Historia de Raquel. La propuesta.

Un relato construido en cooperación y a modo de terapia.

Me llamo Raquel. Tengo 35 años y una vida sexual extremadamente intensa y satisfactoria. Pero no siempre fue así. Hasta hace poco, en el terreno del sexo, yo era una mujer de lo más normalita. O al menos eso pensaba yo. Cuando me casé, a los 19, solo había tenido sexo adolescente con tres o cuatro chicos. Ya no era virgen y sabía lo que era un orgasmo, o al menos eso creía yo. En realidad y como les pasa a todos los adolescentes pensaba que sabía del mundo y de la vida mucho más de lo que sabía en realidad. Con mis novietes anteriores había hecho el amor en coches, en sofás, en la cama de los padres, en una tienda de campaña e incluso en la ducha. Había tenido coitos satisfactorios en diferentes posiciones; a cuatro patas sobre la cama, penetrada desde atrás estando yo de pie y apoyada contra la pared, sentada sobre mi chico los dos en una silla y, por supuesto yo estirada, abierta de piernas y ellos sobre mi en la pose del misionero. No siempre alcanzaba el orgasmo, ni mucho menos, pero el sexo siempre era satisfactorio. Y cuando alguna de mis parejas me dejaba con ganas pues me masturbaba y tenía unos orgasmos deliciosos y eso era de lo más normal, o al menos así me lo parecía a mi. En fin que cuando me casé creía, ingenua de mi, que ya lo sabía todo sobre el sexo y que todas las pollas eran como las pocas pollas que yo había tenido en mi boca.

Cuando conocí a Alberto me enamoré perdidamente y el sexo con él colmaba sobradamente mis expectativas. Lo más habitual era que yo me corriera primero ya en los preliminares, pues Alberto siempre se dedicaba un buen rato a hacerme sexo oral y lo hacía bastante bien. Masajeaba mi clítoris con pericia dándome golpecitos y carícias con la lengua hasta que me hacía acabar y entonces yo me ponía en cuatro o me abría de piernas sobre la cama para que me penetrará. Si no le había chupado la polla aún aguantaba un minuto o minuto y medio de mete-saca antes de correrse pero si ya le había hecho una mamada, cosa que le dejaba bastante excitado, a penas me la metía se corría sin poder darme más que uno o dos buenos empujones. Pero como yo ya había tenido mi orgasmo pues aquí paz y después gloria. Cuando lo hacíamos alguna noche entre semana eso era todo. Los domingos por la mañana lo alargábamos más y después de que Alberto se hubiera corrido y descansado yo me aplicaba a chupársela con esmero hasta que se le volvía a poner un poco dura y, aunque usualmente esta segunda erección no era lo bastante recia como para poder penetrarme otra vez, yo tenía suficiente con masturbarme y casi siempre podía correrme una segunda vez, en ocasiones incluso antes que él y más comúnmente después. Llegué a dominar bastante bien el control de su polla; para evitar que se corriera demasiado rápido evitaba succionarle y, sobretodo, evitaba acariciarle con la lengua la parte inferior del glande. Así subiendo y bajando por el tronco de su pene con la boca ligeramente entreabierta podía darle un ratito más de placer hasta que, al poco, me avisaba.

–        ¡Chupa, Raquel, que me corro ya!

Entonces yo me la tragaba enterita, cerraba los labios sobre la base de su pene y la dejaba salir dándole una última carícia desde la base hasta la punta con los labios apretados. Y él se corría sobre mis pechos, mi vientre, o mis piernas. Mi marido, en eso, siempre fue muy morboso y me había pedido en muchas ocasiones correrse en mi cara o que me tragara su corrida. Pero a mi, que se viniera en mi boca me daba bastante asco y las pocas veces que lo había hecho encontré que el semen tenía un sabor desagradable. Y como le dije que no me gustaba dejó de insistir.

Me quede embarazada bastante pronto y tuvimos una niña. Tuve complicaciones en el parto que nos aconsejaron no tener más hijos así que nos quedamos con nuestra princesita. Es una chica que maduró muy pronto y siempre fue una personita sensata y responsable. Inteligente, buena estudiante y una chica en la que se podía confiar. Nunca nos dio el menor problema y siempre tuvimos buena comunicación con ella así que, cuando me dijo que quería empezar a hacerlo con el chico con el que salía, y me pidió que la acompañara a la ginecóloga, aunque me pareció que era demasiado pronto y que yo no había tenido sexo hasta bien entrados los 17, pensé que al fin y al cabo, las nuevas generaciones van más adelantadas que nosotros y que, Marta, que así se llama mi niña, bien se merecía mi confianza. Así que después de insistirle, innecesariamente pues ya habíamos tenido más de una y más de dos charlas sobre sexo seguro, en que no debía hacer nada a lo que se sintiera forzada y que supiera que podía confiar en mi fuimos a mi ginecóloga.

–        ¡Tranquila, mamá, ya deberías saber que no voy a hacer ninguna tonteria!

Le aconsejó que, dada su edad y que las relaciones sexuales iban a ser esporádicas aunque más o menos continuadas, era mejor que tomara la pastilla y esperar a más adelante para ponerle un DIU. Así que mi princesita, una preciosidad algo menos alta que yo, con menos pecho y bastante más delgadita se convirtió en toda una mujer de un día para otro. Le notamos rápidamente el cambio; se la veía más segura, más radiante. Pero continuó siendo igual de responsable y confiable así que nosotros le dimos libertad y cuando no tenía que estudiar y quería pasar el fin de semana con su chico no le poníamos pegas.

De hecho, aprovechamos el espacio que nos daba para retomar un poco la vida de pareja y volver a salir solos o con amigos, cosa que en los años anteriores necesariamente habíamos limitado.

Alberto, mi marido, en todo ese tiempo había continuado igual de morbosillo. Le gustaba mucho comprarme toda clase de cosas que a él le erotizaban. Y yo le dejaba hacer porqué lo veía feliz y, en realidad, me complacía saber que yo era su objeto de deseo. Tengo una considerable colección de lencería sexy; conjuntos de encaje breves y brevísimos, braguitas, tangas, ligueros, medias de todos los tipos y colores, bodys, corsés, bikinis minúsculos. La mayoría de esas piezas, antes, no las usaba regularmente. Pues aunque me considero una mujer muy femenina y a menudo opto por llevar vestidos y falda no me gusta nada llamar la atención. Tampoco suelo usar tacones demasiado altos o finos. Por otro lado nunca salgo a la calle sin haberme pintado correctamente ojos y labios y casi siempre con un maquillaje suave.  Al fin y al cabo, por mi trabajo en el departamento jurídico de una multinacional debo vestir con un estilo formal y femenino que va acorde con mi forma de ser. Las piezas más extremadas, los vestidos ajustados, las faldas cortísimas, los zapatos con tacones de vértigo y la lencería sofisticada se quedaban en casa. Me las ponía para mi marido cuando estábamos solos, en la intimidad de nuestra habitación, para complacerlo y excitarlo cuando hacíamos el amor porqué me decía que le gustaba verme así.

No soy una mujer especialmente espectacular ni voluptuosa pero soy guapa. Lo sé. Tengo una buena genética y un cuerpo bien formado. Soy relativamente alta, poco más de metro setenta y tengo unas piernas largas y bien torneadas. Mis medidas se aproximan mucho al cànon ideal del 90-60-90 y entre mis muslos ostento un ligero pero visible thigh gap que es la envídia de muchas de mis amigas más rechonchitas de piernas. Nunca quise cortarme el pelo y todavía luzco una larga y ondulada melena castaña más propia de una jovencita que, si me dejo el pelo suelto, me llega hasta media espalda, aunque usualmente lo llevo recogido, a veces me hago peinados con trenzas, cola alta e incluso coletas a los lados. Me gusta cambiar mi look y experimentar sin encasillarme en ningún momento con un aspecto fijo. Dicen que las mujeres nunca estamos contentas con nuestros culos pero el mío me parece bonito. Se mantiene firme y durito al igual que mis pechos, que son grandes pero sin exagerar. Tengo la suerte de tener unas tetas todavía firmes que dejan que se caiga el lápiz sin problema y puedo vestir sin sujetador tranquilamente siempre que me apetece. Desde jovencita fui consciente del efecto que las chicas guapas causamos en los hombres pero nunca me recreé en ello. Sé que incluso vestida con discreción los hombres se complacen en mirarme y que si me visto “para matar” y cabalgo sobre alguno de mis estiletos podría ser la reina de cualquier fiesta. Pero como digo, aunque saberlo halaga mi vanidad de mujer, no es algo que busque habitualmente y por lo general solo juego a la mujer pantera para alegrarle las sesiones de sexo a mi maridito. O por lo menos eso hacía hasta hace poco. Él parecía feliz eyaculando sobre mis tetas cubiertas por algún sujetador sugerente o sobre mis medias de red o de tacón cubano y yo me conformaba con los orgasmos que conseguía con sus comidas de coño o masturbándome mientras le hacia una controlada mamada.

Ocasionalmente, Alberto, también me traía algún juguete erótico que introducíamos en nuestras sesiones de sexo. Tengo diversos dildos, consoladores varios, vibradores y, naturalmente, el fantástico satifyer pro. Cuando nuestra hija comenzó a dejarnos solos en casa algunos fines de semana, mi marido aprovechaba la erección mañanera de los domingos para hacerme el amor. En esos encuentros le gustaba masturbarme y usar conmigo alguno de esos juguetes después de haberse corrido él, mientras mirábamos alguna peli porno. Yo, ilusa de mí, creía que aquellas largas tomas de coitos inacabables eran montajes del director e incluso creo que me convencí a mi misma que los enormes miembros de algunos actores porno eran efectos especiales, o que buscaban actrices chiquitas con las manitas pequeñas para realzar el tamaño de esos penes y hacer que parecieran más grandes. La verdad es que nunca me pareció que el miembro de mi marido fuese especialmente pequeño. Diría que mide entre 12 y 15 cm y es grueso como un tubo de pasta de dientes y, por lo que me parecía recordar no era muy diferente de los penes de los chicos con los que había intimado antes de casarme. En definitiva pensaba que mi vida sexual era satisfactoria y que tenía suerte de tener un marido tan morboso y tan atento conmigo.

Un viernes por la noche que Marta había ido a estudiar y a dormir a casa de una amiga con su grupito de estudio del cole Alberto me pidió que me pusiera un conjunto azul celeste muy transparente que le gustaba mucho para ver una peli porno juntos en la tele de la habitación mientras lo hacíamos. Como era habitual él se corrió el primero así que yo me recosté en el cabecero de la cama con las piernas bien abiertas mirando el televisor mientras él se dedicaba a masturbarme con un vibrador que me gusta especialmente. Fue entonces cuando todo empezó.

–        ¡Está bueno ese tio, eh!

Pues sí, dije yo un poco cortada pero caliente por el tratamiento que me estaba dando con el vibrador. Era la primera vez que mi marido me hacía una referencia directa al físico de otro hombre. Entendí en seguida que juego que se proponía

–        ¿Te gustaría que te follara él, Raquel? ¿Que fuera él con su polla y no este vibrador quien te estuviera masajeando el clítoris?

La breve penetración de Alberto me había dejado muy caliente y el trabajito con el vibrador me estaba acercando rápidamente al orgasmo. No tuve reparos en entrar en su juego y subir un poco la apuesta. Tampoco necesité fingir mis gemidos

–        Mmmmhh!  ¡Le diría que se dejara ya de masajes y que me la metiera hasta el fondo! ¡Que me follara bien fuerte con ese pollón que tiene!

Inmediatamente me arrepentí de lo que había dicho. La referencia al miembro del actor me había salido espontánea. Sin proponérmelo. Y aunque ni yo ni mi marido no habíamos hecho ninguna comparación explícita era evidente que su pene, o al menos la apariencia que de el se daba en el film, es que era considerablemente superior en longitud y grosor al de mi Alberto. Yo, por aquel entonces, creía firmemente que «el tamaño no importa» y que el hecho de que la vagina sea un órgano extremadamente flexible era garantía suficiente de que una mujer podía obtener igualmente placer con cualquier miembro de un tamaño razonablemente suficiente como para poder penetrarla. Pero también sabia que los hombres, por lo general, son muy susceptibles y tremendamente sensibles con el tema del tamaño de su miembro. Por un momento temí haber ofendido su vanidad, su orgullo de hombre. Y ese pensamiento me corto el rollo y me enfrió un poco.

Afortunadamente, Alberto no pareció darse por aludido en absoluto. Apagó el vibrador y se giró hacia la mesita de noche. Abrió el segundo cajón y cambió el vibrador por un dildo que me había regalado tiempo atrás pero que habíamos usado muy poco. Tal vez habíamos jugado con él una o dos veces porqué no quise hacerle un feo a mi marido, pero yo prefería usar los vibradores. Era un falo que a mí me parecía enorme, con forma y aspecto de pene ligeramente curvado hacia arriba, con unas gruesas venas que recorrían el tronco y con un glande considerable, más grande que una pelota de golf, diría yo. Con los dedos de la mano izquierda me separo los labios mientras que con la derecha empuñaba el dildo e iba introduciéndolo lentamente en mí vulva, moviéndolo en círculos para abrirse camino. Pronto tuve todo el capullo dentro y sentía que mi excitación iba otra vez en aumento y que ya estaba nuevamente muy lubricada.

–        ¿La sientes, mi amor? ¿Notas como te llena toda? ¿Te gusta cómo te folla ese semental?

Mi marido seguía a su rollo y dispuesto a excitarme al máximo y a hacer que me corriera en un orgasmo explosivo. Mi respiración era ya muy agitada y empecé a jadear ostensiblemente. Me estaba gustando el jueguecito.

–        ¡Estoy muy caliente, Alberto, no pares… y bésame!!

Le buscaba la boca pero él, en lugar de corresponder al morreo que yo le pedía, quiso dar una nueva vuelta de tuerca y empezó a bombear con el dildo en mi coño en un mete-saca cada vez más profundo mientras me decía:

–        ¡Dile como te gusta, como la sientes, pídele que no deje de follarte!

Y yo, totalmente arrebatada y caliente como no recordaba haberlo estado nunca, aún tuve la serenidad y lucidez de intentar hacerlo entrar también a él en el juego.

–        ¡Jóder, Alberto! Ahhhg!! Que bieeeeen!! Como me gusta!! Mmmmh! ¿Y a ti? ¿Te gusta la rubia esa? ¡Menudas tetas que tiene! ¿Te gustaría follártela?

Pero mi maridito no estaba por la labor. Ni tan siquiera se giró para ver la película. Tenía centrada toda su atención en mí y sabía perfectamente a dónde quería llegar.

–        ¡Pídele que te folle! Dile como quieres que te lo haga y como te gusta su polla.

Era evidente que él no tenía intención de jugar al mismo juego que me proponía a mí y yo ya estaba con una calentura y unas ganas de correrme tremendas. Así que sin preocuparme de nada más me abandoné y me dejé llevar por la propuesta de Alberto:

–        ¡Sí, joder tio! ¡Qué polla más grande tienes, cabrón!, ¡Qué bien me follas!! ¡Méteme ese pollazo hasta el fondo!! ¡Dame más duro, no pares!! ¡No paaaares! ¡Ahhhgg! ¡Fóllame! ¡Fóllame!! Diossss! ¡Me corro, me coooorroooo!!

El orgasmo me sacudió de una manera brutal. Empezó, cómo siempre, en el clítoris, en mi vagina que se contrajo con diversos espasmos seguidos, pero las contracciones abarcaron también inmediatamente mi ano y se extendieron por la columna vertebral y sentí que un placer arrollador se apoderaba de todo mi ser. Tuve que contener la respiración y acabé explotando en medio de unos temblores que estremecieron todo mi cuerpo.  Sudaba. Y respiraba con dificultad, agitada como si hubiera acabado de correr un esprint. Fue, sin duda, el mejor orgasmo que había experimentado hasta la fecha.

Mi marido sonreía satisfecho con una mirada malévola y me dejó descansar un rato. Cuando me vio algo más recuperada me dijo.

–        ¿Ves cómo te ha gustado eso de que te folle otro, tonta? ¡Cuando quieras podemos repetirlo!

–        ¡Joder, Alberto! ¿Cuánto hace que no me corría así? ¡Ha sido brutal, cariño!

–        De verdad, oye, que podemos hacerlo de verdad cuando tú quieras.

Yo me encontraba en un estado beatífico, totalmente relajada y a bote pronto no capte el significado real de ese «de verdad»

–        Vale, mi vida, si a ti te gusta me parece bien. Pero creo que ahora tengo para unos días con esta corrida tan bestia que me he pegado. ¡Gracias cariño!

Pero Alberto ya estaba maquinando los pasos siguientes:

–        Podríamos ir cualquier noche a alguno de esos locales que nos han explicado a veces Ramón y Ester. A mirar, solo, ¡eh! De momento solo a mirar, a ver que nos encontramos. Igual ves algún tío que te gusta y, quien sabe, igual nos animamos…

Entonces entendí que iba en serio y le corté decidida.

–        ¿Tú estás tonto o qué? ¿Pero tu te crees que yo soy como Ester? ¡Anda no digas tonterias!

–        ¿Por qué no, Raquel? Es evidente que te ha gustado correrte imaginando que te follaba ese tío. Y, la verdad, a mi también me pone imaginarte follando y disfrutando con otro. Si estamos los dos de acuerdo no me importaría. En serio. Si a Ramon y Ester les funciona, ¿por qué no nos habría de funcionar a nosotros?

–        Porqué nosotros no somos en absoluto como ellos. Ya lo sabes. Y una cosa es imaginar algo, tener una fantasía y compartirla, y otra pensar que se pueda o deba hacer realidad… Es verdad que me lo he pasado de puta madre y que me he corrido como nunca. Y que este dildo que no me gustaba usar porqué me hacia daño de tan gordo como es, hoy estaba tan mojada que me ha entrado bien y me ha excitado mucho. Pero de eso a pensar que voy a follar con otro…

–        Pero al menos podrías considerarlo, ¿no? De verdad que a mi no me importaría. Al contrario, me gusta verte feliz y contenta. Y si otro puede follarte mejor que yo… pues eso…

–        Anda, no seas pesado y déjalo ya. Me gusta mucho saber que tenemos buena comunicación y que puedes compartir tus fantasías conmigo, pero déjalo ya. Podemos repetir el numerito de hoy cuando tu quieras pero no me vuelvas a sacar ese tema. ¡Nosotros no somos Ramon y Ester!

Todo eso se lo dije convencida. Pero aún así eso de que otro pudiera follarme mejor que él me había dado que pensar. Me di cuenta que no le dije nada como por ejemplo «pero si tu me follas la mar de bien» o «yo tengo bastante contigo y no necesito a nadie más»

Me quedé dormida dándole vueltas a una duda que había aparecido en mi mente: ¿Cómo puede ser que la polla de mi marido nunca me haya podido proporcionar un orgasmo tan brutal como el de esta noche con el dildo?

Pensé que tal vez podría hablarlo con Ester, pero no tenia claro que me atreviera o ni tan solo que realmente quisiera hacerlo. Ester era muy casquivana y no me parecía la persona más adecuada para comentarle ese tema. Aunque por otro lado estaba claro que en cuestiones de sexo tenia, de largo, mucho más conocimiento y experiencia que yo.