Historia de Matilda 06: Matilda (en familia)

Comienzan las consecuencias inevitables de la transformación.

Tras horas de pruebas, análisis, resonancias, y yo qué sé cuantos experimentos con los que Margarita comprobaba obsesivamente que todo había salido bien y mi salud no peligraba, la conclusión fue que así era, y me dejaron en paz. Me moría por subir a mi cuarto, abrir la puerta del armario, y verme en el espejo yo sola, a mi aire.

Al hacerlo, me encontré con que mi ropa había desaparecido y en su lugar había una colección interminable de blusas, faldas, camisetas, polos, vestidos… Pasé un buen rato mirándome desnuda antes de empezar a probarme ropa. Aquello era la quintaesencia de vestirme con la ropa de mamá. Era una chica, una chica de verdad, y me sentía cómoda en mi cuerpo nuevo. Prácticamente, salvo por aquel “pequeño detalle”, era igual que Mónica. Pensé que tendría que ir a la peluquería para arreglarme el pelo. Me lo cortaría como ella.

Acababa de ponerme un modelo precioso: una minifalda vaquera muy gastada con medias de punto de gruesas rayas horizontales amarillas, rojas, naranjas y marrones, que quedaba de muerte con una camisetita blanca corta con un corazón de lentejuelas rosas en el pecho que me dejaba el ombligo al aire, y hacía carantoñas frente al espejo cuando se abrió la puerta y apareció mi hermana como un huracán.

  • ¿En serio? ¡A ver…! ¡Si estás…!

Ana, que como siempre la seguía a todas partes, nos miraba como si estuviéramos locas. Dábamos saltos, bailábamos, hablábamos las dos al mismo tiempo, y nos reíamos sin parar. De repente, había una relación distinta entre nosotras.

  • ¿Y te llamas Matilda?

  • Sí.

  • ¿Te lo ha puesto Víctor?

  • Sí.

  • Me encanta.

Estaba frente a mi, muy cerca, y sonreía. Me besó los labios y yo le devolví el beso. Jugamos a mordérnoslos despacio y suavecito, y a enredarnos las lenguas con los ojos entornados. Sentí en mis pechos la presión de los suyos.

  • Siempre quise tener una hermana como tú.

Había metido su mano por debajo de mi falda y agarraba mi polla, que levantaba sin esfuerzo la braguita rosa de algodón estampada de flores pequeñitas que me había parecido que formaba un conjunto sugerente con el resto de la ropa.

  • ¿A ti también…?

  • No, conmigo no hace falta.

  • ¿Por qué?

  • Porque yo… siempre quiero.

Sin dejar de besarnos, mientras me acariciaba, desabroché su blusa. Tenía las tetitas pequeñas, como yo, aunque sus pezones, en lugar de esponjosos e hinchados como los míos, eran pequeñitos y duros. Los pellizqué con suavidad y me gimió en la boca. Miré hacia donde Ana, que parecía nerviosa y permanecía de pie observándonos.

  • ¿Y Ana?

  • Ana es mía.

  • ¿Tuya?

  • ¿Quieres…?

  • Sí…. ¡Ahhhh!

Bastó un gesto suyo para que se acercara. Mónica la colocó entre nosotras y subió su camiseta dejando al aire sus tetas grandes y oscuras. Las agarré con las manos. Eran duras, como apretadas, y las coronaban dos pezones gruesos, ampliamente areolados. Mordí sus labios carnosos y gimió. Mónica, a su espalda, le mordía el cuello y desabrochaba su falda haciéndola caer al suelo alrededor de sus pies. Apreté mi pecho contra el suyo atrayéndola con las manos en sus nalgas firmes y gordezuelas. Era como en mis fantasías. Mi pollita, entre sus muslos, rozaba su coño de vello jasco y abundante.

  • ¿Es tu esclava?

  • No sé… Víctor me la regaló.

  • ¿Y ella,… vosotras...?

  • Ella se calienta cuando quiero.

  • ¿Cómo mamá?

  • Exacto. Mira.

De repente gemía. Puse mi mano en su coño. Estaba abierto y empapado. Le temblaban las piernas y me jadeaba en la boca con los ojos entornados.

  • ¿Quieres más?

  • Más.

Comenzó a temblar entera. Gemía mordiéndose los labios. Pronto no pudo aguantar en pie. Arrodillada a cuatro patas, gemía y movía el culo como si la estuvieran follando. Era la imagen misma de la lascivia. Me arrodillé frente a ella y la obligué a mirarme agarrándola del pelo. Su expresión del placer se parecía mucho al sufrimiento. Me miraba con el rostro contraído y aquellos ojos negros y grandes muy abiertos. Metí mi polla en su boca y comenzó a mamármela con la misma desesperación que mostraba su gesto. Mónica, a mi espalda, me mordía el cuello y metía dos de sus dedos en mi culito, que resultaba sorprendentemente flexible y sensitivo. Experimentaba un sentido nuevo de la sensualidad. Ya no era tanto una angustia imperiosa, como un deslizarme en el placer sin urgencias, suavemente. Giré el cuello buscando su boca. Mientras me corría en la de Ana, gemía en voz bajita, temblando, y Mónica me besaba los labios suavecito, como picoteándolos. Ana me mamaba ansiosamente causándome un estremecimiento sostenido.

  • ¿Y nunca se te ablanda?

  • No.

  • ¿Te molesta?

  • No. Me gusta. Es como estar siempre un poquito nerviosa.

Me di cuenta de que había interiorizado sorprendentemente bien aquella femineidad sobrevenida. Hablaba de mí misma en femenino. De hecho, Ander parecía desdibujarse en el pasado como si fuera un sueño.

  • ¿Y esta?

Ana seguía en el suelo, ahora tumbada boca abajo, y se retorcía gimiendo con una mano en el coño.

  • Me gusta verla así. Me pone.

  • Debe ser agotador.

  • Bueno, no parece disgustarle. Es un poco mártir, la muy idiota.

  • A mi también me pone muy cachonda.

  • ¿Quieres follártela?

  • Mmmmmmmm…

Cuando apareció mamá, que parecía triste, y venía seguida por Víctor, que sonreía, Ana chillaba en el suelo, tumbada boca arriba, con el coño de Mónica restregándose en su cara y mi pollita clavada en aquel culo grande y negro. Mi hermana cacheteaba su coño, y yo le magreaba las tetas en una especie de orgía violenta que, pese a ello, parecía causarle un placer incontrolable.

Me quedé parada. Salté, como pillada en falta, y me quedé de pie, mirando al suelo con la pollita dura, muerta de vergüenza. Mónica, como si tal cosa, se corría delante de ella sin dejar de palmear el coño de su negra cada vez más fuerte, haciéndola correrse cómo una perra, chillando y gimoteando.

  • No me dirás que no es preciosa.

  • Víctor, por favor…

Se sentó en la cama abatida, sometida a aquella voluntad que se le imponía y cuyo funcionamiento yo ya había llegado a comprender. Víctor, a mi espalda, exaltaba mi belleza al tiempo que me acariciaba como para demostrar sus afirmaciones, y sus caricias me causaban un cosquilleo delicioso al que, pese a estar enfrente de mi madre, mi polla respondía goteando. Apenas podía controlar el deseo de gemir.

  • Fíjate qué tetillas, y qué culito tan lindo. Es una preciosidad.

  • No me hagas… esto… por favor…

Parecía empezar a inquietarse, y aquella mínima queja improductiva era su manera de rebelarse, aunque fuera inútilmente. Mónica se había arrodillado a su espalda, en el colchón, con los muslos muy abiertos, rodeándola, y abrazaba su cuello besándola. Hizo un gesto hacia Ana que, temblorosa todavía, se acercó a ellas a cuatro patas y se colocó entre sus piernas.

  • Y yo tengo una hermana, mamá.

  • Por dios, Mónica…

Había empezado a desabrochar los botones de su blusa. Ana separaba sus muslos obligando a la falda estrecha a subirse, y buscaba con sus labios su coño, que mordisqueaba por encima de las bragas. Recordé habérmelas puesto con aquel mismo liguero que llevaba. Víctor, a mi espalda, me mordía los hombros y el cuello, y acariciaba mis muslos y mi polla sin agarrarla, sólo rozándola con sus muñecas, presionando aquel perineo liso y limpio que me había dejado. Ya no pude evitar gemir abiertamente.

  • Mónica… por favor… ¿no te das… cuenta…?

Sus manos, de dedos largos y delgados, se hundían en la carne mullida se sus tetas grandes y lechosas, que colgaban por encima del sostén. Pellizcaba sus pezones, y metía la mano por debajo de las bragas de mamá, que ya hablaba entrecortadamente entre quejidos de placer que trataba de reprimir inútilmente. Ana se había apartado. Sentada en el suelo, mirándolas, se masturbaba lentamente con la mirada febril. Víctor, empujándome, me había colocado de pie en el lugar que antes ocupara, y me masturbaba despacio ante sus ojos.

  • Por… favor… Hija mía… por…. ¡Ahhhhhh…!

Sentí la presión en m culito, y aquella polla enorme se deslizó sin esfuerzo en mi interior, que parecía amoldarse a su volumen y lubricarla. Sentí un placer delicioso, acrecentado por el hecho antinatural de que aquello sucediera delante de mi familia. Me incliné un poquito apoyándome sobre los hombros de mamá, que jadeaba ya, incapaz de articular palabra. Clara la follaba con los dedos. Sus bragas, en las rodillas, forzaban el límite de su elasticidad, y escuchaba el chapoteo que provocaba en su coño velludo. Víctor me follaba. Parecía enloquecido. Su polla entraba y salía de mi culito, y me empujaba sobre ella. Sentí sus labios envolverla y creí que me deshacía. Me agarré a su cabeza. Mónica me comía la boca. Me besaba con la boca abierta como bebiéndome.

  • ¡Ma… máaaaaaaaaa…!

No recordaba haberme corrido nunca así. Mi pollita manaba chorro tras chorro de lechita en su garganta. La tragaba, resbalaba entre sus labios goteando en sus tetas, que se bamboleaban al ritmo al que culeaba temblando como flanes. Mónica seguía clavándole los dedos en el coño y hacía que se le escaparan chorritos de pis que me salpicaban las piernas y hasta el pecho. Me corría en la boca de mamá, que gorgoteaba con los ojos en blanco, como en trance, y sentía el esperma de Víctor llenándome, como en un sueño de placer indescriptible.

Aquella tarde fue la primer gran orgía de las muchas que tendríamos en familia. Follamos a mamá Víctor y yo. Lo hicimos al mismo tiempo. Recuerdo su culo moviéndose con mi pollita clavada dentro mientras saltaba como poseída por un furor incontrolable sobre la polla de Víctor, que se clavaba en su coño. Follamos a Mónica mientras que ella metía su puño entre las piernas de Ana, que chillaba como una perra sin dejar de retorcerse de placer. Mónica comió a mamá el coño mientras yo la sodomizaba.

Parecíamos no tener fin, ser inagotables, capaces de corrernos una vez tras otras sin fin, sin perder un ápice de fuerza y de deseo. Me sentí Matilda la puta; Matilda la desesperada; Matilda la perra malvada que azotaba el culo negro de Ana mientras Víctor clavaba en su coño aquella polla monstruosa que se había hecho; Matilda la zorra que palmeaba los muslos de su madre mientras la follaba viendo cómo comía el coño de su hermana; Matilda, la nena caliente que lloriqueaba de placer con una polla en el culo, con una lengua en el coño, con unas manos, cualesquiera, magreanándole las tetillas, pellizcándole los pezones; Matilda, la máquina perfecta, diseñada para el placer, sin límites morales ni vergüenza.