Historia de Mar, 2ª Parte - Prisionera en Sudán

Mar es vendida como esclava y llevada a Sudán, donde se la acusa de ser una espía; por lo que es vejada, torturada y condenada. ¿Logrará sobrevivir, y regresar a España?

HISTORIA DE MAR, 2ª PARTE – PRISIONERA EN SUDÁN

Por Alcagrx

I

Durante el vuelo, que fue largo, el auxiliar solo volvió a acercarse a Mar en dos ocasiones: para soltarle el cinturón de seguridad cuando se apagó la luz correspondiente, y para volvérselo a abrochar cuando empezaron a descender hacia el que fuese su destino; en esta segunda, además, volvió a separarle las rodillas tanto como la butaca permitía, para que su sexo quedase expuesto al máximo. Pero sin decirle nada, y sin soltarle en ningún momento las manos, que seguía llevando sujetas a la espalda mediante un mosquetón que juntaba sus grilletes; tampoco, pese a que entre la inmovilidad de su cuerpo desnudo en el asiento y el aire acondicionado tenía la piel de gallina y tiritaba de modo ostensible, el auxiliar hizo nada por mitigar el frío que Mar estaba pasando. Y ella tampoco se atrevió a pedirle una manta, pues no sabía si en aquel avión seguiría vigente la regla de guardar silencio, y sospechaba que tampoco iban a permitirle cubrir su desnudez; de hecho, se sonrojó al darse cuenta de que no le hubiera importado nada que aquel hombre, para hacerla entrar en calor, la hubiese manoseado un rato. Hasta, de ser posible, arrancarle un orgasmo; o mejor unos cuantos…

Sin embargo, tan pronto como aterrizaron y el auxiliar abrió la puerta del avión, Mar dejó de pasar frío; pues la pista en la que tomaron tierra estaba también en mitad de lo que parecía ser un desierto, y de inmediato entró por la abertura una vaharada de calor brutal, incluso superior al que había en el lugar de donde despegaron. El hombre le soltó el cinturón, la tomó de un brazo y la hizo levantarse, llevándola así hasta la puerta; al salir al exterior la intensísima luz solar la cegó un poco, y hasta que no hubo bajado la corta escalerilla no se dio cuenta de que allí no había nada más que un jeep destartalado, junto al que dos soldados vestidos de camuflaje la estaban esperando. Sin decirle una sola palabra, y como si para ellos fuese lo más normal recoger mujeres desnudas y maniatadas en aquella pista en medio del desierto, los hombres la llevaron a la parte trasera del jeep, y la sentaron en uno de los bancos laterales. De camino al vehículo a Mar se le escapó algún gemido de dolor, y fue dando pequeños saltos; pues el hormigón de la rampa estaba literalmente ardiendo, y quemaba las plantas de sus pies descalzos. Por lo que, una vez en el jeep, sintió un gran alivio, aunque aquel sol tan intenso le provocaba incluso dificultades para respirar; y, cuando los dos soldados se sentaron en los asientos delanteros del vehículo y arrancaron, se limitó a observar el paisaje que iban dejando atrás, tratando de ubicarlo.

Circularon una media hora por entre dunas, sin ver nada más que arena y algunas rocas; por el paisaje, y teniendo en cuenta las cinco o seis horas que habrían volado, Mar pensó que podía estar en la Península Arábiga. Aunque los dos soldados que la escoltaban eran negros, y parecían más subsaharianos que no de raza árabe; pero no le pareció lógico que hubieran volado tanto rato para acabar aterrizando otra vez en el Sahara. Aunque, claro, tampoco sabía la velocidad a la que iba el avión que la había traído; así que no podía más que hacer elucubraciones. En todo caso no tuvo tiempo de pensar demasiado, pues pronto vio que se acercaban a lo que parecía un campamento militar: era un grupo de una veintena de tiendas de campaña, todas en una tela de camuflaje parda que las mimetizaba con el paisaje, en medio de la nada más absoluta. El jeep fue a detenerse frente a una de las tiendas, y enseguida les rodearon docenas de soldados; todos ellos llevando el mismo uniforme que los dos que la transportaban, y contemplando con gran asombro el cuerpo desnudo de Mar, aunque sin decir ni una palabra. Entre los que la miraban sí que había algunos de aspecto árabe, pero también más hombres negros, y desde luego nadie de raza blanca; dos de ellos la bajaron del vehículo, y la llevaron sujetándola por ambos brazos hasta la tienda más próxima, donde entraron.

En su interior se estaba bastante más fresco, y Mar pudo ver a un negro de mediana edad, de complexión fuerte, atlética, con el pelo cortado a cepillo y unas águilas doradas en los hombros, que trabajaba inclinado sobre una mesa de campaña. Los dos soldados que la traían se cuadraron, dijeron algo que la chica no entendió y, a un gesto de aquel hombre, volvieron a marcharse; ella se quedó allí de pie, desnuda y con las manos sujetas a la espalda, esperando a que él le dijese algo. Durante los siguientes cuatro o cinco minutos, que a Mar se le hicieron eternos, la situación continuó igual; para cuando empezaba a pensar que aquel hombre no se había enterado de su presencia él la miró, sonrió y le dijo en un inglés muy aceptable “Buenos días, señorita, y bienvenida a mi país; yo soy el mayor Sawar, del ejército de Sudán” . Al oír aquello la chica empezó a hablar de forma atropellada, pidiéndole que la ayudase a regresar a España y que, sobre todo, le diese agua, comida y algo de ropa, que le soltase las manos y le quitase tanto los grilletes de sus muñecas y de sus tobillos como el collar; pero el mayor, sin perder en ningún momento la sonrisa, negó con la cabeza varias veces.

“Me temo, señorita, que eso no va a ser posible. Verá, mi gobierno tiene grandes planes para usted, y le aseguro que no serán de su agrado. Por si no se hubiera enterado, le diré que desde hace poco el Ejército ha tomado el control del gobierno, tras expulsar a Bashir de él. La situación política es muy tensa, pues al conflicto de las provincias del Sur se suma la escalada militar con Etiopía, y mis superiores han decidido que, para calmar a la población, necesitan de algún chivo expiatorio. Ahí es donde entra usted en juego: una espía extranjera, detenida mientras fotografiaba unas instalaciones militares secretas. Así que le esperan, me temo, días difíciles; pues a mis compañeros del GIS les encanta torturar a sus prisioneros, y cuando se trata de mujeres aún se esmeran más. Además en su caso serán especialmente duros: mis jefes, usted y yo sabemos que no tiene nada que explicarles, pero ellos no lo saben. De hecho, mientras espera aquí a que vengan a buscarla, le sugeriría que vaya pensando una buena historia para contarles…” . Al acabar dio una voz en su idioma, y los dos soldados que la habían traído entraron otra vez; antes de que se la llevaran de allí, el mayor le dijo “El tiempo que vaya a estar con nosotros será nuestra huésped; así que le irá mejor si es cariñosa con mis hombres. Los pobres están muy necesitados de compañía femenina, ¿sabe?; yo que usted no les negaría nada… Salvo que quiera empezar a sufrir ya aquí, claro; a mis hombres les encantará estimularla un poco, si hiciese falta. Le sorprendería lo convincentes que pueden ser unos cuantos latigazos; aunque me parece, por las marcas que veo sobre su hermoso cuerpo, que no serían los primeros que recibe” .

Los dos soldados llevaron a Mar a otra tienda, que resultó ser la cocina del campamento; donde, entre las miradas admirativas de todos los hombres que allí trabajaban, le dieron agua y un cuenco con una especie de sémola con verduras. Pero sin soltarle las manos de su espalda, por lo que tuvo que pasar por la humillación de ser alimentada por uno de los soldados; mientras los otros aprovechaban, cada vez con más descaro, para manosearla. Para cuando se terminó aquel cuenco no menos de una docena de manos recorrían su cuerpo desnudo, deteniéndose sobre todo en su vulva y en sus generosos senos; al poco, y mientras le daban de beber, uno de los hombres hizo gesto de sacar su pene del pantalón de uniforme, pero otro -que llevaba tres galones dorados en el brazo- le dijo algo en su idioma, y el soldado se detuvo en seco. Al terminar, los mismos dos hombres que la habían llevado a la cocina la acompañaron hasta unas rocas que había justo detrás, en una de las cuales Mar pudo ver que había una gran argolla empotrada, de la que salía una cadena de unos dos metros de longitud. Sin decir nada uno de sus acompañantes sacó un candado de su bolsillo, y sujetó con él el extremo de la cadena a la anilla que colgaba del collar de Mar; luego el otro retiró el mosquetón que mantenía las manos de la chica sujetas a su espalda, y se marcharon los dos.

No estuvo mucho tiempo sola, pues enseguida se le acercó el soldado con galones que había hablado en la cocina; llevaba en su mano un espray de crema solar, e hizo señas a Mar para que se pusiese de pie, con los brazos y las piernas abiertos. Cuando ella obedeció, el hombre la roció generosamente con aquella crema; luego dejó el bote en el suelo y comenzó, con sus grandes y callosas manos, a embadurnar a fondo el cuerpo desnudo de la chica. Al principio haciéndole daño, pues apretaba muy fuerte; pero continuó sobándola mucho rato, y al final logró que Mar, entre aquel masaje y los efectos de los estrógenos que liberaba su DIU, comenzase a gemir de deseo. El hombre rio, y lo primero que hizo fue volver a llevar una mano al sexo de la chica; cuando la sacó, empapada en sus secreciones, su risa se convirtió en carcajada: tras enseñársela la relamió hasta dejarla limpia, y luego se marchó de allí diciendo algo en su idioma. No sin antes darle una fuerte palmada en el trasero, que a Mar le pareció la más bestia que jamás le hubieran dado; al mirar a su nalga pudo ver, perfectamente, la marca enrojecida de la mano del hombre, tanto de su palma como de los cinco dedos. Pero lo más urgente no era lamentar el golpe, sino buscar cobijo, pues allí en medio el sol la iba a dejar seca en poco tiempo; así que la chica rodeó aquellas rocas hasta donde le permitió la cadena que la sujetaba a ellas, y logró alcanzar el lado de sombra. Donde se acurrucó en el suelo, pues aquella sombra no alcanzaba demasiada altura, y se puso a llorar quedamente, al pensar en lo que el mayor le había explicado.

II

Tan pronto como se hizo oscuro comenzaron las visitas de los soldados. El primero fue aquel mismo hombre con galones que le había untado la crema solar; para que Mar no tuviese duda alguna sobre lo que iba a hacerle, llegó ya desnudo a donde ella estaba encadenada, y mientras sacudía con decisión uno de los miembros más enormes que la chica hubiera visto nunca. Cuando se le plantó delante, con las piernas un poco separadas y los brazos en jarras, Mar empezó a masturbarle de inmediato; pues su mayor temor fue que el hombre quisiera que le hiciese una felación, dadas las dimensiones de aquel pene. Sobre el que las manos de la chica, mientras tiraban de él adelante y atrás, parecían las de una niña, en comparación con el tamaño de aquel monstruo; así siguieron hasta que a él le pareció que ya estaba a punto, momento en que hizo que Mar se diese la vuelta, poniéndola de cuatro patas y con las piernas bien separadas. Tras lo que se arrodilló en el suelo, detrás de ella, colocó su glande sobre la vulva de la chica y, dando un fuerte empujón, la penetró hasta el fondo de su vagina. Mar no pudo reprimir un grito de dolor; pues, aunque con aquel DIU que le habían puesto siempre estaba al menos un poco lubricada, la sensación fue brutal, tremenda. Y, cuando el hombre empezó a bombear atrás y adelante, con auténtica fiereza, la chica tuvo la sensación de que iba a partirla por la mitad; lo notaba invadir su vientre por completo, hasta tal punto que se preguntaba si aquel pene gigantesco iba a acabar rompiéndola por dentro. Además, le dolían una barbaridad las rodillas, que se arrastraban por el suelo con los fuertes empujones de aquel animal; así que cuando el hombre eyaculó, y dejó de dar arreones, Mar tuvo una sensación de auténtico alivio. Que, por supuesto, aún fue mayor cuando se retiró de su vagina.

Pero su pesadilla no había hecho más que empezar, porque en aquel campamento habría quizás un centenar de soldados; y todos querían montar, cuanto antes, a la prisionera, pues había corrido el -lógico- rumor de que iban a venir por ella los de inteligencia militar. Los sargentos, para evitar peleas entre los hombres, establecieron unos turnos basados en la más estricta antigüedad; en los que, lógicamente, ellos se reservaron los primeros puestos. De hecho, el primero que violó a Mar era el más antiguo de ellos; a él le siguieron los otros siete suboficiales que allí había, por su estricto orden, y luego empezaron a visitarla los soldados, hasta que amaneció. Cuando sonó la corneta, mandando levantarse a la tropa, entre treinta y cuarenta hombres habían penetrado a la chica, que yacía en el suelo dolorida, agotada y literalmente cubierta de semen; además, al menos media docena de ellos habían preferido penetrarla por el ano, y la mayoría habían requerido una felación previa, por lo que estaba sucia y sedienta como nunca en su vida lo había estado. Así que, cuando el mismo sargento que la había visitado en primer lugar se acercó con una cantimplora y un bocadillo, Mar incluso le sonrió; una vez que hubo comido, y que bebió hasta saciarse, incluso se atrevió a preguntarle en inglés si podría lavarse un poco. El hombre, sin embargo, o no la comprendió o hizo ver que no entendía, pues se limitó a recoger la cantimplora vacía y marcharse.

Durante casi una semana la vida de Mar siguió ese mismo ritmo: durante el día la dejaban sola, encadenada a aquella roca, buscando apartar su cuerpo desnudo de aquel potentísimo sol y tratando de dormir cuanto podía. Y, desde que se ponía el sol, empezaban las visitas de los soldados, a razón de treinta o cuarenta por noche; aunque entre sus visitantes no estuvo nunca el mayor, ni tampoco los otros cinco oficiales de la base. Algo que el propio mayor Sawar le explicó un tiempo después, pues como era lógico ella no se había dado cuenta de la diferencia; lo único que para ella importaba era el cansancio, y el dolor cada vez mayor, que aquellas constantes penetraciones vaginales y anales le causaban. Una tarde, que luego resultó ser la víspera de que se la llevasen de allí, el mayor la visitó poco antes de que empezase la ronda de soldados; tras hacerle adoptar varias poses obscenas, que le sirvieron para comprobar lo enrojecidos, y sucios, que Mar tenía tanto el sexo como el ano, le dijo “Es una lástima que mis oficiales y yo no hayamos podido disfrutar de sus atenciones; pero ya comprenderá que, por razones de jerarquía, no podemos compartir una mujer con la tropa. Y tampoco podíamos habérnosla reservado en exclusiva; nos arriesgábamos a sufrir un motín. Así que otra vez será, porque ahora ya no hay tiempo; mañana vienen a recogerla los del GIS. Pero no la entretengo más, que pronto empezará su diversión nocturna; ya sé que no me lo reconocerá, pero espero que mis soldados hayan sido de su agrado. Los quiero tan feroces fornicando como lo son combatiendo” .

A la mañana siguiente, y poco después de que el último de los soldados que la habían forzado aquella noche se hubiese ido, el mismo hombre que el primer día le había embadurnado el cuerpo con crema solar se acercó hasta donde Mar descansaba. Llevaba un cubo con agua y una esponja grande, y tras dejar que la chica bebiese tanta agua como quiso le ordenó ponerse en pie, con brazos y piernas separados, y comenzó a limpiarla: primero la cara, y luego axilas, pecho, espalda y nalgas. Pero cuando comenzó a repasar con la esponja el sexo de Mar, y la hendidura entre sus nalgas, se dio cuenta de que limpiando por fuera poco hacía; pues la chica tenía la vagina y el recto llenos con el esperma de los soldados, que constantemente rezumaba y pringaba sus muslos. Así que, después de pensar un poco, se marchó un instante, para regresar al poco con la jeringa más grande que Mar hubiese visto nunca; lo menos cabía en ella medio litro de agua, y terminaba en una boquilla que tenía medio centímetro o más de diámetro. Enseguida comprendió la utilidad de aquel instrumento; pues el hombre, tras llenarla de agua en el cubo, puso a Mar de cuatro patas, colocó la boquilla en su ano, y presionó el émbolo. Con lo que llenó el recto de la chica con agua a presión, repitiendo la maniobra hasta cuatro veces; Mar iba viendo como su vientre se inflaba cada vez más, pues la postura en la que estaba incluso lo favorecía, y pronto comenzó a sentir fuertes retortijones, hasta que no pudo más: enrojeciendo de vergüenza hasta la raíz del cabello se dejó ir, soltando un fuerte chorro de agua sucia. El hombre rio, y dijo algo en su idioma cuyo sentido Mar enseguida comprendió; pues de nuevo comenzó a llenar de agua sus intestinos con la jeringa, hasta que la chica no tuvo más remedio que repetir la expulsión forzada de todo aquel líquido.

Esta segunda vez le pareció que ya estaba lo bastante limpia detrás, y le hizo darse la vuelta; cuando Mar, siguiendo sus instrucciones, se tumbó en el suelo, le hizo separar al máximo las piernas y colocó la jeringa, otra vez llena de agua, en la entrada de su vagina. Esta vez, como era de esperar, el agua salió casi a la vez que iba entrando, arrastrando con ella todos los restos de las muchas penetraciones que había sufrido; mientras Mar seguía ruborizada al máximo, el hombre repitió la operación otras dos veces. Y luego, satisfecho con el resultado, la hizo poner en pie y continuó limpiándola con aquella esponja. Pero, cuando ya estaba llegando a los tobillos, se dio cuenta de que el pelo de la chica estaba aún muy sucio; así que, una vez que terminó con la esponja, volvió a colocarla de cuatro patas, y a continuación volcó sobre su cabeza el resto de agua que aún quedaba en el cubo. Para luego volver a ponerla de pie, y hacerle gestos de que sacudiera la cabeza para secarse antes; lo que Mar hizo al instante, aprovechando para sacudir todo su cuerpo, como si fuese un perro empapado. Y, como el sol ya empezaba a calentar con fuerza, no tardó más que unos minutos en secarse por completo; para cuando lo hizo el hombre ya se había marchado hacía un poco, llevándose con él el cubo, la esponja y la jeringa, y Mar decidió volver a la sombra de la roca.

No hacía ni cinco minutos que se había refugiado del sol cuando oyó el motor inconfundible de un helicóptero, y al mirar en la dirección del ruido pudo ver como uno bastante grande, pero de aspecto destartalado, se acercaba al campamento. Cuando se posó en tierra, levantando una enorme polvareda, Mar lo perdió de vista, pues las tiendas de campaña se lo ocultaban; pero al poco de haberlo hecho volvió a acercarse a su roca el mismo soldado que la acababa de lavar. Esta vez llevaba en sus manos varias cadenas, y con ellas procedió a unir los grilletes de la chica, usando para hacerlo candados que fue sacando de su bolsillo: primero colocó una entre sus dos muñecas, de no más de medio metro de largo. Luego, otra igual que unía los grilletes de sus tobillos; y, para terminar, sujetó un extremo de otra más larga en la argolla de su collar, y el otro en el centro de la que amarraba sus tobillos. Para después soltar el candado que sujetaba el collar de Mar a la cadena que nacía en aquella piedra, usarlo para sujetar la que unía sus muñecas a media altura a la que bajaba hasta sus tobillos y, una vez por completo encadenada, llevársela de allí. Mar caminaba a pequeños pasos, al no poder separar sus pies más de medio metro; así la llevó el hombre otra vez a la tienda del mayor, donde al entrar pudo ver que estaba acompañado de un hombre vestido de civil. Pero que, de seguro, era de mayor rango; pues al verla comenzó a hablar en su lengua, y Sawar le contestó de un modo que denotaba casi más sumisión que simple obediencia. A ella aquel hombre no le dijo, sin embargo, una palabra; se limitó a acercársele y, después de manosear un buen rato su cuerpo desnudo con expresión distraída, ordenarle algo al mayor; el cual llamó a sus hombres del exterior de un grito.

Al momento entraron dos de ellos, se cuadraron y, después de recibir sus instrucciones, cogieron a Mar y se la llevaron al helicóptero; por el camino la chica estuvo a punto de caerse varias veces, pues la hacían ir más deprisa de lo que sus cadenas le permitían. Pero, al sujetarla de ambos brazos, los dos soldados lo impidieron; lo que no pudieron impedir fue que los grilletes de sus tobillos le hicieran daño, por lo que llegó al aparato gimiendo de dolor. Algo que en absoluto les preocupaba, pues una vez que alcanzaron el portón de acceso la levantaron en volandas y la arrojaron a su interior; haciendo que se golpease en la cadera y el brazo derechos con las planchas metálicas del suelo, que era acanalado, rugoso y lleno de anclajes. Sin hacer caso de sus lamentos otros dos soldados, estos vestidos con una especie de mono azul, la cogieron y la metieron en una jaula como las que se usan para los perros, sujeta en el fondo de la carlinga. En la que tuvo que colocarse apretando las rodillas contra su pecho, pues era bastante pequeña, y donde aguardó aun un rato, hasta que el mismo hombre de civil que la había manoseado en la tienda del mayor montó en el helicóptero; mientras el rotor aceleraba, el hombre dio una orden mirando hacia Mar, y uno de los dos soldados de azul cubrió su jaula con una lona, que le privaba la visión. Tras lo que el aparato despegó, haciendo un ruido infernal y levantando otra vez tanto polvo que hasta la chica, pese a estar bajo aquella lona, lo notó en el aire que respiraba.

III

El helicóptero voló bastante rato, y una vez que volvió a aterrizar Mar no pudo ver donde estaban; pues entre dos hombres sacaron del aparato la jaula en la que ella viajaba, pero sin quitar la lona que la cubría. Cuando la dejaron quieta, un tiempo después, y procedieron a destaparla, pudo ver que estaba en una habitación sin ventanas, en la que no había otros muebles que una silla y la mesa sobre la cual la habían depositado. Mar estaba muy incómoda, pues la postura en la que ya llevaba horas empezaba a provocarle calambres en las piernas, que no podía aliviar; pero nadie pensó en sacarla de la jaula, y allí la dejaron durante otro periodo prolongado. Y además a oscuras, pues cuando los dos soldados que la habían llevado hasta allí salieron de aquella habitación, apagaron la única bombilla que colgaba, desnuda, del techo. Así que, cuando la luz se volvió a encender y se abrió la puerta, Mar hubiese dado lo que fuera por salir de aquel encierro; los barrotes se le clavaban por todas partes, en sus nalgas y en su espalda, y los calambres en sus dos piernas eran cada vez más fuertes y dolorosos.

Era el mismo hombre que la había manoseado en el campamento, pero ahora no vestía de civil sino de uniforme; Mar se fijó en que, en sus hombros, llevaba la misma águila que el mayor Salah, pero además dos estrellas en cada hombrera, justo encima del ave. Era bastante delgado, muy alto y de aspecto árabe, y se sentó en la silla tras dejar, sobre la mesa y justo al lado de uno de los pies desnudos de Mar, una grabadora; era de un modelo bastante antiguo, de cinta magnética, como solo las había visto ella en películas antiguas. El hombre, sin modificar su expresión severa, empezó a hablarle en un inglés con fuerte acento: “Soy el coronel Hamid, del servicio de contraespionaje. Voy a serle muy sincero: necesito sacarle toda la información de que disponga lo más rápido posible, pues mi gobierno tiene intención de hacer público su caso. Si es que no lo ha hecho ya. No sé por qué, y me parece un error; pues doblegar la resistencia de un prisionero suele requerir tiempo. Pero en cuestiones políticas no me compete a mí tomar las decisiones; lo único que sé es que pronto tendré aquí algún representante español, o peor de la Unión Europea, invocando sus derechos a la asistencia consular, como ciudadana española que es. Por lo que he de ir rápido, y además no causarle lesiones que luego no podamos justificar; en definitiva, que lo ideal sería que me lo cuente todo ahora mismo. Yo me iba a evitar un problema, y usted mucho sufrimiento…” .

Cuando el coronel, tras decirle eso, la miró a los ojos, Mar comenzó a hablar atropelladamente; le contó toda su historia desde que aquel tal Ramón la engañó, haciéndole creer que solo iba a hacerle unas fotos, hasta su llegada en helicóptero al campamento. El hombre la escuchaba en silencio, sin hacer ni un comentario; y siguió callado cuando Mar, ya terminado su relato, se puso a llorar y le dijo “Por lo que más quiera, ¡sáqueme de esta jaula, deme comida, agua y algo de ropa y lléveme a mi embajada! Le aseguro que yo no soy una espía…” . Por supuesto tampoco la sacó de su encierro, y menos aún hizo nada de lo que la chica le pedía; cuando ella terminó de hablar, y quedó gimiendo y lamentándose, recogió la grabadora, la paró y salió de la habitación, apagando de nuevo la luz al hacerlo. Pero esta vez Mar tuvo que esperar poco, pues dos hombres entraron, minutos después, y tras abrir la jaula en la que llevaba horas comprimida la sacaron de ella; dejando a continuación su cuerpo desnudo y encadenado sentado en el suelo de hormigón. La chica, una vez fuera de su encierro, comenzó a estirar sus miembros mientras gemía de dolor, y aun tardó un rato en poder ponerse en pie; lo que tuvo además que hacer con la ayuda de los dos hombres. Ellos, tan pronto como se incorporó y sujetándola por los dos brazos, la sacaron de aquella habitación, y la llevaron por unos pasillos interminables hasta otra; al entrar en ella Mar vio que, en su centro, había un somier metálico, sobre el que la tumbaron. Pero sin quitarle sus cadenas; para evitar que se pudiera levantar de allí, sujetaron su collar al soporte de hierro del somier, empleando una corta cadena y otro candado, e hicieron lo mismo con la que unía sus tobillos. Hecho lo cual uno de los dos soldados salió de la habitación, y el otro se quedó allí con ella, sentado justo a su lado en el somier; aprovechando la situación, cómo no, para magrear el cuerpo desnudo de su prisionera mientras esperaba el regreso del que había salido.

Las atenciones del soldado fueron siendo cada vez más agresivas, y para cuando regresó su compañero el hombre estaba masturbando a Mar con dos de sus dedos, que tenía metidos en la vagina de ella, mientras que con la otra mano iba manoseándole los pechos, pellizcando de vez en cuando uno de sus pezones. La chica, tanto por efecto de las manos del soldado como por el de las hormonas que liberaba su DIU, empezaba a estar excitada, y pudo ver con horror como el hombre que la estaba masturbando enseñaba al otro sus dos dedos empapados en las secreciones de ella; ambos se rieron e hicieron comentarios que Mar no entendió, pero cuyo sentido era por lo demás obvio. La excitación, sin embargo, se le pasó a Mar de golpe cuando vio lo que traía el que había salido: una mordaza de látex, con una especie de consolador corto y ancho en su parte interior. El hombre la acercó a su boca, para ponérsela, y cuando vio que Mar no la abría optó por lo más sencillo: tomó entre dos dedos uno de los pezones de la chica, y comenzó a retorcérselo hasta que sus gritos de dolor llenaron la habitación. Entonces soltó su presa, y Mar se apresuró a abrir la boca de par en par; cuando le colocaron aquello dentro se dio cuenta de lo grande que era la pieza de caucho, pues no le permitía siquiera mover la lengua, que quedó atrapada justo debajo.

Una vez amordazada el hombre salió un momento, y regresó con lo que parecía una batería de coche, sobre una mesita con ruedas; a su lado había lo que parecía un cilindro de metal, de unos cinco centímetros de largo por otros dos de diámetro, y conectado a la batería por un cable. Y un bastón corto, de diez centímetros quizás, con la punta metálica y redonda y también conectado a ella mediante otro cable. Mientras su compañero mantenía las piernas de Mar tan separadas como sus cadenas lo permitían, el que había traído aquello le introdujo el cilindro de metal en la vagina; y, una vez lo tuvo dentro -no le fue difícil meterlo, pues ella seguía lubricada- sacó de un bolsillo una gran pinza de metal, de las que se usan para sujetar grandes fajos de papeles, y se la colocó en los labios menores, cerrándole así la vulva. Mar comenzó a gemir en su mordaza, pues aquella pinza apretaba muchísimo, y le hacía un daño tremendo en sus delicados labios vaginales; pero sus gemidos se convirtieron en gritos histéricos, y en convulsiones desordenadas, cuando el hombre tocó su pezón derecho con la punta del bastón. Pues un terrible calambre recorrió todo su cuerpo, entre su sexo y el pecho; el cuerpo de Mar saltó hacia el techo, como si lo hubiera impulsado un resorte, mientras ella sentía un dolor terrible que le agarrotaba todo el vientre. Su torturador mantuvo el contacto un segundo, que a Mar le pareció una eternidad, y cuando apartó el bastón ella volvió a caer sobre el somier, jadeando y gimiendo; aunque su cuerpo desnudo no tardó nada en volver a tensarse como la cuerda de un violín, cuando aquel hombre apoyó otra vez el bastón, pero ahora en su otro pecho.

Durante muchísimo rato siguieron así, con el hombre tocando con aquel bastón ahora un pecho, ahora el otro; luego su ombligo, las rodillas, e incluso su clítoris. Unas veces dejaba el contacto por un solo segundo, pero en otras el bastón se mantenía apoyado cinco, ocho y hasta diez segundos; Mar estaba sumergida en una auténtica pesadilla de dolor, que cada vez era más intenso e insoportable. De un lado, porque una fina capa de sudor hacía brillar su cuerpo a la luz de la bombilla mortecina que colgaba del techo, y aquella inevitable humedad facilitaba la conductividad de su piel; del otro, porque aquel hombre parecía alargar cada vez más la duración de las descargas que le daba. Para cuando, una hora más tarde, se detuvo un momento para fumar un cigarrillo la duración media de cada descarga ya nunca bajaba de cinco segundos, y a Mar empezaba a costarle incluso respirar. Pues tenía la boca completamente seca, hasta el punto de que se notaba los labios endurecidos; y una sensación de sed como nunca había sentido. Pero su tormento no había terminado aún, pues mientras el verdugo fumaba entró otro hombre en la habitación, vestido con una bata blanca y llevando un estetoscopio con el que la auscultó; y, después de tomarle el pulso y mirarle los ojos, hizo un gesto afirmativo a los otros dos y se marchó. No había aún cerrado la puerta cuando un nuevo, largo y fortísimo calambre, el primero de la segunda serie, recorrió las entrañas de Mar desde su sexo hasta el sobaco izquierdo, donde su torturador había apoyado aquel bastón diabólico.

Así continuaron durante lo que a Mar le parecieron muchas horas, en las que el verdugo hizo otras tres paradas más antes de que el coronel Hamid, con la misma cara inexpresiva de antes, entrase en la habitación. Al verlo los dos hombres se pusieron firmes, y así permanecieron hasta que el coronel, con un gesto, les indicó que salieran; cuando ya se iban les dijo algo, y uno de ellos le entró una silla antes de volver a marcharse. Hamid se sentó en ella, y mientras aflojaba las correas de la mordaza le dijo “No haya nada mejor para torturar que la electricidad, ¿sabe usted? Mientras no le des demasiada intensidad de corriente al torturado, provocándole una parada cardíaca, puedes estar así horas y horas; y lo mejor es que no deja ninguna secuela visible. Así que le aconsejo que nos diga, ya, quien la ha enviado, y para qué; según me dice el médico está usted muy sana, y puede aguantar como mínimo medio amperio, sino más. Piense que, hasta ahora, mis hombres le han dado todo el rato solo 0,2 amperios…” . Cuando le retiró la mordaza, Mar solo acertó a decir, en un susurro “Agua, por favor” ; y, cuando el coronel le dijo que en aquel momento eso era imposible, pues estaba cargada de electricidad, la chica comenzó a llorar y añadió “Ya le he dicho lo que sé, se lo prometo; no soy una espía, no sé qué quiere que le cuente. Aunque si quiere le firmaré una confesión, la que usted quiera; pero por favor deje ya de torturarme, ¡no puedo más!” . El coronel, con un gesto de fastidio, se puso en pie y dio una voz; al momento entraron los dos torturadores, a quienes les entregó la mordaza mientras les decía en inglés, para que Mar también lo entendiera, “Seguid hasta que confiese” . Luego se marchó, sin hacer caso a las súplicas desesperadas de la chica; las cuales pronto fueron acalladas otra vez por la mordaza.

IV

Como era de esperar, sus dos verdugos no lograron que confesase, pues nada podía decirles; así que siguieron dándole corriente hasta que, otras cuatro pausas más tarde y después de que hubieran aumentado la intensidad hasta casi el medio amperio, el médico les indicó que debían parar ya. Para entonces Mar estaba semiinconsciente; se había orinado encima varias veces, y el dolor en todos sus músculos, nervios y articulaciones era tan tremendo que, cuando uno de aquellos hombres soltó las cadenas que la sujetaban al somier y se la cargó sobre un hombro, como a un fardo, sus gemidos fueron casi más intensos que los que le provocaron las descargas. Así la llevó por un pasillo, hasta llegar a una escalera que bajaba al sótano del edificio; por la que fueron descendiendo hasta la última planta, en la que había un corredor con celdas a ambos lados. En una de las cuales, y sin miramiento alguno, el hombre que la cargaba la arrojó sobre el catre que allí había; Mar se acurrucó sobre el viejo y sucio colchón que tenía encima, notando al hacerlo el frío de las cadenas que seguían uniendo los grilletes y el collar que llevaba puestos, al estar el metal en contacto directo con su piel desnuda. Se sentía muy mareada, y seguía sedienta en extremo, aunque no logró ver agua en la celda; de hecho, no vio en ella nada más que la puerta que el guardia acaba de cerrar antes de, más que quedarse dormida, perder el conocimiento, vencida por el dolor y el cansancio que la invadían.

Cuando recuperó la consciencia, unas horas más tarde, alguien había dejado en la celda, junto al catre, una botella de agua; tan pronto como la vio Mar alargó un brazo para cogerla, pero una punzada de dolor en el bíceps le hizo detener el movimiento. El cual, por otro lado, la cadena que unía sus dos muñecas tampoco le hubiese permitido. Aún necesitó de unos minutos para poder mover el brazo un poco sin que el dolor la detuviese, y cuando lo logró vio que no podría alcanzarla; tuvo que incorporarse hasta quedar sentada en la cama, entre gemidos lastimeros, para así poder coger la botella con ambas manos. Al llevársela a su boca notó que tenía los labios resecos y cuarteados, y cuando comenzó a beber le sobrevino un ataque de tos, que volvió a enviar crueles punzadas de dolor a todos los rincones de su cuerpo; mientras trataba de calmarlo comprendió que debía beber despacio, a sorbos al principio, y así fue como logró finalmente ingerir el contenido de la botella, por otro lado no muy grande. Poco después de terminarla la puerta de su celda se abrió, y un soldado entró llevando una bandeja; al dejarla en el suelo Mar pudo ver que contenía una especie de sopa, pan, fruta, y otro botellín de agua. Una vez que el hombre se fue trató de ponerse en pie, pero las piernas no le sostenían; así que se arrastró por el suelo hasta la bandeja, y sentada en él se comió lo que le habían traído.

Algunas horas después vinieron a buscarla, otra vez, los dos mismos hombres que la víspera la habían torturado. Mar, al verlos junto a la puerta, comenzó a llorar, y a suplicar que no la atormentasen más; aunque aún no caminaba con soltura se apresuró a alejarse cuanto pudo de ellos, sentándose sobre el catre con las piernas contra su pecho, y los brazos rodeándolas. Los dos se pusieron a reír, y uno de ellos se le acercó, sujetó con una mano la cadena que salía de su collar y tiró fuerte de ella; con lo que Mar cayó al suelo, y al ver que el hombre seguía tirando se incorporó como pudo, para evitar que la sacase de allí a rastras, haciéndole aún más daño. Caminando entre los dos soldados salió al pasillo, subió por las escaleras -en algún punto trastabilló, y la tuvieron que sujetar- hasta la planta baja y continuó, por entre un montón de personas que miraban, asombradas, su cuerpo desnudo y encadenado, hasta un despacho; en cuya puerta ponía “Coronel Hamid” en alfabeto latino, debajo de otra inscripción en árabe que Mar supuso que debía decir lo mismo. Uno de los soldados llamó a la puerta, y al oír la voz del coronel la abrió, y entró sujetando a Mar del brazo; era una estancia amplia y luminosa, decorada con fotografías, banderas y escudos militares, y en su extremo contrario había una mesa de trabajo tras la que Hamid, de uniforme, estaba sentado. Pero lo que más llamó la atención de la chica fue otro hombre; sentado frente al coronel, y vistiendo un traje claro y corbata, un joven blanco de unos treinta años de edad la miraba con expresión asombrada.

“Coronel, esto es inadmisible. Son ustedes unos desalmados, y disculpe si por un momento olvido de mis obligaciones como diplomático; es inhumano que tengan a esta mujer desnuda y encadenada, como si fuese un animal salvaje. Le ruego que, de inmediato, le quiten esas cadenas y le proporcionen algo de ropa; en caso contrario me veré obligado a formalizar una protesta a su gobierno, por los canales diplomáticos” . Al oír su acento hablando en inglés, Mar supuso que aquel hombre debía de ser un compatriota; algo que él mismo confirmó, al dirigirse a ella y decirle, en un español con cierto acento catalán, “Buenos días, señorita García. Me llamo Juan Duran Pons, y soy el segundo secretario de la embajada española en Khartoum. No se preocupe usted, que estoy aquí para ayudarla” . La primera reacción de Mar, al oír a aquel hombre tan bien vestido hablarle en su lengua, fue ruborizarse, y tratar de tapar con las manos su sexo y sus pechos; pese a los muchos días que llevaba desnuda no pudo evitarlo, y su rubor aun aumentó más cuando aquel secretario de la embajada, de modo muy poco diplomático y mientras la miraba de abajo arriba, le dijo “Me alegro de ver que está usted en perfecto estado; lo cierto es que se la ve estupenda” . Un comentario de cuya inconveniencia se dio cuenta de inmediato, ruborizándose él también; para mirar de arreglarlo un poco, añadió: “Lo primero que voy a hacer es tomar sus datos de filiación, para advertir a sus familiares de que está aquí en Sudán, detenida; luego le buscaré un abogado local, y él verá qué se puede hacer en su caso. Pero ya le advierto que no será fácil, y menos aún rápido” .

El coronel, mientras tanto, había permanecido en silencio, por lo que era imposible saber si entendía lo que el secretario decía. Pero en ese instante le interrumpió en inglés: “Señor Secretario, temo que no me será posible atender su petición. Esta prisionera está sometida a nuestra legislación antiterrorista, que prevé la posibilidad de mantener desnudos y encadenados, por razones de seguridad, a los prisioneros peligrosos. Por otro lado, y sobre eso de llamarnos salvajes, haré ver que no lo he oído; pero me hace gracia que un representante del gobierno español critique nuestros métodos. Porque, ¿sabe?, muchos de ellos los aprendí de ustedes; hace ya bastantes años estuve un tiempo en el cuartel de Intxaurrondo, en San Sebastián, aprendiendo de un tal Galindo… Uno de esos programas de la CIA, para formar agentes de contrainteligencia de los países que ustedes llaman en desarrollo” . Cuando el tal Duran iba a responderle hizo el gesto de mostrarle la palma de la mano, mandándole callar, y siguió con su discurso; esta vez mirando directamente a Mar: “Esta mujer fue sorprendida espiando instalaciones militares secretas; hasta que no logremos descubrir lo que estaba buscando, y para quien trabaja, seguirá aquí prisionera, sometida a las leyes antiterroristas. Y no hace falta que le diga las penas que, en este país, se aplican a los espías. Así que procure hacer usted su trabajo sin interferir en el mío; y ojalá que, cuando descubra la verdad, su embajada no esté implicada en los hechos. De todas formas, y para que vea usted mi buena voluntad, les voy a dejar un momento aquí a solas, para que puedan hablar con libertad; diez minutos, no más” . Dicho lo cual se levantó de su silla y salió del despacho, seguido de los dos hombres que habían traído a Mar.

Tan pronto como se quedaron los dos solos la chica comenzó a hablar apresuradamente, y en pocos minutos contó al tal Duran todo lo que le había sucedido desde que Ramón la engañó, dejándola esposada y desnuda en la sierra, a merced de sus secuestradores. El secretario la escuchó con mucha atención, haciendo un gesto de horror cuando Mar le contó las torturas que la víspera le habían infligido; y luego le pidió sus datos personales, que anotó en un pequeño bloc. Hecho lo cual le dijo, bajando un poco la voz, “Quiero serle muy sincero: su situación es muy difícil. Aunque moveré todos los resortes que pueda, será difícil evitar que sigan torturándola hasta que confiese, lo que sea; incluso si lograba que un médico de la embajada pudiera visitarla, cosa que dudo mucho, la iba a encontrar a usted tan estupenda como ahora mismo la estoy contemplando yo” . Esta vez no se ruborizó siquiera, y mantuvo su mirada fija en los pechos de Mar; pues la chica, al final, había acabado por renunciar a intentar taparse con las manos, y las mantenía bajas, sin obstruirle la visión de su joven y hermosa desnudez. “Lo más preocupante ahora, sin embargo, es la acusación de espionaje, pues conlleva la pena de muerte; si lográsemos, como fuera, una condena a prisión, aún larga, después ya miraríamos de llevarla a España a cumplirla. Aunque no tenemos convenio con Sudán para eso, pero podríamos intentarlo por razones humanitarias…” .

Al ver que Mar comenzaba a llorar Duran le sonrió, dijo “Tranquilícese, mujer, ya verá como al final lo arreglamos” y se levantó, haciendo ademán de abrazarla; pero, al ir a intentarlo, se dio cuenta de dos cosas: la primera, que estando ella encadenada le resultaba muy difícil hacerlo. Y la segunda, que su desnudez lo hacía bastante impropio; así que se quedó a su lado, tratando de consolarla mediante el limitado recurso de ponerle las manos en los hombros. Sin por supuesto, dejar de mirarle los pechos, que parecían tenerlo fascinado; así estaban cuando los dos soldados entraron en el despacho y, con un gesto brusco, la cogieron otra vez de los dos brazos y la sacaron de allí. Mar pensó que iban a devolverla a su celda, pero no fue así; pues aunque volvieron hasta la escalera, cruzando de nuevo entre un montón de gente que la contemplaba con asombro, una vez en ella fueron hacia arriba un par de plantas. Luego siguieron por el pasillo hasta una puerta, que abrió uno de los hombres que la escoltaban; al ver Mar que dentro solo estaban el somier donde el día anterior la habían encadenado, y aquella máquina con la que la torturaron, comenzó a chillar y a pedir socorro. De nada le sirvió, por supuesto, pues los dos hombres la empujaron dentro de la habitación y, mientras uno cerraba la puerta, el otro sacó de un bolsillo la misma mordaza que le habían puesto la víspera. Para acto seguido agarrar uno de los pezones de Mar entre dos dedos; la chica, con resignación y antes de que él comenzase a apretar, abrió la boca y se dejó colocar aquel enorme consolador de goma que se la llenaba por completo. Para luego, y sin dejar de sollozar, tumbarse sobre el somier; sobre el que los dos hombres, antes de empezar otra vez a torturarla, la sujetaron firmemente.

V

Mar pasó una semana más sometida al mismo régimen de tortura casi constante; las principales diferencias entre el primer y el octavo día de tormento fueron la intensidad y duración de las descargas que le daban, cada vez más salvajes y prolongadas, y la actitud del médico. La chica, pese a que durante las pausas estaba semiinconsciente casi siempre, observó que el hombre de la bata blanca discutía cada vez con más vehemencia con sus torturadores, justo después de reconocerla, y sospechó que algo estaría detectando; lo que en absoluto la extrañaba, pues tenía una permanente sensación de agotamiento que, sumada a los terribles dolores en todo el cuerpo, le hacía sentirse como si hubiese envejecido cincuenta años de golpe. Así que, cuando un día en vez de llevarla de buena mañana al tormento la subieron al despacho del coronel, Mar albergó esperanzas de que su tormento ya hubiese concluido. Y en parte tenía razón, pues tan pronto como entró Hamid le dijo “Acabo de recibir un informe del médico; en el que me indica muy enérgicamente que, de continuar usted con el  “tratamiento” -así lo llama, se lo juro; un hombre muy elegante- a que actualmente se la somete, en cualquier momento puede sufrir un fallo cardíaco. Tendremos, pues, que parar por un tiempo de darle corriente; aunque he de confesarle que, después de lo que lleva soportado, no se me ocurren más que dos opciones: o es usted la agente mejor entrenada que jamás he conocido, o está diciendo la verdad. Pero eso último no puedo admitirlo oficialmente; si, realmente, todo esto no es otra cosa que un montaje hecho desde muy arriba, descubrirlo me podría salir muy caro. Lo comprende, ¿verdad?” .

Por un instante, Mar no supo qué decirle; por un lado se alegraba de que fueran a parar de torturarle, pero por el otro aquel cinismo del coronel la dejaba aún más desconsolada. O más bien indignada; empezó a respirar con fuerza, provocando con ello que sus grandes senos se bamboleasen de un modo que al coronel le pareció muy erótico, y luego le dijo con rabia “¿Me está diciendo usted que van a condenarme a muerte aunque sepan que soy inocente? ¿Es que en este país no tienen un poco de conciencia, de principios, de dignidad, de vergüenza? ¿Y usted? En un militar hubiese esperado algo más de sentido del honor, la verdad…” . Al oír eso el coronel se levantó de un salto, y se acercó a Mar con la mano levantada, como si fuese a abofetearla; pero al llegar donde ella cambió de idea, y en vez de golpearla comenzó a manosearla: primero sus pechos, luego las nalgas, los muslos, el sexo… Al cabo de algunos minutos el coronel, habitualmente tan comedido, resoplaba como un animal salvaje en celo; con gestos febriles se soltó el cinturón y, tras quitárselo -a la vez que la pistola que siempre llevaba- y bajarse el pantalón y los calzoncillos, exhibió una respetable erección. Dándole un fuerte empujón por los hombros, hizo que Mar se arrodillase frente a su miembro, y con voz entrecortada le dijo “¡Chupa!” ; lo que ella, temerosa de que la golpease, comenzó a hacer, poniendo en práctica todo lo que había aprendido en el fuerte del desierto. No tardó mucho en lograr que el coronel eyaculase; y lo hizo directamente en su faringe, pues en aquel momento Mar se había tragado entero su pene.

Después de vestirse otra vez, y ya más calmado, el coronel le dijo “Voy a hablar con el juez militar, y sugerirle mis sospechas; a ver qué me dice. Por el momento no puedo asegurarle nada, pero veré qué se puede hacer para que no la fusilen. Les mantendré informados, tanto a usted como a ese chico de la embajada. Sabe, creo que usted le gusta; no para de venir a verme, y si por él fuera la visitaría cada día” . Mar, algo más tranquila ya, se limitó a preguntar si las gestiones iban a llevar mucho tiempo; y, al decirle él que no podía concretar nada, a añadir con una sonrisa pícara “Ya supongo que deberé seguir presa mientras tanto, pero ¿no podría, al menos, quitarme estas cadenas, y darme algo de ropa? No sabe como se lo agradecería…” . El coronel no pareció haber captado la indirecta, pues se quedó un tiempo en silencio, sin mientras tanto alterar su expresión seria; pero finalmente negó con la cabeza, y le dijo “Si no la sigo tratando igual, y siendo conocido que no ha confesado, alguien podría sospechar un trato de favor, e ir con el cuento a mis superiores. Para lo único que tengo excusa es para dejar de torturarla; por un lado he de parar de usar la electricidad con usted, por prescripción médica, y por otro no puedo emplear medios que le dejen señales visibles, al haber intervenido ya la embajada. No podemos arriesgarnos a un escándalo internacional, pues se supone que aquí no torturamos a nadie… Lo siento, pero deberá seguir desnuda y encadenada; y esperemos que, entretanto, a nadie se le ocurra que podríamos someterla a otros tormentos que no dejan señal, como el submarino” .

Cuando la devolvieron a su celda, Mar no podía dejar de pensar en lo último que el coronel le había dicho; aunque no sabía con seguridad qué era aquello del “submarino”, sospechaba que tendría que ver con la otra clase de tormentos que, sin duda, no dejaban señal alguna en el cuerpo: el ahogamiento de las víctimas. Pues recordaba una película en la que a una chica le habían puesto una simple bolsa de plástico en la cabeza, que le impedía respirar; la escena era tan angustiosa que Mar, aún sabiendo que era ficción, había tenido que dejar de mirarla. Y también recordaba un reportaje sobre la CIA, y lo que ellos llamaban las “técnicas mejoradas de interrogatorio”; lo que más la había sorprendido fue que fuera precisamente una mujer, la entonces directora de la agencia, la que defendiera aplicar tormento a los detenidos, pues no otra cosa era el llamado “waterboarding”. Pero estaba claro que una mujer podía ser tan, o más, cruel que un hombre, aunque por alguna extraña razón a ella le costaba mucho admitirlo. Por otro lado, la idea de que pudiera gustarle al tal Duran era ridícula, pues poco habían podido conocerse; lo único seguro, pensó, era que al señor secretario de la embajada le había gustado verla desnuda, y que le apetecería repetir. Y, ya puestos, tener sexo con ella. Algo que tal vez pudiera aprovechar en el futuro; del mismo modo que, instantes antes, le había servido con el coronel. Pese a lo muy dolorida y cansada que estaba, Mar no pudo reprimir una sonrisa; quién hubiera dicho que algo tan humillante como estar permanentemente desnuda -y a disposición de cualquier hombre- pudiera, de algún modo, resultar útil para sus propósitos de libertad…

Aquella misma tarde la visitó Duran; y lo hizo, además, en su celda, pues el coronel lo había autorizado “para que viese que la trataban correctamente”. Una vez que el guardia los hubo dejado a los dos solos, el secretario se sentó a su lado en el catre, y comenzó a explicarle sus gestiones. Eso sí, sin apartar la vista de sus senos, que parecían ejercer sobre él una atracción insuperable: “Tras mi primera visita hablé con el embajador, y él transmitió su preocupación por usted al ministro sirio. Sabe, ahora mismo estamos negociando con ellos un tratado de cooperación que les supondrá una buena inyección económica; estoy seguro de que eso también influirá, pues no es el momento ideal para que maltraten a una ciudadana española…” . Mientras se lo iba explicando, una de sus manos había ido avanzando hacia el pecho de Mar; y para cuando hizo una pausa, ya acariciaba suavemente su seno izquierdo. Ella no dijo ni hizo nada, y la mano se fue envalentonando; poco después la magreaba de modo desinhibido, y entonces fue cuando reanudó sus explicaciones: “He hablado con un abogado muy bueno de aquí, que llevará su caso. Sugiere que haga usted una confesión completa, y solicite la clemencia del tribunal; si la cosa se plantea bien, podemos lograr librarla del pelotón de fusilamiento. Le prometo que haré cuanto esté en mi mano…” . En realidad, lo que entonces estaba en su mano era el pecho de Mar; mejor dicho en su mano izquierda, pues la otra se había desplazado hacia el sexo de la chica, y uno de sus dedos le frotaba la vulva con decisión. Arrancando de la chica, que había separado las piernas tanto como las cadenas se lo permitían para facilitar la exploración, gemidos de deseo incontenibles.

Pero cuando el secretario, ya definitivamente lanzado, introdujo aquel dedo en la vagina de Mar, y comenzó a masturbarla con él, la maniobra se vio bruscamente interrumpida por el soldado de guardia; el cual, tras abrir la puerta y mirarles con cara socarrona, hizo gesto a Duran -señalándose la muñeca en la que debiera haber llevado el reloj- de que se le había acabado el tiempo. El hombre se levantó, azorado, murmuró algo que parecieron unas excusas a Mar y salió apresuradamente de allí; tras lo que el soldado cerró la puerta de nuevo, y la chica pudo escuchar como los pasos de ambos se alejaban. Aunque no se quedó sola por mucho tiempo, pues el mismo guardia regresó tras devolver al secretario a la calle; esta vez, sin embargo, venía por otra razón, pues abrió la puerta ya desnudo, y acompañado de otro soldado en la misma condición. Los dos se acercaron a ella y, mientras el otro metía su pene semierecto en la boca de la chica, a la que habían tumbado sobre el catre de forma que las nalgas le quedaran en el borde, el primero le levantó las piernas tirando de ellas hacia arriba, y la penetró en esa postura. Lo que no le resultó difícil en absoluto, pues los manoseos del secretario la habían excitado bastante; de hecho, antes de que el guardia eyaculase Mar alcanzó un primer orgasmo, y para cuando el otro, ya bien erecto, sustituyó a su compañero consiguió otros dos más. Uno al ser penetrada por aquel enorme miembro, y el tercero al poco rato, cuando el hombre eyaculó. Y la cosa no terminó allí, porque los dos guardias no se fueron una vez terminaron; se quedaron con ella, manoseándola con brutalidad, y al poco volvían a estar a punto para volver a penetrarla. Lo que, esta vez, los dos hicieron por su puerta trasera; arrancando a Mar unos gritos que eran, casi por mitades exactas, de dolor y de éxtasis.

VI

Durante diez días continuó allí encerrada, sin más pasatiempo que las visitas de los guardias; que, por otra parte, cada vez eran más frecuentes, y sobre todo más concurridas. Sin llegar a los extremos del campamento, había días en los que llegaba a perder la cuenta de los hombres que la penetraban, ya fuera por delante o por detrás; y siempre, a última hora, tenía que ocuparse de uno en particular: el que parecía ser el jefe de los carceleros. Un rato antes de que le trajesen la cena venía a buscarla a la celda, y se la llevaba con él a su despacho, en aquel mismo sótano; primero la hacía pasar a la pequeña ducha que tenía en un cuarto anexo, donde dejaba que Mar se lavase a fondo. Y, cuando la chica estaba acabando de hacerlo, él se metía en aquella ducha, ya desnudo, para que ella le lavase también; el ritual era siempre el mismo, y terminaba de igual manera: una vez que lograba que él estuviese bien erecto, Mar se empalaba en su miembro -no excesivamente grueso, pero sí muy largo- hasta el fondo, de espaldas al guardia. Para, una vez así, hacer todo el trabajo hasta que lograba que eyaculase; un esfuerzo que, por causa de sus cadenas, tenía que hacer a base de mover el trasero adelante y atrás. O de girarlo y apretar las nalgas, para así dar masaje al pene que la llenaba; pues el hombre se quedaba inmóvil hasta que lograba eyacular. Luego el jefe permitía que ella se limpiase otra vez y, una vez seca, la llevaba de vuelta hasta su celda, donde ya la esperaba la cena; muchas veces sin siquiera molestarse en, antes, volver a ponerse su uniforme de carcelero.

Una mañana, sin embargo, dos guardias vinieron a buscarla a primera hora, cuando acabó su desayuno; entre ambos la llevaron hasta el despacho del coronel, haciendo aquel trayecto, por entre gente sorprendida, que ya le era familiar. Al entrar en la estancia, Mar observó que frente a la mesa de Hamid estaban sentados otros dos hombres, ambos de aspecto árabe y de mediana edad; uno de ellos iba vestido de uniforme, con un águila sin estrellas en las hombreras, y el otro parecía uno de aquellos clérigos que mandaban en Irán: turbante negro, chilaba hasta los pies y barba larga. El coronel le dijo que tenía novedades, y mientras los otros dos hombres la repasaban de arriba abajo con sus miradas empezó a contárselas: “Podríamos haber hallado una solución, pero necesitaremos que colabore. Estos dos caballeros son el juez militar que lleva su caso y el del distrito de Kutum, donde sucedieron los hechos. Verá, la idea es la siguiente: usted firma una confesión, en los términos que le diré, y el asunto abandona la jurisdicción militar, y pasa a la ordinaria” . Mar, a la que las miradas de aquellos dos hombres, y sobre todo del que llevaba el turbante, la estaban poniendo muy nerviosa, preguntó “¿Y qué es lo que yo confesaría, si es que puedo saberlo?” ; a lo que el coronel contestó, con cara muy seria, “En esencia, un crimen de Hirabah, también llamado de Moharebeh; literalmente significa, en la Sharia, de guerra contra Dios y el Estado” .

Al oír eso Mar comenzó a temblar, pues ya se veía lapidada, o algo peor; pero el coronel la tranquilizó: “Verá, la ventaja de hacer eso sería que el Corán prevé para estos delitos, en un verso llamado Ayat al-Hiraba, cuatro posibles penas: ejecución, crucifixión, cortar la mano derecha y el pie izquierdo, o… el exilio. Así que, aplicando esta última pena, solucionaríamos el tema a gusto de todos” . Al oír el catálogo de posibles castigos Mar aún se puso a temblar con más fuerza; tanto, que tuvo que apoyarse en la mesa del coronel para no caer al suelo. Solo acertó a preguntar “¿Y si el juez, en vez del destierro, decide que me impone alguna de las otras tres penas?” ; pero Hamid le aseguró que el juez estaba allí, precisamente, para ser parte del acuerdo. “Lo único que no puedo garantizarle es que no haya alguna otra pena accesoria, pues la Sharia debe ser aplicada íntegramente; y más aún en Darfur, dados los problemas que allí tenemos. Pero lo seguro es que usted no sería ejecutada ni mutilada, y que se ahorraría una larga estancia en nuestras prisiones. Que no son precisamente como las de su país, eso se lo aseguro…” . Para ganar tiempo, y además poder ser asesorada, asintió con la cabeza y dijo “En principio creo que es un buen trato, pero antes quiero hablar con mi embajada; y sobre todo con el abogado que me ha conseguido el señor Duran” ; lo que el coronel tradujo a los otros dos, obteniendo reacciones muy diferentes: el juez militar se puso en pie, dio un taconazo y salió. Pero el hombre del turbante se puso a discutir con Hamid, hasta que finalmente dijo algo muy solemne tras levantar un dedo admonitorio; ambos se pusieron de pie, se saludaron con la cabeza, y el juez se marchó tras mirar a Mar con cara enfurruñada.

“No hemos tenido mucha suerte con el juez del distrito, ¿sabe? Es de los más estrictos que hay en el país en materia de costumbres, y considera que las occidentales son todas unas desvergonzadas; en sus propias palabras, unas sucias pecadoras enviadas por Satán. En realidad ahora discutíamos eso; por más que le he insistido en que usted no está desnuda por gusto, sino porque la obligamos, me decía que la mejor prueba de que usted es una endemoniada es que no se avergüence de ello. Otra vez en sus palabras: ¿Cómo puede ser que no está acurrucada en el suelo, muerta de vergüenza y esforzándose en ocultar su cuerpo a nuestras miradas? Pero en fin, a él le interesa entrar en el trato; en su distrito los militares mandan muchísimo más que las autoridades civiles, y esto lo presentará como una victoria de Alá sobre las leyes seculares. Eso sí, puedo anticiparle que le aplicará algún castigo corporal, además del exilio; pero usted ya está acostumbrada a eso, ¿no? Y, si la alternativa es una pena de muchos años de prisión… En cualquier caso, piénselo; esta tarde la visitará el señor Duran, con el abogado, y podrá tomar una decisión bien informada” . De camino a su celda, Mar no estaba segura sobre si reír o llorar; parecía que por fin podría regresar a casa, pero por otro lado la mención a un castigo corporal le producía pavor. Sobre todo, pensó, lo que más miedo le daba era aquel juez; pero, como le indicó el coronel, resultaba imposible cambiarlo, pues era el que mandaba en el territorio donde ella había cometido su supuesto delito.

El resto de aquella mañana no recibió la visita de ningún soldado, y poco después de que le recogieran la bandeja de la comida, ya vacía, dos guardias la llevaron a un despacho de aquel mismo sótano, donde la esperaban Duran y un negro vestido muy elegantemente; el cual, al verla desnuda y encadenada, no pudo volver a apartar los ojos de su cuerpo. De hecho no dijo nada en casi todo el rato, e incluso a Duran se le olvidó presentárselo, enfrascado en sus explicaciones: “Un excelente trato, señorita; no sabe usted lo que ha costado conseguirlo. Confesará usted que no espiaba en beneficio de alguna potencia extranjera, sino porque es enemiga del Islam; el juez militar la entregará al de Kutum, y una vez que él sentencie podrá volver a casa” . Estaba tan contento que Mar hubo de insistirle, varias veces, hasta que al fin logró que preguntase al abogado qué castigos accesorios podía imponerle aquel juez; el otro habló durante un largo rato en árabe, mientras Duran le escuchaba atentamente -al parecer, también lo hablaba-, y al final el secretario le hizo un resumen: “Dice que lo único seguro, siendo usted mujer y Dhimmi -no musulmana- es un cierto número de azotes, en la plaza pública. Lo demás dependerá del juez, pues la Sharia deja a su criterio los castigos físicos que acompañan a la pena principal. Aunque debe advertirle de que, seguramente, la sentenciará con severidad; tanto porque es un juez muy estricto como, sobre todo, porque en el fondo la pena principal es, en su caso, más un favor que no otra cosa. El destierro es un castigo terrible para un musulmán; piense que puede incluso impedirle visitar La Meca. Pero para una infiel…” .

Una vez hubo acabado Duran de traducirle, el abogado se levantó, le tendió la mano y, cuando ella se la estrechó, salió de aquel despacho, dejando solos a los dos. Mar enseguida se dio cuenta de que aquello no era casual, sino algo preparado; pues el secretario se acercó a ella y, tras decirle que se pusiera en pie, le cogió una mano y empezó a farfullar lo que, para vergüenza de la chica, tenía todas las trazas de ser una declaración de amor. Así que, antes de que fuese a más, Mar cortó aquel absurdo discurso: “Señor Duran, ha sido usted muy bueno conmigo, y le agradezco mucho sus esfuerzos para que yo salga con bien de ésta. Es más, voy a seguir su consejo y firmaré la dichosa confesión; que sea lo que Dios, o mejor dicho el juez, quiera. Pero he de decirle que hace mucho que perdí la cuenta de los hombres que han abusado de mí; sin ánimo de exagerar puedo decirle que han sido, literalmente, centenares. Y puede que aún me falte mucho para cerrar definitivamente la cuenta. Así que, si lo que usted quiere es tener sexo conmigo, no hace falta que se ande con rodeos; es más, será para mí un honor hacerlo, por fin, con alguien que me lo pide, en vez de exigírmelo” . Acto seguido Mar apoyó sus nalgas desnudas en la mesa del despacho, y echando el cuerpo hacia atrás se tumbó boca arriba sobre la tabla; para luego levantar sus dos piernas al aire, y separarlas tanto como le permitía la cadena que conectaba sus dos tobillos. Ofreciendo así su sexo abierto al secretario, quien la miraba con cara de horror; tras unos breves instantes de inmovilidad, el hombre tuvo una reacción que Mar no se esperaba: dijo “No es eso, ¡créame!; eso no…” y, dándose la vuelta, corrió hasta la puerta del despacho, la abrió y salió de él.

VII

La mañana siguiente, a primera hora, firmó su confesión ante el coronel y un adul , o notario musulmán; lo que hizo aún desnuda y encadenada, pues como le dijo Hamid todavía era una presa terrorista. Provocando, por cierto, una situación hasta cómica, pues el notario no sabía a donde mirar para no posar sus ojos sobre aquella pecaminosa desnudez; acabó tan cubierto de sudor que grandes manchas aparecieron bajo sus dos sobacos, y al marcharse de allí tropezó con la alfombra, y por poco no cae de bruces… sobre Mar, o más exactamente sobre sus pechos. La chica tuvo que volver a su celda tras la firma, pero antes de que le trajesen la comida volvieron por ella; esta vez para llevarla hasta una especie de taller en el mismo edificio, donde un herrero cortó primero los candados que sujetaban sus cadenas -al parecer, nadie tenía las correspondientes llaves- y luego el collar y los cuatro grilletes. Esto último con mucha mayor dificultad, pues requirió de medidas para proteger su cuello, sus muñecas y sus tobillos. Pero finalmente Mar quedó liberada, después de tan largo tiempo, de sus cadenas; y no solo eso, sino que le entregaron una chilaba que, una vez pasada por su cabeza, la tapaba por completo, dejando solo a la vista, y únicamente cuando caminaba, sus pies desnudos. La chica se sentía extraña, tanto por estar vestida -después de pasar meses desnuda- como por tener los pies libres; durante un buen rato aún caminó con pasos muy cortos, y cada poco se rascaba por todo el cuerpo, pues la burda tela de aquella prenda le causaba picor.

Antes de subirla por última vez al despacho del coronel, sin embargo, aún faltaba un detalle: el guardia le hizo gestos para que pusiera las manos a la espalda y, una vez que ella obedeció, se las aprisionó con unas esposas. Pues, como le dijo Hamid al despedirse de ella, no debía olvidar que seguía siendo una prisionera; antes de eso, le confirmó oficialmente que la jurisdicción militar la entregaba a la ordinaria, y acto seguido ordenó que se la llevaran al patio, donde les esperaba una furgoneta desvencijada. En cuya parte trasera la hicieron subir; allí había otras tres personas, dos hombres y una mujer, también esposados a la espalda, y dos guardias armados con fusiles que los vigilaban. Mar se sentó junto a un guardia, y al poco el vehículo emprendió la marcha; que no duró más que una hora, pues les llevaron solo hasta el aeropuerto, donde los tres embarcaron en un viejo avión de hélice, que despegó tan pronto como hubieron subido a él y tuvieron puestos los cinturones de seguridad. El aparato no llevaba marcas, a parte de la matrícula, hacía un ruido infernal, y a juzgar por distintos rótulos que pudo ver en las paredes de la carlinga era un Antonov AN12 de origen ruso, construido en el año 1968. Iba cargado de cajas sujetas con redes, y tardó casi tres horas en llegar a destino; cuando aterrizó Mar pudo ver, por una ventanilla, el letrero que figuraba sobre la terminal del aeropuerto: El Fasher Airports.

Cuando bajaron del avión perdió de vista a sus dos otros acompañantes masculinos, pues el jeep que la esperaba las condujo directamente, a ella y la otra mujer, al tribunal de la ciudad. Donde al llegar les quitaron las esposas y las ingresaron en los calabozos, en los que tuvieron que esperar hasta el día siguiente; sin más que un pedazo de pan, y algo de agua, que les dieron para cenar. Un tiempo que Mar aprovechó para hablar con la otra detenida, usando el poco inglés que la mujer sabía y muchos gestos; se llamaba Amina, y estaba allí acusada de adulterio, lo que suponía su casi segura lapidación. Pero poco más pudo obtener de ella, y a la mañana siguiente a primera hora vinieron a buscarla; Mar, sin embargo, aun tuvo que esperar una hora más a que fuera su turno. Cuando la subieron al despacho del juez se encontró con el mismo hombre de la chilaba y el turbante que había discutido con el coronel Hamid; acompañado de otro vestido de forma más sencilla, quien dijo ser el intérprete. Y de inmediato se puso a su trabajo, traduciendo al inglés lo que el juez iba explicando: “A diferencia del caso anterior, en el de usted me veo constreñido por el pacto alcanzado; así que ya sabe que su pena principal será la de destierro. Pero le aseguro que lamentará haber venido a mi país a corromper a los buenos musulmanes; aún tengo que estudiar los precedentes, pero pienso imponerle un castigo que no olvidará jamás. Por el momento la llevarán a la prisión de Shallah, donde permanecerá hasta que se le notifique, y se ejecute, la sentencia que dictaré; durante este tiempo podrá ir haciéndose una idea de lo que le espera, pues he dado orden de que sea tratada como merece” . Cuando acabó tocó una campanilla que había sobre su mesa, y dos guardias entraron y se llevaron a Mar, tras ponerle otra vez las esposas pero ahora con las manos delante; esta vez, directamente a la prisión en un vehículo policial.

El complejo, de grandes dimensiones, estaba rodeado de un alto muro hecho de adobe, y lo formaban un elevado número de edificios construidos en el mismo material, más alguno de hormigón; el vehículo, una vez franqueada la puerta principal, fue a detenerse frente a las oficinas de la cárcel. En las que, y durante un largo rato, procedieron a registrar el ingreso de Mar, que esperaba pacientemente de pie frente a un mostrador; llenando un montón de papeles de los que le hicieron firmar a ella algunos. Aunque estaban en árabe, y por tanto no los entendía, se resignó a firmarlos para evitarse problemas; igual que, cuando le quitaron las esposas para tomarle las huellas digitales, se dejó hacer sin protestar. Pero, cuando uno de los guardias -todos ellos hombres jóvenes, unos negros y otros árabes, vistiendo un uniforme pardo y llevando una porra al cinto- la colocó frente a una cámara de fotos, contra una pared blanca, y le hizo gestos de que se quitase la chilaba, Mar cambió de actitud; mientras hacía que no con la cabeza, comenzó a explicarles en inglés que debajo no llevaba nada, y que no podía quitársela por eso. Los hombres comenzaron a reír, y uno de ellos le dijo, en un inglés muy elemental, “Orden del juez. Tu siempre desnuda, aquí en la cárcel” . Mar siguió protestando, diciéndoles que aquello era una violación de todos sus derechos, que se quejaría a la embajada, y que tuviesen un poco de decencia y compasión; pero cuando dos de los guardias sacaron las porras de su cinturón, y se dirigieron hacia ella, se dio cuenta de que resistirse era inútil. Así que, antes de que comenzasen a golpearla, sujetó con sus manos la chilaba que llevaba puesta, a la altura de su cintura, y de un solo tirón se la quitó por la cabeza.

La actitud de los hombres, una vez que se quedó desnuda frente a ellos, cambió por completo; mientras el que iba a hacerle las fotos la colocaba del modo que le pareció más adecuado, aprovechando para manosear su cuerpo tanto como quiso, los otros comenzaron a discutir entre ellos acaloradamente. El fotógrafo, que era el mismo que le había hablado en inglés poco antes, le dijo “Discuten porque el juez no ha dicho si podemos tener sexo contigo; unos dicen que si, porque no lo ha prohibido, otros que mejor preguntar antes” . Mar, mientras obedecía las órdenes de aquel hombre, muy ruborizada porque las poses que le hacía adoptar eran francamente obscenas, no dijo nada, pero en su fuero interno rogó porque ganasen los segundos. Y al parecer así fue, pues aparte de las manos del fotógrafo nadie más la tocó; aunque durante el resto de la sesión de fotos ninguno de los guardias se movió de la habitación, y por los gestos y exclamaciones que hacían estuvieron disfrutando muchísimo con el espectáculo. En particular cuando el fotógrafo hizo traer una silla, y la colocó sobre ella con las piernas dobladas y bien abiertas, poniendo los pies sobre el asiento, junto a sus nalgas, y separando sus rodillas tanto como pudo, para que no obstruyeran la visión de sus grandes pechos; los hombres, al verla así exhibida, no paraban de hacer comentarios, y gestos obscenos señalando hacia su sexo. Y cuando le ordenaron separar con sus propios dedos los labios mayores de la vulva, para fotografiarla con todo detalle, la obscenidad del gesto hizo que los mirones lanzasen grandes vítores.

Una vez que la sesión de fotos terminó dos de los guardias la cogieron por los antebrazos, y la sacaron de allí; así, completamente desnuda, tuvo que caminar entre los muchos presos, y guardias, que por la prisión circulaban, todos los cuales la miraban con sorpresa. Pero ninguno se acercó a tocarla, y finalmente llegaron al que iba a ser su encierro: una empalizada en el centro del patio principal, cuadrada y de tres metros de lado, rodeada de alambre de espino, que formaba una valla de como dos metros de altura. Y tenía un techo que parecía de hojalata, o de alguna otra chapa ligera. En ella había una sola abertura para acceder a su interior, debida a que aquella malla metálica aún no había sido clavada en uno de los cuatro postes que señalaban sus esquinas; los dos guardias la hicieron entrar al pequeño recinto por allí, y una vez Mar dentro procedieron a clavar el alambre de espino al poste. Con lo que el cuerpo desnudo de la chica quedó a la vista de todo el mundo, a través del alambre, pero separado de los demás por él; de hecho, a Mar le bastaba con alejarse un poco de los límites de su encierro para quedar fuera del alcance de las manos que los presos, y tal vez los guardias, pudieran introducir por los huecos de la alambrada. Pronto se dio cuenta, sin embargo, de que allí encerrada no tendría intimidad alguna, ni siquiera para hacer sus necesidades; y de que, por supuesto, si hacía frio no tendría protección. Ni acceso a agua, o a alimentos; aunque al poco de haberla encerrado uno de los guardias que la habían llevado hasta allí se acercó con un odre de agua y un pedazo de pan, y se los pasó por entre las aberturas del alambre de espino.

Durante los siguientes días Mar fue una testigo obligada de la vida de la prisión, desde su empalizada, mientras desarrollaba estrategias para evitar en lo posible las mayores humillaciones. Pues no podía, obviamente, ocultar su desnudez a las miradas de nadie, pero sí, por ejemplo, hacer sus necesidades cuando nadie, o casi nadie, la miraba. Es decir de noche, o a las horas de las comidas, momentos en que la afluencia de gente en aquel patio se reducía al máximo; hasta el punto de que, durante las horas nocturnas, nadie más que el guardia en la torre de vigía -situada a una veintena de metros- la observaba cuando defecaba en un rincón y luego, con las manos, hacía un hueco en la arena en el que enterraba su deposición. Y, para otras necesidades menores, aprovechaba esos mismos momentos; u otros en los que, aunque rodeada de gente, pudiera aliviarse con disimulo. Por ejemplo cuando, varias veces al día, uno de los guardias se acercaba a la empalizada con una manguera, y durante un buen rato la rociaba con agua fría; lo que sin duda hacían para evitar que se quemase con aquel tremendo sol. Ya que el tejadillo de su empalizada no la protegía por completo más que a mediodía, y además transmitía el tremendo calor que, con la radiación solar, se acumulaba sobre él. Aunque aquellas duchas eran, por otra parte, quizás de los momentos donde tenía más público contemplándola; pues las contorsiones de Mar, tanto por la fuerza del agua como porque trataba de que alcanzase las partes de su cuerpo desnudo que más necesitaban ser limpiadas, eran un espectáculo digno de ser presenciado.

De la misma forma, y aunque al principio no se atrevió a hacerlo, al cabo de unos días se rindió a las exigencias de aquel DIU que le habían implantado en el fuerte, y que la mantenía permanentemente excitada; tanto, que cada vez que se miraba los muslos los veía húmedos y brillantes, empapados en sus propias secreciones. En cuanto se hacía oscuro, y los presos dejaba de circular por el patio, Mar se sentaba en el suelo de espaldas al guardia de la torre, para evitar en lo posible sus miradas, y se masturbaba; al principio muy lentamente, acariciando los labios de su sexo con un dedo, que resbalaba sin dificultad gracias a la constante humedad en la que sus secreciones la mantenían. Pero al cabo de poco con mayor decisión, y para cuando introducía uno o dos dedos en su vagina, y comenzaba a frotar el interior de su sexo, ya se olvidaba por completo de intentar disimular; sus gemidos llegaban sin duda hasta el vigía, pues en más de una ocasión aquel hombre, después de que Mar hubiese alcanzado uno de sus muchos orgasmos, le había gritado alguna cosa en tono de burla; seguramente, pensaba la chica sonrojándose, lo que quiere es que me masturbe de cara a él, y no de espaldas, para poder disfrutar mejor del espectáculo. Y, aunque nunca llegó a colocarse de ese modo, sí que le ofrecía en ocasiones una visión más directa de sus genitales; pues Mar se masturbaba a veces estando de cuatro patas, como un animal, y con sus nalgas apuntando directamente a la torre de vigía.

VIII

Pero el peor rato que pasó en su jaula de alambre de espino, sin duda, fue cuando tuvo que presenciar la lapidación de Amina. Una mañana dos guardias vinieron, a primera hora, con un poste de madera corto y grueso, que tras excavar un hoyo -a escasos metros de la empalizada- enterraron casi por completo. En la parte superior tenía una argolla metálica empotrada, de la que salía una corta cadena que terminaba en un grillete; al que sujetaron un tobillo de la víctima una vez que, entre otros dos guardias, la trajeron de un edificio próximo hasta el lugar de su ejecución. Mar reconoció enseguida a la mujer con la que había volado hasta allí, y que le había acompañado en los calabozos del tribunal; solo que ahora tenía mucho peor aspecto, pues su cara se veía muy amoratada. Cuando, de un tirón, dos hombres le quitaron la chilaba que llevaba puesta, dejándola completamente desnuda, Mar no pudo reprimir su sorpresa; pues era evidente que no solo su cara había recibido golpes: todo su cuerpo estaba lleno de moratones, y un sospechoso brillo en el interior de los muslos le hizo sospechar, por experiencia propia, que los guardias habían abusado de ella a su antojo. Pues se veían muy húmedos, y era difícil pensar que la mujer, molida a golpes y a punto de ser lapidada, estuviese sexualmente excitada; de hecho la mirada de desesperación que dirigió a Mar, cuando la reconoció, parecía indicar justo lo contrario.

Enseguida comenzaron a llegar presos al lugar de la ejecución, hasta que allí se congregaron casi medio centenar. Y, cuando Mar se preguntaba qué iban a tirar a la pobre Amina, pues aquel suelo de arena no tenía más que unas pocas piedrecillas, se acercó hasta allí un pequeño volquete con motor, que descargó en el suelo, junto a los presos, un montón de piedras; todas ellas de tamaño parecido al de las patatas, unas mayores y otras algo más pequeñas. Los verdugos, sin embargo, no las cogieron aún; mientras algunos miraban el cuerpo desnudo y amoratado de Amina, y la mayoría desviaban sus miradas hacia el de Mar -igual de desnudo, pero mucho más esbelto y sano- un hombre con turbante apareció caminando, acompañado por un militar que llevaba en sus hombros aquellas mismas águilas que ya había visto en tantos otros. Los dos se dirigieron a donde estaba Amina, y mientras el militar comprobaba los moratones de su cuerpo -una simple excusa para manosearla a su antojo, claramente- el otro leyó un largo escrito, que Mar supuso sería la sentencia. Cuando acabó, Amina lloraba desconsolada; y al poco, a una orden del militar, los presos fueron hacia la pila de piedras, cogieron varias de ellas cada uno y, acercándose a la víctima hasta estar a unos tres o cuatro metros, comenzaron a apedrearla. Mar no pudo mirar más que los primeros minutos, pues el horror de aquel espectáculo era demasiado para ella; pero tuvo, al menos, el magro consuelo de ver como una de las piedras más grandes impactaba de lleno en la cabeza de la mujer, que cayó al suelo como un fardo, inconsciente. Lo que no evitó, por supuesto, que los presos siguieran apedreándola, durante casi una hora más; aunque ya hacía mucho que no la miraba, Mar siguió escuchando el ruido sordo que las piedras hacían al impactar contra el cuerpo desnudo de Amina, quien para su suerte hacía rato que había dejado de sufrir.

Dos días después le llegó el turno a Mar. De hecho, ella supo que algo iba a suceder mucho antes, pues los presos fueron congregándose alrededor de su empalizada a una hora inusual, justo después de la comida; un tiempo que, por lo común, destinaban a descansar en sus barracones, en vez de estar bajo aquel sol inclemente. Cuando, a juicio de la chica, casi todos los que había en la prisión estaban en el patio, disfrutando del espectáculo que les ofrecía su desnudez, llegó la misma comitiva de la lapidación; solo que esta vez el del turbante y el militar venían acompañados del hombre que le había hecho de intérprete de inglés en el tribunal. Los tres se situaron frente a la empalizada, y el del turbante comenzó a leer un largo documento, mientras el intérprete se lo iba traduciendo; al cabo de un rato Mar, muy a su pesar, empezó a perder el interés, pues aquello eran páginas y más páginas de glosas a Alá, enrevesadas formulaciones teológico-jurídicas y citas del Corán. Pero cuando el hombre dijo que había sido hallada culpable de Hirabah, y que por tan grave crimen debía ser desterrada, volvió a poner los cinco sentidos en lo que escuchaba; y, para su horror, escuchó perfectamente la continuación: “No place al Todopoderoso, cuyo nombre sea mil veces adorado, que un crimen así quede casi impune; y eso es lo que sucedería si, a una Dhimmi, le imponemos como única pena la de ser devuelta a su país de origen, sin antes expiar, de un modo que les sirva de escarmiento a ella y a todos los de su ralea, tan grande ofensa al único Dios verdadero” .

Mar empezó a asustarse al oír eso, pero a continuación el intérprete volvió a recitar interminables reflexiones teóricamente jurídicas, citando otros precedentes; así que, para cuando llegó la conclusión a todo ello, la pilló algo desprevenida: “Por lo tanto, considero conveniente que su Tazir no se limite a los cien azotes que, en estos casos, son habituales, sino que dicha cifra sea doblada; aunque, por consideración a su inferior condición como mujer, podrán serle administrados en dos sesiones, y con diferentes instrumentos. También será marcada al fuego con las palabras Allah Eazim, Alá es grande, para que nunca olvide la magnanimidad del Altísimo. Por último, y antes de entregarla a las autoridades para su repatriación, deberá procederse a su completa Tahoor; pues no place a Dios que obtenga satisfacción alguna, en el futuro, de su indecente y blasfema conducta” . Al oír eso, Mar quedó paralizada por el terror, y lo único que acertó a decir, mirando al intérprete, fue “¿Qué es la Tahoor?” ; aunque ya se temía la respuesta que iba a recibir. Y así era: “La circuncisión; en su caso, la absoluta. Es decir, le quitarán el clítoris y los labios mayores y menores de la vulva; dejándole luego, tan solo, una abertura para que pueda orinar y menstruar” . Incapaz de mantenerse en pie, Mar cayó sentada al suelo mientras oía las últimas palabras del intérprete, quien traducía el final del largo parlamento del hombre con el turbante: “Place al Único que la sentencia se ejecute de inmediato; por lo que mañana recibirá la condenada los primeros cien azotes. Tan pronto como los doctores la consideren apta, será marcada; luego recibirá su segunda mitad del Tazir. Y, la misma víspera de su destierro, la Tahoor completa” .

Las horas siguientes, hasta la madrugada, fueron las peores de toda su vida, y pasaron incluso más lentamente que de costumbre; y eso que, desde que la encerraron en aquella empalizada, a Mar el tiempo se le hacía eterno, pues en todo el día no tenía otras distracciones que las miradas lujuriosas, de los presos y de los guardias, a su cuerpo desnudo. Y la lapidación de Amina, por supuesto, pero eso no fue precisamente una distracción; todavía recordaba el sonido de las piedras impactando en aquella pobre desgraciada, y el terrible aspecto amoratado de su cadáver cuando, una vez concluida aquella salvaje ceremonia, desataron su tobillo del poste y se lo llevaron de allí. Pero aquella tarde, y la posterior noche, quien estaba en capilla era ella misma; aunque eran cosas que también la asustaban, y mucho, a Mar no le daban tanto miedo los doscientos azotes, pues alguno ya había recibido. Y sabía de lo mucho que dolían, pero también que con el tiempo el dolor desaparecía; no así las marcas, si eran muy brutales. Trataba de consolarse pensando que, con la marca al fuego, sucedería lo mismo; aunque el dolor sería sin duda muy intenso, al cabo de unos días desaparecería, y si la marca iba en un lugar poco visible no sería tan humillante. Pero lo de practicarle la ablación de su clítoris, y de su vulva, le producía auténtico pánico; y no solo por el terrible dolor, pues estaba segura de que no usarían ningún anestésico. Era, sobre todo, por sus consecuencias: quedar así mutilada para todo el resto de su vida. Cada vez que pensaba en ello, y lo hacía casi constantemente, las lágrimas volvían a sus ojos.

En tal condición contempló, a la salida del sol, como dos de los guardias preparaban su cadalso junto a la empalizada; en este caso, una gran cruz de San Andrés hecha con dos tablones de madera que sujetaron firmemente al suelo, y luego reforzaron con un tercer madero que la apuntalaba por su parte trasera. Cuando, usando clavos, sujetaron varias correas a los cuatro extremos de la cruz, así como otra más ancha en el punto donde los dos tablones se cruzaban, Mar comprendió enseguida cómo iban a sujetarla. Y así fue; pues tras desenganchar, de uno de los cuatro postes, el alambre de espino que la mantenía encerrada, uno de los guardias entró en su recinto, la cogió del pelo y la llevó, a rastras, hasta la cruz. Allí, entre él y su compañero la colocaron encima y de cara a ella, con los brazos y piernas extendidos a lo largo de los tablones; luego, con las cinco correas, le sujetaron muñecas, tobillos y cintura, dejándola allí inmovilizada. Mientras lo hacían, los presos -y muchos guardias- se habían ido congregando alrededor suyo, para presenciar el espectáculo; al poco apareció el intérprete, acompañado de otro hombre que, sin duda, tenía que ser el verdugo. Pues iba desnudo de cintura para arriba, y era un hombre  joven y muy musculoso; pero lo que delataba su condición era que llevaba en la mano una vara de madera larga de como un metro y medio, y de dos o tres centímetros de grosor, con la que daba unos golpes al aire. El intérprete, mientras el otro hacía silbar la vara, dijo a Mar “Los cien primeros serán en su espalda, de los hombros a las corvas; los segundos serán en su frente, de los muslos a los pechos” . Tras lo que se apartó a un lado, y la chica pudo ver, por encima de su hombro, como el verdugo lanzaba el primer golpe.

El impacto alcanzó justo el final de sus dos nalgas, en el punto donde comienzan los muslos; Mar tuvo la sensación de que el golpe le había cortado las dos piernas, pues el dolor era tan profundo e intenso que parecía el de una amputación sin anestesia. De inmediato dio un grito desgarrador, y comenzó a debatirse en su cruz; con lo que logró, además, lacerarse los pechos contra las astillas de aquellos tablones sin pulir. Y así seguía, gritando y debatiéndose, cuando el segundo golpe de vara cruzó sus dos nalgas por el centro; el público dio un alarido de satisfacción cuando la vara se hundió en ellas, dividiéndolas en dos mitades casi iguales y arrancando de Mar un nuevo alarido de dolor casi más animal que humano. Mientras en el lugar de ambos impactos se formaban dos estrías largas y gruesas, de intenso color rojo, el verdugo fue en busca de territorio virgen; así, el tercer impacto cruzó la espalda de la chica a media altura, y provocó que volviera a incrustar sus pechos contra la basta madera. El cuarto cayó en el centro de sus muslos; quinto y sexto volvieron a atravesar su espalda de lado a lado, uno un poco más arriba y el otro un poco más abajo del tercer golpe… Para cuando la vara regresó a las nalgas de Mar la chica ya casi no tenía voz para gritar, aunque no paraba de debatirse en sus ligaduras; por supuesto sin éxito alguno, pero así siguió al menos durante el primer cuarto del castigo. Pues el verdugo, cansado, hizo una pausa tras el vigésimo quinto azote; era difícil decir cual de los dos cuerpos estaba más sudado, si el de Mar o el de su torturador, pero lo seguro era que el único de los dos cuyo dorso estaba cubierto de gruesas estrías rojizas, ya virando a violáceas, era el de la chica. Y aún le faltaba recibir muchas más; cuando el verdugo, unos minutos después, reanudó el tormento Mar estaba semiinconsciente, así que en varias ocasiones tuvo que reanimarla, tirándole cada vez a la cara un cubo de agua fría para que no se ahorrase ni un solo instante de su terrible sufrimiento.

IX

Mar nunca llegó a saber que, tras azotarla, los guardias la dejaron en la cruz el resto de la mañana, y no la desataron hasta la pausa posterior a la comida. Pues volvió a perder el conocimiento durante los últimos compases de su castigo, y para cuando lo recuperó ya estaba tumbada, por supuesto boca abajo y completamente desnuda, en una litera de la enfermería. Lo primero que notó fue un dolor intenso, profundísimo, que recorría todo su cuerpo desde las corvas hasta los hombros; al terminar de despejar su mente observó que un hombre vestido con bata blanca estaba justo a su lado, untando una especie de pasta densa y oscura en sus heridas. Mar trató de hablar, pero lo único que salió de su garganta fue un gemido entrecortado; el hombre le sonrió, le hizo gesto de que callara y siguió con su tarea, hasta concluirla y marcharse. Pero regresó al poco, y dejó en el suelo, al lado de la camilla una bacina para que la chica hiciese sus necesidades; además de una botella con agua, en la misma mesita auxiliar donde depositó la crema. Cuando iba a volver a marcharse vio que Mar trataba de incorporarse, y la ayudó; entre gemidos lastimeros, pues los pinchazos de dolor la traspasaban por completo, logró levantar un poco el torso de la camilla, y así poder beber de la botella que aquel hombre le acercó a los labios. Tras lo que, con un débil hilo de voz, logró decir “Calmantes, por favor” en inglés; pero el hombre, aunque sonriendo, negó con la cabeza, y le contestó en el mismo idioma “Tienes que sufrir, es la ley; lo siento” .

Pasaron varios días hasta que Mar pudo por fin ponerse en pie, durante los cuales el hombre siguió untándole las heridas con aquella pomada; además de ayudarla a beber, a comer -de momento nada sólido, sólo sopas- y a hacer sus necesidades en la bacina. Para lo que se limitaba a ponerla bajo el vientre de Mar, la cual se dejaba ir en la misma postura de la que no lograba moverse; era algo extremadamente humillante pero sin duda inevitable, pues al no poder aún levantarse su única alternativa hubiese sido hacérselo encima. Así que la primera vez que, por supuesto con la ayuda del enfermero, logró ponerse en pie y orinar en dicha posición, sujetándole él la bacina entre sus piernas, le pareció un auténtico triunfo. Y cuando, unos días después, ya logró dar unos pasos sola por la habitación, se sintió muy feliz; aunque la primera vez que se vio capaz de usar el cuarto de baño anexo su alegría se cortó en seco. Pues el espejo le devolvió la terrible imagen de su espalda: desde los hombros hasta las corvas, un centenar de marcas anchas y oscuras recorrían su piel desnuda; algunas aun mostraban cicatrices donde la epidermis se había lacerado, y de tan profundas, parecían grabadas en relieve sobre su piel. Al verlas se puso a llorar, pero el enfermero, que por si acaso ella no se sostenía estaba allí a su lado, le dijo “Nunca se borrarán por completo, pero en un mes más ya casi no las verás, y en menos de ese tiempo cesarán tus dolores; has tenido mucha suerte, sabes, pues ningún azote lesionó tus riñones. Fíjate en que nunca, ni el primer día, has orinado sangre” .

Para cuando Mar ya era capaz de caminar por la habitación con cierta normalidad, el enfermero le anunció que iba a tener una visita; de Juan Duran, el secretario de la embajada, a quien sin embargo tendría que recibir como seguía estando. Esto es, desnuda. En eso el enfermero fue inflexible: “Primero por razones médicas, pues lo mejor es que tus heridas se sigan ventilando bien; hemos evitado las infecciones, pero aún no estás por completo fuera de peligro. Pero es que, además, tu sentencia nos obliga; por eso ya estabas desnuda en la empalizada. Hasta que no seas deportada nadie puede, como dice tu condena, “cubrir la desnudez con la que, en su maldad, la infiel quiso corromper a los buenos creyentes, ni tener con ella trato carnal alguno”. Así que lo siento” . A Mar le hacía tanta ilusión volver a ver al secretario que no le importó; de hecho, pensó, mientras era prisionera del coronel Hamid el hombre ya había tenido ocasión sobrada de contemplar sus encantos al desnudo, e incluso de tocarlos. Por lo que no vendría de otra vez; además, por razones obvias pasaba la mayor parte de su tiempo tumbada boca abajo, así que no iba a ofrecerle otra visión que la que tantos hombres habían tenido de ella en las playas. Aunque, claro, sin el mínimo tanga que allí solía llevar, y añadiendo las cien terribles marcas de vara que decoraban la parte posterior de su cuerpo.

Cuando el secretario entró en la habitación venía con expresión alegre, pero al ver las cicatrices de Mar cambió de cara por completo. Sin ni siquiera saludarla, comenzó a musitar “¡Pero qué animales, qué bestias! Hacerle esto a una pobre chica…” ; aunque, al indicarle ella con una sonrisa que se sentase en la silla que había justo a su lado, recuperó un poco el ánimo. Tras preguntarle por su estado, y escuchar -nuevamente con cara de horror- las explicaciones de la chica sobre lo sucedido desde la última vez que se habían visto, comenzó él con sus novedades: “Le traigo excelentes noticias. Su abogado presentó recurso contra la sentencia, solicitando la suspensión cautelar de su ejecución; algo que, por lo general, siempre se deniega. Pero esta vez hemos hecho toda la presión posible desde nuestra embajada; ¿se acuerda de aquel acuerdo de cooperación que le dije que estaba en trámite? Pues seguro que eso ayudó un poco, porque el tribunal ha admitido la petición. Desgraciadamente una vez que usted ya había recibido la primera parte de la Tazir -el castigo accesorio que el juez le impuso-, pero el resto ha quedado en suspenso hasta que el tribunal resuelva su recurso” . Mar, que escuchaba las palabras de Duran con enorme atención y creciente interés, se dio perfecta cuenta de que el hombre había llevado una mano a su nalga izquierda, y estaba acariciándola distraídamente mientras le hablaba; de hecho, para cuando hizo una pausa tras anunciarle la suspensión aquella mano ya había alcanzado la juntura entre ambas nalgas, y seguía avanzando hacia abajo. Pero a Mar no le molestó, en absoluto; desde que la secuestraron, el secretario era el único hombre que había sido amable con ella, y sin duda merecía ser bien tratado. Así que, sin perder la sonrisa, separó un poco las piernas para facilitarle la incursión; y mientras la mano de él avanzaba, ya más decidida, hacia su sexo le preguntó cuánto calculaba que tardaría la sentencia de apelación.

“Será muy rápida, se lo aseguro; no sé si la presión de la embajada va a influir en el contenido del fallo, pero lo que seguro hará es acelerarlo; tienen unas ganas locas de acabar con este asunto, pues le está haciendo un gran daño a su imagen. Y necesitan el dinero del acuerdo de cooperación cuanto antes…” . Para entonces la mano de Duran la estaba masturbando de manera descarada; mientras con el pulgar le frotaba el clítoris, arriba y abajo, dos de sus dedos la habían penetrado, encontrándola tan húmeda que se deslizaron dentro de su vagina con facilidad. Por primera vez en muchos días los gemidos de Mar no eran de dolor, sino de excitación, y no tardó más que cuatro o cinco minutos en alcanzar un orgasmo; cuando sus espasmos cesaron el secretario fue a retirar la mano de su vulva, pero la voz de la chica le contuvo: “¡Más, por favor; no pare, se lo ruego! ¡No sabe cuánto lo necesito!” . Así que él continuó con la masturbación, y al poco logró llevarla a un segundo orgasmo; esta vez fue mucho más largo e intenso, y arrancó de Mar un grito, más que un gemido, de intensa satisfacción. Tan fuerte fue que provocó la entrada del enfermero en la habitación, seguramente sorprendido al oírla; al ver dónde estaba la mano del secretario se sonrojó, como si fuese él quien estuviera masturbándola, y se limitó a decir en inglés “Ya le dije que tiene usted prohibido trato carnal alguno. Así que por favor váyase ya, señor secretario; yo haré como que no he visto nada, pues si denuncio lo sucedido el juez aumentará su castigo” . Duran, ahora también muy ruborizado, farfulló unas breves frases de disculpa, dijo a Mar que volvería en cuanto tuviese más noticias, y se marchó apresuradamente.

Regresó exactamente dos semanas después; un tiempo que Mar pasó en la habitación, recuperándose hasta el punto de que ya lograba, incluso, sentarse en la silla, sin que las cicatrices de sus nalgas le mandasen más que un recordatorio en forma de pinchazo. Esta vez el enfermero, para evitar que sucediera lo mismo que en la primera ocasión, se quedó allí durante toda la entrevista; aunque, como no hablaba español, no intervino en ella para nada. El secretario estaba aún más animado que en la visita anterior, y tan pronto como cruzaron algunas frases de cortesía le soltó “Ha sido un triunfo casi completo. El tribunal de apelación ha reconocido que no había razón válida para duplicar el número de azotes; y, sobre todo, que aplicar la Tahoor a una Dhimmi resulta contrario a los principios coránicos” . Mar notaba que las lágrimas bajaban por sus mejillas, aunque esta vez eran de felicidad, y cuando el hombre le confirmó que no iban a azotarla más, ni a circuncidarla, empezó a reír de una forma casi histérica. Pero de pronto detuvo su risa, y le preguntó “¿Y la marca al fuego? Sobre eso no me ha dicho usted nada…” ; por la cara que puso Duran supo de inmediato que, respecto de aquello, no había tenido suerte. Así era; el hombre carraspeó, y le dijo “Ha sido imposible cancelar eso. Pero algo hemos logrado: el juez se la quería poner en la frente, para que todo el mundo la viera; su abogado, con dos espléndidos argumentos que han convencido al tribunal, ha logrado que vaya a ser en su vientre: el primero, que donde usted vive muy poca gente lee el árabe, lo que hace inútil aquel propósito. El segundo que, poniéndosela sobre su sexo, todo hombre que tenga con usted trato carnal habrá de verla. Fíjese si les gustó el argumento que el presidente del tribunal lo completó, diciendo en voz alta mientras sonreía: y, si no la entiende, ya hará él por averiguar qué significa” .

X

A la mañana siguiente a la visita de Duran un militar, llevando galones de coronel -Mar los reconoció por ser los mismos que llevaba Hamid, águila y dos estrellas-, entró en la habitación; en aquel momento ella estaba haciendo gimnasia, y la primera imagen que tuvo del hombre fue cabeza abajo, y por entre sus piernas. Pues estaba doblada hacia delante, con la cabeza casi entre sus rodillas; con lo que recibió a su visitante, por así decirlo, con un primer plano de su sexo abierto y de su ano. El coronel no se inmutó en absoluto, pero le dijo algo al enfermero, quien entró detrás de él en actitud solícita; ambos empezaron una discusión, que el primero zanjó dando un fuerte grito. Al oírlo, el enfermero se cuadró y saludó militarmente; el coronel le devolvió el saludo y, tras mirar a Mar con desprecio, salió de la habitación. El otro abandonó su postura marcial tan pronto se quedaron solos, y con cara triste le dijo a Mar “He intentado retrasarlo, alegando que aún te estabas recuperando de los azotes; pero lo que estabas haciendo cuando él ha entrado aquí no me ha ayudado precisamente a convencerlo. Así que mañana te marcarán; será otra vez en el patio, en la misma estructura donde te dieron los azotes. En cuanto acaben me dejarán que te haga una primera cura, pero habrá de ser muy breve: limpieza, y un apósito. Pues de inmediato te llevarán al aeropuerto, y te entregarán a tu gobierno; según me ha dicho el coronel ya lo han hablado con la embajada, y un avión medicalizado estará allí, esperando para llevarte de vuelta a España. Ahora descansa, y no te preocupes; será un dolor muy intenso, eso tenlo por seguro, pero en cuanto subas al avión te inyectarán calmantes. Y la marca que te quede puede eliminarse, casi por completo, mediante cirugía plástica…” .

Tal como le indicaron sucedió. A la mañana siguiente, con la primera luz del día, dos soldados vinieron a buscarla a la enfermería, y se la llevaron al patio a rastras; cogiéndola por los antebrazos y, por supuesto, sin cubrir con nada su desnudez. Mar vio enseguida que la cruz de San Andrés en la que la habían azotado seguía en el mismo lugar, solo que ahora tenía fijadas muchas más correas a lo largo de los dos tablones cruzados; prácticamente había una cada veinte o veinticinco centímetros. Los soldados la colocaron con la espalda sobre la cruz, y cuando lo hicieron Mar notó que su pelvis quedaba avanzada hacia el frente; al mirar vio que, en la zona donde sus nalgas se apoyaban en la juntura entre ambas tablas, habían clavado una segunda pieza de madera, gruesa de unos siete u ocho centímetros, que era la que la obligaba a aquella incómoda postura. Aunque sin duda, pensó, muy práctica para lo que van a hacerme; pues una vez la inmovilizaron con todas aquellas correas el vientre le quedó expuesto y avanzado, perfectamente ofrecido para su marca. Mientras los presos se iban congregando a su alrededor, unos de los guardias fue a buscar un equipo de afeitar completo; y, tras enjabonar con cuidado toda la zona pélvica de Mar, desde los labios mayores de la vulva hasta el ombligo, se dedicó a rasurarla a fondo con una navaja afilada, eliminando así el escaso -y a la práctica casi invisible- vello que allí pudiese tener. Una vez que consideró completada su tarea, el hombre frotó con un líquido que olía a alcohol el área que había rasurado, y se marchó con sus utensilios.

De camino se cruzó con la comitiva que iba a ejecutar el castigo; en la que Mar pudo ver, además del sempiterno intérprete y del coronel que el día antes le había anunciado su inminencia, a otras tres personas: una era el juez que la había condenado, llevando su inconfundible turbante negro. Otro era un soldado; traía en una mano un soplete portátil, de esos que llevan un pequeño depósito de gas debajo, y en la otra el que parecía ser el hierro de marcar: con un corto mango metálico, y terminado en una empuñadura hecha en madera, su parte frontal mostraba una inscripción en relieve, en los típicos y ondulantes caracteres de la lengua árabe. A Mar, que no podía dejar de mirarla, le pareció que la marca no era de grandes dimensiones, menos de dos centímetros de altura por una longitud total que no superaría los ocho; pero en cualquier caso su visión le provocó auténtico terror, y comenzó a gemir y suplicarles que no lo hicieran. Aunque no a debatirse en sus ligaduras, pues aquellas correas -más de una veintena, y a poca distancia una de otra- la mantenían perfectamente inmovilizada. Unas súplicas que pasaron a ser gritos de horror cuando el soldado encendió el soplete, y con su llama azul intensa comenzó a calentar la marca; el silbido ominoso del gas, unido al color rojo brillante que la marca iba tomando al contacto con el chorro incandescente, llevaron a Mar a un estado muy próximo al ataque de histeria.

El tercer hombre de la comitiva era Duran, el secretario de la embajada, quien la miraba con una expresión entre lastimera y lasciva; no apartaba sus ojos del cuerpo desnudo de la chica, y cuando Mar comenzó a suplicar, y luego a chillar de terror, se acercó al juez y le dijo alguna cosa. Pero lo único que logró fue que el hombre moviese la cabeza, negándose a lo que fuera que le solicitaba. Poco después de eso comenzó un discurso que el intérprete fue traduciendo, aunque Mar le prestó poca o ninguna atención; todos sus sentidos estaban concentrados en el soplete, concretamente en la llama azul y la marca al rojo vivo, así que le escuchó como si la cosa no fuera con ella. “El tribunal de apelación ha confirmado la necesidad de marcar a la condenada, para que por siempre jamás quede sobre su piel el testimonio de su perversión. Y de hacerlo junto al lugar por donde pecó y pecará, mediante una advertencia, sacada del mismísimo Corán, para cualquiera que en el futuro pueda verse arrastrado a la perdición por esta mujer: An-Nur 24:31, abstente de cometer obscenidades. Que el verdugo ejecute el castigo” . Al oírle, el soldado apagó el soplete, lo dejó en el suelo y se acercó a Mar, llevando en la mano la marca al rojo vivo; sin hacer caso a sus gritos la apoyó en el vientre de la chica, un par de centímetros más arriba de la juntura entre los labios mayores de su sexo. Y allí la dejó unos segundos, mientras un olor de carne quemada impregnaba el aire; luego la retiró con todo cuidado, recogió el soplete y se marchó.

Los aullidos de dolor de la chica, mientras aquel hierro al rojo perforaba las distintas capas de la piel de su vientre hasta llegar a la dermis, fueron tan desgarradores que lograron que se hiciera el silencio en el patio; pese a que allí se habían congregado al menos un centenar de presos y guardias, a todos les impresionó el terrible sufrimiento de Mar. La cual, para cuando el soldado retiró el hierro candente de su pubis, estaba al borde de la inconsciencia; todo su cuerpo estaba en máxima tensión, y se había cubierto de una fina capa de sudor. Se sentía además muy mareada, pues la profunda quemadura mandaba constantes pinchazos de dolor a todos los rincones de su cuerpo; así que casi no se dio cuenta de lo que le sucedía cuando, tras bajarla de aquella cruz, la llevaron -otra vez entre dos soldados, y a rastras- hasta la enfermería, donde la tumbaron boca arriba sobre una camilla. Para cuando recobró un poco sus facultades el enfermero estaba desinfectándole la herida con una gasa mojada en algo; el dolor seguía siendo intensísimo, y Mar le pidió que le diese un calmante. Pero el hombre negó con la cabeza, sin dejar de sonreírle; cuando le dijo en inglés “Ya sabes que no puedo” Mar se percató de que Duran estaba también en aquella habitación, pues escuchó como le decía al enfermero que tuviese piedad de ella. Sin ningún éxito, por supuesto; una vez que el hombre terminó de limpiar la herida, y colocó un pequeño apósito estéril sobre ella, los dos soldados la levantaron con brusquedad y se la llevaron.

Mientras la arrastraban hacia un jeep, aparcado allí enfrente, Mar pudo ver como los presos la miraban con admiración, y en silencio; por un momento pensó, con cierta satisfacción, que aquellas miradas eran más un tributo a su valor que a la visión de su cuerpo desnudo, y se sintió extrañamente orgullosa. Era un vehículo descubierto, y los soldados la sentaron en la parte de atrás; de inmediato arrancaron, y se dirigieron hacia el mismo aeropuerto de El Fasher al que había llegado desde Khartoum. Por el camino la gente la miraba con gran  sorpresa, pues una mujer desnuda era allí algo por completo inaudito, y más tratándose de una occidental; pero a Mar poco le importaba, pues todos sus sentidos estaban aún concentrados en el dolor que irradiaba de su vientre. Al llegar a la terminal el jeep no se detuvo, sino que accedió directamente a la rampa a través de una puerta lateral; finalmente frenó frente a un avión blanco, del tamaño de los jets ejecutivos, en cuya puerta la esperaba Duran junto con un enfermero -o quizás un médico- con bata blanca. El secretario, después de firmar el montón de papeles que le pusieron delante los soldados, le alargó una mano y la ayudó a bajar del vehículo; entre él y el hombre de la bata blanca la llevaron con cuidado al interior del avión, donde la tumbaron sobre una camilla y la conectaron, a través de un gotero, a una bolsa con suero que colgaba a su lado de un soporte.

Además del suero, la bolsa contenía un fuerte calmante, que hizo que en pocos minutos el terrible dolor que Mar sentía se fuese transformando en un mero pinchazo; doloroso también, pero mucho más tolerable. Para cuando el avión comenzó a moverse, la chica se dio cuenta de que Duran estaba justo a su lado; primero cubrió su desnudez con una sábana, y luego le colocó, con gran cuidado y cruzando sus pechos, un arnés de seguridad para el despegue. Después él se sentó en una butaca junto a la litera, y le dijo “Ya ha pasado todo. En unos minutos volaremos hacia Málaga, y pronto todo esto no será más que una pesadilla. No se preocupe por la marca, por cierto; además de que la puede quitar con cirugía, logramos que se la pusieran en un lugar donde le será fácil ocultarla. Con dejar que crezca de nuevo el vello púbico… Además, y si me lo permite, estoy seguro de que una vez cicatrizada le va a quedar muy estética; para mí, incluso muy atractiva” . Mar le sonrió, y mientras el avión ganaba velocidad tomó la mano de Duran, que él había dejado apoyada sobre el borde de la camilla; luego la llevó hasta su pecho, por debajo de la sábana que cubría su desnudez, y la colocó justo sobre su seno derecho. El secretario comenzó a acariciárselo con mucha delicadeza; y Mar, sonriendo aún más abiertamente, le dijo en voz muy baja “Cuando esté recuperada, le prometo que sabré recompensar todo lo que ha hecho por mí. Y estoy segura de que será, para los dos, una recompensa muy agradable” .