Historia de Matilda 05: Margarita (y Matilda)
Por fin se desencadena el que realmente será el objeto de la trama.
No sé cómo me dejé liar por el Doctor. Bueno, sí que lo sé: su proyecto era revolucionario y su oferta muy jugosa, mucho mejor que la beca con la que malvivía siendo la última mona del laboratorio y trabajando más horas que el reloj. Además, íbamos a ser un equipo reducido, había recursos de sobra para financiarlo, y el Doctor era un genio. Era la garantía de ir a trabajar de verdad en algo grande, y de ir a tener un papel relevante en la investigación ¿Quien hubiera podido resistirse?
Lo que no imaginaba era que el proyecto de nanobiodiseño estuviera ya tan desarrollado, ni mucho menos que sus asistentes fuéramos a ser objeto de experimentación, o de control, para qué vamos a andarnos con eufemismos.
En aquel momento, la idea de que pudiera diseñarse una célula que pudiera implantarse en un organismo humano con una función definida y controlable desde el exterior parecía ciencia ficción. Era teóricamente posible, pero no había publicado nada que hiciera pensar que resultara viable ni siquiera a medio plazo.
No tardé muchas semanas en comprender las implicaciones de lo que hacíamos, pero el afán de progresar, ese deseo invencible de saber más, de lograr más, se impuso con facilidad a los reparos éticos que claro que me planteé, aunque no fueron capaces de frenarme.
Por eso, el día que me sometió, cuando comprendí que de alguna manera los había implantado ya en nosotros, en Juancho y en mí, asumí que recibía el justo castigo a mi soberbia científica y me resigné a ser su esclava, por que era así como me veía. Supongo que también, por otra parte, aquella sumisión forzada por los biobots me liberaba en cierto modo de mi responsabilidad moral, me convertía en víctima de aquella locura que estábamos desarrollando, y me permitía justificarme por mi aportación.
Así que asumí que no podía oponerme a su voluntad, y seguí investigando bajo sus directrices. Podía soportarlo. La primera vez que me folló delante de Juancho, me sentí humillada, le odié. Aunque pueda parecer ridículo, el hecho de que le hiciera pajearse como un mono mientras me corría me ayudó a superarlo. Al fin y al cabo, el único testigo tampoco había tenido un papel muy lucido en mi… ¿violación?
Después me acostumbré. No es que me convirtiera en su esclava sexual, ni mucho menos. Por lo que supe después, sus necesidades en ese sentido debían estar más que sobradamente cubiertas. En varias ocasiones, provocó situaciones que más parecían pensadas para divertirse, o para excitarse, en las que él ni siquiera intervenía: de repente, la empollona empezaba a sentirse excitada, y acababa en el suelo, culeando como una loca a sus pies: o me lanzaba sobre mi colega y me comía su polla hasta que se corría en mi boca con los ojos en blanco… En casi todas aquellas ocasiones, él se limitaba a mirarme con aquella media sonrisa suya. Una vez me sodomizó. Sentí un dolor terrible y, a pesar de ello, me corrí como una perra.
La verdad es que, aunque no pueda decirse que fuera una libertina, yo ya había practicado el sexo antes, claro, tenía treinta años, pero no había nada que ni de lejos se pareciera al placer que me producían aquellos episodios de sexo bioestimulado. No era un orgasmo, era un estado de orgasmo permanente que se superponía a todo, que superaba todo, que parecía reproducirse en cada célula de mi organismo y replicarse durante todo el tiempo que el Doctor decidiera.
De hecho… Lo deseaba, lo esperaba, y cada día que no sucedía llegó a parecerme un día perdido. Después de las primeras veces, ninguna relación física natural me pareció satisfactoria. El sexo se había convertido en aquello, o en una experiencia banal, decepcionante. Dejé de practicarlo. Me aburría.
Y, mientras tanto, durante casi dos años, fuimos trabajando en diferentes proyectos interrelacionados, creando diferentes biobots cuyas características, que Juancho no llegaba ni a comprender, no sabría decir si me excitaban o me horrorizaban, pero el hecho cierto es que el concepto me resultaba intelectualmente muy excitante. Íbamos más allá de lo que ningún grupo de investigación en el mundo había ni siquiera concebido. De alguna manera, jugábamos a ser dioses. Cada nuevo éxito, cada nueva célula que creábamos, nos acercaba más al horror, y me producía una mayor satisfacción. En los estantes frigoríficos se amontonaban los cultivos en caldo biológico: nuevas funciones, nuevos conceptos,… Me estremecía la idea de lo que podíamos hacer, y se me hacía un nudo en el pecho cuando imaginaba sus consecuencias.
Y, por fin, una mañana apareció con Ander en el laboratorio. Llevaba un camisón de hospital, y supe que iba a suceder, que era el día. Me dio un vuelco el corazón y noté que se me secaba la boca. Pero, una vez más, derivé mi responsabilidad en aquella sumisión bioquímica y comencé a prepararlo todo siguiendo de manera metódica y minuciosa cada una de sus instrucciones.
- Buenos días, doctora. Creo que conoce a mi hijastro Ander. Él será el sujeto. Vaya preparándolo, por favor.
Efectivamente, conocía de vista a aquel muchacho rubio y delgado, de aire sutilmente afeminado y muy guapo. Lo había visto a menudo por la casa cuando había tenido que ir a comunicar alguna incidencia al Doctor, o a recibir instrucciones en su despacho.
Le llevé a la sala de desinfección cogido de la mano. Parecía más desconcertado que asustado, y comprendí que no sabía lo que iba a suceder. Sentí ternura, y fui amable con él. Le hablaba con dulzura y le tranquilizaba. Cuando desaté la cinta del camisón, vi su pollita terriblemente dura. Me hizo gracia. Debía tener cerca de dieciocho y, pese a ello, no debía medirle más allá de nueve o diez centímetros. Esta terriblemente dura, muy recta, con el glande descubierto, y apuntando hacia arriba. Mientras lo enjabonaba y frotaba con fuerza, no pude evitar entretenerme especialmente en ella. El Doctor nos observaba con aquella media sonrisa suya. Cuando se me corrió en la mano, supe que lo había provocado. El pobrecito se ruborizó. Su pollita no había perdido ni un ápice de su consistencia pétrea.
- No te preocupes, cariño, eso le pasa a cualquiera -mentí-.
No hizo falta que el Doctor me advirtiera. Comprendía la magnitud del proceso. Tras ayudarle a tumbarse en el sillón, le apliqué la mascarilla y le entretuve hasta que se durmió antes de fijar sus muñecas y sus tobillos con los correajes.
Pegué a su cuerpo los diferentes sensores que debían proporcionarnos la información biométrica y de constantes necesaria, y le pinché hasta doce vías en lugares diferentes, conectadas al infusor donde, posteriormente, coloqué uno tras otro hasta treinta y dos pequeños frascos de biobots de diferentes características. Sentía una emoción extraordinaria. Bajo la mirada atenta del Doctor, fija en mi pantalla, fui programando metódicamente tiempos y dosis hasta configurar un complejo proceso de introducción que debía durar alrededor de ocho horas. Lo habíamos repasado cientos de veces y, pese a ello, me asustaba la idea de que pudiera haber cualquier error de consecuencias imprevistas.
Creo que ya está.
¿Lo cree?
Está.
¿Cuanto tiempo?
Siete horas cuarenta y siete minutos la introducción, alrededor de cuarenta y cinco minutos la distribución, dos horas de implantación y reproducción celular…
¿Y la transformación?
No es fácil precisarlo… Teóricamente debería completarse en diez horas más.
¿Ha programado los parámetros de anulación?
Sí, y la monitorización funciona correctamente.
De acuerdo. Proceda.
Introduje la llave de anulación de bloqueo. La pantalla parpadeó pidiendo confirmación. Acepté, y los biobots comenzaron a fluir lenta y ordenadamente ajustándose a un proceso de precisión infinitesimal. Pude imaginarlos respondiendo a sus “instintos primarios”, respondiendo a los estímulos para los que estaba diseñados, buscando las hormonas que atraerían a cada uno a su lugar para instalarse, para reproducirse alimentándose de las células a las que sustituirían para cumplir su misión inconsciente.
Casi un día entero…
Sí…
Puede irse a casa, doctora. Ha trabajado usted duro. Traspase los controles al ordenador de mi despacho. Yo me encargaré de la monitorización.
Como quiera.
Buenas tardes, Margarita.
…
¿Y bien?
Si pudiera… Es tan…
¿Excitante?
Sí...
Me temblaba la voz y notaba el calor del rubor en las mejillas. Sonrió mirándome a los ojos y se sacó por la bragueta aquella polla enorme, la primera transformación físiológica que había producido nuestro Proyecto. Me arrodillé para besarla y traté inútilmente de tragármela. Ni siquiera era capaz de meterme la mitad en la boca sin ahogarme. Me ayudó a levantarme y me condujo a una camilla donde me tumbó boca arriba dejando mi culo en el borde. Me quitó las bragas y la apuntó entre mis nalgas. Apreté los dientes para no gritar y la sentí penetrarme lentamente. Me acariciaba el coño empapado mientras él desabrochaba mi bata y mi blusa. Me rompía.
¿Le duele?
Mu… mucho…
Empujó más fuerte, hasta que sentí su pubis en las nalgas, y comenzó a follarme con fuerza mientras me amasaba las tetas con las manos. Se me saltaban las lágrimas. No pude evitar chillar.
Me clavaba los dedos en el coño y sentía el zarandeo de mi carne al ritmo del cacheteo que podía escuchar cada vez que me la enterraba hasta el fondo. Era como si me desgarrara y, sin embargo, temblaba de placer, como si aquel dolor fuera el objeto de mi deseo. Mis dedos se perdían en mi coño, chapoteaban en mi coño. Me costaba respirar.
¿Sabe que no…?
Sí… Síiiiii…
¿Y aun así…?
¡Flolleméeee…, cabrón…!
Es usted muy puta, doctora.
¡¡¡Síiii… Síiiiiii…, Síiiiiiiiiiiiii...!!!
Pareció volverse loco. No había activado mis neurorreceptores, era puro deseo, pura necesidad. El ritmo de sus empellones se volvió frenético, como mis gritos. Me estrujaba las tetas, me pellizcaba los pezones y palmeaba con fuerza mis muslos levantados mientras su polla enorme se hundía en mi culo una y otra vez, una y otra vez... Me hacía chillar como una loca, y temblar, y estremecerme… Casi perdí la conciencia de placer cuando sentí su leche tibia llenándome como un bálsamo. Mi cuerpo entero se estremecía tenso. Era un placer intenso y vibrante, un martirio de placer que me desbordaba.
Pidió un taxi para que me llevara a casa. No hubiera sido capaz de conducir.
- Descanse mañana, querida. Yo la avisaré para que vuelva.
Al llegar, caí en la cama exhausta. Había sido un día intenso, la culminación de un año de intenso trabajo, lleno de tensión y de emociones, y había terminado con aquel brutal encuentro. Lo había buscado yo, lo había querido. Practicamente me había abierto de piernas y le había pedido que me follara, y él lo había hecho del modo más brutal y humillante. Había gozado de ello y me sentía extraña. “Es usted muy puta, doctora”. La frase resonaba en mis oídos cuando me ganó el sueño. Atardecía.
- Querida, le presento a Matilda.
Una sonrisa de oreja a oreja le iluminaba el rostro. Nunca le había visto tan feliz, tan triunfante. Yo misma, aunque aquel era el resultado previsto, observaba fascinada a aquella muchacha que sonreía mirando su imagen reflejada en el espejo. Era preciosa: sus rasgos se habían redondeado, se habían hecho más sensuales, y sus ojos azules eran más claros, luminosos. Tenía las pestañas largas, la piel absolutamente limpia de vello y extremadamente pálida y suave, y las nalgas redondeadas, pequeñitas, perfectas, como aquellos diminutos pechitos picudos de pezones sonrosados y esponjosos. Sus músculos parecían más mullidos, menos dibujados, y todo en ella, aun delgada como era, resultaba más suave, más redondeado. Era una mujer, casi una mujer.
Me sorprendió la dulzura de su voz cuando le pregunté cómo se sentía, Parecía feliz. Comencé su examen auscultando su pecho y me sorprendió su reacción al rozar sus pezoncillos. Su piel parecía tan sensible como esperábamos. Introduciendo la mano entre sus muslos, comprobé que los testículos se habían alojado en el interior. Desde fuera, podría decirse que habían desaparecido. Comprobé la elasticidad de la piel hurgando en su culito y gimoteó al sentir mi dedo penetrándola.
Es… es…
Es una chiquilla preciosa.
Preciosa.
Parecía feliz. Se miraba al espejo dando vuelta tras vuelta, palpándose. Irradiaba alegría. Repasé hasta tres veces los valores que habían sido sistemáticamente monitorizados a lo largo de todo el proceso. No había ni un sólo incidente registrado. Habíamos conseguido lo que nadie se había atrevido a imaginar, y tendríamos que mantenerlo en secreto para siempre.
Cuando me volví tras repasar los datos, Matilda, sentada en la camilla, gimoteaba. El Doctor lamía su polla diminuta y dura y hurgaba en su culito con un dedo. Gemía con voz de niña y sus movimientos parecían más femeninos que nunca. Movía las caderas y dejaba caer el cuello atrás de un modo casi coqueto. Me acaricié mirándolos. Me corrí cuando vertió en la boca de su padrastro sus chorros de lechita tibia. Gemía como una niña con los ojos azules muy abierto y los pezones esponjosos inflamados como fresitas de gominola. Hubiera querido comérmela.