería de otorgarle, aunque sólo fuera para conservar su interés por ella, no fuera que la prolongada “sequía” a que le venía sometiendo desde que las relaciones se establecieran con carácter, digamos, formal, malograra el “invento” que se montara. En fin, que si por finales había que pasar por el aro, mejor con Juan, al que, al menos, apreciaba, y mucho, que con otro “maromo” que se viera obligada a buscar si su actual novio le daba “puerta”, ante su recalcitrante “estrechez”.

De modo que pasó que aquella noche apareció por casa un tanto temprano para lo que venía siendo habitual cada sábado desde que iniciara noviazgo con Juan un mes largo antes, pues apenas si eran las tres de la madrugada, y no las cinco por lo menos, cuando allí llegó Claudia con su Juan, dispuesta al “sacrificio”.

Al momento se dirigieron los dos hacia el matrimonial dormitorio, mientras el galán se dedicaba a perder sus manos por debajo de la pechera del vestido de ella, desabrochados sus botones hasta casi la cintura y con el sujetador suelto y manga por hombro desde apenas cerrara Claudia la puerta tras ellos. Así se internaron los dos pasillo adelante en busca del acogedor tálamo, pero sucedió que al pasar ante la puerta de la habitación de Javier constató que la luz todavía estaba encendida.

  • ¡Ay Señor, con este hijo mío!... Seguro que se ha dormido con la luz encendida… ¿me dispensas un momento, Juan? Sólo será un momento. Apagarle la luz y punto
  • ¡Cómo no, Claudia! Anda, que yo aquí te espero, cariño mío
  • Gracias Juan. Enseguida estoy otra vez contigo…

Claudia, con sumo cuidado, giró el picaporte de la puerta, abriendo más una leve rendija que otra cosa, pero lo suficiente para ver que Javier no dormía, sino que estaba ante su mesa de estudio, ante un libro abierto y con el ordenador encendido y la pantalla llena de fórmulas y otras hierbas químicas.

  • Vaya Javi, pues te hacía ya dormido. ¿Cómo sigues estudiando a estas horas?
  • No tengo todavía sueño, Claudia. Y, ¿cómo tú por aquí tan pronto? Todavía no son las tres y, desde que te echaste “baranda”, antes de las cinco no sueles aparecer por aquí…

A Claudia no le pasó desapercibida la causticidad del comentario de su hijo, pero prefirió no darse por enterada, pues lo que tenía que decirle no era “moco de pavo” y, la verdad, estaba más nerviosa que un flan. Cerró la puerta y empezó a pasear la habitación toda nerviosa, retorciéndose las manos una y otra vez, bajo la inquisitiva mirada de su vástago. Por fin, se paró, plantada ante Javier que la miraba atentamente, y rompió a hablar

  • Verás hijo ( Era la primera vez que, en cinco o seis años, así le nombraba, hijo ) No he venido sola. Me acompaña Juan, mi novio y… Bueno, que vamos a pasar la noche juntos, en mi habitación

Claudia acabó de hablar del tirón, casi atropellándose, pero se sintió, en parte, liberada de la tremenda tensión que cuando empezó a hablar la atenazaba. Javier la miró como, la verdad, nunca antes la mirara, pues en sus ojos había más gélida frialdad que jamás antes hubiera; frialdad incrementada por un tono acerado que, francamente, metía miedo; en añadidura, una leve sonrisa afloró a los labios de Javier, en la que alegría brillaba por su ausencia remarcándose en ella, en cambio, por un lado una inmensa tristeza; o, tal vez, una insondable melancolía; hasta puede que  un inenarrable desengaño.

  • No tienes que decirme nada; ni menos consultarme nada en absoluto. Ya te lo dije Claudia, mayorcita eres para saber lo que te conviene o lo que quieras. Y si lo que quieres es revolcarte a modo con el “maromo”, como si fueras…

Claudia no pudo contener la intensa rabia que la consumía y arreó un soberano guantazo a su hijo en pleno rostro, que le dejó helado. Seguidamente, le ladró más que habló

  • Como puta en celo, ¿verdad? Una puta que, para más inri, lo “hace” por amor al arte; por puro vicio, no como las “profesionales”, que lo hacen para ganarse miserablemente la vida o por altas finanzas… ¿Verdad, cabrón?
  • Tú lo has dicho; no yo
  • Sí, yo lo he dicho, pero haciéndome eco de tus pensamientos; mierda, que sólo eres eso. una mierda de hombre y de hijo
  • ¡Vaya! Ahora resulta que posees dotes adivinatorias. Desde luego, “Hoy la ciencias adelantan que es una barbaridad; que es una bestialidad, que es una brutalidad”(1)
  • Todavía soy joven, cretino. Cuarenta y un años casi recién cumplidos… ¡Lástima de años que perdí dedicada a ti en cuerpo y alma!... Mis veintinueve, treinta, treinta y pocos y treinta y más años… ¡Perdidos contigo, cuidándote… Procurando que no te vieras solo; que no notaras la carencia del mal nacido de tu padre… pero veo que eres como él; lo mismo de egoísta, de absoluto desprecio hacia lo que yo pueda sentir… ¡Te odio, Javier!... ¡Te odio!

Volvió la espalda a su hijo y, dando un soberbio portazo tras de sí, abandonó la habitación. En el pasillo se encontró con Juan, por entro sorprendido y hasta indignado con el “niñato” que se atrevía a tratar a sí a su madre, pues los gritos producidos en la habitación del chico habían llegado a él con toda nitidez.

Claudia le tomó de la mano y tiró de él hacia su dormitorio

  • ¡Vamos al dormitorio, que para algo hemos venido!... ¡Se va a enterar el gilipoyas ese!... ¡Se va a enterar de lo que vale un peine y de lo que es su “pastelera” madre!

Más casi corriendo que deprisa, la pareja alcanzó el dormitorio de ella, con Juan siempre a remolque de su novia. Una vez allí, Claudia procedió a desvestirse en menos tiempo que se tarda en decirlo, para a continuación, subirse a la cama y tenderse allí boca arriba sobre la manta, pues ni siquiera se entretuvo en abrir la cama, para meterse entre las sábanas.

Desde la cama miró a su novio, a Juan, que ante ella estaba como obnubilado, sin quitarse todavía nada de encima, pues hasta la especie de anorak que llevara seguía en su sitio

  • Se puede saber qué haces ahí que no te desnudas. ¡Que es para hoy, macho!

Juan pareció salir de un trance, pues a la absoluta inactividad de antes, sucedió una trepidante acción, de modo que también él, por finales, se desvistió en menos que canta un gallo aunque, a la hora de moverse hacia la cama, la anterior trepidación entrara un tanto en barrena; o francamente en barrena, pues sí que trepó hasta lo alto del lecho, pero lo hizo en verdad tembloroso; sin saber muy bien si estaba haciendo lo correcto pues, por un momento hasta pensó que lo mejor sería tomar de allí las de Villadiego, ya que supo, intuyó, que en esa casa y entonces, las cosas muy normales en absoluto lo eran. Pero la imperiosa manda de su novia le a hacer, indefectiblemente, lo que ella le pedía.

Ya sobre la cama Juan avanzó hacia el desnudo cuerpo de Claudia, que ante él aparecía deslumbrante; único, pues a él esa mujer le parecía única, de insuperable belleza y atractivo, en lo que, en honor a la verdad, debemos corroborar que el bueno de Juan en absoluto se equivocaba y, menos aún, exageraba, pues en verdad que Claudia era una mujer más que bella, más que atractiva, más que impresionante en aquella maravillosa, exultante desnudez…

Y así, poco a poco, Juan fue avanzando hacia lo que ya era clara meta de sus más soñados deseos; deseos que siempre vió algo así como tocar la luna con la mano, pero que aquella noche se hacían divina realidad. Avanzó pues hacia Claudia, con ojos en los que fielmente se leía la intensa pasión que le dominaba, pero sucedió que tan pronto Juan entró en el radio de acción de las manos de esa mujer, tales manos le atraparon con efectividad de llave de lucha libre, tirando inexorablemente de él hacia ella, hasta que el masculino cuerpo quedó sobre el femenino.

Entonces los femeninos brazos atenazaron entre ellos el cuello del hombre, presionando, ciñendo el abrazo tan recia y estrechamente que no parecía sino que en ello le fuera la vida Luego vino no ya un morreo, sino una señora comida de boca que, si llega a estar allí un juez de los Guinness, seguro que entra en el Libro de los Records. Y es que en ese momento Claudia era más una loba devorando a un cabritillo que ninguna otra cosa.

Juan, por su parte creyó ser transportado al Olimpo de las más excelsas “delicatesen” sexuales del universo mundo, pues aquella especie de desatada fuerza de la Naturaleza que en tales momentos era Claudia no tenía parangón con nada de lo hasta entonces vivido. Era eso, una fuerza descomunal que, a sus anchas y libre albedrío, arrasaba todo cuanto encontraba a su paso, desatándose en él en delicioso arrasamiento

Y ya sólo le faltó, al rato, escucharla a Claudia susurrar mucho más que hablar, diciéndole

  • Chúpamelas Juan. Chúpame las tetas. Manoséamelas, estrújamelas, muérdemelas. Fieramente, como un animal… Muérdeme toda… Pégame si quieres… Hazme lo que quieras… Trátame como a una puta… Una puta de baja estofa… Una puta que lo es por el simple placer de fornicar… De fornicar y ser fornicada… Esta noche, ahora quiero ser eso… Sólo, sólo eso, una puta… Una puta viciosa…

Y Juan se aplicó con inusitado fervor a hacer lo que se le demandaba… Manoseó, estrujó, besó, chupó, mordió con ahínco aquellos suaves, tersos, divinos pechos que ante él se abrían colmados de promesas de indescriptible placer. Y los maravillosos pezones, picudos, enhiestos, duros como piedras

¡Dios! Y qué placer, qué dicha inconmensurable disfrutaba de aquella mujer; de aquella hembra loca de deseo, de desmedido deseo sexual… Allí ya no había amor; y mucho menos dulzura. Había sexo. Única y exclusivamente sexo. Aquél paroxismo sexual, aquella bacanal de deseo sexual, única y exclusivamente eso, sexual, había borrado, siquiera de momento; siquiera por aquella noche irrepetible, el dulce amor que Claudia le inspiraba. Porque ni ella era entonces humana ni tampoco él lo era…

Pero… ¿De verdad era eso así?... ¿De verdad, Claudia era entonces lo que parecía ser?... ¿Una desatada fuerza sexual?... ¿De verdad, Claudia estaba disfrutando, sexualmente, tal y como Juan estaba seguro que disfrutaba?...

Pues no. Ni muchísimo menos. Aquél exaltado enervamiento, que se traducía en aparente deseo de bestial sexo, no era sino pura rabia; puro y duro odio. Odio hacia Javier, ese descastado hijo. Ese hijo no ya de siete, ni de setenta, ni siquiera setecientos padres, sino de siete mil, de setenta mil… De innumerables padres…

Aunque ella bien supiera que sólo era hijo de uno; de un solo padre, el que hasta esa noche fuera su único hombre; el único que, hasta esa noche, de sus femeninos encantos disfrutara, para ella, aquella noche al menos, Javier era un verdadero hijo de puta. Y le odiaba, como jamás a nadie en su vida odiara… Y deseaba vengarse de él; hacerle sufrir; torturarle en la más cruel forma posible

Pues… “¿Qué se había creído ese mentecato?” “Ese niñato de mierda, mal criado además, como Juan le definiera”, pensaba ella… “Se iba a enterar de lo que era una mujer como ella”… “Le golpearía donde, bien sabía, más le iba a doler: Fornicando a todo ruedo durante toda esa noche”… “Por estas que se acordará de mí. Me oirá no ya gritar, sino aullar de placer, ahíta de sexo” seguía pensando Claudia

Juan seguía a lo suyo, entusiasmado, enardecido hasta casi el paroxismo. Ella le había dicho que la tratara como a una puta ansiosa de sexo, que le pegara incluso y eso le había vuelto enteramente loco… Loco de deseo, loco de sexualidad. Y esa locura le había embrutecido hasta el infinito podría decirse, convirtiéndole prácticamente en un animal; en una bestia salvaje.

Y como tal bestia se empleaba sobre Claudia, maltratándola en sus senos, estrujándoselos podría decirse que sin piedad, mordiendo pechos y pezones más salvajemente que otra cosa, estirándole éstos, los más que oscuros botoncitos que, sobre las algo menos oscuras aureolas, coronaban esos divinos odres de arrope y miel que eran los femeninos pechos de Claudia, hasta alargarlos en pura demasía sin importarle eso a Juan en lo más mínimo.

Pero eso, esa forma de más tortura que acaricia, acabó por hacer mella en la mujer, que sintió el dolor hasta en lo más íntimo de sí misma. Por vez primera desde que aquello empezara dirigió sus ojos hacia el rostro del hombre que estaba sobre ella y lo que vio la asqueó profundamente pues Juan estaba empapado en sudor, con el rostro congestionado por el extremado deseo y enteramente desencajado. No parecía entonces un ser humano, sino un animal salvaje.

Y el olor que entonces él despedía: Olor a macho en bestial celo, ansioso por ayuntarse, aparearse con cualquier hembra de su especie. Y a maloliente sudor… Y a sexo… Todo ello amalgamado en un todo pestilente hasta hacerse vomitivo

Empezó a quejarse, pero Juan entendió que aquellos quejidos, aquellos gemidos, lo eran de placer y no cedió un ápice en lo que ya era franco tormento para Claudia.

“Javier, cariño mío, ven; ven cielo mío; ayúdame, cariño, líbrame de este bárbaro”… ¿Por qué no vienes, Javi?”… “¿Es que no lo ves; es que no te das cuenta de lo que me está haciendo esta bestia?”… “Ven Javi, ven” “Ayúdame, cariño; por Dios; por Dios te lo ruego” Esto es lo que ahora Claudia pensaba y con la mente gritaba a su hijo

Pero Javier no venía y, en cambio, Juan se volvía más y más salvaje en sus pretendidas caricias que ya eran cruel tortura para ella. Al poco, Claudia notó como aquella bestia humana le separaba las piernas, flexionándoselas de manera que las plantas de sus pies quedaran fijas en la cama, en la manta. Y cómo, seguidamente, se las abría más todavía, de par en par, y Claudia se creyó morir de horror cuando se dijo “Ya está; ya me va a penetrar este bárbaro”… “Javi, amor, ven; ven hijito mío. No lo consientas; no se lo permitas”… “Me va a penetrar, a violar, cariño mío. Defiéndeme, mi amor, mi cielo”…

Y Javi seguía sin venir, pero sí llegó a su femenina intimidad la áspera lengua de aquella especie de bestia salvaje, hollándosela, profanándosela… Y Claudia gemía y gemía de dolor, de angustia, de vergüenza al verse así. “Dios mío, y cómo he llegado a esto… A esta tremenda bajeza… Me tratan como a una puta, porque parezco una puta”

Claudia gemía y gemía; se quejaba y quejaba, pero en balde, porque Juan apenas si la oía, obsesionado en lo que hacía… En disfrutar de aquella diosa más y más… Y si, alguna vez, se “coscaba” de los gemidos, los quejidos de ella, como antes, estaba seguro que era el más exaltado placer sexual, debido, además y para su mayor satisfacción de macho humano, a su “trabajito” para con la diosa incuestionable

Y, por fin, ella estuvo segura que había llegado el crucial y temido momento, cuando aquella bestia se incorporó sobre ella misma, arrimándosele, no obstante, más y más entre sus más que abiertas piernas. Y no se equivocaba en absoluto, pues, efectivamente, Juan había juzgado llegado el momento oportuno para consumar aquella primera noche de muchísimo más sexo puro y duro, que de tiernos amores, por lo que se disponía a penetrar aquella cima de ambrosía con su candente virilidad.

Pero entonces, en tan crucial momento, Claudia, sin poder aguantar más, rompió a llorar en profusos gemidos que en modo alguno podían tomarse ya como producto del placer, al tiempo que todo su cuerpo se agitaba en espasmos de dolor y profunda amargura que, cómo no, llamaron la atención de Juan que, al momento, fue consciente del amargo llanto de su novia, por lo que al instante cesó en todo su anterior empeño

  • Por Dios, Claudia, amor, ¿qué te pasa?... ¿Por qué lloras?
  • No puedo Juan, no puedo hacerlo. Te lo juro que no lo puedo hacer… Es superior a mis fuerzas Juan…. Perdóname, Juan; de verdad, perdóname…
  • No te preocupes Claudia; no pasa nada; de verdad que no pasa nada… Ya habrá tiempo… Cariño, tenemos todo el tiempo del mundo ante nosotros… Cuando nos conozcamos mejor… Cuando, de verdad, estés preparada… Cuando tú, de verdad, lo desees…

Qué compleja es el alma humana. Aquél hombre; aquél ser que, momentos antes a Claudia le parecía una bestia; un monstruo podría decirse, en esos mismos momentos le parecía el ser más humano, más generoso y comprensivo  de toda la humanidad.

Claudia, muchísimo más calmada, se recostó en la cama, sorbiéndose más que las lágrimas, los mocos que, como un grifo, salían por sus narices a efectos de la reciente llantina, de la que, a trancas y barrancas, iba saliendo, poco a poco. Juan, de nuevo galante sin par, aún desnudo buscó en su ropa, sus pantalones mayormente, un pañuelo, que encontró y alargó a la mujer. Ella lo tomó y, la mar de ruidosamente, se sonó en él las narices, descongestionándolas así que era una vida suya.

Luego, Juan se vistió; se acercó a la cama y acarició y besó las mejillas y frete de su amada, queriendo así acabar de tranquilizarla, que verdad fue que lo logró y casi por completo, para después salir del dormitorio y, en minutos si es que llegaron, también de la casa.

Al sentirse sola, Claudia, más libre de pesares que otra cosa, saltó de la cama al suelo y, sin echarse prenda alguna por encima, se metió en el cuarto de baño inserto en el dormitorio, al igual que la habitación de Javier, que también disponía de baño propio. Ya en el baño, lo primero que Claudia hizo, ¡Oh eterno femenino!, fue ponerse ante el espejo, para comprobar que la pinta que tenía era, más bien, horrible.

Y ahí surgió el primer dilema: Baño o ducha. Sopesó, más o menos, la cuestión, y del tirón se decantó por el baño, como medio algo más relajante. En consecuencia, se sumergió en un tonificante baño de agua más caliente que fría, aderezada con buenos chorreones de olorosas y relajantes sales, para en no tanto tiempo suspender el remojo. Se secó, en especial el pelo, pues el secador fue indispensable adminículo del evento, para luego volverse a mirar en el espejo y, aunque tampoco la imagen le acabara de gustar, se vio bastante mejor que antes.

Salió al dormitorio y de un cajón de la cómoda sacó un vistoso camisón, como los que, de norma, solía utilizar, y se lo puso. Consultó el reloj y vió que faltaba poco para las cinco y media de la mañana, tarde desde luego para ir a ver a Javi, pero ardía en ganas de que supiera que aquella noche, por finales, nada había pasado, por lo que salió al pasillo yendo presurosa hasta la puerta del muchacho.

Por el umbral de la puerta supo que la habitación estaba a oscuras lo que, indudable, significaba que él estaría ya dormido. Vaciló un momento entre entrar o no hacerlo pero, finalmente, las ganas de verle, aunque solo fuera así, dormido, triunfaron sobre la prudencia de no despertarle.

Con mucho, muchísimo sigilo giró el pomo de la puerta y poquito a poquito, muy poquito a poquito, fue abriendo la puerta hasta poderse colar dentro. Entonces, nada más estar dentro de la habitación, la luz se encendió, deslumbrando ligeramente a Claudia segundos antes de que pudiera apreciar que su hijo estaba, como esperaba, tendido sobre la cama, pero enteramente vestido todavía y sin síntoma alguno de dormir en tal momento

  • ¡Vaya, y qué “rápido” ha sido el “maromo”! Pues hace ya algo más de una hora que le oí salir de tu dormitorio… ¿Tuviste bastante con tan poco rato? Porque diría que tus “ganazas” eran muchas…

Claudia quedó de una pieza ante la hiriente mordacidad de Javier. Sintió como si por dentro le desgarraran el alma. Quedó allí, dentro de la  habitación pero a casi más centímetros que metros del umbral recién cruzado, quieta durante algún minuto mientras sus ojos se centraban en los del muchacho, apreciando pues no ya la dureza o frialdad de la filial mirada, sino, incluso, la fría crueldad que parecía anidar en ella.

¡Dios mío, y qué le he hecho yo para merecer tanto odio!, se decía a sí misma mientras, con toda lentitud, pasito a pasito, se aproximaba al lecho del hijo, hasta llegar a sentarse al borde la cama, hacia los pies de ésta. Entonces, sin alzar la voz, sin aspereza alguna en su tono o modo, empezó a decir

  • Javier, no vengo en son de guerra, por lo que te agradecería ahorraras el tono hiriente de tuis palabras. Si he venido ha sido, en primer lugar, para pedirte perdón por todo cuanto antes te dijera, que fue mucho y muy malo. Y en segundo lugar para que supieras que entre Juan y yo, por finales, nada hubo. Sencillamente, no pude entregarme a él. Mi voluntad decía que sí; que debía, tenía que hacerlo; permitírselo… Pero mi naturaleza, mis sentimientos, no me permitían tal cosa; se rebelaban ante ello…

Claudia calló un momento, escrutando el rostro de Javier, pero en él casi nada vio, a no ser su impasible hieratismo, aunque también pudo constatar que el brillo de crueldad que enmarcaba su mirada cuando, con enorme y acida mordacidad, le hablara por primera vez, cuando encendió la luz, había desaparecido de esa mirada, mostrando para entonces, más bien, un interés casi supino en lo que ahora ella le decía, a juzgar por lo fijos que en ella mantenía sus ojos. Al cabo de tal momento, Claudia prosiguió

  • Y no Javier, no tenía “ganazas”, como tú palmariamente afirmas. Ni mucho menos. En realidad, lo que más sentía cuando vine aquí con, digamos, mi “novio”, era asco de mí misma por prestarme a algo que me daba arcadas de sólo pensarlo. Te dirás que por qué entonces estaba con él desde hace ya algo más de un mes. Te lo diré: Por ti; porque tengas un futuro mejor del que, a juzgar por tu actual actitud, te auguro.

De nuevo calló la mujer para estudiar el efecto que sus palabras obraban en el hijo pero, como antes, poco pudo sacar en claro, pues sus expresiones no decían más que antes: Casi desinterés en sus ojos, en su rostro, pero intenso interés en la fijeza de su mirada.

  • Tú, Javier, de mis faldas no salías; sólo tratabas conmigo, charlando, saliendo juntos a comer o cenar, al cine, al teatro, de vacaciones o, simplemente, a pasear. No tienes amigos, y amigas menos. De ennoviarte, ni intención… Eso no es normal, hijo. Tú eres joven, veintitrés años escasos; yo no, con mis casi cuarenta y dos… ¿Qué será de ti el día de mañana, si sigues así? ¡Solterón eterno, sin nadie que te quiera, que te atienda!...

Nueva tregua en el parlamento, con la misma intención que en las anteriores y, también, los mismos resultados, antes de proseguir

  • Te dije antes que había perdido mi vida, mi juventud, por atenderte; pero, en verdad, tú sí que la estás perdiendo por atenderme a mí. Poe eso, y no por otra cosa, es por lo que estás aquí, siempre, siempre, conmigo, sin amigos, sin amigas… Yo eso no puedo consentirlo, que sacrifiques tu vida por atenderme, porque no esté sola… Y sólo un medio hay para evitarlo: Separarme yo de ti; así, antes o después, tendrás que abrirte a la vida que yo para ti deseo. Eso, separarme de ti, sin un motivo que lo justifique, no lo podría hacer; no me lo permitirías. Luego, “echándome un novio”, tendrías, sin remedio, que “pasar por el aro” que yo quiero…

Ahora quien hizo el inciso fue él, Javier, interrumpiendo a su madre. A tenerse en cuenta que, de los ojos y el rostro del joven había desaparecido aquél, más bien estudiado gesto de hieratismo indiferente, sustituido por rasgos no ya de interés en lo que Claudia le decía, sino de tierno cariño hacia ella

  • Claudia, Claudia… Estás totalmente equivocada; yo, en absoluto me estoy sacrificando por ti, como adivino entiendes. Ni mucho menos, Claudia. Si estoy contigo es porque así lo quiero; porque junto a nadie me encuentro tan bien y a gusto como contigo. Te quiero inmensamente, Claudia, y mi mayor deleite es estar junto a ti, los dos solos… No aguantaría intromisión alguna en nuestro particular mundo, lo mismo si lo introdujera yo, como si fueras tú quien lo trajera… Por eso he estado como estaba estos días, cuando tú te marchabas con ese tío; por eso no me apetece buscar amigos o amigas y, mucho menos, ennoviarme con alguien, como tú dices…
  • Pero Javier, eso que llamas “Nuestro Particular Mundo”, no puede ser eterno. Por ley de vida, yo me iré algún día para no volver, y ¿qué pasará entonces contigo?...
  • Mira Claudia. Yo no quiero pensar en eso. No deseo anticiparme a acontecimiento alguno, sino vivir el día que vivo… Claro, sin contar el futuro profesional, el futuro económico, que eso sí que me preocupa y pienso en ello… Pero Claudia; como vivimos, es como quiero vivir, porque sé que más feliz que estando contigo, a tu lado, no podría serlo nunca… Claro que sé que esta manera de vivir la vida no puede ser eterna; que algún día, bien tú, bien yo, faltaremos; pero eso es un futuro, hoy por hoy, lejano y no me lo quiero plantear ahora en modo alguno. Hoy estamos juntos, y eso es lo único que me importa

A Claudia le faltaba bien poco para que sus ojos se arrasaran de lágrimas, escuchando a su hijo… Oyendo cuánto, cuánto; cuantísimo la quería… más feliz la mujer tampoco podía ser, pues también para ella vivir en ese “Mundo Particular de Ambos”, sin ajena inferencia alguna, era su ideal de vida…

  • ¿De… de verdad que es así, Javi? ¿De verdad que así es como quieres vivir, tal y como dices? Siempre conmigo… Sin separarte nunca de mí
  • Que no te quepa duda alguna de ello Claudia. Contigo siempre… Sólo, sola y únicamente contigo. Vivir a tu lado, tal y como llevamos viviendo desde que papá se marchó, es el colmo de mi dicha, de mi felicidad… N o imagino; no concibo vida mejor… Compañía mejor que la tuya…
  • Pero Javi… Y… Y tener una esposa, unos hijos… ¿No significa eso nada para ti?
  • ¡Pues claro que sí! Claro que me gustaría… ¿A quién no?... Pero Claudia, si para tener todo eso, debo renunciar a estar siempre contigo, sin terceras personas entre tú y yo, eso para nada lo quiero… Luego, en la práctica, y ante ti, no; no significa nada

Claudia emitió un suspiro como de resignación que en absoluto implicaba decepción sino, simple y sencillamente, aceptación plena de los deseos de su hijo. Es más, en honor a la verdad, hay que decir que tal deseo a ella, antes, mucho antes que desagradarle, lo cierto es que le agradaba, y de qué manera, pues esa estrecha convivencia con Javier la hacía la mar de dichosa y, con el corazón en mano, para ella tal situación era la forma perfecta de vivir la vida; luego si eso era lo que, al menos por el momento, Javier quería por lo que a ella concernía pues así sería si así a él le parecía

Otra cosa era que, bien lo sabía ella y así esperaba que pasara, que tal actitud cambiaría algún día, el que conociera a esa persona, chica en este caso, que nos enamora y con la que uno acaba casándose, para bien o para mal, como fue en su propio caso, pero mientras tal día llegara pues a disfrutar de la compañía de su hijo…

En fin, que nada más se habló entonces sobre el tema, pues para los dos, madre e hijo, quedaba sobreentendido, pero bien claro, que la vuelta al anterior estatus entre ambos era cosa decidida e inamovible, por el momento al menos para ella; “per in sécula seculorum, amén”, para él, de forma que, con evidentes muestras de cansancio, Claudia dio fin a los sobresaltos de aquella noche levantándose de la cama de Javier, donde antes se sentara, para, besándole en la frente, despedirse de él diciéndole

  • Me voy a dormir Javier, cariño mío. Estoy rota, Javi; rota por completo… ¡Dios, y qué molimiento de cuerpo que arrastro!... Y, es que, la nochecita vino con octava…

No obstante el cansancio y demás que sentía, lo cierto es que también era tremendamente dichosa en aquellos momentos. Ahí era nada, haber arreglado el horizonte con su más que adorado Javier… Bueno, para ella, mejor Javi pues ya se sabe, para una madre sus hijos nunca acaban de crecer del todo, pero como a él más le gustaba lo del adulto “Javier”, pues eso, Javier y no Javi.

Así que, envolviéndole en una mirada plena de ferviente cariño, abandonó la habitación de Javi para irse a su dormitorio y, por fin, conciliar un reparador sueño, en lo que su hijo no se quedó atrás, de modo que ambos disfrutaron del descanso que, realmente, tanto los dos necesitaban

El día siguiente, domingo, que realmente fue en el que ya se durmieron, para empezar, se levantaron bien tarde los dos, pues era ya casi el mediodía, y para continuar con muy poquitas ganas ambos de hacer maldita la cosa, por lo que, tras ducharse y acicalarse un tanto, los dos salieron a la calle, a una cafetería próxima, donde empezaron por degustar un buen café con leche, para entonar el cuerpo tras la nochecita “disfrutada”, siguiendo por saborear uno de esos platos combinados que contienen un poco de todo y un mucho de nada, para luego regresar a casa y pasar casi toda la tarde durmiendo

El lunes, cuando al atardecer los dos por fin se reunieron en casa, libres ya de obligaciones, una Claudia radiante dijo a Javier que había plantado a su “novio” soltándole, a bocajarro, unas “calabazas” de las que hacen época. Javier le repuso si no sería peligroso para ella ya que, a fin de cuentas, él era el jefe del equipo, pero ella, riendo, le contestó

  • Tranquilo cariño; Juan… Bueno, el doctor Cifuentes, es un buenazo y yo le he envuelto la “píldora” en un montón de almíbar… Ya sabes, mucho de que “Yo, como amigo, te quiero mucho, pero como pareja no; lo siento en el lama” etcétera, etcétera, etcétera:. Y al final, quedó como un marmolillo… Un marmolillo lacrimoso; muy lacrimoso, eso sí, pero manso como un corderito… ¡Lo tengo “dominao”!… Ja, ja, ja….

Y, desde luego, los dos rieron a más y mejor. Cenaron los dos tranquilamente y cuando estaban ante la “tele”, no muy divertidos, por cierto, pues hay que ver los programas televisivos españoles, que somnífero más potente más bien que no hay, Javier propuso a Claudia salir los dos, el próximo sábado por la noche a celebrar la repuesta situación entre los dos, lo que a Claudia le pareció de perlas.

Según Javier, podían empezar por cenar en un buen restaurante y luego, pues Dios diría… Eso sí, Javi pidió a su madre que esa noche echara la casa por la ventana para ponerse bien guapa, pues quería presumir de pareja al brazo

Y a fe que Claudia no echó en saco roto la petición de su Javi, pues tiempo le faltó para buscar un vestido que, a su juicio, fuera lo suficientemente apropiado para tan importante noche para ella, pues más ilusionada con el evento la verdad es que no podía estar y, tras revisar y revisar su “fondo de armario, nada en él encontró que la satisficiera lo suficiente para lo que en tal ocasión deseaba, pues quería que su hijo pudiera en puridad presumir, llevando del brazo a una verdadera real hembra.

De modo que fue directa al “Sancta Sanctorum” de la ropa femenina, un centro la mar de selecto y de lo más especializado en moda femenina, donde sin esfuerzo alguno encontró justo lo que quería, un vestido tremendamente elegante, por más que la mar de sencillo; largo hasta los pies, con escote de escándalo y ceñido hasta hacer que sus formas de mujer más que escultural brillaran en todo su esplendor. El tejido, que al tacto recordaba perfectamente la seda salvaje, natural, lo suficientemente elástico para que, aún ciñéndosele al cuerpo cual segunda piel, también cedía lo necesario para permitirle amplio movimiento, de contorsionista incluso, si tal quisiera.

El complemento ideal, lógico, zapatos negros, de finísimo y altísimo tacón, que ayudara a realzar aún más su figura, pues bajita precisamente no era, con su algo más de 1,7 mt, y a buscarlos iba al idóneo departamento cuando, al pasar por el de lencería, que de camino quedaba, acertó a ver un maniquí de cuerpo entero luciendo un conjunto de sujetador y braguita tipo minúsculo tanga, en seda negra con encajes, complementado por unas medias largas hasta más que arriba, negras también, con costuras de arriba abajo, y sujetas a la cintura del maniquí por un más que sensual liguero, en color rojo.

Lo cierto es que el conjunto resultaba de lo más atrevido y sensual, por lo que Claudia se lo pensó un tantico, más o menos indecisa, pero como, la verdad, el conjuntito la había enamorado cosa mala, pues y ¡ala!, p’al bolso y a casa con vestido, conjunto, medias y liguero incluidos, más los provocativos zapatos. Todo fuera por esa noche de lo más especial.

Y llegó el sábado, a cuya última hora de la tarde, más o menos sobre las siete, ambos dos, Claudia y Javier se empezaron a acicalar, con concienzudo baño entre nubes de espuma de perfumadas sales de baño por delante, hasta quedar ambos hechos dos pinceles, y es que también Javier decidió estrenar terno para tan señalada ocasión, un elegante traje gris marengo adornado por finas rayas verticales en un gris bastante más oscuro.

Cuando por fin se vieron uno a la otra, la otra al uno, lo cierto es que Claudia vio a su hijo guapo de verdad, dentro de aquella prenda tan poco común en él, bastante más dado, por lo común, al trapillo del vaquero y camiseta, o chándal doméstico de andar por casa y calle, que a tan señor y algo maduro atuendo, para estas “harturas” de la vida.

Pero es que, cuando Javi posó sus ojos en su más que señora madre, por poco si fenece allí mismo de pura asfixia, pues aunque los ojos se le abrieran, como platos, ante tan sublime visión de verdadera diosa del Olimpo, y no se diga de la boquita, que quedó cual buzón de correos del antíguo Palacio de Telecomunicaciones de Madrid, hoy vulgar alcaldía, en la garganta se le formó tal “taco” que el aire por allí no pasaba ni a la de tres, reacción filial ésta que a punto estuvo de que a su tan admirada señora madre casi, casi se le saltaran las lágrimas que, si no de dolor tampoco de alegría fueron, pues ínclito motivo fue la inacabable sarta de carcajadas que le entró a la vista del inenarrable aspecto del rostro de su más que amado vástago. Y es que, la verdad, el espectáculo que tal rostro entonces ofrecía se las traía

  • ¡Vaya Javi!... Diría que, al parecer, no debo estar del todo mal
  • ¿Mal?... ¡Claudia, eres la mujer más divinamente bella!... ¡La más grandiosamente escultural!... ¡Única; eso es lo que eres, Claudia!... ¡Única, e irrepetible!... ¡Tendrías que nacer de nuevo para que, en todo el Universo, hubiera otra mujer como tú! Sólo un clon tuyo podría compararse a ti…
  • ¡Para, para, Javier!... ¡Que hasta me lo voy a creer!... ¡Favor que tus ojos hacen a tu madre, pues, a ver qué ibas tú a decir de mí!

Y, riéndose a carcajadas, pero más ancha que larga por las lisonjas recibidas, se encaminó, seguida de Javier, hacia la salida, listos los dos a tomar el ascensor y bajar a la planta baja, ubicación del garaje, en busca del coche en que se dirigirían al más que elegante y, por supuesto, carísimo restaurante objeto de la femenil elección de Claudia, como primera parada y meta de la magna noche que a ambos se les avecinaba.

Como de otra manera no podía ser, la cena fue opípara y, cómo no, un tanto bien regada con exquisitos caldos de la hispana tierra. Por fin finalizó la cena y, mientras dejaban tras de sí el restaurante camino del coche, preguntó Claudia

  • ¿Qué te gustaría que hiciéramos ahora Javier?
  • Pues… ¿Qué tal estaría encaminarnos a una “disco” y bailar como peonzas?
  • ¡Hombre Javi!... Tú y yo… Solos… Nos puede ver alguien conocido y… Me daría mucho corte, cariño…
  • ¡Pues, la verdad, no veo por qué razón!... Para mí, es la cosa más natural del mundo… Pero, en fin, si tú no quieres…

Claudia quedó un momento en silencio, como si pensara o sopesara algo

  • Tienes interés en ello, ¿verdad Javi?
  • La verdad es que me encantaría que pasáramos la noche bailando los dos… Pero ya te digo, si a ti no te apetece, o te vas a sentir mal por ello, por mi no te preocupes… Iremos donde tú quieras Claudia

De nuevo Claudia quedó otros instantes callada, pensando, hasta que repuso

  • Bueno; había un sitio al que tu padre y yo íbamos de vez en cuando que estaba muy bien. Está algo retirado, pues había que salir a carretera para llegar; un piano-bar más bien, pero con seis músicos agregados al pianista: Batería, guitarra y cuatro metales. Puede que, para ti, sea un tanto rollo, pues la música es bastante antigua en general; mucho sentimentalismo lento y algo de caribeño, pero sin pasarse, rumba y tal, sin llegar a la “salsa” y demás tan en boga hoy día, ni mucho menos…
  • Pero ¿qué dices de aburrirme?... ¡Si esa es precisamente la música que más me gusta!... Es lo bueno, lo de antes, y no los “ruidos” de ahora…
  • ¡Anda, anda, Javi!... ¡Menuda fila haríamos tú y yo bailando una lenta romanticona! ¡Un “pibe” como tú y una vieja como yo, la mar de “juntitos”!…
  • ¡Pero chica, tú de qué andas!... ¿Vieja tú? ¡Si estás más joven que las tías veinteañeras de hoy día! Que, además,  son unas “bordes” que se lo tienen más que creído
  • ¡Hombre Javi! Pues gracias por lo de “chica”, que no veas lo que se agradece a estas alturas… En fin, que parece que esta noche me quieres regalar bien los oídos… Que sepas, que se agradece…

Y así, riendo los dos, llegaron al coche. Fue Claudia quien se sentó al volante y no Javier, como sucediera en el viaje de casa al restaurante, pues ella era quien conocía el camino hasta el local del que se acordara. De modo que puso en marcha el coche, empezando a maniobrar para salir de allí, mientras decía

  • Espero que todavía exista, que no sé. Bien mirado, muy posible que haya desaparecido.

Pero no; no había desaparecido, pues allá estaba, donde antes. Y casi sin variar ni un ápice desde que por allí fueran Claudia y su ex. En efecto, y tal como ella lo recordaba, seguía siendo un local más bien reducido, coqueto e imagen pura de discreción, El salón contenía entre la docena y media y las dos docenas de mesitas, pues la gran mayoría de ellas eran capaces para solo dos personas, con una vela en cada una que la iluminaba pobremente.

Por asientos, una serie de, digamos, sofás de dos plazas un tanto holgadas y que lo mismo aparecían a lo largo de las paredes como adosados a las mesitas alejadas de tales paredes. Una iluminación tenue, de luces desvaídas e indirectas que ayudaban a hacer un acogedor ambiente para parejitas más que amarteladas y una decoración basada en cuadros con antiguos motivos ingleses de caza, escenas románticas con sabor años 20 y algun que otro apunte de Toulouse Lautrec y su parisino ambiente del Moulin Rouge.

Ya cuando iba hacia allá, conduciendo una extraña sensación de mala conciencia la, más o menos, embargaba, diciéndose que era una locura ir con su hijo a tal sitio, y entonces, cuando por fin ambos estaban en el local, siguiendo a un atento camarero rumbo a la mesa adjudicada por el “metre” que, gentilmente, les recibiera, como se sentía era mal en verdad, insegura ante aquél ambiente tan impropio den la pareja que con Javi formaba, diciéndose que qué narices hacía ella allí con su hijo, su propio hijo parido de sus entrañas.

La imagen que ya en el coche, conduciendo, la asaltara, en ese momento se le hacía nítida en su mente, cuando ella y aquél otro Javier, el que fuera su marido trece años atrás, iban allí mismo, sentándose también en una de aquellas mesas, para “calentar motores” hasta la práctica ebullición, las noches que deseaban “pegarse” todo un señor “revolcón” luego en casa, cuando, más a tono no podían estar, salían escopeteados rumbo al hogar y al conyugal tálamo, para allí “rematar la faena” iniciada en ese mismo local.

Sí; que qué hacía allí ella con este otro Javier, veinte años más joven que aquél y casi veinte más joven que ella; pero de todas formas seguía tras el camarero y rumbo a una de las mesas del local, situada en un rincón y al amparo de una columna que más o menos la mantenía semi a salvo de indiscretas miradas; realmente, aquella “intimidad” resultaba más que superflua, ya que allí nadie se preocupaba de nadie, pues cada cual de lo que estaba pendiente era, más bien, del particular “manoseo” más o menos “discreto”, que la más de las veces de tal tenía poco.

Llegados por fin a la mesita ella se limitó a dar las gracias al camarero, no sin antes pidió que les trajeran una buena botella de mejor champán, francés incluso, por aquello de non reparar aquella tan especial noche en gastos.

Se sentaron los dos y esperaron a que les sirvieran el espumoso líquido que, en menos que canta un gallo, los tenían sobre la mesita con los primeros dedos ya escanciados en las dos respectivas copas. Consumieron aquella primera dosis de champán y al momento Javier requirió a Claudia para salir a bailar una de esas tan típicas piezas, lentas y sensuales hasta la saciedad.

Claudia se levantó y, cogidos de la mano, salieron a la más bien recogida pista de baile. Cuando empezaron a bailar la fusión entre ambos cuerpos era de lo más normal en tal situación, y así se mantuvieron a lo largo de  las primeras piezas que bailaron. Ellos dos venían siendo la única excepción al general ambiente en que se sumergieran, la única isla donde dominaba la distendida conversación, a veces salpicada de espontáneas risas y hasta algún alegre gritito.

A su alrededor, un piélago de amarteladas parejitas de novios, matrimonios o similares, amén de simples amantes de una o varias noches tomadas, más o menos, al azar, donde lo único reinante eran murmullos que a gritos decían de intimas caricias compartidas e intercambios corporales: “Amor tómame, disfruta y date a mí para mi disfrute, exteriorizados en más o menos vergonzosos o desvergonzados manoseos de senos, masculinas virilidades y otras yerbas, a “pelo” o a través de telas, sutiles unas, no tanto otras.

Se dice que el hombre es yesca, la mujer chispa y que viene el diablo y sopla. Bueno, pues aquella noche no se sabe si fue el diablo que vino a soplar entre Javier y Claudia o lo que fuera, pero la cosa es que, en un indeterminado momento, que bien pudo ser durante la tercera o tal vez durante la cuarta o quién sabe cual, la cuestión es que la conversación entre ambos se agotó, callando los dos. En tal momento, Javier empezó a presionar sobre la espalda de Claudia acercándosela paulatinamente a su propio cuerpo.

Claudia no opuso resistencia alguna, dejándose llevar por su hijo, abandonándose a su iniciativa; así, se sintió estrechada, abrazada hasta lo más íntimo por él, con lo que también ella sintió un instintivo deseo de abrazarle a él o, mejor, abrazarse a él hasta ser casi, casi, que lapas agarradas ella a él; él a ella.

Así que, “motu proprio”, se desentendió de la mano con que Javi mantenía cogida la suya derecha, llevando tal brazo, al alimón con el contrario, al cuello del hombre que su hijo, indudablemente, también era, para allí entrecruzarse ambos brazos en abrazo más que estrecho, tanto que más bien parecí que en tal abrazo le fuera la vida

Pero para Javier eso no bastaba, de modo que sus labios entraron en acción comenzando por las mejillas de Claudia, que besó una vez y otra, suave, dulce y tiernamente, en besos pletóricos de filial cariño y amor masculino; de hombre tiernamente enamorado de aquella mujer que, indudablemente, colmaba todos sus anhelos de amante enamorado y que, por fin, aquella noche parecía que se harían gloriosa realidad.

De las mejillas, poquito después, pasaba al lóbulo de la materna oreja, besándolo también pero alternando los besos con delicados mordisquitos que empezaban a llevar a Claudia, a su madre, a la más deliciosa de las Glorias Celestiales. Luego le llegó el turno al cuello femenino; níveo y largo, casi, casi, como el de un cisne. Le repasó de arriba abajo, con besos intermitentes repetidos cada escasos centímetros hasta alcanzar el final, allá por donde se ubica la clavícula

Pero una vez llegado allí, invirtió el trayecto, llevando más la lengua que los labios, aunque también éstos hicieron la vuelta de subida hasta casi la mandíbula intercalando en su trepada lengüetazos que lamían la tersa piel y besos ardorosos que incendiaban de deseo tal epidermis.  Pero es que, Javier no se contentó con besar y lamer ese cuello maravilloso, sino que, al tiempo que sus labios y lengua regalaban esa parte de la femenina anatomía, sus manos se apoderaban los maternos senos, complaciéndolos a través de la tela del vestido y la seda y encajes del sujetador.

Pero eso fue suficiente para llevar a Claudia a lo más excelso de la sensual exaltación. Desde rato atrás Claudia sentía cómo se humedecía su más genuinamente femenina intimidad merced al flujo de sus íntimos fluidos de mujer, mojando esas primorosas braguitas que más tenían de tanga que de braga, pero entonces ese flujo se convirtió en torrente, en casi, casi, catarata que todo lo arrasaba, lo anegaba a su paso…

También de tiempo atrás notaba cómo la briosa virilidad de Javier, más bien trocada en ariete empujador; ariete casi capaz de demoler murallas… Las íntimas murallas defensoras de las femeninas intimidades, como entonces estaban demoliendo hasta la más mínima defensa femenil ante aquél avasallador empuje… Aquél demoledor ataque

Y Claudia, entonces, se volvió loca… Loca de deseo de que aquel impetuoso ariete entrara dentro de ella… Lo anhelaba como jamás antes deseara nada… ¡Qué eran las hirvientes ”calenturas” que aquél otro Javier, trece, catorce años atrás la provocara, ante la brasa llameante que la consumía en inenarrable deseo de alojar tal ariete en su más femenina intimidad! Aquél delicioso ariete, magno prometedor de insaciables placeres sexuales… Ese divino ariete que era el miembro viril de él… De Javier, su hombre amado… Su hombre más y más deseado… El, definitivo hombre de su vida… Él, su Javier… Su Javi… Su hijo Javi…

Entonces, cuando en su mente resonó eso de “Mi hijo Javi”, todo cambió en ella, pues ese campanazo que su mente emitió y a ella le llegó al alma, helándosela en un segundo, la hizo volver a una realidad que, por momentos, por minutos más o menos largos, había desaparecido para ella…

“¡Dios mío, qué estoy haciendo!... ¡Qué, qué estás haciendo, Claudia!... ¡Te has vuelto loca!... ¡Es…es tu hijo!... ¡¡¡TU HIJO!!!... ¿Entiendes?... ¡¡¡TU HIJO…Y PRETENDES “TIRÁRTELO”!!!…¡¡¡ESTÁS LOCA POR “TIRÁRTELO”!!!…¡¡¡POR REVOLCARTE CON ÉL!!!...

De un empellón que de poco no llegó a ser violento apartó de sí a Javier y, a paso rápido y mientras un efluvio de lágrimas cubría en parte sus ojos, salió disparada hacia la mesa. Tras ella, en medio de la pista, quedó Javier confundido; aturdido; desorientado… Pero al instante reaccionó; en un segundo comprendió lo que a Claudia le había pasado: Acababa de reparar en quién era él para ella. Y raudo, a grandes zancadas, salió tras ella, con lo que a la mesa llegaron los dos prácticamente al unísono.

Javier se sentó junto a Claudia, que intentó separarse de él, retirándose hacia un lado en la estrechez del diván o sofá que ocupaban, pero él se lo impidió tomándola del brazo, reteniéndola así. Claudia, al momento, reaccionó intentando zafarse de aquella mano, al tiempo que decía

  • ¡No me toques, Javi! ¡Respeta a tu madre!
  • ¡No quiero, Claudia!... ¡Ni quiero ni puedo hacerlo!... Claudia, eres mi madre y, como a tal, te quiero inmensamente… Pero también te amo, Claudia. Te amo como un hombre ama a una mujer, porque soy tu hijo, pero también un hombre; y sí, eres mi madre, pero también una mujer… La mujer más divina, más bella, más adorable que en la Tierra existe… Y te amo Claudia… No, te adoro; para siempre Claudia… Mientras viva te querré, te amaré con todas las veras de mi alma… Con todas las fibras de mi ser… Y sé que tú también me amas. Que, como madre mía que eres, me quieres a rabiar, pero como la mujer que también eres me amas con toda tu alma…

Javier calló unos instantes para acariciar a su madre en el pelo, en el rostro… Pero también para besarla con suma delicadeza; con inusitado cariño y dulzura, en el pelo, las mejillas… En los ojos, sorbiendo al tiempo las lágrimas que a raudales fluían de ellos con lo que los ligeros arroyos que surcaban sus mejillas eran contenidos en sus propias fuentes.

Javier, venciendo la inicial resistencia de la mujer de sus sueños, la había acercado a sí mismo hasta hacer que la cabeza, los cabellos de ella, descansaran mansamente en su pecho de hombre, cosa a la que Claudia, por fin, se había rendido y para su propio bien, pues lo cierto es que en aquél varonil soporte se sintió bien acogida. El pecho de su hijo fue entonces “paño” para sus lágrimas y hasta consuelo para los males que la aquejaban. Esto no obstante, cuando Javier le dijo que también ella le amaba a él, respondió con vivacidad y como si un áspid acabara de taladrarla

  • No Javier… ¿Cómo puedo quererte, amarte como dices, si soy tu madre? Ni tampoco tú me amas a mí; al menos como dices. Somos madre e hijo Javi, y eso no puede ser
  • Entonces dime, Claudia. ¿Cómo con Juan no pudiste llegar todo lo lejos que, por cierto, tú querías, y en cambio conmigo ahora, hace un momento, te deshacías de deseo? Porque, Claudia, lo notaba clarísimamente. Yo estaba que ardía por ti, pero tú también ardías en deseos por mí, que bien lo noté cuando te empecé a acariciar los senos. Seguro, seguro, que ahora mismo estás todavía mojada… Seguro que tu ropa interior todavía está húmeda…

Claudia no pudo rebatir cuanto Javier le decía porque era cierto. Sí, su “prenda dorada” todavía rezumaba aquellos fluidos que tan copiosamente llegara a derramar; sus braguitas, en efecto, estaban más mojadas que húmedas… Pero, sobre todo, lo de Juan era más que cierto. A él, todo su ser le rechazó hasta provocarle asco su contacto, pero con él, con Javi, con su hijo, la verdad es que ardió en deseo… Sí, indudablemente por no tan poco tiempo disfrutó de él como una loca… ¿Hubiera llegado a lo más con él, a consentirle penetrarla?

Con enorme desespero tuvo que responderse que sí… No solo permitírselo, sino que ella misma lo hubiera buscado; lo hubiera provocado… ¿Estaba pues Javier en lo cierto? ¿Ella, en verdad, le amaba como una mujer enamorada ama al hombre que la enamora? El desespero entonces subió inusitados enteros cuando no le quedó más remedio que, por segunda vez, responderse a sí misma que sí. “¡Dios mío!, se decía, “amo a mi Javi; a mi hijo; ¡¡¡A MI PROPIO HIJO, FRUTO DE MIS ENTRAÑAS!!!”

Volvió entonces sus ojos hacia su hijo, hacia su Javi, hacia su Javier… Sí, su hijo, pero también, definitivamente y de por vida, su HOMBRE… Su adorado marido Y le encontró sonriéndola amorosamente… Rendido a ella… Alzó sus manos para tomar entre ellas aquél rostro tan querido, tan adorado y sus labios, su boca, se elevó hasta encontrarse con la de Javier.

Se besaron con infinito amor, con indecible ternura para, segundo a segundo, minuto a minuto, hacerse el más pasional de los besos cuando las bocas se abrieron y las lenguas se fundieron casi que en una sola, al mutuamente acariciarse, ebrias la una de la otra. Javier libó la saliva de Claudia, cual dulcísimo néctar y Claudia sorbió la de su hijo como si de ambrosía o manjar de dioses se tratara

Al fin ella separó sus labios de los de su hombre, para decirle

  • Javi, amor, vámonos a casa, ¿quieres mi vida?

No esperó respuesta, sino que en el acto se levantó; en una mano cogió su bolso en tanto la otra tomaba la de Javier y, tirando de él, se dirigió presurosa a la salida. Pidió y pagó la cuenta al “metre”, con el extra de una botella de champán que entonces Claudia pidió.

En menos tiempo que se tarda en decirlo, estaban ya los dos en casa, pues Claudia condujo hasta allí pisando a fondo el acelerador.

  • Javier, cariño, por favor, ¿quieres traerte dos copas al dormitorio?

Tal dijo Claudia apenas cerró la puerta tras ellos mientras cruzaban por el comedor y, decidida, avanzaba hacia el dormitorio por el pasillo con la botella de champán por delante. Entró en el dormitorio, dejó la botella sobre la cómoda y se descalzó. Ya puesta allí, ante la cómoda y, por ende, frente al espejo que la presidía, se miró en él y la visión que percibió dejaba bastante que desear, con el rímel y el maquillaje bastante corridos por efecto de la llantina que pescara antes en el piano-bar.

Pasó al cuarto de baño a retocarse. Si habitualmente la gustaba ir perfecta en todo cuanto tocara a su presencia física, más aún aquella noche deseaba estar más que perfecta para su Javier; para su hombre; para su marido…

Cuando por fin, más que radiante, Claudia volvió al dormitorio, saliendo del cuarto de baño, allí estaba Javier, sentado al borde de la cama, esperándola. Cuando ella entró, de nuevo, en la alcoba lo primero que hizo fue volver la cabeza hacia su derecha, posando  su mirada en aquél ser más que querido para ella; luego quiso volver todo el cuerpo hacia él, pero cuando se volvía, por el rabillo del ojo vió lo que había sobre la cómoda, un cubo enfría botellas pletórico de hielo, lo que le hizo decir

  • ¡Vaya, Javier, y qué detallista que eres, cielo mío! Hasta en el cubo con hielo has pensado, para que el champán se mantenga frío

Pero entonces su vista también se fijó en la mesita de noche situada junto al cabecero de la cama, no muy por detrás de Javier, y no pudo contener la risa cuando vió encima de la misma la botella de champán, una copa y uno de sus zapatos

  • Pero Javi… ¿Qué hace ahí mi zapato?
  • Pues acércate y lo verás

Riendo a carcajadas Claudia se acercó a su hijo; pero entonces, cuando llegaba junto a Javier, las carcajadas de antes parecieron risitas infantiles ante lo atronador que entonces fue su reír, cuando Javier escanció champán en la copa primero, pero después en el zapato

  • Pero… Pero… ¿Se puede saber qué haces, alma de cántaro?
  • Mi muy querida señora. Un servidor de vuestra señoría, es un galante caballero chapado a la antigua usanza; de aquellos que bebían el champán en el zapato de su dama

Ante aquello, la hilaridad de Claudia ya sí que apenas admitió límites. Hizo una más que cómica reverencia a Javier, al tiempo que le decía en un francés más bien “macarrónico”

  • Merci, mon sire ( gracias, mi señor )
  • À votre service, ma chère dame (A vuestro servicio, mi querida dama)

Le respondió, en un no mejor francés, Javier a su madre. Luego, él alargó la copa a la mujer, y alzó el zapato con el burbujeante líquido, en muda invitación de brindis. Claudia siguió riéndose para reponer a su hijo

  • Pero cariño, si debe oler mal... Estará sudado de toda la noche…
  • “Madame”, vuestros íntimos efluvios para mi olfato son el más fino aroma del más delicado perfume oriental

Javier volvió a insistir en su invitación a brindar y ella, tomando la copa en su mano, también la alzó en aceptación del brindis. Entrechocaron copa y zapato, tras lo cual ella invitó al hombre que su hijo era a ser el primero en consumir la bebida. Javier así lo hizo y, cuando apenas quedaba líquido en el improvisado adminículo, ella vació el contenido de su copa en el zapato, alargando seguidamente ésta a su hijo al tiempo de las masculinas manos tomaba el zapato. Se lo llevó a los labios justo por donde antes Javier bebiera y, sin dejar de mirar a los ojos de él, bebió todo el contenido prácticamente de un trago, tras lo cual lanzó hacia atrás, al desgaire, la zapateril prenda, al estilo de cómo lo hacen rusos, griegos y demás con las copas tras consumirlas después de un brindis

Javier, más economizador y menos “snob”, depositó la copa sobre la mesita de noche, pues, francamente, el cristal es bastante más frágil que un zapato. Seguidamente, los dos se besaron, compartiendo más de una gota, también más de dos, de la chispeante bebida que acababan de libar ambos. Se separaron por fin, aunque envolviéndose mutuamente en incendiarias miradas de pura pasión. Entonces, él habló de nuevo

  • ¿Permitiría la bellísima y más que ilustre señora que este su más humilde siervo la desvista?
  • Cómo no iba a permitírselo, mi gentil y más que galante caballero

Javier se acercó a su madre; la besó, casi tímidamente, en los labios y procedió a bajarle la cremallera que, por su costado izquierdo, enfundaba aquél vestido hasta ceñirla cual segunda piel. Libre ya del encorsetamiento que ese cierre representaba, le fue subiendo la prenda, poco a poco, casi recreándose en ello, hasta sacársela por la cabeza

Entonces, maravillado ante lo que frente a él se revelara, retrocedió para admirar mejor lo ante él surgido

  • ¡Dios mío, Claudia!... ¡Eres bellísima!... ¡Divina…Escultural de verdad!...

Claudia se sintió enormemente complacida… Por nadie se hubiera cambiado en ese momento, ante el auténtico entusiasmo que en aquél hombre joven… Dieciocho años más joven que ella, levantara…

Javier volvió a acercarse a ella, prácticamente abrazándola cuando la rodeó con ambos brazos para llevar sus manos atrás, a la espalda de Claudia a fin de desabrocharle las presillas que mantenían el sujetador fijo en su busto. Desató las sujeciones de la prenda y, con el mismo embobamiento con que antes la desnudara del vestido, le sacó los tirantes de la íntima prenda superior, deslizándolos a través de los femeninos brazos.

Seguidamente, y con la misma devoción, el mismo lento esmero con que ya la desprendiera de las anteriores prendas, le bajó la braguita-tanga hasta llevarla a los pies, momento en que ella acabó de deshacerse de ella mandándola con los pies junto a las que ya yacían en el santo suelo. Entonces, cuando ante él apareció Claudia en su más integral desnudez, de nuevo Javi retrocedió, observándola, admirándola casi boquiabierto

  • ¡Eres…eres como una Afrodita griega!... ¡Como una diosa del amor esculpida por un Fidias, un Praxíteles, un Apolodoro, un Mirón!... No cabe otra comparación con tu excelsa belleza, Claudia…

De nuevo Javier calló mientras arrobado miraba a su madre, que en esos momentos no cabía en sí de pura dicha… De pura felicidad al verse; no, verse no, mucho mejor se expresaría su estado diciendo que sintiéndose tan admirada… Tan deseada… Tan querida, en suma, por aquél hombre que ella casi que acabara de descubrir que amaba con verdadera locura como la mujer, además de la madre, que indudablemente era

Y de nuevo Javier volvió a hablar

  • ¡Dios mío, y que una mujer tan maravillosa…Tan esplendorosa, me ame, me quiera a mí como mujer!... ¡Me parece un verdadero milagro!... ¡Un sueño hecho realidad!

Entonces Claudia avanzó hacia su hijo, acercándosele casi, casi, que felinamente. En silencio, sin siquiera sonreír, pero con un inaudito brillo en la mirada. Un brillo que delataba muchas cosas: Deseo, amor, lujuria… Deseos de amar a ese hombre que ante ella estaba y, cómo no, ser amada por él…

Se llegó a su vera y empezó por librarle de la americana del traje y la corbata; luego se arrodilló delante de él, soltándole el cinturón que ceñía sus pantalones; después el botón que abrochaba la cintura del pantalón bajando seguidamente la cremallera para al instante hacer que los pantalones descendieran, piernas abajo, hasta el suelo.

Tras ello, se levantó y poco a poco, casi como él antes obrara con ella, fue desabrochando, uno a uno, los botones de la camisa, hasta desprenderla del masculino cuerpo sacándosela por los brazos. De nuevo se arrodilló ante Javier, deshaciéndose de la última prenda que todavía cubría el cuerpo de su hijo, los calzoncillos, que quitó, junto con los pantalones, de donde habían bajado haciendo que piernas y pies del hombre amado salieran del abrazo con que ambas prendas rodearan los filiales tobillos, enviándolas seguidamente a reunirse con sus propias prendas femeninas, como ya antes hiciera con americana, corbata y camisa

Cuando por fin Javier quedó, como ella misma, en genuino traje de Adán y Eva, antes de lo de la dichosa “manzanita”, evidentemente, Claudia se subió a la cama y cual gata ronroneante, pues lo hizo a cuatro extremidades, gateando pues, trepó hasta el cabecero de la cama, el tálamo nupcial de ellos dos aquella noche, la de bodas de ambos.

Ya allí, tendida boca arriba y con la almohada acogiendo amorosa su nuca, llamó al hombre que, en una sola pieza, era el suyo, su más que amado esposo y marido, amén de su queridísimo hijo, pues en el amor de Claudia hacia Javier se aunaban en un todo indiviso lo mismo su cariño de madre amantísima y de mujer enamorada hasta casi, casi, que la locura

  • Ven amor mío; maridito mío… Ven con tu mujercita… Con tu gatita… Con tu putita, si tal cosa deseas que para ti sea …

Y Javier, sin creerse aún del todo que toda esa dicha fuera gloriosa realidad, más o menos como un zombi o autómata, salvó la distancia que hasta el conyugal lecho le separaba para una vez allí, también él gatear en busca del tan deseado manjar que era el cuerpo de aquella mujer que le enloquecía, le embrujaba, le sorbía el sentido con sólo saberla cerca.

Llegó hasta ella y, para empezar, ambos se fundieron en beso que, como la mirada de Claudia cuando se acercó a él para desnudarlo, también hubo de todo: Dulce y tierno amor, deseo insuperable, pasión infinita, morreamiento inenarrable y comida de bocas, más o menos, a lo fiera salvaje sedienta de sangre…

La verdad es que Javi estaba más nervioso que exaltado de deseo, que ya es decir, pues jamás en su vida había deseado algo con más ansia el cuerpo de Claudia… De su madre, de su más que querida, adorada madre, y ello amén de lo perdidamente enamorado que de ella estaba, pues también en él se combinaban o aleaban a la perfección y en un todo inseparable, el natural cariño de hijo hacia su madre y el del hombre que era hacia la mujer que su madre también era.

Pero bien por los nervios, aunque más bien por su absoluta inexperiencia, Javier era torpe en sus intentos de amar a aquella mujer para él enloquecedora. Torpe por trémulo, pero también por precipitado y un tantico violento por el puro ansia de amar

  • Javi cariño, tranquilo. No te preocupes por nada ni tengas prisas mi amor… Tenemos toda la noche… Toda la vida para amarnos… Para disfrutar tú de mí, yo de ti… Tranquilo cariño mío… Con calma, mi vida, mi amor… Deja que yo te dirija…

Y Javier se dejó dirigir por la experiencia de Claudia, quien comenzó por llevar sus manos y boca a los maternos senos, iniciando a su hijo y marido en la dulce forma de acariciar un pecho femenino ávido de caricias. Le aleccionó en cómo pasar suavemente las yemas de los dedos sobre el terciopelo de la tersa y nívea piel de los senos de ella, de Claudia, a fin de alcanzar los dos el dulce Nirvana de esa parte del conyugal placer, enseñándole también a tratar con suave ternura los pezones que coronaban aquellos odres de vino y miel que eran los pechos de ella, para entonces duros cual granito y enhiestos como pitones de toro bravo… Como las astas de un Miura digno de su leyenda… Y a regalar tales senos y pezones con la masculina boca, con la masculina lengua, sin olvidar el suave mordisqueo de los deseosos pezones femeninos…

Luego, tomando la cabeza de Javier entre sus manos, hizo que boca y lengua de su Javi descendieran lentamente a través de la geografía de su divino cuerpo de mujer, haciendo que se detuvieran acá o allá, vientre, pubis, muslos, en demanda de livianos mordisquitos y suaves besos y lametones, para seguidamente obligarle a rehacer el camino ya trillado hasta posar boca y lengua en su más genuinamente femenina intimidad.

Entonces le indicó que besara, que lamiera aquella candente oquedad, moviendo la lengua de abajo arriba, una y otra, y otra vez más, en forma repetitiva, vez tras vez, lametón tras lametón. Por fin le señaló dónde estaba su botoncito del femenino placer, el tan manido clítoris, enseñando a su Javi, a su hombre y marido, cómo debía tratarle con dedos, lengua y labios. Cómo debía acariciarlo con las yemas de sus dedos, lamerlo con su lengua y succionarlo con sus labios…

Y Javier se aplicó, con todo entusiasmo, al delicioso aprendizaje, aprendiendo en tiempo record a usar todos esos miembros de su cuerpo para gloria y dicha de su madre, de su Claudia adorada hasta que ésta empezó a soltar gemidos y jadeos de inmenso placer, precursores todo ello de los casi animales alaridos, los aullidos de loba en celo que preludiaban el volcánico estallido del primer orgasmo que tras muchos, muchísimos años de pertinaz erial sexual lograba, al fin, disfrutar.

El estallido fue de verdadera antología, como tal vez nunca antes conociera y disfrutara. Su cuerpo se enervó hasta elevarse, suspendido en el aire, apoyado sólo en omóplatos y coxis, al tiempo que sus caderas empujaban furiosamente su pubis hacia adelante, en claras ansias de que aquella lengua se hundiera más y más en ella…

A aquella primera tormenta de inusitado placer siguió una relativa calma, necesaria para ella a fin de recuperar un mínimo de estabilidad respiratoria. Apenas si llegó a un minuto aquél plácido descanso, ocupado por ella en besar el pelo, la cabeza de Javier, acariciando a la vez los masculinos cabellos, mesándolos suavemente, con infinitas muestras de rendido amor y cariño; amor de mujer enamorada e inmensamente dichosa y feliz, cariño de madre más que amantísima. Mientras, él, Javier, acariciaba con deleite aquella cuevecita que le encandilaba, le subyugaba como la más sabrosa fruta, la más deliciosa ambrosía que dios del Olimpo alguna pudiera degustar…

En menos que se tarda en decirlo, Claudia estaba recuperada de la momentánea postración a que el monumental orgasmo disfrutado la redujera, y con redobladas ansias de que el sexual combate prosiguiera a través de cotas cada vez más altas, más abrumadoramente excelsas, por lo que solicitó de su hijo, de su Javier quedamente, más en un susurro que otra cosa

  • Súbete un poquitín mi amor; trepa un poquitito sobre mí, cariño mío

Javier así lo hizo mientras Claudia bajaba sus manos dirigiéndolas a donde en esos momentos era su más deseado objetivo: La virilidad de su amado hijo, su amadísimo hombre y marido. La encontró, más o menos, como la esperaba: Briosamente bravía, lista para enfrentar el definitivo gran momento de aquella su primera noche de amor; su noche nupcial, su anhelada noche de bodas.

La acarició con suma dulzura, transida de amor casi podría decirse, manoseándola con suma suavidad, como arrobada a aquél placentero contacto

  • Claudia, qué manos que tienes, mi amor… Son seda y terciopelo sobre mi piel… ¡Eres…eres increíble!... ¡Pero lo más increíble es que una diosa como tú se fije en un pigmeo como yo!
  • ¡Te quiero, Javi, amor mío!... ¡Te adoro alma mía…Vida mía…Bien mío!... Javi, contigo lo tengo todo y nada, nada me falta… Sin ti, no tendría nada; nada en absoluto… La vida… Vivir, carecería de interés para mí… Creo que si tú me faltaras alguna vez, algún día, yo moriría sin remedio, pues me negaría a seguir viviendo y de dolor moriría…

El enervamiento de Claudia había alcanzado cimas de no retorno… Para ella, la absoluta y definitiva consumación del amor que por su idolatrado hijo, su más que adorado Javier, era cosa que no admitía ya demora alguna… Era cuestión de inmediato sí o sí

De antes tenía ya las piernas bien abiertas para facilitar el placentero acceso a su prenda más preciada a las manos, boca, labios y lengua de su Javi, pero entonces las abrió aún más; desaforadamente se diría. Flexionólas hacia arriba, bien abiertas, doblando las rodillas hacia arriba y asentando firmemente los pies sobre la sábana que cubría el lecho, tomó con su mano derecha y toda precisión la tan ansiada, tan deseada filial virilidad dirigiéndola sin ambages, y a través de la frondosa púbica pelambre, desde luego sin arreglar de tiempo atrás, pues para qué, para quién se la iba a recortar, hacia su cavernita de los mil placeres que los dedos de su mano izquierda habían abierto de par en par, apartando los femeninos labios que, cual “horcas caudinas” y cerriles cancerberos, comúnmente la mantenían cerrada.

Cuando la cabeza de aquella maravilla de miembro traspasó el acceso al interior de su femenina intimidad, susurró de nuevo al oído de su amado hijo y marido

  • Empuja ahora Javi, pero con suavidad, mi vida… (Rió divertida cuando añadió) Hace tiempo que mi interior no acoge huésped alguno…

Y Javier empujó, pero con infinito tacto, con toda suavidad y delicadeza, cuidando de nunca ser violento. De vez en vez se paraba para preguntar

  • ¿Te duele, mi amor? ¿Te hago daño, cariño mío?
  • No; no Javi, amor mío… Eres la mar de gentil conmigo, vida mía… Sigue, sigue querido mío… Métemela toda, cielo… ¡Hasta el fondo, amor! ¡Quiero…Quiero sentirte en lo más profundo de mis entrañas, amado mío!

Y claro, Javier siguió y siguió, como a veces se dice, “sin prisa pero sin pausa”. Y aquél viril miembro poco a poco, muy poco a poco, fue invadiendo por completo la femenina interioridad de Claudia, que en sí de gozo apenas si cabía y que, cuando se notó por entero llena de aquél cuerpo invasor que la volvía loca, emitió un profundo suspiro de anhelos casi satisfechos… ¡Por fin lo tenía dentro!... ¡Total y absolutamente dentro de sí misma, enseñoreándose de sus entrañas!... Entonces volvió a susurrar al oído de Javier

  • Muévete Javi… Déjate llevar por tu instinto… Pero con suavidad, cielo mío. Acompásate a mis movimientos… Yo te guiaré… Cuando empuje para adelante, empuja tú, cuando me repliegue hacia atrás, repliégate tú también

Javi siguió los consejos de Claudia y se dejó llevar por su instinto de varón. Y esa especie de ciencia infusa que todos los organismos de reproducción sexuada tienen al respecto, funcionó a las mil maravillas, con lo que a los cuatro o cinco arreones ambas pelvis, la de Javier y la de Claudia se movían al unísono la una y la otra, en perfecta sincronía.

La femenina intimidad de ella, desde luego, había estrechado tras los largos años de inactividad, pero retornó enseguida sobre sus viejos laureles, adaptándose cual guante a mano a ese enloquecedor para ella cuerpo invasor, imprimiendo sus caderas cada vez más y más velocidad al lanzar su pubis adelante y atrás en el típico baile del amor, con lo que el divino cuerpo invasor se movía, entraba y salía de las entrañas de Claudia, como pistón en engrasado cilindro, una y otra y otra vez, llevando a Claudia al borde de la locura sexual.

Y es que los en principio tímidos gemidos y jadeos de la mujer, progresivamente se hacían más y más sonoros, amén de mucho más frecuentes, entreverados de más que gritos, alaridos y aullidos de gozo inenarrable

Fue ella, Claudia quien primero supo que Javier estaba a punto de alcanzar el punto culminante del placer, pues él lo único que notó fue que el goce de que disfrutaba se redoblaba, e inconscientemente, sus enviones se hicieron más y más rápidos y duros, por lo que su “ariete, se hundía también más y más en la intimidad de su madre, de su esposa y mujer desde aquella noche, pero ella notó con toda claridad cómo “aquello” crecía y crecía y cada vez la penetraba más profundamente

  • Amor, estás a punto de vaciarte, ¿verdad cielo?
  • No sé, Claudia… Creo que sí…
  • Sí mi amor. Acaba, vida mía; acaba dentro de mí… Dame tu esencia de vida, amor mío… ¡Lléname con ella, cariño mío…Hijito mío!... ¡Empuja, mi amor!... ¡Empuja…Empuja, mi vida!

Claudia en aquél momento tenía casi todo el cuerpo en el aire, suspendido sobre la sábana, al sólo apoyarse en los hombros, por los omóplatos, y los pies, pero entonces dejó caer el culo sobre la sábana, para alzar las piernas hasta entrelazarla rodeando los muslos de su Javi, atenazándolos bastante más que abrazándolos al tiempo que con tales extremidades empujaba hacia abajo, hacia sí misma obligando así al pubis de Javier a fundirse con el de ella como si deseara que entre sí se incrustaran uniéndose en uno solo.

Cuando a Javier le llegó el gran momento, no pudo hacer otra cosa más que lanzar gruñidos ininteligibles, pero Claudia sí que se expresó con toda claridad

  • ¡Te noto; te siento amor! ¡Siento cómo me inundas!... ¡Dios, Dios, cómo me llenas!... ¡Sí, mi amor, sigue, sigue vaciándote!... ¡No pares mi vida! ¡No pares cariño mío, por Dios, no pares!... ¡Me viene Javi; me viene!... ¡Yo también, yo también acabo, bien mío!... ¡Sigue, sigue, queridito mío, hijito mío!... ¡Vamos valiente, vamos machote; mi macho…Mi semental!...
  • ¡Sí Claudia, amor mío!... ¡Acaba tú también!... ¡Venga, venga, cariño mío! ¡Divina mía!...
  • ¡Agg, agg, agg!... ¡Qué gusto, Javi; qué gusto más grande!... ¡Sí, vida mía; sí…Ya…Ya estoy aquí!... ¡Acabo, Javier mío; acabo… ¡¡Me cooorrooo!!... ¡¡Me cooorroooo!!... ¡Dios, Dios…Y qué gusto más inenarrable!...

Sí, Claudia acabó aquella primera vez. Pero sucedió que no fue la única ni mucho menos, pues esa fue, simplemente, la que abrió la serie que, seguidamente siguió y, como aquél que dice, sin solución de continuidad entre una y otra, pues apenas si acababa de estallar una cuando la siguiente ya estaba bajando a través de su columna vertebral para segundos después también explotar en su intima feminidad… ¿Cuántas veces? Ella, menos que nadie, podría decirlo, pues cualquiera llevaba cuenta alguna entre tanto placer, tanto sublime gozo…

Javier se portó como un jabato, aguantando el tipo cuanto ella necesitó, sin rendirse en momento alguno; empujando, empujando y empujando sin cansarse… O al menos eso parecería a cualquiera, pero la “procesión” iba por dentro…

Así que cuando desmadejada, agotada, rota, sin adarme de energía que pudiera sostenerla, Claudia  se  dejó caer, por fin, sobre la sábana con los brazos en cruz y boqueando a todo meter para intentar meter en sus pulmones el aire que tanto necesitaba, Javier se desplomó encima de ella, en peor estado aún, si tal cupiera…

Y así fue pasando aquella su primera noche de amor; su noche nupcial; su noche de bodas. Dormitando a ratos para despertarse a no demasiados minutos, con algo de energía repuesta; lo justo y necesario para volver al dulce cuerpo a cuerpo, repitiéndose tal secuencia, aquella noche, hasta ya bien entrada la mañana del domingo, y casi calcada cada noche que la siguió a lo largo de dos años y algo más que medio, tiempo que Javier necesitó para terminar su carrera de Químicas y doctorarse después en Petroquímica, campo ese de enormes salidas y más que bien pagadas todas.

De manera que cuando Javier acabó su doctorado, “máster” suele decirse hoy día, ya tenía una gran empresa española del petróleo interesada en él, por lo que acabar del todo los estudios fue algo así como “llegar, y besar el santo”. La empresa, nada más contratarle, ya le mandó a las “Chimbambas” a trabajar, lo que significa que con su maletita salió como alma que lleva el diablo hacia el Golfo Pérsico, y de allí a medio mundo, si excluimos España e, incluso, Europa en general, menos los países ex URSS.

A todas partes donde fue, le acompañó siempre su mujer, Claudia, pues tan pronto su hijo fue doctor petroquímico, ella se despidió del hospital a fin de poder emprender una nueva vida con su marido, sin tenerse que ocultar nunca ya de nadie, sino que en cada sitio donde fueron se presentaron como esposos, marido y mujer, y la verdad es que, si por algo llamaron la atención, fue por lo cariñosos y atentos que eran. El con ella; ella con él.

Los años han pasado y nos encontramos en el de ahora, 2012. Claudia tiene ya sesenta y tres años y Javier cuarenta y cinco. Siguen los dos juntos y tan enamorados como aquella su noche de bodas, si es que no es más. Ella siempre pensó que la relación con su hijo no duraría mucho, que algún día él la dejaría por imperativo de la diferencia de edad, que dieciocho años son muchos y pesan más.

Pero se equivocó de medio a medio, pues Javi la sigue amando no ya con pasión de verdadero “mochales”, que indudablemente sí, sino que venera la mujer que es su madre, para él ayer, hoy y siempre, el ser femenino más bello, atractivo y escultural que en todo el Universo pueda darse hasta incluso llevar a su mujer al pedestal del personal culto. Y qué queréis, pues que la dicha en que ambos viven es absoluta

Y es que nada les falta para ser enteramente felices; ni siquiera el placer de arrullar los frutos de su amor, tres preciosas criaturitas que ya no lo son tanto, pues la mayor, Claudia hija, tiene ya dieciocho años, Javier, el tercero de la dinastía con tal nombre, quince y Angélica, la benjamina, y de nombre más que pintiparado, diez añitos

El final en principio pensado, más lógico y real, era no darles hijos, por lo de “por si las moscas”, o hacer una “escabechina” de taras físicas y/o mentales entre sus retoños. Pero como soy un decidido partidario de los finales felices, lo del “Se casaron, fueron la mar de felices y, además, comieron perdices” y demás, pues prefiero cambiar el sesudo proyecto inicial y acabo la historia afirmando que los tres retoños de Javi y Claudia, amén de resultar unos “bellezones” de aquí te espero, también fueron de lo más normal, tirando a la mar de inteligentes

Y, colorín colorado, esta historia ha terminado.

Sólo ya añadir que si puntuáis el relato no veáis cómo os lo agradecería; pero si, además, me mandáis algún comentario que otro, mi agradecimiento no tendría ya límites… Vamos, que, como veis, eso de hacer la “rosca” a la gente se me da genial…

FIN DEL RELATO