Historia de Matilda 03: Víctor

Seguimos conociendo los orígenes de la historia de Matilda y vamos profundizando en los personajes que la componen.

¿Calculador? Claro. Lo he sido siempre, desde niño. Siempre he tenido claros mis objetivos, siempre he sabido lo que quería, y nunca me he desviado de mi camino.

Por eso dediqué treinta años a estudiar bioquímica, robótica, medicina… Y por eso invertí una buena parte de la fortuna familiar en montar mi laboratorio y financiar mi programa de investigación en silencio, sin hacer ruido ni alardear de mis progresos.

Los primeros resultados llegaron justo a tiempo, cuando mi programa de desarrollo empezaba a poner en riesgo mi fortuna personal. Puede parecer algo tosco, pero resultó práctico. Mis primeros nanobots funcionaban de manera muy primaria, se administraban por vía oral, alcanzaban los neurotransmisores adecuados, y me permitían “orientar” las decisiones del huésped durante un período limitado, unas horas, antes de resultar destruidos por el sistema inmunológico. En cualquier caso, resultaba suficiente para conseguir que determinados brokers a quienes tenía fácil acceso tomaran las decisiones adecuadas a mis intereses y, manejados con cautela y discreción, me proporcionaron un caudal de fondos más que suficiente para aumentar los medios, contratar a Margarita y a Juancho como investigadores, y asegurarme una base de capital más que suficiente para garantizar mi nivel de vida y el futuro del programa.

Con ellos, con mis colaboradores, mientras se iniciaban con un nivel de conocimiento limitado en las técnicas básicas de mi investigación, puse en práctica la segunda fase, que funcionó bien: los primeros nanobiobots implantados en sus cerebros demostraron una capacidad más que sobrada para garantizar su absoluta fidelidad, o quizás debería decir sumisión.

Efectivamente, aunque por entonces no podía todavía alterar sus principios morales, sí conseguí que mi voluntad se impusiera a ellos. Por decirlo de un modo simple: Margarita y Juancho hacían cuanto deseaba. Por mucho que les asqueara, o que les pareciera inmoral, obedecían, a menudo sin ocultar su repunancia.

Y fue precisamente aquella peculiar característica, que en cierto modo demostraba la imperfección del mecanismo, la que, sin haberlo previsto, despertó en mi esta apetencia que, desde entonces, ha marcado mi vida.

Sucedió una mañana: Margarita estaba muy pesada con sus objeciones éticas a una de las líneas de investigación que había decidido iniciar. Por entonces, ya daba igual que conocieran su condición de “esclavos”, por así decirlo, pero la odiaban, y se mostraban a menudo hostiles, aunque obedecían, no tenían elección. El caso es que me divertía, y dediqué un rato a mirarla sonriendo mientras escuchaba sus diatribas, y una idea malvada empezó a incubarse en mi cerebro.

No era fea Margarita, con su aire de empollona, sus gafas gruesas de pasta, sus labios carnales, aquel cuerpo gordezuelo, muy curvilíneo, producto de muchas horas de laboratorio y pocas de ejercicio, y aquella melena negra muy brillante. Resultaba bellamente rara, por así decirlo, y tenía ese aire nerdy que le daba un no sé qué que me resultaba atractivo. Decidí probar los límites.

  • ¿Qué hace? ¡Doctor! ¿Qué hace?

No sabría decir si me excitaba más su protesta, su incredulidad, o la absoluta sumisión con que, pese a ellas, me permitió inclinarla sobre la mesa del microscopio y levantar su bata y su falda exponiendo aquellas nalgas gorditas y firmes, cubiertas por unas cómodas bragas de algodón blanco como de abuela.

  • ¡Hijo de puta! ¡Cabrón!

Llegados a aquel punto, resultó inevitable bajárselas, claro, y amasar aquel culazo blanco fantástico. Sus protestas e insultos me excitaban sobremanera, y la mirada asombrada de Juancho desde la banqueta contigua contribuía a ello. Noté que mi polla se endurecía al máximo de su capacidad, y metí un par de dedos en su coño velludo haciéndola gritar.

  • Siempre me han gustado las jacas fuertes y sanas, Margarita.

  • ¡Cerdo!

A medida que la masturbaba, pese a sus protestas, observé que se humedecía. Seguía insultándome, claro está, pero su voz se hacía poco a poco más temblorosa, y hasta se le empezaron a escapar algunos gemidos que no conseguía contener.

  • ¡Ca… brón…!

Ante la atenta mirada de Juancho, extraje mi polla del pantalón y la clavé en su coño, ya empapado, comenzando a follarla con bastante brío (debo reconocer que aquello me estaba poniendo a cien). Pronto, sus exabruptos fueron haciéndose ininteligibles, apenas sílabas sin sentido entre gemidos, y ella misma respondía al estímulo moviendo aquel culazo que chasqueaba cuando lo golpeaba con el pubis al clavársela.

  • Doctor… por favor…

  • Cállate, Juancho.

  • Pero…

  • Cállate y saca la polla.

Me divertía aquel empollón flacucho que trataba de disuadirme sin poder disimular la erección más que respetable que evidenciaba bajo el pantalón vaquero. Obedeció, claro, y dejó a la vista una polla más que respetable, que trempaba en el aire y babeaba. Me pregunté si alguna vez habría tenido una experiencia más allá de machacársela. No parecía posible. Agarrando a Margarita por el pelo, la hice girarse hacia él sin dejar de follarla. Jadeaba como una perra caliente, y tuvo que apoyar las manos en sus rodillas para poder sostenerse.

  • Cómesela.

No hubo ni un atisbo de resistencia. Sencillamente, se inclinó sobre ella, abrió la boca, y comenzó a tragársela. El movimiento que imponía a su cuerpo, las sacudidas al follarla, fueron suficientes para marcarle el ritmo, y comenzó a meterla y sacarla en su boca hasta la garganta, babeando y gimoteando completamente fuera de control.

  • ¿Ves, putita, como no era tan difícil? Trágatela entera, haz que te dé su lechita. Así… mueve el culo… asíiii…!

No tardó en correrse en su boca. Prácticamente la ahogaba clavándosela en la garganta. La pobre Margarita hacía un ruidito como un gorgojeo, y su cara se ponía azulada. Le salía esperma por la nariz, y no pude contener mi excitación por más tiempo: agarrándola del pelo, hice que levantara la cabeza. Gemía, chillaba, tosía y babeaba, todo ello al mismo tiempo, mientras mi polla disparaba en su coño mi lechita haciéndome sentir ese calor húmedo tan agradable. Estrujé sus tetas por encima de la blusa y terminé de derramarme en ella. Creo que nuca había gozado tanto.

  • Bueno, ya está bien de diversión. Aseaos un poco y a trabajar.

Disfruté de su expresión humillada. Se colocaba las gafas mientras de sus labios colgaba todavía un chorro de esperma. Su coño goteaba, y un reguerillo blanco bajaba por sus muslos. Juancho no sabía hacia donde mirar. Los dejé allí, seguro de que en unos minutos estarían de nuevo trabajando en el nuevo proyecto.

Poco después, casi por casualidad, conocí a Clara, y quedé fascinado por ella. Apareció en casa respondiendo a un anuncio en el que pedía una secretaria personal. En la primera entrevista se sinceró. Era muy inocente. Se había casado demasiado joven con un inútil que la había preñado en el instituto y con el que había tenido una pareja de gemelos que, por entonces, tenían trece años. El tipo jugaba y bebía, y ella se veía obligada a buscarse la vida para mantener a la familia.

Era una mujer fantástica, una morenaza de treinta y cinco años muy racial, muy mujerota, que parecía cargar con un peso que la superaba. Sentí una mezcolanza de sentimientos de esas tan humanas, entre el deseo y la pena, que me llevó a pensar que serían los sujetos ideales para experimentar aquel nuevo sistema de biobots teleresponsivos en que había puesto a trabajar a mi equipo, y le ofrecí un salario estratosférico y un trabajillo para el marido de chapuzas en la casa. Quería tenerlos cerca.

Los nuevos biobots pronto empezaron a arrojar resultados. Hice que se los dotara de un dispositivo de autoeliminación que hiciera segura la experimentación, y en pocos meses comenzamos a experimentar con ellos. Después de la anulación de la voluntad, el objetivo era provocar respuesta física, conseguir acceso a la decisión, y Clara era el individuo escogido para la experimentación. Los ingería sin saberlo, en la comida o en la bebida, y probaba sus efectos sin comprender lo que le pasaba. Resultaba más práctico, pues así eliminábamos cualquier posible efecto placebo.

Al cabo de cuatro meses, tenía mucho mejor aspecto. Aunque el idiota de su marido seguía jugando, me las había arreglado para introducirme en su círculo de amistades, y empecé a jugar con él y sus amigotes. Seguía sus cuentas de cerca y, discretamente, cuando sabía que estaba al borde del desastre, perdía una pequeña cantidad de dinero que le permitía remontar, que manera que su mujer experimentaba por primera vez una cierta seguridad económica que se traducía en un mejor estado de ánimo que, de alguna manera, parecía iluminarla. Comenzamos a experimentar.

Para la primera prueba, hice que Toño saliera a hacer unos recados y provoqué que el servicio se ocupara de asuntos lejos de mi despacho. Había ingerido los biobots con el desayuno y, cuando tuve la certeza de que nadie iba a molestarnos, los activé con el mando a distancia regulado a la menor intensidad. Seguí entreteniéndola con tareas perfectamente innecesarias, observando su creciente incomodidad a medida que iba incrementando la intensidad de estímulo, y no tardó en empezar a cruzar y descruzar las piernas nerviosamente. Parecía impaciente por salir de allí y yo seguía entreteniéndola con asuntos que, en aquel momento, parecían no interesarla en absoluto. Subí tres niveles de golpe y dio un respingo.

  • ¿Está bien, Clara?

  • Sí… sí, don Victor… Sólo…

  • ¿Sí?

  • Necesito salir un momento…

  • Vaya, vaya, no se preocupe. La esperaré aquí.

  • Gracias…

Utilizando el discreto sistema de cámaras de la casa, seguí sus pasos hasta el aseo de servicio. Caminaba deprisa. Una vez en el retrete, la vi subirse la falda y bajarse las bragas hasta los tobillos con una urgencia deliciosa antes de sentarse en la taza y comenzar a masturbarse. Incrementé un poco más la intensidad. Se masturbaba como una posesa, clavándose los dedos en el coño como si quisiera hacerse daño, y su rostro se descomponía en una mueca de placer casi doloroso cada vez que alcanzaba uno de los cuatro orgasmos consecutivos que provoqué en ella antes de empezar a reducir lentamente la intensidad del estímulo. Se estrujaba las tetas por encima de la blusa mientras se acariciaba, y su cuerpo entero temblaba. Podía escuchar sus gemidos, casi gritos que ahogaba mordiéndose los labios.

  • ¡Señor, señor…!

Hablaba sola, extrañada por aquella inesperada respuesta fisiológica, mientras se recolocaba la ropa, se retocaba el peinado, y se lavaba las manos antes de regresar. Cuando lo hizo, parecía cansada y desconcentrada, cómo si le costara comprender lo que había sucedido. Le di el resto del día libre y me fui al laboratorio. Margarita me ayudó a “resolver” la crisis de ansiedad que me había causado el espectáculo. Juancho se la meneó viéndome follarla. Había inhibido sus frenos morales. Me divertía.

Dos años después, creo que me había enamorado de ella. Por entonces, nuestro programa arrojaba ya frutos muy notables, permitiéndonos, al menos desde el punto de vista teórico, incluso intervenir en el sistema de regeneración celular provocando cambios fisiológicos reales. Por aquello de la vanidad, las primeras pruebas las hice en mí mismo. Estaba encantado con aquella polla enorme. Me hacía sentir bien.

El caso era que cada vez llevaba peor la idea de que cada noche se fuera a casa con aquel inútil y que fuera él quien la follara, así que monté el teatrillo que ustedes ya conocen para “comprarsela” a su marido. Creo que todos salimos ganando, empezando por ella y por sus hijos. Si aquel idiota dilapidaba la pequeña fortuna que le pagué, me daba igual, como si lo acababan matando por deudas. El mundo no iba a echar de menos a un idiota como él.

Como es natural, tuve que explicarle lo que le había sucedido. No quería que creyera que se había vuelto loca. Contra todo pronóstico, tras un breve período de reflexión y dudas, apenas un par de días, lo asumió bien. Tras quince años de infierno, su vida había dado una vuelta radical: era una mujer rica, sin grandes preocupaciones, y comprendió que aquello le abría las puertas a un mundo de placer con el que ni siquiera había podido soñar hasta entonces. Me autorizó para seguir experimentando con ella, y aceptó de buen grado cualquier ocurrencia mía. Conoció el sexo lésbico con Margarita y con alguna de las criadas de la casa, se dejó follar por docenas de hombres, incluyendo entre ellos al pobre Juancho, y se convirtió en una esposa fiel y sumisa, siempre dispuesta a complacerme. Irradiaba felicidad.

La cosa se complicó el día que descubrí a Ander travestido creyéndose solo en casa. Aquello fue una sorpresa para mí. Nunca antes me había planteado una relación homosexual. Ni tan siquiera había sentido ese deseo primario que dicen que es común en la adolescencia. Sin embargo, la primera imagen del muchacho, que por entonces debía tener diecisiete años, vestido con aquella lencería, tan juncal, tan femenino,con aquella pollita pequeña y dura levantándole las bragas…

Les aseguro que no lo había manipulado. Aquel impulso surgía de su propia naturaleza, y me cautivó. Me pareció inevitable tratar de seducirle, y lo hice.

Por entonces, la sincronización de Clara no precisaba ya de mando alguno. Podría decirse que habíamos conseguido desarrollar lo que llamábamos una conexión “telepática”, aunque el término no parezca muy científico, y no dudé en utilizarla. Deseaba a aquel chaval y no iba a renunciar a ello por más que Clara se enfadara conmigo y su actitud hacia mi cambiara, aunque fuera temporalmente.

Además… Quizàs alguien pudiera pensar que me cegó el “enamoramiento”, pero comprendí al instante que él y Mónica serían los sujetos de la puesta en práctica de nuestros últimos avances. Lo de Clara ya se arreglaría. Clara, al fin y al cabo, era una mujer bien predispuesta al placer. Acabaría aceptándolo. Estaba seguro de ello.