Historia de dos chavales (6)

Luisito y Quico no pueden ser más diferentes. El primero es listo, rico y trabajador. El segundo, grande, paradote y no muy espabilado. Pero los dos quieren lo mismo. Esta es su historia. La de ellos y la de la joven profesora que les enseñó todo, todo, todo.

A Inmaculada Quico ya le había advertido el día anterior que sólo podría venir su padre, ya que su madre estaba de viaje. El padre de Quico se llamaba Pedro y no era regordete como su hijo, aunque también llevaba gafas y tenía el mismo aspecto timidote de su hijo.

Pedro no estaba preparado para aquello. Su hijo no le había advertido que la nueva profesora que quería hablar con él era tan bonita y sexy. Su vástago tampoco le había preparado para aquel cuerpo que mareaba sólo de mirarlo de tantas curvas. Ni para aquellas piernas de pantorrillas moldeadas por el diablo encima de aquellos zapatos de tacón. Ni para el vestido aparentemente formal en color crema y detalles marrones con una falda de tubo que llegaba justo hasta las rodillas, con un corte por delante y que dibujaba perfectamente toda aquella esplendorosa silueta, ajustándose a las caderas, ciñendo el talle y luego subiendo hasta recoger el busto en un escote cuadrado por donde, al apretarse de una manera verdaderamente demoníaca, sujetaba el busto y mostraba los dos pechos juntos, pegados, firmes y tan enormes como siempre.

La propia Inmaculada se preguntó si no se había puesto demasiado atractiva para hablar con aquel padre. Pero era un tema tan delicado que prefería que el padre la viese menos como una institutriz gruñona y más como un ángel que venía a ayudar a su familia. La escuela ya estaba vacía porque eran las 8 de la tarde. Y además, era la primera vez que se arreglaba por algo que no tenía nada que ver con Kraus.

Inmaculada le dio la mano saludándolo, luego pensó que con demasiada energía, porque con el fuerte apretón sus pechos subieron y bajaron rítmicamente en el escote.

–Hola, soy Inmaculada, la nueva tutora de Quico.

–Yo soy, Pedro, su padre.

–Esto encantada de conocerle.

–Mientras le esperábamos Quico ha estado preparando el caramelo líquido para la clase de Hogar de mañana, en la que les enseñaré a hacer un flan.

–Bien.

El padre se sentó en un pupitre. Inmaculada, para quitarle formalidad al asunto cogió la carpeta de cartón donde tenía el informe y optó por sentarse encima de la mesa de otro de los pupitres. Luego cruzó las piernas, como era su costumbre, pero al estar sentada mucho más alta que Pedro le ofreció al atribulado padre una magnífica perspectiva de la cara interior de sus muslos, donde una línea horizontal marcaba la frontera entre las medias transparentes y las piernas desnudas por donde corría el liguero.

–Ya veo que su madre no ha podido venir.

–Bien, su madre es antropóloga y realiza abundantes viajes al África Central. Ahora está en el último de ellos.

–Y que estudia.

–Ejem.. Bueno, me da un poco de vergüenza.

–No se corte –dijo ella con una sonrisa- somos adultos sin pudores adolescentes.

-La verdad es que está estudiando las costumbres sexuales de los pueblos tribales.

–¡Oh! -calló un momento sorprendida– Y mientras ella estudia la sexualidad de esos nativos superdotados... quiero decir... subdesarrollados… no sé en qué estaba pensando, usted aquí... solo…

–Pues sí, pero alguien tiene que quedarse con Quico. A su edad no sería bueno que estuviese por África, hay que pensar en sus estudios.

–Bueno, supongo que cuando su esposa vuelve le recompensa con creces.

Pedro suspiró:

–Pues no crea. ¡Llega tan cansada de sus viajes que no está para nada!

Inmaculada en ese momento se dio cuenta que, sin querer la conversación estaba subiendo de tono. No era su intención:

–¡Uy, pensará usted que soy una chismosa!

-No, por Dios.

Por suerte en ese momento llegó Quico con una enorme bandeja de caramelo líquido.

-¿Le parece que ya está en su punto, señorita?

Pedro vio como la joven profesora metía el dedo índice en el caramelo líquido y lo chupaba de la manera más sensual que pudiese imaginar.

–Todavía no está en su punto. Tendrás que seguir –y luego dirigiéndose al padre- ¿A usted le gusta el caramelo líquido?

–Me vuelve loco.

–Pues pruebe, pruebe.

Pedro se levantó. El caramelo tenía un aspecto delicioso pero se encogió de hombros.

–No tengo cubierto.

–¡Es igual hombre! ¡Ahora no nos ve nadie!

–No sé.

Entonces Inmaculada pensó que a aquel pobre hombre al que le negaban lo placeres de la carne no le iban a quitar también los de la buena mesa, y menos por culpa de ella. Ni corta ni perezosa volvió a meter el dedo en la bandeja y se lo tendió a Pedro.

-¡Vamos, no sea tímido!

Pedro chupó el dedo. Lo hizo lentamente, regodeándose, mientras se notaba cada vez más excitado. Bajando y subiendo. Al final fue Inmaculada la que sacó el dedo de su boca.

–En fin a lo que íbamos. Quico, por favor trae la botella de vino francés para que tu padre conozca la hospitalidad de Nuestra Señora Generosa.

–Voy.

–Bueno, le he preparado un informe...

Pero en ese momento la carpeta de cartón resbaló de su regazo y los papeles se esturrearon por el suelo.

–Perdone, ahora lo recojo.

Pedro se agachó con ella para ayudarla. En cuclillas la abertura delantera de la falda de Inmaculada dejaba ver no ya las piernas en todo su esplendor, sino mucho más allá, como su pubis moreno a través de su braguita semitransparente. Cuando se pusieron de pie y Inmaculada le entregó la carpeta, Pedro ya estaba como una moto.

Quico llegó con el vino. La botella estaba medio vacía. El chico llenó las copas mientras su padre leía el informe. Cuando ya se iba, Inmaculada, dulcemente, le llamó la atención.

–Quico ¿qué te he dicho varias veces?

–Que no coma chicle en clase.

–Pues ya sabes. ¡Tíralo inmediatamente!

–Pero señorita...

–¡He dicho que inmediatamente!

Quico obedeció sin que Inmaculada, que volvía a sonreír a su padre, se diese cuenta que lo escupía en el suelo, allí mismo.

–Pero aquí dice que mi hijo es un maníaco –objetó el padre cuando el chico ya se había alejado.

–No hay que alarmarse. Nada que no pueda arreglarse con un poco de comprensión y facilitándole actividades que le mantengan ocupado.

–Pero el informe asegura que ha intentado asaltarla dos veces.

–Sí es cierto, pero en ambos caso personas generosas que estaban a mi lado me han permitido reconducir la situación. Una es una profesional... del magisterio. Este vino es estupendo–.  Inmaculada se volvió a llenar la copa, pero al acabar la botella ya estaba vacía. En ese momento volvió Quico con la bandeja de caramelo líquido:

–Ahora está bien, seguro.

Inmaculada lo volvió a probar y esta vez se deleitó a posta chupándose el dedo corazón y viendo como el padre de Quico hacía esfuerzos para disimular su excitación. El vino se le estaba subiendo un poco a la cabeza, no podía dejar de pensar en aquel pobre hombre condenado a las abstinencia mientras su mujer estaba en algún país tropical comprobando si los indígenas cumplían o no cumplían.

–Sí, ahora está bien. Pero Quico, quiero que traigas otra botella de vino.

–Pero tendré que abrirla.

–Pues la abres. Que esto es un colegio de pago.

–Por mi no se moleste.

–Usted, calle, que es un invitado.

Quico dejó la bandeja sobre la mesa del pupitre donde estaba sentado su padre y volvió resoplando con la botella. Inmaculada, que siempre había despreciado las clases de Hogar no perdió la ocasión para colgarse una medalla.

–Mucha gente dice que las clases de Hogar son sólo una pérdida de tiempo, pero no es verdad. Los chicos, aprenden a desenvolverse en casa -Quico empezó a descorchar la botella–. Les hacer ser más independientes.

–Señorita, no se abre.

–Venga, tira fuerte.

El sacacorchos ya estaba hundido al máximo. Con la dos paletas laterales recogidas en forma de flecha. Pero se negaba a salir a pesar de que Quico estaba tirando con todas sus fuerzas.

Inmaculada pensó que ahora no podía quedar mal. Se puso de pie y se inclinó sobre Quico para animarle sin darse cuenta que acababa de pisar el chicle que antes ella misma le había ordenado escupir al chico. Como siempre que se inclinaba para ayudar a Quico lo único que aportó fue el ponerle el escote en las narices.

–Venga, Quico. Un esfuerzo más -y levantó la cabeza para sonreír al padre y tranquilizarle:

–Además, son clases que luego previenen multitud de accidentes domésticos–. En ese momento Quico profirió un grito salvaje:

–¡Yiiiaahhhh! -y en ese instante el corcho cedió y salió despedido hacia atrás. Pero, a causa de la imprudencia de Inmaculada al acercarse tanto a Quico, una de las paletas del sacacorchos enganchó en el borde de su escote. Habría sido sólo un desgarrón sin importancia pero como Quico estaba haciendo tanta fuerza perdió el equilibrio hacia atrás y cayó como un peso muerto. Total que lo que hubiera podido ser un pequeño descosido acabó arrancándole a Inmaculada el vestido de cuajo: Raaaassss.

–¡Quico, otra vez no!

Quico aterrizó en el suelo. Del vestido crema a Inmaculada le quedaban unos jirones alrededor de los hombros, los pechos desnudos, las piernas macizas cubiertas por aquellas medias transparentes. Pedro se puso de pie para ayudarla pero Inmaculada quiso avanzar hacia los restos de su vestido para cubrirse. Sin embargo el zapato enganchado en el chicle le hizo perder el equilibrio. Ya caía de espaldas cuando su mano derecha atinó agarrarse a algo. Desgraciadamente fue al asa de la bandeja de caramelo líquido, que le cayó por encima de todo el cuerpo. Cuando ya se iba de bruces contra el suelo, Pedro logró sujetarla por la cintura, pero esta había vuelto tan resbaladiza por el caramelo que Inmaculada se le escapó y él se quedó con las finísimas bragas de la maestra desgarradas y en la mano.

Pedro se quedó de pie en el suelo. Miró a su hijo y le preguntó:

–¿Estás bien?

–Sí, papá.

Entonces se acercó a él y le dijo al oído:

–Hijo, pase lo que pase te comprendo perfectamente. Ahora haz ver que te alejas y no pierdas detalle de lo que va a enseñarte tu padre. Vete a un sitio donde puedas ver pero no podamos ni verte ni oírte.

Quico se fue hasta las instalaciones de la cocina. Pedro se volvió. En el suelo, todo pringoso, estaba Inmaculada, bellísima, cubierta de caramelo líquido que hacía brillar todavía más las rotundidades de su cuerpo. Pedro se arrodilló y empezó a acariciarle el cuerpo.

–Estas caídas son muy malas, no vaya ha haberse hecho daño.

–Estoy tan avergonzada.

–No pasa nada. Usted tiene razón. Mi hijo la ataca, acabo de verlo.

–¿Pero usted entiende por qué? -preguntó ella mientras él empezaba a lamer el caramelo líquido de los pechos- ¿Pero qué hace?

–Comprobar lo que usted dice. Este caramelo está en su punto. Y respecto a lo otro yo creo que al chico le perjudica no tener una imagen de su padre como un referente claro, fuerte. Un ejemplo de masculinidad. Pero ¿cómo voy a conseguirlo si nunca puedo estar con mi mujer? ¿La molesto?

–No, si me he puesto tan perdida que ya me va bien, ya... Pero usted cree que si yo... Sí, tiene razón. Con esa vida sexual que lleva usted es imposible que el chico tenga nada claro–. Inmaculada le besó, un beso largo, donde las lenguas se cruzaron. Luego condujo la cabeza de Pedro para que le siguiese lamiendo los pechos, el cuerpo, el ombligo, el coño entero.

–Pero que hace, señorita, que no me voy a poder controlar.

–No se controle, no se controle.

–Pero soy un honesto padre de familia.

–Y yo, una profesora de escuela católica, modelo de castidad y contención. Pero haga como yo, piense en el pobre Quico. Los dos hemos de sacrificarnos.

–Sí, tiene usted razón. –y su padre se la hundió mientras Inmaculada gritaba de placer y Quico no se perdía detalle.  Ahora a la pobre Inma además de la razón le estaban dando candela, pero bien, bien, bien. Por suerte, cuando Genero, el bedel, abrió la puerta y los sorprendió en plena faena ella ya había llegado al orgasmo dos veces.