Historia de Mar, 1ª Parte - El Fuerte del Desierto

Una de mis lectoras, Mar, protagoniza este relato; en el que una chica que hace de modelo fotográfica es secuestrada en su ciudad andaluza, y llevada a una escuela de esclavas en pleno desierto del Sáhara.

HISTORIA DE MAR, 1ª PARTE: EL FUERTE DEL DESIERTO

Por Alcagrx

I

Cuando recibió aquel correo su primer pensamiento fue mandarlo a la papelera, y olvidarse de él. Aunque hacía ya tiempo que, para complementar sus escasos ingresos, trabajaba como modelo de fotografía, hasta entonces nunca había posado desnuda; como máximo algún topless, y siempre de un modo artístico, que sugiriese más que no enseñase. Pero aquel tal Ramón, que se presentaba como amigo de uno de sus fotógrafos más habituales, le decía claramente lo que necesitaba: “una chica guapa y joven sin complejos, a quien no le importe ser fotografiada desnuda y al aire libre”; poca duda cabía, pues, sobre el tipo de fotografías que Ramón pensaba hacerle. Sin embargo, un detalle hizo que se lo pensara dos veces antes de borrar el mensaje: el dinero, pues la oferta eran mil euros “por una tarde de trabajo”. Una cifra que, con sus clientes de costumbre, tardaba mucho tiempo en reunir. Durante todo el resto del día estuvo dándole vueltas, pues lo cierto era que, aunque le gustaba mucho posar, era bastante pudorosa; de hecho lo de posar para la cámara le gustaba, además de por el dinero, por la sensación de autoafirmación que la atención del fotógrafo le proporcionaba. Pues, durante el rato en que era el objetivo de una cámara, se sentía un poco como si fuera el centro del mundo; era algo que los fotógrafos habían notado, pues muchos le decían aquello tan sobado de que “se nota que a la cámara le gustas” . Pero una cosa eran las fotos en bikini, o incluso enseñando de perfil un pecho, y otra hacer desnudos; no paraba de pensar que no sería capaz, que le daría demasiada vergüenza. Y que vete a saber en qué manos acabarán las fotos. Pero, por otra parte, la idea le resultaba muy excitante; sobre todo, pensaba, si el tal Ramón resulta ser un chico guapo y joven, que me guste.

Finalmente se decidió, y después de cenar contestó aquel mensaje. No tardó ni cinco minutos en recibir otro, en el que Ramón le preguntaba si estaría libre al día siguiente por la tarde; un poco sorprendida por las prisas, reflexionó un tiempo antes de contestarle un escueto “Sí”, y al instante recibió una cita: a las cuatro de la tarde siguiente en una popular esquina del centro de la ciudad: “Yo pasaré a recogerte en mi coche, pues vamos a hacer las fotos a la sierra. No te preocupes, te reconoceré; he visto las fotos que nuestro común amigo te hizo” . Aquella noche le costó dormirse, pues estaba muy nerviosa; al menos media docena de veces estuvo a punto de levantarse y mandar un mensaje cancelando la cita, aunque fuese en plena madrugada. Pero al final no lo hizo: tanto los mil euros como la excitación que le producía pensar en lo que iba a hacer pudieron más. Hasta el punto de que, notándose muy mojada, aprovechó que no tenía sueño para masturbarse; como ella decía, “hacerse un dedo”, con el que llegó a un agradable orgasmo. Mientras se imaginaba corriendo desnuda por la sierra; seguida por una multitud de hombres, armados con cámaras de fotos, que nunca llegaban a atraparla

Por la mañana se levantó tarde, desayunó y, antes de ducharse, repasó con todo cuidado el vello de su pubis, que llevaba muy bien recortado; lo que de nuevo la excitó, por el mero hecho de pensar que, en unas pocas horas, iba a estar exhibiéndolo ante un desconocido. Luego depiló con todo cuidado sus piernas y sus axilas, eliminando cualquier resto de vello; y comprobó que en sus pezones y areolas no hubiese pelos, pues resultaban poco estéticos. Tras la ducha, y una vez bien seca, ensayó desnuda varias poses ante el espejo de cuerpo entero, y luego se vistió: como el otoño acababa de empezar aún hacía mucho calor, así que optó por una camiseta ajustada y un short; eso sí, como ropa interior eligió el conjunto de sujetador y braguita más bonito que tenía, y se calzó unas sandalias con algo de tacón, que aún hacían sus piernas más largas y esbeltas. Se maquilló muy poco, lo justo para realzar sus hermosos ojos marrón oscuro y destacar los labios; y por último cepilló su larga melena cobriza, que la tarde anterior había lavado con esmero, hasta que la notó bien suelta. Para hacer tiempo fue a dar un paseo por el barrio, y luego comió algo temprano, pues no quería ir a la cita en plena digestión.

Con lo que le sobró rato; y, nerviosa como estaba, un cuarto de hora largo antes de las cuatro ya estaba esperando en el lugar convenido, agarrada a su bolso como si fuera la tabla de salvación de un naufragio. Esperó, claro, hasta que fueron las cuatro en punto; a esa hora exacta un BMW descapotable, conducido por un chico guapo y joven, se detuvo justo a su lado. El conductor la miró sonriente, y solo le dijo “Buenas tardes, Mar; estás muy guapa. Sube, que tenemos bastante camino; y a partir de las siete y media la luz ya no es suficiente como para sacar buenas fotos” . Ella también sonrió, aunque estaba hecha un manojo de nervios, y luego montó en el asiento del copiloto; durante un buen rato él condujo en silencio, alejándose de la costa, y ella tampoco dijo nada, sobre todo por no saber bien qué decirle. Al final fue Ramón quien trató de romper el hielo: “Es tu primera vez, verdad? Se nota; pero no te preocupes, ya verás como es igual de fácil que posar con ropa” ; pero el efecto de este comentario en Mar no fue el que seguramente él pretendía, pues se dio cuenta de que a ella la molestó un poco, como si dudase de su profesionalidad. Así que Ramón se calló, y siguió conduciendo; aunque Mar se dio cuenta de que la mirada de él se iba a menudo hacia sus piernas desnudas.

Más o menos una hora después de haberse encontrado llegaron al lugar que él había elegido. Era un rincón de la sierra muy hermoso, un claro entre las lomas cubiertas de pinos, muy solitario; de hecho, desde que se desviaron a un camino vecinal que se apartaba de la estrecha carretera, unos diez kilómetros más atrás, no habían visto a nadie. Y ni por la carretera vecinal, ni después en el camino, se habían cruzado con ningún otro coche. Ramón detuvo el vehículo bajo un árbol, en un costado de aquel claro, y tras bajarse abrió el maletero y comenzó a sacar su equipo de fotografía; aunque de pronto pareció recordar algo, y detuvo lo que estaba haciendo. Entonces cogió del maletero una bata roja muy corta, como de seda, y rodeando el vehículo se acercó a la puerta del pasajero; entregó la prenda a Mar, y le dijo “Puedes desnudarte aquí dentro. Cuando estés ponte esta bata y baja del coche, yo mientras voy montando la cámara. No tardes, eh!” . Ella, al oírle, se ruborizó un poco, pero hizo lo que le decía; mientras pensaba que quizás sería mejor que, antes de empezar, le exigiera sus honorarios. Pero no se vio capaz de reclamarlos entonces, pues estaba como en piloto automático; así que primero se quitó la camiseta y el sujetador, luego se puso rápidamente la bata y, ya protegida por ella, se quitó el short y las braguitas. Dejó toda la ropa en el asiento de atrás y, con unas manos algo temblorosas, que delataban sus nervios, abrió la puerta y se apeó del vehículo; justo en el momento en que él cerraba el maletero.

Lo primero que notó fue que llevar aquella bata, una vez estando de pie, era casi peor que estar desnuda. Quizás era porque Mar era bastante alta, más de un metro setenta, pero lo cierto era que la tela se acababa justo al final de sus nalgas, y por delante apenas le cubría el sexo; además de que no podía cruzársela, pues tenía la anchura justa para rodear su cuerpo, y no llevaba ni cinturón, ni botones con que sujetarla. Aunque enseguida pensó “Total, qué más da; para el poco tiempo que la voy a llevar puesta…”. Al ver que ya estaba lista Ramón, sonriendo, le indicó el primer lugar donde debía colocarse, justo frente al tronco de un árbol, y le dijo “Dame la bata” . Había llegado el temido momento, y Mar pensó que lo mejor era superarlo cuanto antes; así que, sin darle más vueltas, se quitó la bata de un tirón y se la entregó, quedándose completamente desnuda frente a él. Y, claro, bastante ruborizada. En aquel preciso momento pensó que algo no le cuadraba, porque tuvo la sensación de que aquel chico la contemplaba de un modo muy distinto a como lo hacían los fotógrafos profesionales con los que había trabajado hasta entonces. De hecho, pensó, este tío me está mirando como lo haría cualquier hombre frente a una mujer desnuda y hermosa: con deseo. Pero él enseguida comenzó a darle instrucciones, y ella descartó el pensamiento, achacándolo a su estado de nerviosismo; aunque algunos comentarios que, poco después y en tono de broma, Ramón hizo sobre su bien recortado vello púbico le provocaron más dudas aún.

Durante la siguiente hora Ramón le hizo fotos en todos los rincones de aquel claro, y en las más diversas posturas; al principio poco obscenas, pero conforme ella se iba soltando -algo que siempre le sucedía en las sesiones de fotos- él cada vez le pedía que enseñase más el sexo, hasta hacer que se espatarrase por completo. Mar pensaba que aquello no era lo que ella quería, pero no terminaba de atreverse a decir que no; entre otras razones porque aún no había cobrado, y temía que él, si se negaba a adoptar las poses que le iba diciendo, se negase a pagarle el dinero convenido. Así que siguió haciendo exactamente lo que él le decía hasta que Ramón comentó que tocaba hacer un descanso. De nuevo se llevó una sorpresa, pues el chico no le alargó la bata; de hecho, Mar se dio cuenta de que la prenda no estaba en ningún sitio donde pudiera verla, así que se limitó a sentarse en una roca próxima, y a cubrir como pudo sus senos, y su sexo, con los brazos y las piernas. Y por fin reunió las fuerzas suficientes para empezar a quejarse: “Oye, pásame la bata, por favor. Y, por cierto, no me has pagado todavía; ¿cuándo piensas hacerlo?” . Ramón se rio, e ignorando por completo la primera petición sacó de su bolsillo un sobre grueso y le dijo “Aquí está tu dinero, no te preocupes por eso. Si quieres te lo doy ya, pero así desnuda no sé dónde ibas a meterlo… Mejor te lo guardo yo, y al final te lo entrego, ¿no? Y ahora por favor levántate y acércate a aquel árbol; sí, el que tiene una rama horizontal a un par de metros del suelo. Vamos a comenzar con la segunda parte de la sesión: las fotos de bondage” .

Al oír eso la cara de Mar cambió por completo, y bastante enfadada le dijo “No me habías dicho nada sobre eso; es más, he de decirte que tu actitud en general me parece muy poco profesional. Y esto ya es el colmo, vamos. No pienso hacerlo; hazme las fotos que quieras, me has contratado para toda la tarde, pero nada de atarme. Solo desnudos, y ya hago más de lo que debiera al aceptar según qué poses que me pides; yo hago desnudo artístico, no porno” . De nuevo no logró otra cosa que hacer reír a aquel hombre, algo que aún la hizo enfadar más; pero lo que Ramón hizo a continuación la desconcertó mucho, hasta el punto de hacer que olvidase por un momento su indignación: se acercó a ella, llevando el sobre en la mano, y lo abrió frente a su cara. Mar pudo ver al instante que allí había un gran fajo de billetes de cien; de hecho, era obvio que el sobre contenía mucho más de los mil euros que le había prometido. Mientras los miraba, Ramón le dijo muy sonriente “Mujer, no te pongas así. No te lo había dicho antes porque temía que te negases a venir, pero lo que mi cliente quiere sobre todo son esas fotos de bondage, precisamente ésas. Serán la mar de sencillas, y no sufrirás ningún daño; solo voy a esposarte las manos pasando las esposas por encima de la rama del árbol, de forma que quedes como si colgases de ella. Luego pones cara de miedo, hacemos unas cuantas fotos, tú coges el sobre y asunto acabado. Por cierto, ahí dentro hay dos mil quinientos euros…” .

Aunque seguía enfadada, Mar empezó a pensar en todo lo que podía hacer con aquel dinero; y entonces cometió el mayor error de su vida: se levantó, con cara de fastidio, y caminó hasta debajo de aquella rama, tapando como podía su desnudo trasero con las manos. Una vez llegó extendió ambos brazos hasta que, de puntillas, logró rodear la rama con los dedos; y se quedó esperando a que Ramón se acercase a esposarla. Lo que él hizo de inmediato y con gran facilidad; tanto por su elevada estatura como porque ya llevaba las esposas, preparadas, en el mismo bolsillo de su pantalón del que había sacado el sobre del dinero. A partir de que le hubo colocado las esposas, sin embargo, la actitud de Ramón cambió. Primero le quitó las sandalias, para sorpresa de Mar y sin hacer el menor caso a sus quejas en el sentido de que se diese prisa; pues tan pronto como estuvo esposada se dio cuenta de lo incómodo de la postura, y del dolor que aquellas esposas provocaban en sus muñecas, sobre todo si -una vez descalza- dejaba de estar de puntillas. Luego se marchó al coche, llevándose las sandalias, y volvió con un objeto que Mar identificó como una mordaza; de aquellas que llevan en su interior una especie de consolador, corto y ancho, que llena la boca amordazada. Al verla, ella se puso a decirle “No, ni pensarlo. Eso ni lo sueñes…” , pero su discurso fue interrumpido por la mano de Ramón. Ya que aquel hombre, cogiendo su pezón derecho entre dos dedos, comenzó a apretárselo hasta que Mar gritó, más que dijo, “Para, para, que me haces daño!” . Entonces él le dijo, con cara muy seria, “Abre la boca y te suelto el pezón” ; y, cuando Mar obedeció, le metió aquella mordaza en la boca, hasta el fondo, y luego la sujetó con la correa que tenía.

Pero lo peor aún no había sucedido: una vez amordazada, Ramón se dedicó a recorrer con sus manos el cuerpo de Mar, sobando primero con todo detenimiento sus pechos, y luego sus nalgas. Como ella, aunque amordazada, no cesaba de gritar y de agitarse, el hombre le dio un fuerte puñetazo en el vientre; lo que al momento la dejó sin aire, y a la vez aquietó los movimientos convulsos de su cuerpo desnudo. Entonces Ramón dirigió su atenciones al sexo de la chica: primero frotó y pellizcó con sus dedos el clítoris y los labios de la vulva, y luego los introdujo en su vagina; comenzando con suavidad y luego, progresivamente, penetrándola cada vez con una mayor violencia. Hasta que logró arrancarle gemidos de dolor, pues le estaba haciendo daño. Finalmente, cuando se cansó de magrearla hizo algo que Mar no esperaba: no solo no le hizo foto alguna en aquella postura, sino que recogió todos sus bártulos y los metió en el maletero del coche junto con la ropa, las sandalias y el bolso de ella, del que sacó y de inmediato apagó su móvil; para, después de decirle “Que tengas mucha suerte en tu nueva vida, Mar” , subir a su vehículo, arrancar e irse de allí.

II

Conforme iban pasando las horas la indignación inicial de Mar fue siendo substituida por la preocupación, y luego por el miedo. Al principio, y después de memorizar la matrícula de aquel coche -“Se va a enterar este cabrón”, pensó para sus adentros- intentó romper la rama, tirando hacia el suelo con las dos manos; pero era bastante gruesa, y lo único que logró fue que el rebote hacia arriba, después de haber tirado de ella, levantase su cuerpo desnudo del suelo por unos centímetros. Algo que, si no hubiese estado agarrada al tronco con las dos manos, podría haber provocado que sus muñecas se dislocasen; pues habría quedado colgando, por las esposas, de ellas. Cuando se convenció de que no podría romperla trató de desplazarse hacia el extremo de la rama más alejado del tronco, por si allí fuese posible hacer más palanca; pero no pudo moverse más allá de un metro antes de empezar a perder pie, pues la rama se curvaba un poco hacia el cielo. Y, en aquel tramo al que alcanzó a desplazarse, era exactamente igual de gruesa que en el sitio original donde Ramón la había esposado. Así que, finalmente y mientras las primeras lágrimas asomaban a sus ojos, dejó de intentar liberarse.

Para cuando se hizo oscuro sus lágrimas eran ya un auténtico torrente, pues la idea de pasar la noche allí colgada, y además desnuda, se le antojaba algo irreal, imposible. Y, además, empezó a temer otra cosa mucho peor: ¿y si nadie viene a rescatarme en días, o en semanas? Pues ya había visto por el camino que hasta allí, normalmente, no se acercaba nadie. Por otro lado, los ruidos de la noche la sobresaltaban constantemente, y cada vez había más; era la hora a la que la mayoría de animales salen de sus madrigueras a comer, cazar o beber, y además había bastante luz de luna. Así que, para cuando un ruido de motor empezó a destacar, inconfundible, entre los demás del bosque Mar estaba realmente asustada. Pronto vio que, a lo lejos y en la dirección del camino por el que habían llegado, se veía la luz de unos faros, y supuso que sería Ramón, que volvía a por ella. Al instante la indignación la volvió a invadir  hasta casi desbordarla, y comenzó a pensar en lo que le diría y le haría; pero, para cuando ya había decidido que de momento haría ver que se lo tomaba como una broma, sin duda pesada, aunque al llegar a la ciudad le denunciaría a la policía sin dudarlo un minuto, el vehículo que se aproximaba llegó a aquel claro. Y, para gran sorpresa de Mar, no se trataba del BMW que la había traído hasta allí, sino de una ambulancia vieja y algo destartalada; que, además, pudo ver que tenía matrícula de Marruecos.

El vehículo se detuvo frente a ella, enfocándola de lleno con sus faros, y enseguida se bajaron dos hombres de aspecto también marroquí; los cuales no parecieron sorprenderse en absoluto por encontrar, allí en el bosque y en plena noche, a una chica desnuda y esposada, colgando de la rama de un árbol. Ambos se le acercaron, uno por su espalda y el otro por delante; al instante notó como las manos del que tenía detrás iban a sus nalgas, y comenzaban a magrearlas, pero antes de que pudiera protestar -dentro, claro está, de lo que hubiese permitido la mordaza- el que estaba frente a ella comenzó a quitarse los pantalones, mientras le decía “Ábrete de piernas” en un correcto español. El susto de Mar fue tan grande que, del miedo, se quedó completamente inmóvil, y al momento notó como la orina resbalaba por sus muslos; los dos hombres, que lo vieron, comenzaron a reír, pero el que se había bajado los pantalones no se conformó con eso: comenzó a darle puñetazos en el estómago, al principio menos fuertes pero poco a poco de mayor intensidad, hasta que finalmente ella obedeció y separó las piernas, quedándose colgada por sus manos de la rama. Tan pronto como las hubo separado notó como el que estaba detrás de ella le sujetaba por los muslos, manteniéndole las piernas abiertas al máximo; y pudo ver como el que le había pegado presentaba ya una enorme erección, que exhibía con una ancha sonrisa.

No tuvo tiempo de hacer otra cosa que emitir unos gemidos de protesta antes de que el hombre, de un fuerte empujón, la penetrase hasta el fondo. Mar dio un grito de dolor que acalló la mordaza, pues estaba completamente seca y aquel hombre se había limitado a untarse un poco de saliva en el glande. Y siguió gritando cuando, con auténtica furia, su violador se lanzó a una cópula frenética; que no duró más de unos minutos hasta que, con un gruñido, eyaculó copiosamente en el fondo de su vagina. Pero el tormento de Mar aún no había terminado, pues tan pronto como su primer agresor se retiró de ella notó como el glande del otro se apoyaba contra su ano. Y lo siguiente que sintió fue, obviamente, un agudo dolor en el esfínter, como si se desgarrase; de inmediato el miembro que había llenado su recto comenzó a moverse arriba y abajo, frotando las paredes del intestino y provocándole una extraña sensación, más de incomodidad que de dolor. Que duró un buen rato, pues aquel hombre iba más despacio que su compañero, y parecía aguantar mucho más; lo menos estuvo cinco minutos bombeando sin prisas, arriba y abajo, mientras su colega se dedicaba a abofetear los pechos de Mar, hasta que finalmente eyaculó.

Aún estaba dentro de ella cuando el otro sacó una navaja y la puso en el cuello de la chica, diciéndole que se estuviese quieta y sobre todo no bajase las manos de la rama cuando la liberasen; ella se quedó inmóvil, mientras el que la seguía penetrando desde detrás soltaba las esposas con una pequeña llave. A continuación el hombre las guardó en un bolsillo, retiró su pene del ano de la chica y, una vez que lo guardó en sus pantalones, sacó de otro bolsillo una pequeña cajita metálica; al abrirla, Mar vio de reojo que en su interior había una hipodérmica, y comenzó a dar gritos dentro de la mordaza. Pero lo único que logró fue que el hombre de la navaja, situado ahora a su lado, apretase aquella hoja aún con más fuerza contra su cuello, mientras que con la otra mano le agarraba el pecho izquierdo y comenzaba a estrujárselo; así que se quedó inmóvil, emitiendo solo pequeños gemidos que la mordaza silenciaba casi por completo. El que la estaba magreando le dijo “Así me gusta, zorra; pronto te enseñarán a obedecer sin chistar” , y muy poco después Mar sintió un pinchazo en el antebrazo; tras lo que no tardó más de algunos segundos en perder el conocimiento.

Los dos hombres, una vez se cercioraron de que estaba inconsciente, procedieron primero a limpiar la orina y el semen de sus piernas con un trapo húmedo que sacaron del vehículo; y luego la llevaron, cogiéndola de manos y pies, hasta el interior de la ambulancia. Donde la tumbaron en la camilla, le quitaron la mordaza, y el mismo hombre que le había puesto la inyección -era un médico anestesista- le colocó un gotero con suero y un sedante suave, que la mantendría así el tiempo necesario. Después de sobar un rato más, los dos, su cuerpo desnudo lo cubrieron con una sábana, y tras comprobar con linternas que no hubieran dejado nada en aquel claro el hombre de la navaja regresó al volante, arrancó y se marcharon. Circularon largo rato hasta llegar a Algeciras, donde la ambulancia subió al ferry de las nueve de la mañana; sin que los documentos falsos que llevaban, que presentaban a Mar como una enferma, en coma inducido, que regresaba a un hospital de Tánger, su lugar habitual de residencia, fueran puestos en duda por la policía española. Menos aún, claro, lo fueron por la policía marroquí, que ya había sido advertida de la llegada de la ambulancia; y, por supuesto, convenientemente sobornada para no revisarla, y dejar que pasara sin más trámite. Una vez en Marruecos la ambulancia no se detuvo en Tánger, sino que siguió circulando todo el día, y parte de la noche siguiente, hacia el sur; hasta que, después de una sola parada a repostar y casi doce horas más tarde, llegó a su destino en Taouz, una aldea del Atlas próxima a la frontera con Argelia.

Mientras la ambulancia recogía a la chica Ramón, que por supuesto no se llamaba así, completaba su parte en el secuestro. Primero se acercó hasta la incineradora de basuras de su ciudad, donde conocía a un trabajador; y allí, con la colaboración -remunerada, por supuesto- de su conocido, lanzó al fuego del horno principal, personalmente, la ropa, los zapatos y el bolso de Mar, en el que estaban sus documentos y su móvil. Acto seguido condujo aquel BMW, que unas horas antes había robado, hasta un descampado en el barrio más conflictivo de la ciudad; y una vez allí lo roció bien con gasolina -sobre todo el habitáculo y el maletero, de donde retiró su cámara- y le prendió fuego. Para luego, ya a punto de amanecer, subirse a su propio automóvil, un Ford Fiesta con bastantes años que había aparcado a medio kilómetro de distancia, e irse a su casa; por supuesto con los dos mil quinientos euros en el bolsillo, pues eran su retribución por el servicio. Así que para cuando a la mañana siguiente los padres de Mar, extrañados por no encontrarla en su cama y de que su teléfono estuviera desconectado, acudieron a la policía, poco era ya lo que se podía averiguar sobre su súbita desaparición. Porque además su hija, por no querer explicarles que iba a hacer unas fotos de desnudo, no les había dicho dónde iba, ni con quién.

Las investigaciones que inició la policía, sin embargo, irían descubriendo algunas cosas en las siguientes semanas; pero no las suficientes como para mantener abierto el caso. Primero hablaron con la mejor amiga de Mar, a quien la desparecida sí que había explicado lo que iba a hacer; e incluso que el fotógrafo se llamaba Ramón, era amigo de un cliente habitual y tenía intención de llevarla a hacer fotos a la sierra. Aunque eso no era mucho, los policías lograron convencer a un juez de instrucción para que les facilitase el registro de llamadas del móvil de Mar en los días previos, y en los posteriores, a su desaparición; así como la geolocalización del aparato en ese día. Pero lo único que obtuvieron con eso fue que el día en cuestión había estado en una zona de la sierra, donde se conectó por última vez; en la que, vista la desmesurada extensión que el repetidor cubría, fue imposible hallar nada. También hablaron con el fotógrafo que mencionó la amiga de Mar, pero éste les dijo que no conocía a ningún Ramón; y que las fotos de Mar las había enseñado a muchas personas, sin que recordase a ninguna en concreto que le pidiera los datos de la chica para poder contratarla. Pero añadió que, en la mayoría de las fotos de su catálogo, aparecían escritos por detrás el nombre de pila y el correo electrónico de la modelo; por lo que cualquiera que hubiese consultado el álbum pudo haberse aprendido el correo de Mar. Y no pudieron acceder a los correos electrónicos de la chica porque el juez no lo autorizó; aunque, si lo hubieran hecho, habrían descubierto que el tal Ramón le escribió usando un correo de GMX que había contratado dando un único dato real: un teléfono con tarjeta SIM prepago, anónima, de Gibraltar, donde no es obligatorio identificar al comprador. Así que aquel asunto acabó en el archivo, y los datos personales de Mar pasaron a formar parte de las listas del CNDES.

III

Cuando Mar despertó, lo primero que notó fue que tenía la boca seca como un corcho, y algo de dolor de cabeza. Lo segundo, que seguía estando completamente desnuda; aunque ahora tumbada sobre un viejo colchón en una habitación muy sucia, con las paredes desconchadas y una ventana por la que solo veía un cielo muy azul. Y lo tercero que no podía levantarse, porque tenía las muñecas y los tobillos esposados a las cuatro esquinas de aquel camastro. Como le habían quitado la mordaza trató de gritar pidiendo socorro, pero lo más que logró fue una especie de gruñido gutural muy leve; parecía ser que la sequedad de su boca afectaba también su garganta. Aunque hizo el suficiente ruido como para que sus captores la oyesen, porque al poco se abrió la puerta de la habitación y entró un hombre; de aspecto árabe, llevaba ropa sucia y de escasa calidad y parecía tener unos cincuenta años. Al verle Mar se puso roja como un tomate, pues aquel hombre tenía a su entera disposición todos los rincones de su cuerpo desnudo; pero él se limitó a sonreír, dejando ver los muchos dientes que le faltaban, y se acercó a ella con un botellín de agua en la mano. Con el que, después de levantarle un poco la cabeza y para alegría de la chica, le dio de beber hasta que lo terminó; tras lo que la soltó, le acarició unos instantes los pechos con sus manos callosas y sucias, y luego volvió a marcharse de allí.

Hasta al cabo de varias horas no regresó nadie a la habitación; tantas que Mar, por efecto de toda el agua que había bebido, estaba a punto de volver a orinarse encima cuando la puerta se abrió de nuevo. Esta vez al hombre del botellín le acompañaba otro, de muy distinto aspecto: aunque también era de etnia árabe iba vestido con una chilaba impoluta, e iba limpio y aseado. Por la cara ella dedujo que tendría unos sesenta años, y cuando empezó a hablar lo hizo en un correcto castellano: “Buenos días, señorita. Ya imagino que tendrá usted muchas preguntas que hacer, aunque no me va a ser posible contestar a la mayoría de las que haga. Lo lamento. Pero empecemos por su situación: usted es ahora una esclava, y como todas no puede hablar si no se le da antes permiso; así que escuche bien lo que voy a decirle. La regla de oro es que debe usted hacer siempre, sin dudar y de inmediato, cualquier cosa que le ordenemos; si no es así será castigada, y los castigos son muy severos: el más ligero es el látigo, así que mejor que no nos ponga usted a prueba. Aquí va a permanecer poco tiempo; esta misma noche saldrá en dirección hacia otro destino, que de momento no tiene porqué conocer. Así que, por seguridad, la mantendré encadenada a la cama hasta entonces. Y ahora le permitiré que me haga algunas preguntas; la escucho, pero por favor no me haga perder el tiempo preguntándome lo que ya sabe que no le contestaré, como su destino o quiénes son sus captores” .

Mientras aquel hombre hablaba a Mar, que seguía ruborizada como una colegiala, se le agolpaban las preguntas en la cabeza; pero empezó por hacer la que, en aquel preciso momento, más la preocupaba: “¿Me pueden dar algo de ropa, por favor?” . El hombre sacudió su cabeza, y contestó “Imposible; ya le he dicho que usted es ahora una esclava, y las esclavas están siempre desnudas. Salvo, claro, que su amo les ordene vestirse de algún modo; pero no es ese el caso por ahora. Por cierto: no se le vaya a ocurrir, nunca, taparse el cuerpo con algo; aunque sea usando sus propias manos. Su cuerpo ya no le pertenece, es nuestro; y seremos nosotros quienes decidamos qué hacer con él en cada momento” . Las lágrimas comenzaron a resbalar por las mejillas de Mar, y la siguiente pregunta que hizo fue, además de entrecortada por sus sollozos, muy breve: “¿Por qué a mí?” . La respuesta fue la que ya se esperaba: “Mírese usted a un espejo, y se contestará sola. Joven, guapa, alta, con un cuerpo de escándalo… ¿Qué clase de mujeres cree usted que prefieren nuestros clientes, las viejas, gordas y feas?” . Como ya no sabía qué preguntar, solo pudo añadir entre sus crecientes sollozos “Por favor, ¡no me hagan daño!” ; algo que volvió a tener una respuesta lógica por parte de aquel hombre: “Dependerá de usted, y de lo bien que se adapte a su nueva vida. Aunque ya le advierto que, a veces, algunos hombres gozan causando dolor a las esclavas, aunque estas no hayan hecho nada malo. Espero que no caiga en manos de uno de ésos…” .

Cuando aquellos hombres ya se iban Mar logró vencer la vergüenza que le daba pedirlo, y les dijo que necesitaba ir al baño. Pero lo que hicieron logró que su humillación aun fuese mayor; pues el hombre bien vestido le dijo al otro algo en árabe, y el interpelado marchó de la habitación para regresar al poco con una especie de palangana, ancha pero no muy alta, con la que se acercó al camastro donde Mar estaba esposada. La chica comenzó a decir “No, por favor, ¡así no!” , pero aquel hombre no parecía entenderla; y siguió haciéndole gestos con la palangana, para que levantase el trasero y así poder colocársela debajo. Al cabo de un poco pareció perder la paciencia, y agarrando con su mano izquierda los pelos del pubis de Mar tiró de ellos hacia arriba; lo que logró el efecto que buscaba, pues la chica levantó en el acto su trasero mientras gritaba de dolor. Algo que el hombre aprovechó para poner debajo de su sexo y su ano la palangana, soltarle el pubis y, luego, quedarse allí de pie, esperando a que hiciese sus necesidades para retirarla. Finalmente se salió con la suya, pues Mar ya no podía contenerse más: con un gemido, y mientras el rubor de su cara alcanzaba aún mayor intensidad, se dejó ir y orinó copiosamente. El hombre, cuando vio que había terminado, le hizo gesto de volver a levantar el trasero; a lo que esta vez ella obedeció, pues no quería que la palangana se derramase sobre aquel colchón en el que iba a seguir amarrada. Y, cuando el hombre la retiró, dejó escapar un suspiro de alivio. Pero se anticipaba, pues aún le faltaba algo más para que su humillación fuese completa; ya que el hombre, tras dejar la palangana en el suelo, sacó un trapo bastante sucio de su bolsillo y, con él, se dedicó a secar a conciencia la vulva, el ano y los muslos de Mar. Sin prisa alguna.

Siguió tumbada y amarrada en aquel camastro horas; hasta que, por la ventana, comenzó a ver que la luz del día menguaba. Antes de que se hiciera oscuro volvieron a entrar los dos hombres, y lo primero que hicieron fue soltarle las muñecas; pero por muy poco tiempo, pues en cuanto la incorporaron hasta que quedó sentada volvieron a esposarla, esta vez con las manos atrás, y acto seguido le dijeron que iban a darle de comer. Lo que, para Mar, resultó ser otra humillación del todo innecesaria, pues si no la hubiesen esposado podría haberlo hecho por sí misma; en vez de tener que soportar que el hombre sucio la alimentase como a un bebé, metiendo en su boca cucharadas de cuscús hasta que estuvo bien saciada. Luego le dio de beber con un botellín de agua, mientras con la otra mano se entretenía sobando sus hermosos pechos, altos, duros y bien colocados; y, cuando se cansó de magrearla, soltó las esposas de sus tobillos y le indicó que se pusiera en pie. La chica lo hizo con cuidado, pues temía marearse tras haber sido drogada y pasar tanto tiempo tumbada; pero enseguida vio que se encontraba bien. Y, además, para mayor seguridad aquel hombre la cogió por un brazo, y así la llevó fuera de aquella barraca; donde, para su horror, un grupo de hombres estaban esperándoles.

Mientras los presentes contemplaban con cara de satisfacción su cuerpo desnudo, Mar hizo dos cosas: volver a sonrojarse hasta la raíz del cabello, y mirar dónde se encontraba. Sin duda estaba en el desierto, pues no veía otra cosa, por todas partes, que arena y algunas rocas; aunque, muy a lo lejos, se asomaban unas montañas, tan carentes de vegetación como todo el paisaje que les rodeaba. Y en el cielo, sin una sola nube, comenzaban a brillar miles de estrellas. Detrás de la barraca pudo ver unos camellos, y dedujo que eran para hacer el viaje; así iba a ser pero no para Mar, pues cuando aquellos hombres se cansaron de mirarla la llevaron hacia los animales, pero no la subieron en ninguno. Uno de ellos pasó una soga gruesa por el cuello de la chica, haciendo un nudo, y la ató a la silla de un camello; luego hizo ademán de montarse en el animal, pero cuando iba a subirse cambió de idea: regresó donde estaba Mar, le ordenó que separase las piernas y, durante un rato, se dedicó a introducir sus dedos en la vagina y en el ano de la chica, hasta que logró arrancarle algunos gemidos. Cuando tuvo bastante retiró la mano, se chupó con cara de satisfacción los dedos que habían visitado los orificios de Mar, y regresó a su camello, donde se subió; cuando el animal se alzó dio un tirón de la soga y la caravana comenzó su marcha: compuesta por tres hombres montados en otros tantos camellos, más una chica, desnuda y esposada, que caminaba descalza entre el segundo y el tercero de ellos.

IV

Salvo alguna breve parada para darle agua, y dejar que descansara un poco, caminaron toda la noche; e incluso las primeras horas de la mañana, pues para cuando llegaron a la que era aparentemente su primera escala, unas rocas que parecían brotar entre medio de toda aquella arena, el sol ya estaba algo alto en el horizonte. Al acercarse, Mar se dio cuenta de que aquellas rocas estaban en una posición en la que les protegerían del sol casi todo el día; así que supuso, acertadamente, que a su sombra descansarían. Una vez que se instalaron, el que parecía el jefe del grupo soltó la soga de su cuello y le habló, en un castellano con mucho acento árabe y muy escaso vocabulario: “Paramos aquí, comer y dormir. A la noche seguir. Tú no ruido, no gritos; sino…” . Lo que decía mientras hacía, con un dedo, el gesto de cortar el cuello; por lo que Mar le entendió perfectamente. El hombre, con otro gesto, le permitió alejarse un poco tras las rocas, para que pudiese hacer sus necesidades; y cuando la chica regresó a la sombra vio que estaban preparando la comida, que otra vez parecía ser cuscús. El mismo jefe la alimentó, esta vez dándole la comida con su mano y directamente a la boca; luego le dio más agua, tras lo que le indicó que se acurrucase contra las rocas, y que durmiera.

La despertó, horas después, la mano de uno de aquellos hombres, que se había introducido entre sus muslos y acariciaba insistentemente su sexo. La primera reacción de Mar fue gritar, pero recordó lo que le había dicho el jefe; y por ello se quedó quieta y le dejó hacer. Pero cuando vio que el hombre se quitaba los pantalones empezó a decir “¡No, por favor, eso no!” , con una voz lo suficientemente alta como para despertar a los otros dos. El jefe, al ver lo que pasaba, habló un momento en árabe con el hombre de los pantalones bajados, y luego dijo a Mar “¡Tú tienes que servir hombres! Ya, ¡si no lo hace castigo! Pero no te preocupar, solo chupar y por culo; jefe ha dicho tú no sexo ahora” . Lo cierto era que el mensaje hizo cualquier cosa menos tranquilizar a la chica, pues lo último que le apetecía era ser violada analmente por aquellos hombres, o hacerles una felación. Pero enseguida se dio cuenta de que lo segundo, con ser muy desagradable, le dolería menos; así que se arrodilló, procurando no caerse de bruces -al seguir esposada con las manos detrás-, y abrió la boca tanto como pudo. El hombre captó el mensaje, y le introdujo su pene hasta la campanilla; Mar, en cuanto lo notó dentro, comenzó a chuparlo y lamerlo con gran decisión, en un intento de acabar lo más deprisa posible con aquello. Se salió con la suya, pues el hombre ya estaba muy excitado cuando ella empezó a “atenderle”; así que en muy pocos minutos eyaculó.

Al notar su boca llena del semen de aquel hombre, Mar sintió aún más asco; por lo que apartó la cara y lo escupió al suelo. Pero el árabe, al ver lo que hacía, comenzó a increparla en su idioma con gran furia; y el jefe intervino para decirle “Tú no hacer eso, nunca. Tragar siempre, pecado tirar simiente. Ahora tú castigo” . Tras lo que hizo una seña a su compañero, y éste le dio una fuerte patada en el vientre, sobre el pubis. La chica se dobló hacia delante, hasta tocar con la frente en el suelo, mientras daba gritos de dolor; pero las esposas le impedían llevar sus manos a la zona golpeada. Y enseguida oyó un impacto muy fuerte, como de algo muy pesado golpeando carne, que vino acompañado de un terrible dolor en su trasero: era el jefe, que con una de sus sandalias la estaba golpeando en las nalgas. A las que, antes de darse por satisfecho, arreó una veintena de veces más, mientras el otro hombre la sujetaba en aquella posición; para cuando terminó Mar chillaba, lloraba y jadeaba como si le faltase el aire. Y tenía las nalgas terriblemente doloridas, además de rojas como un tomate; le escocían muchísimo, pero con las manos esposadas detrás poco podía hacer para aliviar aquel dolor. El castigo fue sin duda suficiente, pues cuando volvieron a colocarla de rodillas la chica hizo sendas felaciones al otro camellero y al jefe; y, en ambos casos, se cuidó muchísimo de no derramar ni una sola gota de sus respectivas eyaculaciones.

Cuando empezó a oscurecer los hombres recogieron aquel improvisado campamento, y una vez montados en sus camellos -y sujetada Mar con la soga en su cuello- el grupo reemprendió la marcha. Durante toda la noche hicieron lo mismo que la anterior: avanzar, con algún descanso, durante muchas horas, hasta que el sol comenzó a despuntar. Para cuando eso sucedió estaban frente a unas montañas, no muy altas y tan peladas como todas las de allí; de nuevo buscaron un abrigo entre las rocas, y allí se refugiaron todos a pasar las horas de sol. Mientras le daba la comida en la boca con su mano, el jefe le comentó con cara seria “Próxima noche cruzar frontera. Ahora cerca, mucho silencio. Si tú ruido, pongo mordaza a ti” . Mar, que recordaba bien la que le puso Ramón y lo último que quería era tener que caminar con la mordaza puesta, le aseguró que permanecería en silencio absoluto; y lo cumplió incluso cuando, después de haber dormido bastantes horas, los hombres la requirieron para que les hiciese una nueva ronda de felaciones. En la que a punto estuvo de ser violada por detrás; pues el jefe, que había adivinado su estrategia, hizo amago de retirar su pene de la boca de Mar cuando se notó completamente erecto, con intención de introducírselo en el ano. Pero la chica, muy asustada, redobló sus esfuerzos, y logró que eyaculase antes de lo sacara.

Aquella tercera noche caminaron entre las rocas, lo que supuso para Mar un problema añadido; pues aquel suelo, aunque arenoso como siempre, estaba lleno de pequeñas piedras, que se clavaban en las plantas de sus pies descalzos al andar y le hacían mucho daño. De hecho, en una ocasión no pudo reprimir un grito -que le granjeó miradas de indignación por parte de los tres hombres- tras pisar algo especialmente duro o afilado. Y en otra el dolor la hizo caer al suelo; con dos resultados a cual peor: dar con su cuerpo desnudo contra aquel suelo pedregoso, y ser arrastrada unos metros por la soga atada a su cuello. Hasta que el hombre que viajaba tras ella, en el último camello, avisó al jefe con un silbido, para que se detuviese. Finalmente despuntó el sol, y el grupo se resguardó tras unas rocas a pasar el día, pero lo cierto era que la jornada había sido para Mar completamente extenuante; tanto que, antes de que le diesen de comer, ya se había quedado dormida. El jefe, en un extraño rasgo de bondad, la dejó dormir, y cuando al cabo de muchas horas despertó le calentó aquella sémola y se la dio, mientras le decía “Ya pasada frontera. Pero aquí mucho patrullas. Mucho silencio, ¿ok?” con cara de temor. Y era cierto que lo tenía, pues aquel fue el único día en que los tres hombres no requirieron de sus servicios sexuales; y se dedicaron, todo el tiempo, a hacer turnos de vigilancia de los alrededores.

Pero nada sucedió que rompiese la monotonía; y los siguientes tres días siguieron avanzando de noche y descansando, comiendo y practicando sexo durante el día. No solo felaciones, pues los tres hombres habían comprendido la estrategia de Mar, y tan pronto como los llevaba a la erección -con sus labios y su lengua- se apartaban de su boca, la hacían darse la vuelta y la penetraban por detrás; por alguna razón, sin embargo, nunca lo hacían en la vagina. Lo que era muy frustrante para la chica, ya que ni una sola vez logró alcanzar un orgasmo con aquellas penetraciones anales. Aunque, más allá de su constante frustración sexual, lo único destacable sucedió el segundo día después de haber cruzado la frontera: Mar despertó, pasado ya el mediodía, con muchas ganas de orinar, y pidió al hombre que montaba guardia alejarse un poco para poder hacerlo. Una vez autorizada rodeó la roca donde se ocultaban hasta salir al otro lado, donde daba el sol, se puso en cuclillas con cuidado -pues, con las manos esposadas a la espalda, tenía menos estabilidad- y comenzó a orinar; pero, cuando levantó la mirada, no pudo reprimir un grito de horror: a unos metros de ella la observaba, sin moverse un milímetro, una serpiente. Era del mismo color que la arena, con el cuerpo más bien grueso y de algo menos de un metro de largo, pero lo que más llamó la atención de Mar fue que tenía, sobre los dos ojos -que parecían mirar fijamente su sexo, y el chorro de orina que de él salía- unos pequeños cuernos. Ella se quedó inmóvil, paralizada por el terror, y también detuvo su micción; lo que provocó que la serpiente, tras un movimiento de cabeza, empezase a reptar lentamente hacia ella.

Al observar el movimiento del reptil Mar comenzó a chillar fuera de sí, pues las serpientes le daban auténtico pavor; peor aún en su situación, en cuclillas, desnuda y con las manos esposadas detrás. Pero siguió sin atreverse a hacer el menor movimiento, o más bien sin ser capaz de hacerlo; y así seguía cuando el reptil llegó hasta un metro de ella. Allí se detuvo, levantando un poco la mitad anterior de su cuerpo y luego haciéndola oscilar lateralmente; parecía como si no se atreviese a avanzar más, pero al final se decidió. Volvió a bajar la cabeza y, muy lentamente, se acercó hasta que su nariz estuvo justo frente al charco de orina; una vez allí levantó la cabeza otra vez, hasta situarla a muy pocos centímetros de la vulva de Mar, completamente abierta y ofrecida. Pero de ahí no pudo pasar; pues el hombre que montaba guardia, que había acudido al lugar atraído por sus gritos, cortó por la mitad aquella víbora del desierto, de un certero golpe con la cimitarra que llevaba siempre en su cintura. Tras lo que, viendo la postura de Mar y su cara de terror, empezó a reírse a mandíbula batiente; y así seguía cuando los otros dos hombres, despertados por el ruido, acudieron hasta allí. Tras bromear los tres un rato en su idioma, el jefe le dijo entre risas: “Al-afai, mucho veneno; peligro. Tú no más mear sola, ¿ok?” ; algo a lo que Mar, pese a la vergüenza que le daba hacer sus necesidades frente a aquellos hombres, asintió casi con alegría. No solamente aceptó eso, sino que cuando volvieron al improvisado campamento en la sombra, y se acurrucó de nuevo a dormir, se puso justo al lado del jefe; y, además, lo hizo arrimando su cuerpo desnudo al de aquel hombre tanto como fue capaz.

La sexta noche, cuando aún faltaban algunas horas para que saliese el sol, llegaron a una carretera asfaltada, que cruzaba el desierto justo frente a ellos de norte a sur. Una dirección que Mar dedujo porque, por la posición de la luna cada noche, se había dado cuenta de que viajaban más o menos hacia el este. A aquellos tres hombres no pareció sorprenderles el hallazgo, pues se limitaron a seguir la banda de asfalto durante un trecho hacia el sur, hasta que llegaron a una especie de cabaña de pastores; un trayecto durante el cual no pasó por aquella carretera ni un solo vehículo. Una vez llegados a la cabaña, metieron a Mar en ella; para luego quedarse ellos fuera, con los camellos, esperando. Al cabo de un buen rato se asomó, por el extremo norte del tramo de carretera que podían ver, un camión de gran tonelaje, que fue disminuyendo la velocidad hasta detenerse justo frente a la cabaña; entonces bajó un hombre del asiento del copiloto que, después de hablar durante unos minutos con el jefe de la caravana, fue hasta la puerta y la abrió. Mar, mientras tanto, se había quedado dormida, acurrucada contra una de las paredes de la cabaña. Así que, cuando aquel hombre entró, se despertó con un sobresalto; que aún fue mayor cuando el desconocido, tras levantarla del suelo tirando de su brazo, sacó de allí su cuerpo desnudo y esposado. La llevó entonces hasta la cabina del camión y, después de hacerla subir a ella a empujones, la metió en la parte trasera, donde la tumbó sobre el camastro que allí había. Para, sin decirle una sola palabra, esposarle también los tobillos, colocarle una mordaza como la que Ramón había usado -de las que tienen un gran consolador en su interior- y, después de hacerle separar las rodillas y hurgar un rato en su sexo con los dedos, correr la cortina que separaba aquel camastro de la cabina. Tras lo que Mar oyó como el vehículo arrancaba, y poco después notó que empezaba a circular, e iba ganando velocidad de manera progresiva.

V

Durante muchas horas el camión circuló sin detenerse; tantas que Mar, aunque al principio -y pese a la incomodidad que suponía la mordaza- logró volver a dormirse, acabó por despertar. Y, al poco de hacerlo, se dio cuenta de que necesitaba imperiosamente orinar. Pero le daba mucho miedo hacerlo en la litera, vista la brusquedad con la que el camionero la había tratado; y, por más que hizo tanto ruido como podía, nadie parecía escucharla. Al final, y cuando ya no podía aguantar más, notó como el camión reducía su velocidad poco a poco, y finalmente se detenía; tras lo que el mismo hombre que la había tirado sobre la litera corrió la cortinilla y, después de mirarla de arriba abajo, la cogió entre sus brazos, la cargó sobre un hombro y bajó del vehículo llevándola así. Aunque boca abajo, Mar pudo ver que estaban en un poste de gasolina, en el que otro hombre -seguramente el conductor- estaba llenando el depósito del camión. Y poco más, pues el hombre que la cargaba dobló la esquina del edificio de la gasolinera y, una vez estuvieron detrás, la puso de pie frente a él y le dijo, en inglés, “¡Mea! No tendrás otra ocasión hasta que lleguemos a la frontera” . Mar, otra vez notando como se le arrebolaban las mejillas, se dejó caer de rodillas, para luego separarlas tanto como le permitieron sus tobillos esposados; y se dejó ir, procurando que el chorro no salpicase sus pies.

Mientras orinaba podía ver como aquel hombre hacía lo mismo, justo allí a su lado; y, cuando acabaron, él la levantó sin mucho esfuerzo y la devolvió, por el mismo procedimiento de cargarla sobre su hombro, a la litera interior del camión. Tras lo que el vehículo reemprendió la marcha, y circuló muchas horas más; hasta que, cuando ya hacía varias horas que había oscurecido, aquellos dos hombres hicieron una nueva parada. Esta vez en medio de la nada, pues cuando la bajaron para que hiciese sus necesidades Mar no pudo ver nada más que desierto en todas direcciones; y desde luego ningún edificio. Pero, temiendo la reacción de aquel hombre y desde luego deseando aliviarse, volvió a arrodillarse y a orinar. Mientras lo hacía pudo ver como abrían la caja del camión, en la que parecía haber muchas cosas; al poco se acercaron los dos, y el que se ocupaba de ella volvió a hablarle en inglés: “En una hora vamos a cruzar la frontera, así que no podemos llevarte más tiempo en la cabina. Lo siento, porque verte y tocarte nos alegra el viaje, pero el resto lo harás dentro de una caja, con la carga” . Caja que acto seguido bajaron del camión; era muy grande, y estaba llena de aquellas bolitas de plástico blanco que se usan para proteger las cosas que son frágiles. Una vez allí dentro Mar no se sintió para nada incómoda, pues la única dificultad era tener que respirar acercando la cara a los anchos agujeros que había debajo de las asas de la caja. Así que, después de ser otra vez advertida de que no hiciera ruido si quería seguir con vida, los dos hombres cerraron y precintaron la caja, la metieron en lo más profundo del compartimento de carga del camión y cerraron la puerta; para, acto seguido, arrancar y continuar el trayecto previsto.

Sin que Mar pudiera ver nada, el camión siguió su ruta hasta la frontera de Argelia con Malí, en Bordj Badji Mokhtar; cuando llegaron habían recorrido, en poco más de dieciséis horas, los casi 1400 kilómetros de distancia entre Erg Ferradj, donde la caravana había entregado su mercancía humana, hasta allí. Y aún quedaban otras cuatro horas hasta su destino final: Tessalit, en el norte de Malí. El paso de la frontera, pese a lo delicado de la situación en este último país tras el reciente golpe de estado, transcurrió sin embargo sin problema alguno; montones de soldados en ambos lados de la barrera, toneladas de papeleo y… un par de sobres con dólares entregados a quien correspondía, en uno y otro puesto. Algo que redujo la inspección de la carga, en la aduana argelina, a comprobar que el precinto -que, por supuesto, era falso, colocado justo después de cargar la caja que llevaba a Mar- siguiera intacto; y a abrir luego la puerta el aduanero para dar un breve vistazo general a su interior, sin llegar ni a subirse. Y en la maliense ni eso, pues les bastó con precintar las puertas; utilizando un alambre y un sello de lacre que, sin demasiado esfuerzo, habría falsificado un niño de doce años con un poco de cera y un buril. Algo por otro lado del todo innecesario, pues el mismo aduanero les entregó -a cambio de unos pocos dólares- unos cuantos precintos de repuesto.

El resto del camino tampoco presentó problemas; aunque se cruzaron con varios vehículos militares que iban hacia la frontera, cuyos ocupantes no les hicieron ni caso. Un poco antes de llegar a Tessalit el camión se desvió, por una pista de tierra en buen estado, hasta llegar a un gran fuerte de adobe que, desde fuera, parecía uno de los muchos caravasares del desierto. Solo que este encerraba un gran secreto: era uno de los últimos lugares de África donde, con cierta regularidad, se celebraban subastas de esclavos. Algo que se veía favorecido por varias razones, entre las que destacaban su situación remota, aunque muy próxima a un aeropuerto con escaso tráfico pero con una pista asfaltada de dos kilómetros y medio de longitud, suficiente para los reactores de negocios;  y, sobre todo, la extraordinaria propensión a aceptar sobornos de las autoridades de la zona. Las cuales, a cambio de un suministro regular de dólares -y, muchas veces, de la oportunidad de “catar” las esclavas- hacían la vista gorda a todo lo que en aquel fuerte, o en el aeropuerto, sucediera; con la única condición de que sus gestores no les creasen problemas. De hecho, ni siquiera sabían quién era el dueño verdadero de todo aquello, pues el fuerte estaba registrado como propiedad de una sociedad pantalla panameña; la cual, en realidad, controlaban varios magnates saudíes.

Al llegar el camión al fuerte, tras pasar dos controles en los que hombres fuertemente armados revisaron su autorización, se detuvo en el patio central; allí el conductor y su ayudante descargaron la caja que contenía a Mar, y acto seguido se marcharon. Dos de los empleados del edificio la cogieron y, entre ambos, la llevaron hasta los establos, donde la abrieron y sacaron de ella el cuerpo desnudo y esposado de Mar; a quien, sin decir una palabra y durante la siguiente hora, primero quitaron la mordaza y las esposas de los tobillos, pero no las de sus muñecas, luego llevaron a hacer sus necesidades y, por último, lavaron a fondo, con sendas esponjas con las que retiraron de su cuerpo todo rastro de suciedad. Una vez limpia la condujeron, por los pasillos interiores del edificio, hasta un gran salón; donde, acomodados en varios sofás, la esperaban media docena de hombres, entre los que Mar pudo ver a dos vestidos al modo occidental. Mientras se ruborizaba de nuevo, al ver con qué interés aquellos hombres escrutaban con todo detalle su desnudez -para lo que la hicieron girar varias veces, y adoptar algunas poses obscenas- uno de los occidentales le habló en un castellano con mucho acento suramericano: “Bienvenida, señorita. Como seguro ya le han explicado, está usted aquí para ser vendida en subasta, como esclava, al mejor postor. Pero antes de hacer eso vamos a educarla un poco, por así decirlo; cuanto más sumisa sea, más obtendremos por usted. Y cuanto más sepa de las artes del amor -perdone la cursilería- lo mismo; así que desde ahora empieza su instrucción. Este hombre que ve aquí, Ahmed, será su instructor; aunque es de la zona habla castellano, así será más fácil que se entiendan. Sea usted lo más obediente que pueda, y nos ahorrará tener que castigarla; aunque le advierto que a nosotros nos encanta hacerlo” .

Cuando aquel hombre mencionó al tal Ahmed, Mar se giró hacia sus dos lados; y, al mirar a su izquierda, vio allí de pie, a poca distancia de su brazo, al negro más grande y musculoso que en toda su vida había visto. Mediría cerca de dos metros, y tenía unos brazos más anchos que los muslos de la chica; en ellos, igual que en su torso y en sus piernas, se marcaban un montón de enormes y tensos músculos, pues no llevaba más ropa que un pantalón corto y unas sandalias. Ahmed le sonrió, y con una voz muy grave le dijo “No me mires a la cara si no te doy permiso, y por supuesto no hables tampoco sin él. Esto es un poco como el Roissy de Historia de O; supongo que habrás visto la película. La diferencia principal es que no estás aquí por amor, sino por obligación; así que ándate con cuidado: pese a que cualquier esclava es una mercancía muy valiosa, excepto mutilarte o matarte podemos hacerte lo que nos parezca. Y vamos a hacértelo, de eso puedes estar bien segura, a poco que nos des la más mínima razón. Aquí has venido a ser vendida, pero antes a aprender tres cosas: a ser una esclava sumisa, capaz de aceptar cualquier humillación sin un solo pestañeo de disgusto; a soportar el dolor, hasta un punto que ahora ni te imaginas; y a convertirte en una experta en todas las técnicas útiles para dar placer a los hombres. Pero hoy todavía no, mañana empezaremos; has hecho un largo viaje, y ahora necesitas descansar. Así que ven conmigo; vamos a la cocina, donde te darán de cenar, y luego te llevaré a tu celda” .

Mar siguió resignadamente a aquella montaña de hombre, y tras andar un buen rato por los pasillos llegaron a lo que, obviamente, eran las cocinas del fuerte. Allí pudo ver, solo de entrar, que varias chicas jóvenes, la mayoría de raza árabe o negra pero todas igual de desnudas que ella -aunque sin estar esposadas- trabajaban en el lugar, en las tareas más diversas; al ver a Ahmed todas se quedaron quietas y bajaron la mirada, hasta que él les indicó que siguieran con lo que hacían. Luego llamó a una de ellas y le dijo que retirase las esposas a Mar y le diese la cena; la chica se puso a soltarla de inmediato, con unas llaves que el propio Ahmed le alcanzó, y cuando la hubo liberado entregó esposas y llaves al instructor, quien se marchó de allí llevándolas en su bolsillo. Durante la siguiente media hora Mar, a quien la otra chica había hecho sentar en una mesa, comió y bebió cuanto quiso y pudo de unos manjares que le parecieron exquisitos; pero siempre, como hacían las demás chicas, en el más absoluto silencio. De hecho, una vez se le escapó decir “¡Gracias!” cuando le sirvió la otra, y la cara de horror de todas las demás le hizo comprender lo severamente castigado que estaba romper la regla de silencio. Al terminar de cenar la misma chica, una morita de no más de dieciocho años muy delgada, morena y con unos senos pequeños pero de pezones prominentes y alargados, le llevó hasta una pared de la cocina, donde le indicó por señas que debía esperar a Ahmed; allí se quedó Mar, quieta, hasta que él llegó y se la llevó a las celdas.

Bajaron por unas escaleras, junto a la cocina, hasta el sótano, y al llegar a él Mar se encontró en una estancia inmensa, cuyas paredes estaban llenas de celdas construidas solo con barrotes de hierro de suelo a techo; de forma que desde cualquiera de ellas se podían ver las demás, igual que desde el centro de la habitación se controlaban todas. Cada una de aquellas jaulas haría unos tres por tres metros, y no contenía más que un catre con un colchón muy fino, sin sábana alguna, un lavabo y un inodoro. Ahmed la introdujo en una de ellas, cerca de las escaleras, y la hizo tumbar en el catre, separándole un poco las piernas; antes de irse la masturbó unos minutos, pasando su dedo índice a lo largo de la vulva de la chica pero sin introducirlo, y más que nada por ver como respondía. Pero Mar estaba demasiado cansada, además de asustada, y no reaccionó a sus tocamientos; así que, moviendo de lado a lado la cabeza, Ahmed lo dejó correr. Pero, antes de irse, le dijo “Mañana te procesaremos, y te colocaremos el collar y los grilletes. Ahora ya es tarde para eso. Duerme” . Cuando, tras cerrar con llave la puerta de la celda, aquel hombre se fue, Mar se quedó casi al instante dormida; no sin antes darse cuenta de que las demás mujeres allí encerradas, al menos una docena, llevaban todas un collar que parecía hecho de acero. Y, aunque no sujetos entre sí, tenían sendos grilletes del mismo material en sus muñecas y en sus tobillos.

VI

Cuando Mar despertó, la luz del día ya penetraba por los amplios tragaluces que, en el techo de aquel sótano, servían para iluminarlo y ventilarlo. Lo primero que hizo fue mirar a su alrededor: contó una veintena de jaulas, pues eso parecían, y dentro de casi todas vio la forma de una mujer desnuda, tumbada sobre el catre en su interior. La mayoría de ellas de piel entre oscura y negra; excepto una, en el extremo contrario, que parecía blanquísima. Más que la propia Mar, a quien siempre le había gustado tomar el sol y por eso era de piel blanca, pero bronceada; la mujer parecía casi albina, y tenía el cabello lacio, largo y muy rubio. Conforme las demás chicas fueron despertando pudo ver que todas eran muy jóvenes; ninguna parecía tener mayor edad que la suya -de hecho, le pareció que alguna, incluso, era exageradamente joven- y todas tenían, como ella, caras agradables, y cuerpos esbeltos y bien formados. Pero lo más sorprendente era el silencio: una veintena de chicas jóvenes, en una situación tan extravagante, y ninguna decía una sola palabra. Para Mar, aquello resultaba aún más sorprendente que el hecho de que estuvieran allí encerradas, desnudas y sometidas a esclavitud.

Al cabo de un rato, que Mar aprovechó como las demás para hacer sus necesidades y lavarse, uno de los instructores -eso pensó, pues vestía solo un pantalón corto, como Ahmed- abrió las puertas de las jaulas, y todas las chicas fueron saliendo en silencio; dirigiéndose, escaleras arriba, hacia la cocina. Mar las siguió, y al llegar vio que el desayuno estaba ya preparado en dos largas mesas; al parecer dos de las chicas, que en aquel momento estaban fregando cacharros, se habían levantado antes para ocuparse de ello. Tuvo una ligera vacilación a la hora de sentarse, pero una de las esclavas, siempre en silencio, le indicó que lo hiciese junto a ella; lo hizo, y la siguiente media hora disfrutó de aquel desayuno, realmente sabroso, mientras pensaba otra vez en lo chocante de la situación: veinte mujeres desnudas, desayunando juntas y en el silencio más absoluto. Cuando ya estaba terminando se le acercó Ahmed, quien le dijo que acabase su café y le siguiera; Mar se levantó y, con la cabeza baja, siguió al instructor hasta lo que parecía un taller. En el que, después de tomarle las medidas, le colocaron un collar y unos grilletes como los que había visto en las demás chicas: de acero inoxidable, planos pero con los cantos redondos y de escaso grosor, tenían unos dos o tres centímetros de anchura y se cerraban a presión; sin que, en apariencia, hubiese ningún mecanismo para su abertura. Pues lo único que sobresalía en cada uno de los cinco que le pusieron -collar, muñecas y tobillos- era una pequeña argolla, que Mar supuso iba a servir para sujetarla cuando así les conviniera.

A continuación Ahmed la llevó a lo que parecía la enfermería, donde le indicó que se colocase en un sillón ginecológico que estaba justo en el centro de la habitación. Tras decirle que no se moviese de cómo estaba, Ahmed salió de la habitación, y pasaron al menos diez minutos hasta que regresó; en los que Mar no paró de pensar en la postura en la que se encontraba. Cuando Ahmed volvió venía acompañado de otro hombre, con una bata blanca y un carrito con instrumental, que se sentó en un taburete justo frente a su sexo; primero le hizo un chequeo completo, algo muy normal de no ser por la postura espatarrada en la que ella seguía estando, y que en ningún momento le indicó que abandonase. Acabado aquel, le preguntó en inglés si llevaba un DIU, y al decirle ella que en aquel momento no le introdujo en la vagina, tras lubricarlas con vaselina, unas pinzas muy largas con las que le colocó uno. No tardó más de diez minutos en la operación, que no le dolió nada; y al acabar el hombre de la bata le dijo, otra vez en inglés , “Te he puesto un DIU hormonal, en vez de uno corriente; lo digo porque, si disminuyen o desparecen tus reglas, no te extrañes. Te iré visitando cada mes, como a las demás; ya me dirás la próxima vez” . Luego le puso una inyección, sin decirle de qué, y se marchó de allí con su carrito. Pero Mar aún no pudo moverse del sillón, pues al momento entró una de las esclavas con un equipo de manicura; y, después de sentarse en el taburete que el doctor había dejado libre, justo frente a su vulva entreabierta, comenzó a hacerle con meticulosidad las uñas de las manos y de los pies.

Al terminar aquella esclava, una chica negra de más de metro ochenta de alto, muy delgada y con unos pechos preciosos, grandes, firmes y con forma de pera, Mar pudo por fin levantarse del sillón. Ahmed la llevó a las duchas, que estaban cerca de la enfermería; al entrar pudo ver que había una docena de ellas, colocadas a lo largo de la pared, y que solo una estaba ocupada: por una chica muy morena, seguramente árabe, a la que uno de los instructores estaba enjabonando a conciencia. Era algo más baja que la que le acababa de hacer la manicura, y no tan delgada, pero tenía un cuerpo espectacular, con todas las curvas en su sitio; y Mar vio que, mientras el instructor le enjabonaba los pechos, ronroneaba de satisfacción. Ahmed aprovechó para explicarle que las esclavas no podían ducharse solas, y debían pedir siempre a un instructor que las lavase; “Sois objetos delicados y valiosos, hay que lavaros con mucho cuidado” le dijo, con una sonrisa que mostró sus dientes blanquísimos. Y, acto seguido, abrió una de las duchas, comprobó la temperatura y le indicó que se fuera mojando bajo el chorro; para, una vez ella empapada, coger una esponja, llenarla de gel de baño y comenzar a frotar todo el cuerpo de Mar con vigor. Lo cierto era que, fuese por los gemidos de satisfacción de su compañera, a quien enjabonaban en aquel momento el sexo, o por los frotamientos a que Ahmed la estaba sometiendo, Mar comenzó a notar que estaba excitada; algo que a ella misma la sorprendió, pues hasta entonces sus sentimientos predominantes eran la preocupación y, por qué no decirlo, el temor. Pero, conforme él frotaba y frotaba, la sensación creció; hasta el punto de que, cuando Ahmed la mandó quitarse el jabón bajo el chorro de agua, si en vez de eso la hubiese penetrado habría tenido, seguro, un orgasmo descomunal.

La excitación, sin embargo, no concluyó con la ducha, pues al acabar Ahmed la secó con todo cuidado, usando una gran y vaporosa toalla. Lo que, por primera vez y mientras el instructor le secaba cuidadosamente el sexo, provocó en Mar un gemido de placer; y en Ahmed una sonrisa, pues sabía de sobra que aquella reacción era muy común entre las chicas. Tanto porque eran jóvenes, y tenían las hormonas muy alborotadas, como sobre todo porque el DIU que les colocaban no solo liberaba progestina; también cierto cóctel de afrodisíacos que, originalmente, estaba destinado a tratar la frigidez, y que en la líbido de las chicas hacía maravillas. Sin embargo él cumplió con su papel de instructor severo: miró a Mar y le dijo “Ni se te ocurra masturbarte, y menos aún correrte sin permiso. En las celdas hay cámaras de vigilancia, y el castigo es muy severo. Así que mucho cuidado; ya te diremos nosotros cuándo puedes tener un orgasmo, cómo y dónde. Precisamente una parte de tu entrenamiento va de eso” . Una vez bien seca, la llevó hasta el tablón de anuncios, situado justo al principio de la escalera: “Aquí has de mirar, cada día y antes de bajar a tu celda, si al siguiente tienes algún servicio asignado. Si no estás en la lista yo vendré a buscarte durante el desayuno, como hoy, y te llevaré al programa de entrenamiento. El día que tengas alguna asignación los demás instructores te dirán lo que has de hacer, y al acabar dónde encontrarme” .

La última parada que hicieron aquella mañana, antes de la comida, fue en una habitación que parecía un gimnasio, por la cantidad de máquinas que había en ella. Pero, cuando Mar las miró con más atención, vio que la mayor parte no eran máquinas convencionales, pues la mayoría tenían consoladores que sobresalían de ellas: desde las llamadas “Sybian”, consistentes en una especie de taburete redondeado con un consolador/vibrador en su parte más alta, sobre la que la usuaria debía sentarse, hasta otras dotadas de un brazo mecánico, con un émbolo o pistón, que movía el consolador adelante y atrás, a la velocidad y profundidad seleccionadas. Pero Ahmed no la llevó a ninguno de esos, sino a una tabla que había en un rincón de la sala, de tres metros de largo y unos treinta centímetros de anchura; estaba sólidamente anclada, sobre varios pilones, y en su superficie -a poco más de medio metro del suelo- había, espaciados entre sí, hasta diez consoladores ordenados por tamaños. Así, el primero de todos ellos era del tamaño de un miembro corriente, tres o cuatro centímetros de diámetro por unos quince de longitud; pero a partir de ahí iban creciendo en longitud y en anchura, y el último era un auténtico monstruo: más de veinticinco centímetros de largo, y casi la mitad de eso de anchura en su base. El instructor se sentó en una silla al lado de aquel aparato, junto al consolador de mayor tamaño, y entregó a Mar un pequeño bote de vaselina; tras lo que le dijo: “Empieza por el menor, y vas avanzando. Primero en tu vagina y luego en tu ano; cada vez debes llegar a sentarte sobre la tabla, para que yo pueda comprobar que has llegado hasta el final. Y no te levantes hasta que te lo indique” .

Cuando Mar se acercó a aquella tabla, y mientras untaba con vaselina el primer consolador, su vagina y su ano, pudo ver que estaban numerados del 1 al 10; una vez untada, pasó una de sus piernas sobre la tabla, colocó su vagina justo sobre el número 1 -a horcajadas, y mirando hacia Ahmed- y, sin excesivo esfuerzo, se empaló en él. Al instante se dio cuenta de que, si movía un poco el cuerpo arriba y abajo del consolador, enseguida alcanzaría un orgasmo; pues la excitación que llevaba toda la mañana acumulando la tenía al borde de ello. Pero no se atrevió, y se quedó allí inmóvil hasta que Ahmed le dijo “Ahora en el ano” ; momento en el que, emitiendo un pequeño gemido, se levantó -sacando su vagina del consolador- y se empaló por detrás, hasta el fondo. Una vez que el aparato llenó su ano la sensación, aunque sin duda era diferente, le resultó también muy placentera; pero tampoco se frotó en el consolador, y esperó inmóvil a que el instructor le ordenase pasar al número 2. Así continuaron hasta el número 4, que Mar logró introducir sin demasiado esfuerzo en su vagina; en realidad haciendo un gran esfuerzo de voluntad, pero no por el tamaño sino por evitar un orgasmo que ya le parecía inminente. Sin embargo, cuando trató de sentarse con el aparato introducido en su ano, no pudo llegar al final; le dolía el esfínter por la anchura -quizás cinco centímetros- y no le cabía entero. Además de que tenía, por el esfuerzo, todo su cuerpo desnudo cubierto con una fina película de sudor.

Tras hacer varios intentos, Ahmed se levantó de la silla y se acercó a ella; lo que atemorizó a Mar, pues temió que el instructor la empujaría hasta el fondo del aparato. Pero no lo hizo; se limitó a medir, con un pequeño pie de rey, la parte que no había logrado introducir en su recto, y luego le dijo “Ya veo que tendremos que ensancharte. A partir de esta noche dormirás con dos consoladores colocados, y los días que tengas servicios también los llevarás. Antes de ser vendida en subasta habrás de ser capaz de introducir los diez consoladores en tus dos orificios. Pero tenemos tiempo. Ahora, sin levantarte de donde estás, voy a comprobar otra cosa: hasta dónde eres capaz de tragar un pene erecto” . Dicho lo cual se quitó el pantalón corto que llevaba, pasó una pierna sobre la tabla y se colocó justo frente a Mar; con su pene delante de la cara de ella. Era un miembro realmente grande; sobre todo le pareció muy largo, pues una vez erecto -y entonces lo estaba por completo, seguramente gracias al espectáculo que le estaba ofreciendo el cuerpo desnudo y empalado de la chica- hacía casi veinte centímetros, aunque la anchura era ordinaria, quizás de unos cuatro. Mar lo introdujo en su boca de inmediato, y él comenzó a empujar; pero, como a ella siempre le sucedía, cuando el glande alcanzó el fondo de su garganta tuvo la natural reacción en forma de arcada. Ahmed se retiró un poco, para que ella se calmara y respirase a fondo, y luego volvió a intentarlo; así una docena de veces más, sin que Mar lograse vencer el reflejo y mientras él le decía “No te preocupes, es normal. Lo más importante es que te relajes, y que practiques mucho. Cada día lo haremos un rato, y al final lo conseguirás, como todas; te lo aseguro. En todo caso, ya veo que tienes buena técnica; se nota que no es la primera vez que la chupas” . Pero era ya la hora de comer, así que Ahmed lo dejó para otro día; y, tras ordenarle que se levantase ya de aquel consolador -donde, mientras ensayaban la felación hasta llegar al fondo de la garganta, había ido empalándose más, hasta casi tocar con sus nalgas en la tabla- la mandó a la cocina.

VII

Después de comer los instructores congregaron a todas las chicas en el patio del fuerte, y les pusieron a hacer lo que, para Mar, era como una clase de baile: mientras una de las esclavas, subida en una tarima -le pareció que era la misma que le había hecho la manicura- les enseñaba los movimientos de las distintas danzas al compás de la música, ellas debían imitarlos. Al principio le pareció de risa, y le costó ponerse a ello; pero los instructores iban pasando entre las filas de chicas, a comprobar el interés con el que bailaban, y a las que les parecían perezosas o desinteresadas las azotaban. Lo hacían con una fusta de doma corta, de medio metro de longitud y un cordel fino y fuerte de la misma extensión en su extremo; al tercer o cuarto latigazo, en su trasero y en su vientre, Mar resolvió bailar como si le fuera la vida en ello. Pues los latigazos dados con aquella fusta, aunque solo dejaban una marca larga y fina que desaparecía a las pocas horas, eran muy dolorosos; y le escocían como si le hubiesen echado sal en las heridas. Así que comenzó a moverse con toda la sensualidad de que era capaz; con lo que, si no evitarlos por completo -pues aún le cayó algún otro, e incluso uno que cruzó sus pechos- al menos logró que no fuesen tan frecuentes.

Cuando el baile terminó las pusieron un rato a hacer tablas de gimnasia, y acto seguido un ejercicio que, pensó Mar, no podía tener otro objeto que el de hacer que, progresivamente, fueran perdiendo todo sentimiento de pudor, o de vergüenza. Pues, con las demás sentadas en el suelo y observando, cada una de las esclavas fue llamada a la tarima; y allí, frente a sus compañeras y a los instructores, tuvo que masturbarse hasta el orgasmo. Algo que cada una hizo a su modo, unas de pie, otras sentadas o tumbadas y muy pocas, como Mar, ya con cierta costumbre de exhibirse; pero que, por efecto de aquel afrodisiaco que se liberaba en su interior de modo constante, todas lograron sin tener que esforzarse demasiado en su propia estimulación. Mar, cuando llegó su turno, se tumbó en el suelo y se puso de inmediato a masturbarse, sin mirar a sus compañeras ni a los instructores; pero estos, que ya conocían la treta por las muchas otras que la habían usado en ocasiones anteriores, de inmediato se fueron a poner a su lado. Y la estuvieron “acompañando” así hasta que alcanzó el orgasmo; haciéndole, con frecuencia, comentarios en inglés destinados a humillarla más: “Tócate un poco más abajo, métete dos dedos, ahora frota el clítoris, …” . Con los que lograron que, cuando por fin pudo bajar del estrado, Mar se sintiese aliviada por partida doble: por haber podido descargar su gran tensión sexual acumulada, y por haber terminado aquel denigrante espectáculo público; precisamente por ser público tan distinto de cuando, en la intimidad de su casa, se “hacía un dedo”.

Poco después de su turno pudo comprobar qué les sucedía a las que no obedecían a los instructores. Pues la chica muy blanca que había visto en las celdas -vista de más cerca parecía eslava- empezó, cuando llegó su turno, a hacer gestos con la cabeza de que no quería; lo que hizo que, entre risas, dos de los instructores la cogieran de los brazos y la sacaran al estrado. Pero ella siguió con su negativa: allí se quedó inmóvil, jadeante, con sus grandes pechos agitándose al compás de su respiración, hasta que los vigilantes empezaron a descargar sus fustas sobre ella. En muy poco tiempo recibió por lo menos un centenar de fustazos, que dejaron su cuerpo surcado de finas líneas rojas; los más dolorosos, a juzgar por sus gestos y caras, los que alcanzaron sus senos, que entre su agitación y los golpes recibidos se bamboleaban de lado a lado. Aunque ni así obedecía; lo que llevó a los instructores a adoptar medidas más drásticas: entre cuatro la sujetaron y, poniéndola cabeza abajo, la mantuvieron con las piernas bien abiertas, de modo que con su cuerpo dibujaba una letra Y griega. Y, una vez la tuvieron así, otro instructor comenzó a descargar los fustazos sobre su sexo, el interior de sus muslos y su perineo; al cabo de muy poco los alaridos de dolor de la chica llenaban aquel patio, aterrorizando a las demás esclavas. Entonces sí obedeció: cuando la soltaron cayó al suelo y, en la misma posición en la que quedó, comenzó a masturbarse; hasta alcanzar -o fingir- un orgasmo al cabo de unos minutos.

Una vez que todas hubieron pasado por aquel estrado, los instructores indicaron que cada una de las esclavas debía ir con el suyo; Mar se fue con Ahmed, quien la llevó de vuelta a la misma sala donde habían estado por la mañana. En la que dedicó el resto de la tarde a seguir practicando las mismas dos cosas que entonces: la introducción de consoladores en sus dos orificios, y la del pene de Ahmed hasta el fondo de su garganta. Para cuando se hizo de noche Mar estaba sudorosa y agotada, y Ahmed la premió con otra visita a las duchas; donde, en esta ocasión, más de media docena de esclavas estaban siendo objeto de los “cuidados” de los instructores. O prodigándoselos, pues Mar pudo ver cómo una chica árabe, que por su escasa estatura y cara de niña parecía la más joven de todas las esclavas, estaba haciendo una felación a su cuidador; y lo cierto era que lo hacía como una profesional, pues el pene entero del hombre desaparecía dentro de su boca, sin que la chica hiciera el más mínimo gesto de desagrado. Al contrario: mientras él le sujetaba la cabeza, ella se acariciaba el sexo con las dos manos; y, de vez en cuando, también sus pequeños senos, que pese a ser de escaso volumen tenían grandes areolas. Observarla llenó de envidia a Mar; pues, pese a lo mucho que había practicado aquel día, seguía sin poder evitar el reflejo de vómito cada vez que un pene invadía su garganta.

Cuando estuvo limpia y seca Ahmed la llevó a la cocina, donde le dieron la cena junto a las demás; y, una vez acabaron, la llevó otra vez al taller donde le habían puesto aquella mañana los grilletes. Pero esta vez era para que le pusieran otro aparato, parecido a un cinturón de castidad: una banda de metal ancha de tres o cuatro centímetros, que le rodeaba la cintura por su parte más estrecha y le apretaba mucho el vientre; de la que salía otra banda metálica más fina que, pasando por su sexo y la hendidura entre sus nalgas, regresaba al cinturón. Una vez que le hubieron puesto la de la cintura, que casi le cortaba la respiración por lo ajustada que estaba, se dio cuenta de la utilidad de la otra banda: pues en ella se sujetaban, en sendos anclajes, dos consoladores que Ahmed, tras untarlos en vaselina, introdujo en su sexo y en su ano. Eran justo de los máximos tamaños que aquella tarde alcanzó a probar, un seis el de su vagina y un cinco el del ano; pero ambos eran más cortos que los de la tabla, pues su función era más dilatar los orificios que no extenderlos. Aun así, una vez que Ahmed se los introdujo sujetos en la banda correspondiente, y tiró de ella hasta sujetarla en la horizontal usando un pequeño candado, Mar tuvo la incómoda sensación de que la llenaban por completo; y se preguntó si le sería posible dormir con aquellos dos monstruos invadiendo su vientre.

Ahmed, una vez así aprisionada, la llevó de vuelta a la cocina, donde le indicó que ayudase a las otras esclavas que allí trabajaban. Algo que Mar hizo sin dificultad, aunque con aquella incómoda sensación en su vientre, mientras las tareas que le ordenaban le permitieron mantenerse en pie. Pero, la primera vez que tuvo que agacharse, comprobó que la presión de los dos enormes consoladores en su interior le impedía hacerlo; o, al menos, hacerlo sin que sus entrañas parecieran desgarrarse. Aunque un par de fustazos de un instructor, dados en sus pechos y con toda la fuerza de que fue capaz, la convencieron para seguir intentándolo; al final, sudorosa y dolorida, logró incorporarse otra vez, exhibiendo con una sonrisa de triunfo el trapo que se había agachado a coger, de un estante a nivel del suelo. En un par de horas terminó, y el mismo instructor que la había golpeado la llevó al sótano; no sin antes detenerse en el tablón de anuncios, donde comprobó que no tenía asignación alguna para el día siguiente. Una vez en su celda aquel hombre la hizo tumbarse sobre el camastro, y durante un rato se entretuvo acariciando sus senos; en los que aún se podían ver, con absoluta nitidez, las dos finas marcas rojas que la fusta había dejado, cruzándolos de lado a lado y pasando, uno de ellos, por el pezón izquierdo. Cuando se cansó juntó las dos manos de Mar, como si quisiera que rezase, y unió los dos grilletes de sus muñecas al que sobresalía del collar mediante un pequeño candado; luego la hizo ponerse de lado y, tras sobarle un poco el trasero, se marchó cerrando la puerta de la jaula. Y, pocos minutos después, se apagaron todas las luces del sótano; que quedó lleno de esclavas desnudas y enjauladas, pero sumido en el más absoluto silencio.

VIII

Aunque logró conciliar el sueño enseguida, a la mañana siguiente Mar se despertó con dolor de vientre, y sobre todo con unas ganas terribles de orinar, pero el consolador se lo impedía por completo; y, al estar aquel cinturón  cerrado por un candado, le era imposible quitárselo. Tuvo que esperar a que, un poco antes de amanecer, el instructor que venía a recoger a las dos chicas con servicio de cocina se lo quitase. Cuando aquel hombre le retiró los dos consoladores, de su vagina y de su ano, tuvo la sensación de que sus orificios nunca más volverían a su estado normal; pues, por lo que podía ver sin un espejo, al menos la primera había quedado completamente dilatada. Pero no tenía modo de comprobarlo, pues con las muñecas atadas al collar no podía siquiera tocarse, y lo más urgente para ella eran sus ganas de orinar; así que fue corriendo al inodoro y se alivió, notando una extraña sensación al hacerlo por causa de la dilatación de su vulva. El instructor, mientras tanto, se la miraba con cara sonriente, pues Mar no le había dado tiempo ni a soltarle las manos; así que cuando ella acabó, y para hacer aún mayor su humillación -ya estaba muy sonrojada por tenerle a su lado, mirándola, mientras ella orinaba- tomó un poco de papel higiénico y le secó cuidadosamente el sexo. Para luego llevarla de vuelta al catre, tumbarla sobre él, soltarle las manos e irse.

Mientras comprobaba, con sus dos manos ya libres, como la dilatación de sus orificios iba cediendo, recobrando vagina y ano su aparente normalidad, Mar pensaba que iba a ser incapaz de acoger los consoladores más grandes. Sobre todo en su ano, pues aunque había probado muchas veces el sexo anal nunca le habían introducido por atrás nada mayor que un pene corriente; por lo que dudaba mucho que lo lograse sin sufrir algún desgarro, no ya cuando se metiese el número 10 sino incluso con los de dos o tres tamaños menos. Por el contrario, a lo largo del día anterior había hecho progresos en sus habilidades como felatriz; aunque no había logrado aun controlar por completo el reflejo, notaba que cada vez estaba más próxima a lograrlo. Pues, como le había dicho Ahmed, lo esencial era conseguir la máxima relajación de la garganta, y practicar mucho. Mientras comprobaba, mirando sus pechos, su trasero y su vientre, que las marcas de los azotes con la fusta ya casi habían desparecido, se dio cuenta de que el cinturón metálico, por el contrario, había dejado en su cintura un profundo surco, que aún no había empezado siquiera a difuminarse. Y, sobre todo, de que aquella sensación de excitación sexual que, desde el día anterior, notaba -como un cosquilleo en su bajo vientre- lejos de desaparecer seguía creciendo.

Durante las dos semanas siguientes la vida de Mar en aquel fuerte fue absolutamente rutinaria: desayuno, práctica en la habitación de las máquinas, tanto con los consoladores como para mejorar sus habilidades en la felación, ducha, comida, danza, gimnasia y masturbación en el patio; después cena, y a dormir con el cinturón y los consoladores puestos. Los únicos elementos que vinieron a alterar la rutina fueron las veces, quizás tres o cuatro, en que le tocó algún servicio, de cocina o de limpieza. Eran siempre de media jornada, y para ella suponían una molestia añadida; pues durante el servicio llevaba siempre puesto aquel cinturón, con lo que esos días podía llegar a pasar hasta dieciséis o dieciocho horas con los consoladores introducidos. Y cada vez más anchos, pues tras mucha práctica en la sala de las máquinas había logrado introducirse, por la vagina y hasta el fondo, el número nueve, y por el ano el siete. Pero lo peor para ella era que, cada vez que tenía que hacer sus necesidades, tenía que pedir que le quitasen cinturón y consoladores; y siempre, sin excepción, el instructor que lo hacía se quedaba allí con ella mientras las hacía, y luego la limpiaba bien y se lo volvía a colocar todo.

Por otro lado, sus prácticas tragando el pene de Ahmed habían dado el resultado esperado, y para el final de la segunda semana ya era capaz de meter hasta el fondo de su garganta, controlando el reflejo de vómito, cualquier pene; incluso el del cocinero, famoso en el lugar por la anchura de su miembro. Pero lo que más sorprendía a Mar era que, desde que llegó allí, nadie -que no fuese un consolador, claro- la había penetrado, ni por detrás ni por delante; por lo que llegó a pensar que sería que los instructores lo tenían prohibido. Pero lo único que sucedía era que el “programa formativo” de las esclavas tenía dos etapas; y en la segunda habría muchos cambios, entre ellos en lo relativo a tener sexo con los instructores. Se los anunció un día Ahmed, cuando acabó la jornada en el patio como cada tarde: “A partir de hoy vas a ser azotada cada día, al atardecer. Al principio lo haré con suavidad, usando la fusta solo; pero luego será cada vez con más fuerza,además de que emplearé instrumentos cada vez más dolorosos. Y, por las mañanas, alternarás tus ejercicios de dilatación y de felación con las máquinas de follar, y a veces conmigo; quiero saber cuántos orgasmos seguidos podemos llegar a sacarte” .

Al acabar su breve discurso Ahmed le indicó que levantase los brazos al cielo, allí mismo en medio del patio; y, cuando ella obedeció, le advirtió de que iba a darle veinticuatro azotes con la fusta, por todo el cuerpo; añadiendo que no podía moverse de la posición, que debía contarlos, y agradecer cada golpe tras recibirlo. Tras lo que, cogiendo de un compañero una fusta de doma similar a las que los instructores ya habían usado alguna vez en ella, solo que el doble de larga, comenzó a azotar el cuerpo desnudo de Mar con todas sus fuerzas. El primer golpe, que se enroscó en su vientre, hizo que ella temblase un poco, y que emitiera un gemido de dolor, pero logró decir sin dificultad “Uno, gracias, Ahmed” ; y lo mismo sucedió con el segundo, que alcanzó de lleno sus nalgas. Pero a partir del tercero, que cruzó sus muslos, los ojos de Mar comenzaron a llenarse de lágrimas, pues el escozor de las heridas era muy intenso; y tras el cuarto, que impactó en sus senos, sus alaridos de dolor llenaron el patio, y su cuerpo comenzó a agitarse. Así siguió, contando y agradeciendo los golpes recibidos entre gemidos e hipidos incontrolados, y agitándose pero sin perder la posición, hasta que recibió el último de ellos; para cuando Ahmed terminó veinticuatro líneas enrojecidas, finas y alargadas, surcaban su cuerpo desnudo por todas partes. En especial sobre su vientre y sus pechos, pues era donde el instructor había concentrado más los azotes.

Aquella noche, antes de irse a dormir, Ahmed le untó todo el cuerpo con una pomada espesa, que ella dedujo sería para cicatrizar más deprisa sus heridas. Aunque lo cierto era que, pese a lo muchísimo que los fustazos dolían en el momento del impacto, y sobre todo escocían en los minutos siguientes, al cabo de unas horas las líneas ya se estaban desdibujando; un hecho que su instructor le hizo notar, advirtiéndole de que, con otros instrumentos, la cosa ya no era así, y que por eso empezaban por la fusta. A Mar el dolor de aquella primera fusta ya le parecía una auténtica barbaridad, y mientras él la untaba se dio cuenta de que su necesidad de orgasmos era cada vez mayor; pues estaba fuertemente excitada, y las grandes manos de aquel hombre masajeando su desnudez no hacían otra cosa que aumentar su deseo. Pero él, si lo notó, no dio señal alguna de ello; y, después de mandarla a hacer sus necesidades, le colocó el cinturón con los consoladores -por primera vez probó en su recto uno del número ocho, manteniendo en la vagina el nueve-, le unió ambas muñecas al collar, como hacían siempre, y la tumbó sobre la cama. Aunque al mirar su cuerpo desnudo, marcado a fustazos, prisionero y penetrado por ambos lados, debió de darle algo de lástima, pues le dijo “No te preocupes, mañana tendrás todos los orgasmos que necesitas. Y más, seguro…” ; y con una sonrisa se marchó de la jaula, cerrándola al salir.

Al día siguiente, después de desayunar, Ahmed la llevó como cada día a la habitación de las máquinas; pero, en vez de dirigirse a la tabla, fueron hasta una de las máquinas “Sybian”: un taburete sin patas negro, redondeado y de casi medio metro de altura, en cuya parte superior había una plancha rugosa de plástico más claro, con un consolador de tamaño parecido al número 1 de la tabla; es decir, de un pene normal. Mar, tras untarse un poco de vaselina, se sentó sobre el consolador hasta el fondo, de manera que su vulva quedase apoyada sobre el plástico rugoso y sus rodillas tocasen el suelo. Y, una vez así dispuesta, Ahmed encendió el aparato. Al instante aquella plancha de plástico empezó a vibrar, y el consolador, además, a moverse; lo que provocó que Mar, que había estado deseando un orgasmo desde hacía días, tuviese en un par de minutos uno de los más poderosos de su vida. Pero el aparato no se detuvo por eso; al contrario, siguió con sus vibraciones, que aumentaban o disminuían de un modo aparentemente aleatorio, mientras aquel consolador no dejaba ningún rincón del interior de su vagina por visitar. Con lo que, pocos minutos después, Mar alcanzó su segundo orgasmo. Sudorosa pero muy satisfecha, pudo oír como Ahmed le decía “No te muevas de aquí hasta que vuelva; luego me dirás cuántas veces te has corrido” antes de que la vibración, que en ningún momento se había detenido, le hiciera darse cuenta de que el tercer orgasmo estaba empezando a crecer en su vientre.

Cuando, algunas horas después, Ahmed regresó, Mar estaba agotada y, sobre todo, tenía su sexo bastante dolorido; había perdido ya hacía tiempo la cuenta de sus orgasmos, que al menos habrían sido una docena, pero lo peor era que la constante fricción de aquella plancha rugosa, unida al frotamiento que el consolador hacía sin parar en su vagina, hacía rato que habían dejado de provocarle sensaciones placenteras, y para entonces eran ya realmente dolorosas. Así que la cara de Mar, cuando vio volver a Ahmed, se parecía más a la de un náufrago que ve un barco que a la de una mujer que ha disfrutado incontables orgasmos; algo que su instructor, tras detener el aparato pero sin decirle que se levantase, aprovechó para darle una lección: “¿Ves? El placer a veces da dolor, y viceversa. Una buena esclava disfruta igual, o sufre igual, una sesión de sexo que una de látigo; lo importante para ella ha de ser, siempre, el placer que proporciona a su amo, sea de un modo o del otro” . Algo que Mar escuchó sin poner demasiado interés, pues en aquel preciso momento su único pensamiento era lograr lo que Ahmed, tras su discurso, le hizo: tras decirle que se levantase del aparato y que mantuviese las piernas separadas, el instructor se puso a untar con detenimiento la misma pomada espesa que usó la noche anterior en su vulva; introduciendo cada poco sus dedos, bien untados en ella, dentro de la vagina de Mar. Algo que en muy pocos minutos le alivió el dolor, y la devolvió al estado de cierta excitación al que ya se estaba acostumbrando.

El resto de aquel día Mar llevó a cabo las actividades que conformaban su rutina habitual; y a última hora, antes de la cena, llegó el momento que más temía. Aunque las marcas ya habían desaparecido, aun recordaba el dolor que los fustazos le habían provocado el día anterior, y sobre todo el escozor que las heridas provocaban; así que, cuando Ahmed le dijo que la acompañase a un rincón del patio, puso una expresión de terror tan evidente que logró que el instructor se riese. “No pongas esa cara, Mar. Hoy vas a probar la pala; es un instrumento que no rompe la piel, solo la enrojece, pero que también resulta muy doloroso. Sobre todo cuando se aplica en el pecho…” . La cara de la chica incrementó en unos grados, si ello era posible, su expresión aterrorizada, pero pese a ello siguió a su instructor dócilmente; y, cuando él le dijo que se doblase hacia delante, con las piernas separadas, hasta tocar con los dedos las puntas de sus pies, así lo hizo. En esta postura le enseñó Ahmed la pala con la que iba a golpearla: parecía una espátula de cocina muy grande, toda ella revestida de cuero; y, en la cara con la que de seguro iba a golpearla, tenía incrustadas unas tachuelas metálicas planas, destinadas sin duda a aumentar el dolor de quien recibiera los golpes. Cuyo número, esta vez, no le fue revelado a Mar; o, al menos, no de un modo que a ella le tranquilizase, porque Ahmed se limitó a decirle: “No te diré cuántos golpes vas a recibir, solo que empezaré azotando tus nalgas; cuando ya no puedas más me lo dices, y el resto los recibirás en tus pechos” .

Mar logró soportar los primeros seis golpes en su trasero sin una queja, aunque el dolor que los impactos le causaban era considerable. Pero no se parecía al de la fusta; al menos al principio, los impactos le recordaban a un cachete en la nalga, solo que bastante más fuerte y con tachuelas. Pero a partir de la media docena sus nalgas estaban ya muy sensibles, por causa de los primeros golpes, y cada vez los nuevos dolían más, y más. Así que comenzó a gemir y a agitarse, aunque de momento sin perder la posición; pero cuando Ahmed le dio el vigésimo golpe ya no pudo resistir más, y comenzó a gritar a pleno pulmón mientras se llevaba las manos a su castigado trasero. Mientras notaba en ellas el calor que la piel de sus nalgas desprendía, oyó como el instructor le decía: “Bien, ya veo que no quieres recibir más golpes en el culo. Vamos, pues, con tus pechos; no te muevas” . Al instante, un violento impacto sacudió su seno izquierdo, que comenzó a agitarse en todas direcciones como si quisiera desprenderse de su cuerpo; para, de inmediato, suceder lo mismo en el otro. Mar siguió gritando de dolor, pero no se atrevió a desplazar sus manos hasta allí; así que los golpes siguieron cayendo sobre sus pechos, hasta que los dos quedaron por completo amoratados. Para cuando Ahmed terminó Mar lloraba a moco tendido, y los senos le dolían sin necesidad de tocarlos; solo con el pequeño movimiento que, al respirar, les imprimía ya veía las estrellas. Y, por otro lado, su trasero inflamado empezaba también a virar a un color violáceo.

IX

El dolor de los golpes no impidió a Mar, sin embargo, dormir toda la noche de un tirón; entre los incontables orgasmos de la mañana, las tareas de la tarde y los golpes con aquella pala, había acabado el día agotada. Despertó sorprendida, pues aunque no había amanecido aún en aquel sótano había una actividad frenética; los instructores estaban sacando de sus jaulas a las chicas, una tras otra, y llevándoselas a un destino desconocido. Cuando llegó su turno, sin embargo, Mar se cuidó mucho de preguntar nada, por temor al castigo que le pudiera caer; pero, cuando el instructor la llevó a la cocina a trabajar, a fregar y limpiar todo hasta que brillase, uno de los ayudantes del cocinero les explicó el porqué de tanto ajetreo: “La subasta de este mes se ha adelantado, será esta misma noche. Ya os podéis espabilar, que ha de estar todo perfecto para cuando lleguen los clientes. Y, sobre todo, para que los jefes no os castiguen” . Al oírle, Mar pensó dos cosas: la primera, que habían acabado sus azotainas vespertinas, lo que la alegró mucho. La segunda, sin embargo, era bastante más inquietante: lo lógico era pensar que aquella misma noche sería vendida; por lo que, según quién fuese el comprador, su vida podía empeorar a partir de entonces. Pues no podía olvidar lo que aquel hombre de la chilaba elegante le había dicho, al despertar de su viaje en ambulancia; que podía caer en manos de alguien que disfrutase torturándola.

A la hora de comer se notaba que las chicas estaban muy nerviosas; la mayoría de ellas, aunque manteniendo el absoluto silencio que era regla de la casa, emitían risitas nerviosas, o dirigían miradas furtivas a su alrededor. Hasta tal punto que Mar pensó que parecían colegialas a punto de su primera cita, en vez de esclavas desnudas dispuestas para ser vendidas; a alguien, quizás, que iba a maltratarlas hasta mutilarlas o matarlas. La cosa fue in crescendo por la tarde, pues la veintena de mujeres recibió la orden de ir a las duchas, lavarse a fondo -para ir más rápido, los instructores les permitieron que se enjabonasen entre ellas- y, en general, ponerse lo más guapas posible. Para lo que pusieron a su disposición toda clase de cosméticos, así como los servicios de la mayoría de instructores; éstos, en particular, revisaron a las chicas una a una, en el sillón de ginecólogo, para asegurarse de que no tuviesen ni un pelo de cuello para abajo. Y a las que, como Mar, llevaban algo de vello púbico -aunque el suyo estaba bien cuidado y rasurado, y se limitaba a una pequeña mata en el pubis- se lo eliminaron por completo. Una vez que todas estuvieron listas, las pusieron en fila y a cada una le colgaron, de la argolla de su collar, un número; a Mar le tocó el veinte, y supuso que las habrían ordenado según habían ido llegando al fuerte. Pues ella, si no era la última, debía de ser de las que menos tiempo llevaban allí.

Una vez numeradas les hicieron formar una fila de a una, sin seguir el mismo orden numérico, y así las sacaron al patio central del fuerte; donde el sol ya no daba de lleno, y se había congregado una gran cantidad de hombres. Los instructores dejaron allí, entremedio de aquellos hombres, a la veintena de chicas desnudas; y uno de ellos anunció que los compradores disponían de una hora para comprobar la mercancía, antes de la subasta. A partir de aquel momento las manos del medio centenar de hombres que, compradores o no, se habían reunido en aquel patio no pararon de tocar pechos, sexos, traseros, muslos, … Todos los rincones de aquellos cuerpos desnudos ofrecidos a su escrutinio; y, para poder revisarlos bien, en muchas ocasiones exigiendo antes a la esclava de turno que adoptase las posiciones más obscenas. A Mar le tocó tanta ración de magreos como a las demás; quizás incluso más, pues las dos “estrellas” de la exhibición parecían ser ella y la otra chica blanca: nunca tenían a su alrededor menos de media docena de curiosos. Lo que suponía al menos una docena de manos recorriendo sus desnudeces, y hurgando en todos sus rincones y orificios. Hubo un “admirador” en particular, un chico muy joven que a Mar le pareció imposible que fuese un comprador en potencia, que se dedicó a torturarla tanto como pudo; cuando no le pellizcaba los labios del sexo le mordía un pezón, o se lo estiraba. Así que, cuando uno de los instructores indicó que el tiempo de la inspección había terminado, y que las esclavas ya debían volver al interior, ella se lo agradeció en su fuero interno.

Mientras esperaban en un salón contiguo, Mar pudo ver como varios de los instructores montaban, en el lateral del patio donde el sol hacía más rato que no tocaba, una especie de tarima; una vez concluida los compradores se arremolinaron frente a ella, y las esclavas fueron sacadas de nuevo al patio, para ser colocadas junto a aquel estrado improvisado. Entonces comenzó la subasta: la primera en subir fue la negra espectacular que, el primer día de su estancia, le había hecho a Mar la manicura y pedicura. Lo hizo, para la gran sorpresa de Mar, con decisión y alegría; una vez arriba sonrió al público y, sin necesidad de que el subastador le dijese nada, se abrió de piernas y adelantó un poco su pelvis, exhibiendo una vulva perfecta que comenzó a acariciar. Para luego, sin abandonar esa posición, levantar usando ambas manos sus bien formados senos, y ofrecerlos al público. Ni que decir tiene que obtuvo una estruendosa ovación, y que las ofertas por ella empezaron a llover sobre el subastador; hasta que, dando una palmada sobre su atril, el hombre la declaró vendida. O al menos eso supuso Mar, pues todo se desarrolló en árabe, un idioma que ella no entendía; pero así parecía ser, porque la negra abandonó el estrado rápidamente, y lo hizo con la misma cara de felicidad con la que había subido a ser vendida.

Aunque no todas fueron así. A una negrita muy joven, por ejemplo, dos de los instructores tuvieron que arrastrarla al estrado, porque no era capaz de subir por sí sola. Y, una vez arriba, resultaba tan obvia la vergüenza que estaba pasando que, en vez de aplausos, lo que cosechó fueron risotadas; pero entre los dos instructores y el subastador lograron hacerle adoptar unas cuantas poses obscenas, y finalmente también fue vendida. Sin embargo, lo que más asustó a Mar fue lo que sucedió cuando le tocó el turno a la otra chica blanca; pues, aunque subió  allí por su propio pie y exhibió su cuerpo desnudo sin demasiado recato, el subastador debió de pensar que el precio alcanzado por ella no era bastante. Así que, cuando las ofertas empezaron a declinar, ordenó a la chica que se pusiera de perfil delante suyo, separase las piernas y tocase sus pies con las manos; y, cuando ella obedeció, le sacudió un golpe de vara en el trasero que por poco no la tira fuera del estrado. Pero con el que logró lo que buscaba: la chica comenzó a aullar de dolor, en sus blanquísimas nalgas apareció una profunda estría enrojecida que las cruzaba de lado a lado, y la puja, mientras iba sacudiéndole más y más golpes de vara, se animó otra vez. Hasta que, tras al menos una docena de varazos, el precio ofrecido le pareció suficiente, y la declaró vendida.

Conforme iban pasando sus compañeras, Mar se dio cuenta de que iba a ser la última; algo que, en una reacción que a ella misma la sorprendió, le produjo cierto orgullo, derivado de saberse el “plato fuerte” de la subasta. Así era, pues una vez que la esclava número diecinueve fue vendida el subastador comenzó un largo discurso, del que ella solo captó una palabra: “Isbania”; que supuso quería decir España. Cuando terminó, le hizo gesto de que subiera el estrado, y una vez allí Mar comenzó a hacer lo mismo que había visto hacer a las anteriores: exhibirse del modo más obsceno posible, mientras sonreía a los compradores. Algo que no hacía por otra razón que la de tratar de animar así la subasta, y evitar que el subastador, para lograr mejor precio, la emprendiese a golpes con ella. Pero, por más que Mar se comportó en escena con la mayor desvergüenza, exhibiendo -pese al rubor que invadía su cara- su sexo, sus pechos y su trasero de la forma más descarada que pudo, al final el hombre decidió que lo que le había funcionado antes bien, lo haría también con la otra esclava blanca; así que, tras ordenarle que se quedara quieta, comenzó a golpearla con aquella vara rígida en su vientre y en sus muslos. Con cada golpe arrancaba a la chica un grito de dolor, y a la vez lograba una exclamación de júbilo del público; así que se fue animando, y cada vez le pegaba más fuerte. Para cuando terminó de golpearla Mar estaba, además de por supuesto vendida, cubierta de varazos desde su ombligo hasta sus rodillas; los cuales dibujaban, sobre sus muslos y su vientre, un laberinto de marcas enrojecidas que le dolían una barbaridad.

Al bajar del estrado Ahmed estaba esperándola, con una cara mezcla de orgullo y de alegría. “Lo has hecho muy bien, la verdad es que no pensaba que por ti llegasen a pagar tanto; supongo que el hecho de ser blanca te hace más apetecible, pues por aquí no se ven demasiadas. Aunque tampoco te creas que eres única; contigo ya llevo enseñadas a media docena de españolas, como mínimo. Ahora ve a la cocina a cenar; luego te vendré a buscar para llevarte a descansar, y te pondré la pomada en esas heridas” . Mar quedó un poco extrañada, pues por alguna razón que ni ella misma entendía había creído que su nuevo dueño se la llevaría de allí enseguida, justo al terminar la subasta. Pero no fue así; de hecho, ni con ella ni con ninguna otra, pues en la cocina parecían estar todas sus compañeras; y un rato después, ya en el sótano y con excepción de las que tenían servicio en la cocina, cada una estaba metida en su jaula. Tampoco le dijo Ahmed nada al respecto; una vez que la tumbó en su catre, con los grilletes de sus muñecas unidos -como cada noche- a la argolla de su collar, le untó con cuidado aquella pomada en el vientre y los muslos, y se marchó. No sin antes sonreírle cuando comprobó, al ir a aplicar la pomada en el interior de sus muslos, que Mar estaba literalmente empapada.

X

Durante los dos siguientes días la rutina continuó inalterable; si acaso, el único cambio que Mar apreció tuvo que ver con el aparato en que pasaba las mañanas. Pues, en vez del Sybian, Ahmed le hizo probar otros dos: el primero, una especie de balancín con un gran falo incorporado, que penetraba la vagina de Mar hasta el fondo o casi la abandonaba cuando, sentada a horcajadas sobre el aparato, se balanceaba adelante y atrás. En el que pasó bastantes horas, empleando sucesivos tamaños de consolador progresivamente mayores y obteniendo incontables orgasmos; algunos de ellos cuando, tras cambiar de posición, el falo taladró su recto. El otro aparato era muy sencillo en apariencia, pero tenía mucha más tecnología: en un asiento similar a un sillón ginecológico se colocaba a la chica, y luego se le introducían sendos consoladores en la vagina y en el recto, conectados por un cable a una caja de control. Ambos se sujetaban con un cinturón, que a Mar le recordó al que llevaba por las noches aunque en cuero, y una vez conectados se activaban siguiendo un programa aparentemente aleatorio; pero, en realidad, destinado a extraer el máximo número de orgasmos de la mujer así penetrada, por medio de una combinación de vibración y electricidad y a lo largo de incontables horas.

El resto de ambos días fue como todos los anteriores: ducha, comida, ejercicio y masturbación en el patio, y después la cena. Pero la segunda noche, en vez de colocarle el cinturón y los consoladores y luego llevarla a dormir, al acabar la cena Ahmed le hizo seña de que la siguiera. Después de recorrer un dédalo de pasillos, ambos llegaron hasta un sector del fuerte en el que Mar nunca había estado, deteniéndose frente a una puerta a la que Ahmed llamó suavemente. Una voz en árabe contestó, y Ahmed la abrió; sin decir una sola palabra empujó a Mar al interior y volvió a cerrar, quedándose fuera. Era un salón bastante grande, decorado con sofás y cojines por todas partes, al estilo árabe; repartidos por ellos habría quizás media docena de hombres, la mayoría vestidos al modo occidental. Uno de ellos, alto, joven y de facciones angulosas, le habló en inglés: “Mañana temprano tu comprador mandará a buscarte. Así que solo nos queda esta noche para comprobar tus progresos. Acércate” . Cuando Mar se colocó a su lado el hombre le indicó que separase las piernas y, así que ella obedeció, le introdujo los dedos en la vagina, para comprobar cuanto dilataba; primero dos, y después los demás, hasta que todos menos el pulgar estaban dentro. Luego los sacó, y le acercó la mano a la boca para que le limpiase los dedos; lo que Mar hizo en el acto y con profusión de saliva, pues ya suponía qué era lo siguiente que le iban a hacer. Así fue: tras ordenarle que se diera media vuelta y que se inclinase hacia delante hasta tocar el suelo, el hombre hizo la misma prueba pero en su ano; donde logró introducir los cuatro dedos también, aunque arrancando a Mar algún gemido de dolor por la tensión en su esfínter.

Tras volver a lamer con todo detalle la mano de aquel hombre, Mar pasó el resto de la noche atendiendo a todo el grupo. Siguiendo las órdenes del que hacía de portavoz primero los desnudó, y luego los puso a todos bien erectos haciéndoles felaciones hasta el fondo de su garganta, demostrándoles lo que había aprendido con Ahmed; a continuación fue penetrada en sus dos orificios por todos ellos, tantas veces que perdió por completo la cuenta. Y con una energía considerable, pues eran hombres jóvenes, fuertes y bastante brutales; uno de ellos, mientras penetraba su sexo desde atrás dando fuertes y rápidos arreones, le agarró los pechos con tanta fuerza que le hizo mucho daño. Para cuando se cansaron Mar estaba también agotada, cubierta de semen e incluso bastante dolorida tras tanta penetración; pero sobre todo sorprendida, pues pese a tratarla con salvajismo le habían arrancado unos cuantos orgasmos. Aunque, pensó, quizás también fuera por eso. Sobre todo cuando dos de ellos la penetraron simultáneamente, uno por la vagina y el otro por el ano; jamás se lo habían hecho así, y tuvo la sensación de que, dentro de su vientre, los dos penes de aquellos hombres se frotaban entre sí, a través de sus membranas internas. Y, antes de que ambos invasores eyaculasen, logró no uno, sino dos orgasmos casi seguidos. Para cuando amaneció todos descansaban sobre los sofás, exhaustos; Mar se había quedado dormida en el suelo, acurrucada en posición fetal, y fue Ahmed quien, cuidando de no despertar a los hombres, sacudió con un pie su cuerpo desnudo hasta que logró que la chica despertase, se levantara y le siguiese afuera.

Caminaron por los pasillos, desiertos a aquella hora, hasta las duchas; donde Ahmed la lavó con esmero, para quitar de su cuerpo toda traza de la orgía de aquella noche. Lo hizo a fondo, introduciéndole en la vagina y en el ano sus dedos llenos de jabón, y luego un chorro de agua a cierta presión con una pequeña manguera; lo que hizo que Mar emitiese algunos gemidos que, más que de dolor, eran de incomodidad. Después la secó con cuidado, y una vez que la tuvo bien aseada unió a su espalda, empleando una especie de mosquetón, las argollas que sobresalían de los grilletes de sus dos muñecas. Así aprisionada la llevó de un brazo hasta el patio, donde la esperaba un todoterreno con una de las puertas de atrás abiertas, y dos hombres vestidos a la usanza árabe a sus lados; al llegar al vehículo Ahmed la sentó en el asiento trasero y, tras hacerle separar las piernas con una mano y acariciar durante unos instantes su sexo abierto y ofrecido, le colocó el cinturón de seguridad, le dijo “¡Suerte!” y se marchó por donde había venido. El hombre que aguardaba junto a la puerta la cerró y subió al asiento del copiloto, mientras el otro se situaba al volante; luego arrancaron, y poco después el fuerte se perdía en la distancia, oculto a la visión de Mar por una gran nube de polvo.

El trayecto fue bastante corto, no más allá de la media hora; el tiempo necesario para llegar, desde el fuerte, a la pista del aeropuerto de Tessalit, en la que al llegar Mar no vio avión alguno. Seguramente por eso el todoterreno se detuvo frente a una especie de almacén, igual de abandonado que el resto de aquel aeropuerto; de hecho lo único que allí había, en un lado del edificio, era un camión cargado de queroseno, esperando para repostar rápidamente el avión que vendría a recoger a la chica. Tan pronto pararon los dos hombres se apearon del vehículo, y el que iba de copiloto abrió la puerta trasera junto a la que Mar estaba sentada, soltándole acto seguido el cinturón; luego la hizo bajar cogiéndola del brazo con cierta brusquedad y, sin soltar su presa, la llevó a tirones hasta el interior del almacén. Allí la esperaba el conductor, y tan pronto como Mar estuvo frente a él el hombre empezó a hablarle, con cara de enfado, en una lengua que ella no entendía. No supo qué decir, e instantes después recibió de su interlocutor un puñetazo en el vientre; la chica se dobló hacia delante, gimiendo de dolor y sin lograr recuperar el resuello, pero el otro hombre la volvió a incorporar, levantándole la cabeza tirando hacia atrás de su pelo. Y así la mantuvo, sujetándola del pelo y por sus manos esposadas, mientras el primero descargaba sobre su vientre una auténtica lluvia de golpes. La pobre Mar no sabía qué hacer, y solo atinaba a decirle, entre sollozos y tanto en español como en inglés, “Pero, ¿qué es lo que quieres? Dímelo, por favor; haré lo que sea, te lo prometo, pero deja ya de pegarme…” .

De nada le sirvió; al contrario, su agresor comenzó a golpearla también en los pechos, mientras seguía gritándole algo que, para Mar, resultaba por completo incomprensible. Cada vez le hacía más daño, sobre todo cuando la golpeaba en los senos; pues aún los tenía muy doloridos por los golpes de pala que Ahmed les había administrado días atrás, y los manoseos de la víspera no habían hecho nada por mejorar su estado. En su desesperación, y dentro del poco margen que le permitían las manos esposadas a la espalda, decidió que solo tenía una salida: ofrecerse abiertamente a sus agresores, para así tratar de calmarlos. Por lo que, cuando notó que el otro hombre le soltaba el pelo, se dejó caer al suelo, tumbándose boca arriba sobre sus manos esposadas; y, una vez en esa posición, separó las piernas al máximo y levantó su pelvis tanto como pudo, ofreciendo a sus torturadores su sexo abierto. Mientras trataba de poner cara de excitación sexual; aunque lo cierto era que los golpes le habían quitado las pocas ganas de más sexo que le pudieran haber quedado. Sin embargo, el truco funcionó: el hombre, con una sonrisa, se quitó el pantalón y el calzoncillo, exhibiendo al hacerlo una erección muy considerable; tan pronto como se los hubo quitado se arrodilló en el suelo y, de un único y potente empujón, penetró el sexo de Mar hasta el fondo.

Lo que sucedió a partir de ahí seguiría sorprendiendo a la chica mucho tiempo después; pues aquel hombre la siguió taladrando tanto rato que, para ella, la cosa no tenía más que una explicación: debía de haber tomado alguna droga que retardase la eyaculación. Pues durante quince o veinte minutos estuvo entrando y saliendo de su vagina con una intensidad incomprensible, propia de quien está a punto de eyacular; sin embargo no fue así, y para cuando Mar alcanzó su segundo orgasmo -la fuerza de las embestidas, unida a los efectos de la droga que el DIU constantemente liberaba, no le dejaron otra opción- el pene de aquel animal, que cada vez parecía más y más duro, seguía taladrando su vagina con tal ímpetu que ya le empezaba a hacer daño. Al final, sin embargo, el hombre se rindió y dejó de empujar; retiró su miembro con cara de fastidio y comenzó a masturbarse furiosamente, mientras decía a su colega, esta vez en inglés, que era “su turno de follarla”, y de paso le sugería que lo probase por detrás: ”Esta puta necesita que le hagan mucho daño, ¿es que no te das cuenta?” . Tras mucho esfuerzo manual logró correrse, descargando sobre la cara de la chica una copiosa eyaculación; hecho lo cual, y sin duda para desahogar su ira, se dedicó a retorcer los pezones de Mar, hasta que logró que ella volviese a gritar con todas sus fuerzas. Tras lo que se incorporó y, después de limpiarse con cuidado el pene usando el cabello de su víctima, le dio una patada en el costado, se subió los pantalones, abrochó la cremallera y salió del almacén.

Mar se quedó allí sola con el otro hombre, quien no parecía en absoluto interesado en penetrarla; al menos no con su miembro, pues no hizo ademán alguno de bajarse los pantalones. Pero lo que sí hizo provocó que la chica comenzase otra vez a gritar, presa del pánico: sacó de un bolsillo una navaja, la abrió y la acercó al pezón derecho de Mar, con el que empezó a juguetear mientras le decía “Igual en destino se enfadan si te entregamos sin pezones, pero siempre podemos decir que ya saliste así del fuerte; ¿tú cómo lo ves?” . Ella estaba tan asustada que no podía ni gritar, viendo aquella hoja afilada apoyada en su pezón, y moviéndolo de lado a lado; así que se quedó inmóvil, y aun más cuando el hombre bajó la navaja hasta su sexo, apoyó la punta en uno de labios mayores de su vulva y le dijo “Te gusta ser penetrada, ¿verdad? Aunque seguro que nunca has hecho el amor con una navaja; te garantizo que es algo único. Vamos, porque no lo puedes hacer más que una sola vez en tu vida…” . La risa histérica que siguió a este comentario terminó de convencer a Mar de que aquel hombre era un auténtico psicópata; pero, para cuando la navaja ya se insinuaba entre los labios de su sexo, sucedieron dos cosas que vinieron a salvarla: pues primero se oyó el inconfundible sonido de un reactor aterrizando, y al poco se abrió la puerta del almacén, y apareció su violador de un rato antes. El cual miró a su compañero y le dijo algo en un idioma que Mar no comprendió; pero que fue suficiente como para que el otro guardase la navaja, poniendo cara de fastidio, y la levantase del suelo tirando de uno de sus brazos.

Entre los dos, uno por cada brazo, sacaron a Mar hasta la pista de aterrizaje; donde un reactor pequeño, de los que se usan para vuelos privados, acababa de detenerse frente al almacén y empezaba a repostar. La llevaron hasta la puerta del avión casi a rastras, con toda la brutalidad de que eran capaces; la pobre chica tenía la sensación de que iban a arrancarle ambos brazos, pues avanzaba además en una posición realmente incómoda, al estar esposada con las manos detrás. Eso por no decir que sus pies descalzos sufrían lo indecible sobre aquel asfalto ardiente; y no solo lo hacían sus pies: el sol, que a aquella hora ya calentaba con toda su fuerza, provocaba que su cuerpo desnudo se cubriese de gotas de sudor con aquel esfuerzo. Así que, cuando por fin entró en la cabina del aparato, tras subir una corta escalera, la sensación de frescor del aire acondicionado le provocó incluso algún escalofrío; pero se dejó hacer con paciencia cuando un auxiliar de vuelo, elegantemente uniformado, frotó todo su cuerpo desnudo con un paño fresco, algo húmedo, para quitarle el sudor. Entreteniéndose sobre todo en su sexo, pues le hizo separar las piernas para poder limpiar con todo detalle sus labios mayores, así como el interior de su vulva. Luego, y siempre sin soltarle las manos que seguía llevando sujetas a la espalda, la sentó en una de las butacas, le ató el cinturón de seguridad y, como último detalle, le separó las rodillas tanto como el ancho asiento permitía; para finalmente guiñarle un ojo y, en inglés, decirle “¡Disfrute su vuelo!” .