Historia de un descubrimiento
Tenías miedo, sentías dolor, placer, también alivio. Tu habías llevado durante años un secreto, un secreto que nunca habías revelado a nadie, un secreto que, sin embargo, desesperadamente habías intentado contar, un secreto que, en realidad, habías contado.
Historia de un descubrimiento
Hay una diosa a la que todos, ateos o creyentes, en algún momento de nuestra vida, hemos implorado ser beneficiarios de sus dones, la diosa Fortuna. Una diosa que parece empeñada, una y otra vez, en demostrarnos su inexistencia. Sin embargo, cuando te miro tendida a mis pies, acurrucándote entre mis piernas como una cachorrita mimosa en busca de refugio, sé, sin lugar a la duda, que la diosa Fortuna existe y yo he sido tocada por su dedo caprichoso. Me ha llevado cuarenta y ocho años saberlo, pero ahora lo sé. Cada vez que acaricio tu piel lo sé, cada vez que bebo de tus labios lo sé, cada vez que te entregas a mí sin condiciones, dispuesta a sufrir el castigo por mí, lo sé. Pero el camino hasta este descubrimiento ha sido largo, laberíntico y, en muchas ocasiones, duro y penoso.
En mi familia, el machismo no era un defecto, era la forma lógica de pensamiento y esto, cuando una es la hermana menor de seis varones, hacía difícil, bueno, difícil no, imposible, la más mínima posibilidad de lograr un desarrollo personal adecuado. Siempre fui la sirvienta de mis hermanos. Éstos siempre vieron en mi a una pobrecita infeliz sin criterio a la que tenían que cuidar. Cuando tras mucha lucha logré que me dejaran irme a la Universidad vi las puertas del mundo abiertas para mí. Conocí un mundo diferente. Allí no era la pobre muchacha, era alguien cuya opinión tenía el mismo peso que la de los demás. Fueron cinco años duros (mi continuidad dependía de mis notas y de las becas que de ellas pudieran derivarse) pero felices. Mi esfuerzo era valorado como el de los demás y mis notas (obtuve uno de los mejores expedientes académicos de aquella universidad) me hacían reconocerme en una mujer inteligente. Cuando terminé mis estudios en la Universidad creí que el mundo entero se rendiría a mis pies. Que equivocada estaba. Ser mujer me cerró muchísimas puertas. Vi en muchas ocasiones como personas (hombres siempre) menos capacitados que yo, obtenían los puestos de trabajo a los que yo aspiraba. Tras mucha lucha conseguí un empleo, mediocre pero suficiente. Allí conocí a quien luego se convirtió en mi marido. Aún hoy en día ignoro porque me casé. Era una persona mediocre, burda, sin inquietudes, alguien muy parecido a todos aquellos que había dejado atrás cuando me fui a estudiar. Finalmente, el año en que yo cumplía los cuarenta y cinco, una placa de hielo en la carretera me dejó viuda y libre para intentar rehacer mi vida. Decidí empezar de nuevo, cambié mi domicilio y mi coche. Quise apartar de mi lado todo lo que me recordaba el pasado. También cambié de empleo. Abandoné la aburrida constructora y me zambullí de cabeza en el mundo editorial. Los libros siempre habían sido para mi una especie de refugio y ahora podía vivir mi pasión desde dentro.
Allí fue donde te encontré. Bueno, no exactamente a ti si no a tu obra. En la estantería derecha del despacho que ocupaba, la estantería de las escritoras, estaba tu primer poemario, ajado, amarillo, con algunas hojas ya sueltas. Estaba claro que los anteriores ocupantes de aquel despacho habían encontrado algo interesante en él. Era eso que se llama un libro vivo. Eso influyó para que decidiera leerlo. Fue un choque para mí. El amor era aquello. Cada verso, cada estrofa, mostraba un sentimiento puro y de adoración que yo no había conocido nunca. Tuve envidia del destinatario de aquellas palabras. Tras ese primer hallazgo me dediqué a buscar toda tu obra. No quedó biblioteca, librería ni puesto del rastro en el que yo no buscara con avidez tus palabras. Era una obsesión. Como dicen los cursis, me había enamorado del amor. Empecé a sentirte. El que, como una especie de Salinger en mujer, no tuvieras una vida pública aparte de tus libros, hizo que en mi cabeza te convirtieras en un modelo al que sólo se le colgaban virtudes. Me enamoré de ti sin conocerte. Para mí tú eras tu obra.
Aún recuerdo cuando el editor jefe me llamó a su despacho y me dijo que íbamos a editar tu última obra y que vendrías a nuestra ciudad a presentarla. Además yo sería tu cicerone durante los días que permanecieras aquí. No sólo iba a conocer, por fin, a la persona que había trasladado a papel unos sentimientos que, si bien yo nunca había sentido por nadie, eran mi anhelo, además iba a compartir mi vida con esa persona durante algunos días. Alegría, ansiedad, temor a lo que podría encontrar. En mi cabeza se agolparon de repente una multitud de sensaciones en muchos casos contradictorias. En mi tiempo libre leí, releí, casi memoricé toda tu obra esperando el deseado día. Y éste llegó por fin.
Llegabas en el primer avión de la mañana así que tuve que madrugar para ir a recogerte. Estaba muy nerviosa. Me maquillé y me vestí cuidando al máximo cada detalle. Hacía mucho que no cuidaba mi aspecto con tanto esmero. Mereció la pena. Cuando terminé y me miré al espejo no tuve mas remedio que reconocer que estaba guapa. El traje ejecutivo me sentaba bien. A mi edad todavía mantenía un buen tipo, la proporción pecho-cintura-cadera era mucho mas que correcta. El no haber sido madre había ayudado. Mis piernas estaban bien torneadas (a los hombres siempre les habían gustado mis piernas) y el tacón de los zapatos lo resaltaba aún más. Mientras paseaba por la terminal del aeropuerto sentí como muchos hombres se giraban para mirarme. Sí, realmente estaba guapa. Al fin anunciaron la llegada de tu vuelo. Me fui corriendo a la salida con el cartelito que ponía tu nombre. Las puertas se abrieron y gente de todo tipo y raza comenzó a desfilar ante mí. En ese momento tuve una visión. Una mujer con un maravilloso vestido de Ungaro y unos manolos acariciando sus pies se me quedó mirando. Tenía unos 45 años, una media melena morena rizada que enmarcaba unos preciosos y dulces ojos azules. Tenías que ser tu, no podía ser de otra forma. Sólo alguien con tu belleza, tu elegancia, tu prestancia podía escribir sobre el amor como tú lo hacías. Te acercaste a mí mientras mi corazón se aceleraba.
¿Eres el servicio que me manda la editorial? - me preguntaste con una mueca de desprecio.
Sí, soy Carmen y seré su guía por nuestra ciudad durante estos días.
Valiente guía fue tu agrio comentario.
No, no eras lo que esperaba. Tus aires de superioridad, tu actitud de desprecio hacia mí. Me parecía volver a mi vida anterior, esa vida a la que creía haber dejado muy atrás.
En el trayecto hasta el hotel no perdiste ni una sola ocasión de criticarme, no te gustaba mi forma de conducir, no te gustaba mi coche. Llegaste a preguntarme si era tonta cuando tardé en responder a una de tus preguntas. Tenía ganas de llorar. Llegamos al hotel y subimos a la Suite que teníamos reservada para ti. Allí todo continuó igual. No te gustaba el hotel (el mejor de la ciudad), no te gustaban las vistas, el colchón era duro o era blando, que más da. Todo estaba mal y era a mí a quien culpabas de todo. Seguiste menospreciándome, llamándome tonta, incompetente, imbécil. Hasta que mi presencia interrumpió accidentalmente tu paso hacia el balcón. Me empujaste para apartarme mientras me mirabas con todo el desprecio con el que un ser humano puede ser capaz de mirar a otro.
En mi cabeza algo hizo crack , algo se rompió. Sentí una descarga de electricidad que recorrió todo mi cuerpo. Las humillaciones sufridas durante toda mi vida habían ido acumulándose en algún tipo de pantano en mi cerebro. Y como ocurre con los pantanos que diseña el hombre, no son para siempre y cuando la presión que deben de soportar excede sus límites, revientan liberando su contenido con toda la violencia posible. Eso es lo que sucedió, el pantano de mi cerebro no soportó mas la presión y se hizo añicos liberando toda la violencia acumulada.
¿Pero quien te has creído que eres estúpida zorra? te grité mientras me abalanzaba sobre ti y empezaba a abofetearte.
No veía nada, una especie de niebla roja se había colocado sobre mis ojos y tu no eras mas que una mancha detrás de ella. Una mancha a la que yo golpeaba con toda la furia de la que era capaz mientras insultaba. Empezaste a retroceder asustada, sorprendida, mientras yo seguía golpeándote. Diste un tropezón y caíste a mis pies. En ese momento dejé de pegarte y te miré mientras la vista comenzaba a aclararse. En la primera fracción de segundo que pude pensar con claridad me di cuenta de que iba a tener problemas y el miedo empezó a invadirme. Tu estabas en el suelo, encogida y me mirabas. Sin embargo no me mirabas con odio ni con ira. Tenías una mirada como la que tienen los perros cuando su amo los golpea sin motivo, esa mirada que aunque sabe que el castigo que recibe es injusto, es su amo quien se lo da y ha de soportarlo sin protesta ni rebeldía. Así era como tu me mirabas.
Estaba confundida, completamente confundida. Necesitaba tiempo para pensar. No lo pensé más. Tomé el cinturón del albornoz que había sobre la cama. Hice un lazo, pasé tus manos por él y apreté. Te sujeté del pelo y te obligué a echarte sobre la cama mientras fijaba el otro extremo de la improvisada atadura al aplique que había sobre el cabecero de la cama. Te miré. Estabas preciosa. Me resultó extraño, había algo excitante en aquello. Tu no habías dicho nada. Te limitabas a mirarme y tus ojos me decían que aceptabas la situación. Necesitaba pensar. Abrí tu maleta buscando algo con lo que amordazarte. No sé el porqué, pero tomé una de tus braguitas y te la metí en la boca mientras utilizaba una de tus pashminas para taparte la boca. Una vez que me aseguré que no podrías escapar ni gritar, me senté. Necesitaba pensar. Todo había pasado muy deprisa, demasiado. Te merecías lo que te había pasado, pero ahora debía de pensar en mí, en todo lo que implicaba aquella agresión. Debería de estar asustada. Sin embargo no lo estaba. Al contrario, te miraba y había algo morboso en la situación que me atraía. Me dediqué a observarte. Mi primera impresión parecía correcta. Había algo en tu mirada que me decía que aceptabas aquello, que no me reprochabas nada, incluso algo me decía que te gustaba lo que te estaba pasando. Me levanté, tomé otra de tus pashminas (tenías cinco en tu maleta mientras mi sueldo nunca me había permitido el lujo de una) y me acerqué a ti. En ese momento vi miedo en tus ojos. Me gustó. Vendé tus ojos y volví a mi asiento a observarte. Tras el momento de incertidumbre que pasaste, tu respiración se hizo de nuevo más lenta y profunda. Te estabas relajando. Perdí la noción del tiempo mirándote. Tu pecho subiendo y bajando acompasadamente ejerció sobre mi un poder hipnótico. Me tranquilicé. En ese momento no me importaba lo que pudiera pasar. Debieron de pasar un par de horas, dos horas en las que el único sonido de la habitación era tu respiración. No podía negarlo, todo aquello me gustaba. Tras analizar la situación comencé a analizarte a ti, a tu cuerpo. Yo era heterosexual pero había algo en ti que me atraía poderosamente, no sabía el que. No lo podía negar, tenías un cuerpo fantástico para edad que ponía tu pasaporte, curvas marcadas pero no exageradas, piernas bien torneadas, un pecho perfectamente proporcionado y una piel, ¡ah!, la piel, ligeramente bronceada, muy atrayente. Me senté sobre la cama, a tu lado, y mi mano se posó sobre tu cuello. La piel era suave, muy suave. Mis dedos empezaron a recorrerla sin prisa, queriendo aprender cada pliegue, cada poro. Tu respiración se hizo más agitada. Acerqué mi cara a la curva de tu cuello y me empapé de tu olor, de un olor que no conocía, de un olor que me embriagaba. Mis labios se posaron en él. En ese momento un suspiro apagado por la mordaza surgió de tu pecho. Tu cuerpo me atraía, despertaba en mí un deseo desconocido. Desabroché tu vestido y lo abrí. Ante mi se mostró tu cuerpo por primera vez, sólo tapado por un pequeño sujetador sin tirantes y unas braguitas a juego que estilizaban tus piernas. Estabas preciosa. Hubo algo que me llamó la atención y fue una mancha de humedad en tus bragas. Todo aquello había hecho que te mojaras.
¡Maldita puta! Toda tu soberbia y prepotencia se te está yendo por tu entrepierna. Está claro lo que necesitas. No te preocupes putita, yo te lo daré te dije mientras una carcajada se escapaba de mi pecho.
Me fui al baño. Aquel hotel estaba muy bien equipado. No me engañaba. Encima del lavabo había todo lo necesario para el aseo. Y allí estaba. Una brocha, jabón y una navaja de afeitar de un solo uso.
Volví a la habitación. Te quité la venda, quería que me vieras. Yo también quería estar cómoda así que me quité la chaqueta y la camisa. Me miré al espejo. La imagen que me devolvió me recordaba a la de las duras ejecutivas que aparecen en las películas porno. Me gustó. Volví a tu lado y abrí la navaja. Tus ojos querían salirse de sus órbitas. No sé que ideas pasaban por tu cabeza pero el terror se apoderó de ti. Empezaste a agitarte intentando soltar tus ataduras. Me excitó la situación. Salté sobre la cama y me senté en tu vientre. Te di una fuerte bofetada.
Deja de moverte o esto podría hacerte daño dije mientras ponía ante tus ojos la navaja.
Comencé a deslizar la navaja muy suavemente sobre tu piel. Ésta reaccionó. Tu respiración se volvió mas agitada cuando sintió el contacto por el cuello. Fui bajando muy despacio. Tu pecho subía y bajaba aceleradamente. Cuando llegué a tu sujetador deslicé la hoja por debajo entre tus pechos. Un fuerte tirón y tus pechos fueron liberados. De nuevo me sorprendiste. Tus pezones estaban erguidos y duros. La hoja los circunvaló mientras se ponían mas duros aún. No pude resistir la tentación y mis labios se posaron sobre ellos, mi lengua los humedeció y te oí gemir. Pero aquel gemido no era de temor, era algo mas profundo. Continué mi descenso hacia tu sexo. Tus bragas siguieron la misma suerte que el sujetador. Estabas mojada, muy mojada y yo acerqué mi cara para llenarme del olor de tu sexo. Te moviste mientras mis manos acariciaban tu vello. No me dejabas otra opción. Busqué en tu maleta y conseguí pañuelos y cinturones que podían usarse de ligaduras. Inmovilicé tus piernas a las esquinas de la cama. En esa postura tu sexo se me ofrecía sin remilgos. Humedecí el jabón y unté bien la brocha. En poco tiempo tu pelo estaba cubierto de una deslizante capa blanca. Notaste el contacto de la hoja fría y de mis dedos estirando tu piel. La hoja se deslizaba suavemente por encima de tu pubis. No había dolor, era mas bien una extraña caricia y la tensión de que se me fuera la mano. Tuviste un escalofrío helado cuando la hoja se posó cerca de tus labios. Un poco mas y terminé Cogí una toalla, la mojé y limpié. Yo estaba absorta mirando tu sexo. Tomé un poco de crema hidratante y la deposité. Comencé a distribuirla arriba y abajo uniformemente sobre la piel resbaladiza, lisa, desnuda, caliente. Me resistía abandonar. La tentación era fuerte y dejé que mis dedos resbalaran hacia adentro, una, dos veces. Me rendí a la sensualidad de tu cuerpo. Era una sensación extraña y desconocida para mí. Nunca había probado el cuerpo de una mujer. Nunca había probado el sabor de un cuerpo entregado. Nunca había probado el sabor de ser quien dirige, quien marca la pauta, de quien antepone su sexualidad a cualquier otro deseo. Mi lengua recorrió tu geografía, desde el cuello hasta su vientre dejando un húmedo itinerario sobre tu piel. Mi lengua exploraba tu cuerpo, erizando cada poro de tu piel, hasta llegar al centro de tu placer que palpitaba y esperaba húmedo, fragante. Mis dedos lo recorrieron de arriba abajo, explorándolo, mientras mis labios buscaban apagar su sed con tu néctar. Estaba muy excitada, ebria de deseo, de un deseo tenebroso, oscuro, pecaminoso, fascinante, nuevo. Tu entrega era absoluta. Unas horas antes eras libre y poderosa. Yo te arrebaté parte de tu libertad. En ese momento te habías abandonado, me estabas entregando todo rastro de tu libertad mientras yo descubría secretos de tu cuerpo que no te habías imaginado. Tu cuerpo se agitó y descargó toda la tensión acumulada en mi boca, una tensión que yo bebí. Hubieras aprisionado mi cabeza con tus muslos para que no te abandonara, pero las ataduras te lo impidieron y mi boca pudo buscar tu sabor libremente. Te miré. Tus ojos transmitían una mezcla de deseos, suplicaban para que no te abandonara, me decían que te tomara, que eras mía sin condiciones, también mostraban temor, pero creo que el temor ya no era hacia mí, era temor de ti misma, temor por lo que estabas dispuesta a hacer.
El tiempo había pasado muy rápido. Eran las cuatro de la tarde y aún no había comido. Tenía hambre. El torbellino de sensaciones que había recorrido mi mente aquella mañana no había sustituido mis necesidades físicas. Así que me arreglé y compuse mi vestimenta.
Bien zorrita, tengo hambre. Tu te vas a quedar aquí, esperándome, deseándome.
Volví a vendarle los ojos, tu indefensión así era mas acusada, y me fui.
En mi camino hacia casa había una sex-shop. Nunca había prestado atención. Sus escaparates completamente negros habían tapado también mi interés por lo que pudieran ocultar. Pero aquel día, al pasar frente a su puerta algo había cambiado. Sus escaparates negros escondían un mundo desconocido, un mundo que ahora sí quería descubrir. No lo dudé y entré. Al principio la escasa luz y los neones que marcaban las distintas secciones me aturdieron un poco, pero en poco tiempo me acostumbré. En la sección de juguetes tomé diferentes consoladores y me hice con un arnés, me dirigí a la sección de sado y adquirí todo tipo de pinzas, fustas, collares, correas y esposas. Finalmente me fui a la a sección de ropa. Allí elegí una falda de cuero, un corsé, unas botas que llegaban hasta mi rodilla y unos zapatos con un tacón imposible. El precio no importaba en aquel momento.
Con todo el equipamiento me dirigí a casa. Estaba muy excitada y apenas pude comer. Metí la comida sobrante en un tupper pensando en que tu también debías comer. Estudié con calma mis adquisiciones y, como no, probé la ropa. El tacto del cuero era fantástico. Busqué en mi cajón unas medias negras que hicieran juego con todo aquello. El resultado era impresionante. La imagen dura y sexual que devolvió mi espejo me excitó aún más. Tenía prisa. Guardé todo el material en una bolsa y me dirigí de nuevo al hotel. Por el camino me asaltó un temor. ¿Y si te hubieras soltado y me hubieras denunciado? En ese momento tuve miedo. De todas formas algo me atraía hacia ti. Decidí entrar en el hotel por el garaje para evitar miradas indiscretas. Los pasillos estaban tranquilos. Me acerqué a la puerta de la habitación y escuché. No se oía nada. Decidí correr el riesgo, el morbo era superior a mi miedo. Abrí la puerta con lentitud y entré. Todo estaba tranquilo. Te observé. Estabas espléndida. Lo acompasado de tu respiración me decía que estabas tranquila. Eso me tranquilizó también a mí.
Hola zorrita, ya estoy de vuelta, ¿me has echado de menos?
La agitación de tu pecho me gustó, volvías a estar alerta.
Me tomé mi tiempo para vestirme. Quería impresionarte cuando quitara la venda de tus ojos. Ajusté bien el corsé, las medias, las botas y la falda. Estaba guapa, sí señora, mi ego me decía que lo estaba. Tomé una de las fustas y un collar de perro y fui hacia ti. Me senté a tu lado.
Muy bien puta, ha llegado la hora de dejar claras las cosas. A ti te gusta mandar, ponerte por encima de los demás, ¿cierto?
Afirmaste con un movimiento de cabeza.
Bien. Pues eso no me incluye. Esta mañana lo has intentado pero sé que has descubierto que conmigo es mejor ponerte al otro lado. Esta mañana has descubierto que te gusta estar al otro lado, ¿es así?
Volviste a afirmar.
Vas a ser mi sumisa, te vas a entregar a mí, dejarás tu mundo y entrarás en el mío, en un mundo en el que yo seré el centro. Tu entrega será total e incondicional. Aceptarás mis recompensas o mis castigos ya sean justos o caprichosos. Cuando tengas dudas yo seré tu guía y obedecerás sin dudarlo.
Quité tu mordaza y te desaté. Quedaste inmóvil sin saber muy bien que hacer. Te arrojé unas medias y los zapatos que había comprado.
Ese será tu uniforme cuando estés conmigo. Dúchate, perfúmate y vuelve a mí. Tienes cinco minutos.
Saliste corriendo hacia el baño sin decir nada. Oí como corría el agua. Mientras tanto puse dos recipientes en el suelo con la comida y un poco de agua y esperé. Antes de que hubieran transcurrido los cinco minutos te vi aparecer. Estabas maravillosa, tu cuerpo era joven y bien proporcionado, los tacones y las medias te daban un aire a la vez sexy y vulgar, pero de una vulgaridad morbosa, el pelo aún húmedo te lo habías recogido en una coleta. Te quedaste a la puerta del baño sin saber que hacer con la mirada hacia el suelo. Me levanté y fui hacia ti, levanté tu barbilla con la fusta y te besé. En aquel beso había algo que nunca había sentido antes. Creo que fue el primer beso de amor que conocí, de amor entregado y de amor recibido. Nos habíamos conocido pocas horas antes pero habíamos descubierto ya que éramos dos partes del mismo elemento, dos partes que necesitaban la una de la otra para su existencia. Ambas lo comprendimos en aquel momento, con aquel beso. Coloqué el collar alrededor de tu cuello y sujeté a él la correa. Te llevé hacia los recipientes con la comida. Un pequeño tirón y te arrodillaste. Sabías lo que quería. Te pusiste a cuatro patas y comenzaste a comer y a beber como un perro. Me senté para observarte. Sentí vértigo, miedo de mi misma. Era dueña y señora de un ser humano. Sabía que a partir de aquel momento me pertenecías, eras un instrumento de mi voluntad. No podía apartar mis ojos de tu cuerpo. Terminaste tu almuerzo y me miraste satisfecha.
Bien perrita, agradece a tu Ama el almuerzo que te ha proporcionado.
Te acercaste gateando y te tumbaste a mis pies. Tu lengua comenzó a pasearse por el cuero de mis botas, lamiste cada centímetro hasta meterte el tacón y chuparlo como si fuera una polla a punto de reventar. Subiste por mis piernas, mis caderas y tomaste posesión de mis pechos. A esas alturas mis pezones ya estaban duros pero agradecieron tus caricias.
No podía creer las sensaciones que me producían tus besos en mis tetas. Deseé que aquello no terminase nunca. Tu lengua enloquecida rodeaba cada pezón alternativamente. Eras toda sensualidad y me extasiaba despertar tu pasión. Era la primera vez que una mujer se desesperaba por comer mis pechos. Tu imagen tratando de meterte cada seno en la boca me excitaba. Chupabas cada seno con desesperación, tratando de devorar esa redondez, tu lengua no se detenía, recorría cada teta con pasión desenfrenada. Te arrodillaste entre mis piernas acariciándolas con devoción. Me recosté un poco en el sofá y las abrí aún más. Acariciaste mis muslos abiertos. Cuando te acercaste a mi sexo creí desfallecer. Posaste una mano en él pudiste sentir la humedad y el exquisito olor. Tus ojos se posaron hipnotizados en cueva rosada, abierta y jugosa. Tu lengua afloró como un animal al que no pudieras controlar, se enterró en mi coño y empezó a moverse como una serpiente. Besaste, chupaste, lamiste como la perra en que te habías convertido. Metías la lengua y hundías tu rostro en aquellos labios abiertos que parecían retenerte con algún hechizo. Olías y succionabas con avidez, como si quisieras comerme, como si quisieras a apropiarte de mi alma a través de mi sexo. Tu lengua no se detenía, entraba y salía, subía y bajaba. Mis manos se habían apoderado de mis pechos y los apretaban, los acariciaban, duros, ansiosos.. Sujeté tu cabeza con violencia, enterrándola lo mas profundamente que pude. Tu saliva y mis jugos formaban una pátina que brillaba sobre la piel. No quería que pararas y no era necesario decírtelo. Tu lengua era incansable. Mi cuerpo empezó a moverse sin control, agitado por descargas desconocidas, corrientes que nacían en mi vulva y se desparramaban por todo mi cuerpo haciendo que mis músculos se agitaran sin control. Me estremecí, gemí, grité. Mi cerebro estalló, mi cuerpo se abandonó y un sonido animal y salvaje, nacido en lo más profundo de mis entrañas, afloró en mi garganta en el momento en el que el orgasmo me alcanzó. En el mundo sólo existía mi cuerpo, mi mente estaba concentrada en sentir cada poro de mi piel, cada espasmo. Aquel momento me pareció eterno, hubiera querido que lo fuera. Entre mis piernas estabas tu, mirándome embelesada, húmeda, llena de mis jugos, oliendo a ellos.
Acaricié tu pelo, tu espalda, bajé por tus nalgas. Rocé tu sexo y lo sentí húmedo. Me entretuve en él mientras respondías con gemidos mimosos a mis caricias. Introduje un dedo en tu culo. Tu reacción fue cerrar el esfínter.
No hagas eso, ¡zorra!. Me perteneces, cada agujero de tu cuerpo me pertenece.
Tomé la fusta y la abatí con fuerza sobre tu espalda. La fusta cayó una y otra vez sobre tu culo. La piel comenzó a enrojecer mientras tu admitías el castigo sin quejas.
Tu culo me pertenece y voy a tomar posesión de él.
Tu no querías, tenías muy claro que no querías, pero no podías decirme que no. Me mirabas con ojos suplicantes intentando despertar mi compasión, pero está me había abandonado. Mis manos recorrieron tus caderas. Levanté la mirada y me tropecé con tu súplica de nuevo. No te sirvió de nada. Te ordené girarte y lo hiciste. Coloqué una mordaza en tu boca, no quería oír tus quejas. Coloqué dos pinzas en tus pezones y las uní con una cadena por detrás de tu cuello. Si intentabas erguir la cabeza la tensión en tus pezones sería muy dolorosa. Me coloqué un arnés. Aquel arnés poseía dos pollas. Una penetraba mi coño y la otra, tal vez demasiado grande para lo que iba a ser usada, estaba dispuesta para ti. Esparcí un pegote de frío lubricante sobre tu culo. Cuando notaste que mis dedos tomaban posesión de tus entrañas las lágrimas empezaron a correr por tus mejillas.
Es inútil que llores, no te va a servir de nada, pórtate bien o será peor.
Mi mano derecha se cerró sobre la polla de plástico y presioné sobre tu orificio frágil y diminuto. El dolor te paralizó por completo. Empujé lentamente mientras mi apéndice plástico se abría camino en tu culo. Intentaste gritar pero la mordaza te lo impedía. Luego el llanto ahogó tus gemidos y sólo unos sollozos débiles y entrecortados salían de tu garganta. Esto te humillaba mas, no poder gritar acentuaba tu debilidad, tu impotencia frente a mí y a mis deseos. La polla quedó enterrada en tus entrañas. Era grande pero la habías recibido entera. Tu culo se había dilatado para acoger aquella prolongación de mi deseo. Comencé un mete y saca cuyo ritmo marcaba la pequeña polla que me follaba a mí. Gemías. Yo no sabía que parte de placer y que parte de dolor había en tus gemidos, pero tampoco me importaba, solo importaba yo. Yo jadeaba contra tu nuca dejándome vencer por un placer insultante, usándote como antes otros me habían usado, obteniendo de ti algo que a ti te estaba vedado. Mis embestidas se hacían cada vez mas violentas y esto intensificaba tu dolor. Mis manos se aferraron a tu coleta obligándote a levantar la cabeza. Aquello hacía que tus pezones se tensaran proporcionándote un dolor, un placer desconocido. En ese momento yo sentía lo que un hombre siente, sentía el control que podía ejercer al ser yo la que invadía tu cuerpo llenándote y esto me hacía penetrarte con mas fuerza. Aquel gran falo de plástico se deslizaba por tu culo cada vez con mayor facilidad. Cuando lo sacaba observaba como tus músculos se cerraban intentando evitarlo, intentando retenerlo en tu interior. La sensación de poder me llevó al orgasmo. Fue un orgasmo que nació en mi cabeza y recorrió mi cuerpo para llegar a mi sexo, fue un orgasmo liberador. Caí inmóvil sobre tu espalda pero aún dentro de ti. Tu no podías sentir nada, sólo llorabas en silencio. Notaste como empezaba a abandonarte pero como tus músculos se negaban a cerrarse. Me dejé caer a tu lado. Seque tus lágrimas con mis labios y luego besé los tuyos. Me devolviste el beso. Mi boca recorrió tu barbilla, tu cuello, se cerró sobre tus pezones que respondieron a su contacto. Mi lengua prosiguió hacia abajo atravesando tu vientre. Llegué a tu sexo. Estaba húmedo. Pese a todo estaba húmedo. Comencé a recoger toda aquella humedad con mi lengua, recorriendo el interior de tus labios de arriba abajo, concentrándome en la pequeña porción de carne en la que se concentraba todo tu cuerpo, presionándola, acariciándola, frotando mi lengua dura contra ella, notando como engordaba. Mis labios atraparon tu clítoris palpitante, chupé, sorbí, lamí y tu empezaste a empujar tu cuerpo hacia mí, ofreciéndote. Introduje dos dedos en tu sexo y deslicé otros dos a lo largo del canal que habías intentado negarme pero que ya era mío. El recuerdo de la violencia y del dolor hizo irresistible tu placer, desencadenando un final exquisito que recogí con mi boca hasta que cesaron tus sacudidas.
Observé tu cara. En ella te descubrí. Tenías miedo, sentías dolor, placer, también alivio. Tu habías llevado durante años un secreto, un secreto que nunca habías revelado a nadie, un secreto que, sin embargo, desesperadamente habías intentado contar, un secreto que, en realidad, habías contado. Tu actitud hacia los demás, tu desprecio hacia ellos, no era mas que el castigo por no saber entender todo lo que tu les contabas, lo que tu les pedías, lo que tu les suplicabas. Llevabas una vida intentando hacer ver a los demás tus deseos, tus necesidades. Yo te había entendido, yo te acababa de liberar de ese peso. Tu sumisión se había convertido en una confesión de tu culpa, en una liberación. Yo también había liberado mis fantasmas, había comprendido. Al final había entendido la actitud de todos aquellos que habían dirigido mi vida antes. Había entendido el placer que hay detrás del poder, eso sí, un poder que sobre mí sólo habían ejercido de forma infantil, instintiva, con torpeza, sin saber entender lo que hay detrás. Pero yo sí, yo sí lo había comprendido. El camino había sido duro y largo. Pero ahora, dos años después de nuestro encuentro, cuando te veo a mis pies, cuando me sé tocada por el dedo de la diosa Fortuna, cuando sé que ha sido ella la que ha hecho que nuestros caminos se crucen, ahora sé lo que es al amor.