Historia de dos chavales (4)

Luisito y Quico no pueden ser más diferentes. El primero es listo, rico y trabajador. El segundo, grande, paradote y no muy espabilado. Pero los dos quieren lo mismo. Esta es su historia. La de ellos y la de la joven profesora que les enseñó todo, todo, todo.

Al día siguiente Inmaculada entró en el despacho del director. Tenía órdenes de haberlo hecho el día anterior, pero en el estado en que la encontró Genaro le pareció mucho más prudente esperar veinticuatro horas, aunque eso supusiese recibir una cierta bronca.

Pero Inmaculada contaba ahora con unas armas de mujer que hasta hacía nada desconocía y con las que pensaba atenuar el legítimo enfado del director del colegio por el retraso. Había cuidado especialmente su aspecto. Un traje chaqueta en color teja. La minifalda muy corta y finísima, tanto, que se ceñía a cada milímetro de su cuerpo. El pelo recogido y las gafas mantenían un cierto aire inocente. Pero los zapatos de tacón –haciendo juego con el traje chaqueta– no dejaban lugar a dudas: aquellas piernas esculturales eran de una mujer orgullosa de serlo. La chaqueta permitía adivinar un escote profundo. La guinda era un nuevo perfume de rosas, que resultó más fuerte de lo previsto.

–¡La llamé ayer y se presenta hoy! ¿Cree que así se puede dirigir un colegio? ¿Le parece bonito?

Con aquel recibimiento Inmaculada se dio cuenta que tendría que jugar un poco más fuerte. Sin embargo no quería acabar haciendo el amor con él como la otra vez, aunque el director era un hombre maduro pero atractivo. Sólo pretendía salir mejor parada de una bronca merecida. Por eso comentó como si nada:

–¡Uf! ¡Vaya calor que hace aquí! ¿Le importa que me saque la chaqueta? –y se la sacó como si nada, como si debajo no llevase sólo aquel body blanco con los hombros descubiertos, apretadísimo contra su pechos rotundos, que se dibujaban debajo de la finísima tela blanca como si estuvieran dibujados en papel carbón. Entonces se sentó en uno de los divanes que había frente a la mesa del director y cruzó las piernas. Al hacerlo la minifalda se subió lo bastante como para que el director viese el final de las medias transparentes, estirado sobre el muslo por el sujetaligas. Modosita como siempre, Inmaculada estiró del borde la falda y cubrió el punto conflictivo. Pero ella sabía que ya daba igual. El director sabía que estaba allí, y ahora se pasaría todo el tiempo jugando a adivinar bajo la ajustada falda las líneas que dibujaría el sujetaligas y el resto de su ropa interior.

–¿Decía algo, señor director?

El director se esforzó en cerrar la boca para luego poder hablar.

-Decía... bueno... que parece bonita, digo que parece bonito... Bueno en fin, que ahora ya ni me acuerdo para que la llamé. Pero parece que ayer, por lo que me contó Genaro, tuvo usted un problemilla.

–Pues sí. Pero no por culpa mía. Yo soy una profesional. El caso es que un chico en esa edad en que tienen problemas...

–¿Problemas? ¡Pero si Genero me dijo que esta usted semidesnuda! ¡Sólo tenía que contonearse un poco, por Dios!

–Bueno, no hay que exagerar. Ya sabe como son los chavales de esa edad. Las hormonas...

–¡Ni hormonas ni leches! ¡Yo ya he tomado mis medidas!

El director señaló hacia un lado del enorme despacho. Allí estaba Quico de rodillas y cara a la biblioteca, aguantando sobre los brazos en cruz dos diccionarios.

–Y ahora podrá ver usted lo que es un castigo ejemplar en el colegio Nuestra Madre Generosa –y se puso de pie iracundo. Entonces Inmaculada vio por primera vez la fusta, de cuero negro, con una tira hebillada que colgaba del mango, que era blandida con furia. Inmaculada, como maestra, no podía permitirlo. Aunque creía que aquel chico era un sátiro era una firme defensora de erradicar los castigos corporales. Además ella también se lo había pasado bien ayer, una vez superada la sorpresa y se sentiría muy culpable si por un momento de debilidad suya, del que no podía culpar completamente a aquel chico, se derivase para él un perjuicio físico.

–¡Oh! –y se llevó una mano a la barbilla poniendo la boquita en esa forma de O que ya sabía que volvía locos a los hombres–¡Pobrecito!

–¿Pobrecito? ¡Pero si es un degenerado!

Inmaculada se levantó y corrió sobre sus tacones hasta el director. Le sujetó el brazo y pegó su cuerpo a su jefe. Notó su el cuerpo del hombre muy caliente y eso la excitó. Sintió que sus pezones, en contacto con el pecho del hombre, se ponían duros. Pero no quería perder el control, sólo ser amable con él y enseñarle algo de anatomía porque mientras estuviese ocupado no pegaría al chico.

–Por favor. No lo haga. Seguro que es un chico con problemas, que necesita una terapia. Quizás se debería hablar con sus padres. Yo lo haré esta semana, con su permiso, para tratar el tema con la sensibilidad necesaria.

–Bueno, porque me lo pide usted, que si no...

–No se arrepentirá. Fíjese bien.

Y sí que se fijó. Porque Inmaculada se encaminó hasta Quico con unos golpes de cadera que hubieran podido detener un marcapasos. La faldita se le pegaba al trasero de una manera que permitía adivinar la minúscula lencería íntima y las tiras del sujetaligas que corrían por sus caderas. Como sabía que no se estaba perdiendo detalle. Inmaculada dejó las piernas rectas y firmes separándolas poco pero lo máximo que le permitía la faldilla, tensándola al máximo.

-Eh, Quico, vuélvete.

Quico se volvió pero manteniéndose de rodillas.

Entonces ella se combó sobre él, tomando una inclinación cercana a los 90º. Todo para que la faldilla, tan ceñida, se le subiese por detrás y el director recibiese como premio sus muslos desnudos justo donde las medias transparentes se acababan y empezaba la carrera de los sujetaligas. Sin embargo no podía hacer eso sin volcar sobre el pobre Quico el vergel de aquellos pechazos y aquel escote, que dejaba a la vista casi un palmo de canalillo. Con aquella turbadora visión a Quico le llegó un vaharada del perfume de ella, a rosas, a él que era alérgico a la primavera, las flores y las rosas en particular. Casi ni pudo oírla cuando ella le preguntó:

-¿A que estás arrepentido?

-Mucho -llegó a balbucir.

Ella se puso otra vez horizontal y giró la cabeza hacia atrás:

-¿Lo ve, señor director?

-Lo veo, lo veo -pero evidentemente no hablaban de lo mismo. O tal vez sí. Porque ella se volvió a inclinar otra vez, incluso más que la otra vez, para que el director pudiese ver el inicio moreno y redondeado de sus nalgas. Ella le cogió un diccionario. Y luego se volvió a inclinar para coger el otro. El director se había quedado mudo de aquella improvisada clase de aeróbic en su despacho.

–Ponte de pie, Quico. ¿Por cierto? ¿Dónde van estos diccionarios?

–En el hueco de arriba, en la estantería –dijo el director entre dientes.

–Muy alto para el chico. Ya los coloco yo. Venga, Quico, aguanta éste, mientras yo coloco el otro.

Inmaculada sólo quería compensar un poco más al director por haber aplacado su furia. Por eso sacó hacia fuera el culo mientras levantaba el libro hacia un lugar que a la postre también resultó demasiado elevado para ella. Y eso que en su tesón se pegó tanto a la biblioteca que al principio no se dio cuenta que entre ella y el mueble estaba el atribulado Quico, al que el perfume de agua de rosas estaba empezando a marear. Al final fue el sostenerla y no enmendarla de Inmaculada lo que llevó a todos al desastre. A más se estiraba hacia arriba más pegaba contra la cara de Quico aquellos pechos de infarto, tanto que al chico las gafas se le nublaron de vaho. El perfume era cada vez más intenso, se le pegaba a la piel, se le metía por la garganta. Y aquellos pechos estaban duros como piedras. En ese momento Inmaculada se apercibió de que a lo mejor estaba haciendo una inconveniencia, pero pensó que el director no era el único que podía aprovecharse de la situación y que era más democrático dejar algo al pobre chaval.

Por fin, de puntillas sobre sus tacones, pudo colocar el libro, pero todavía quedaba más libro fuera que dentro del estante. Entonces empezó a dar pequeños saltitos para, a cada salto empujar un poco el libro con dos dedos. Y a cada salto el director se volvía loco, porque la minifalda se le subía unos milímetros y lo mismo le pasaba a Quico. Porque con los saltos los pechos de Inmaculada no hacían más que subir y bajar mientras que el body sólo se bajaba y se bajaba. Hasta que en un momento determinado, con el pezón derecho, del color de las pasas, a punto de salirse, Quico no pudo más.

–¡Ya está el primero!

–¡AAAAtchuuuummmm!

Fue un estornudo atómico. Quico no pudo evitar y enganchar con su barbilla el borde del body al mismo tiempo que Inmaculada daba un respingo y arqueaba hacia dentro su espalda, de manera que sus pechos saltaron a la luz.

–¡Pero Quico...!

–¡Cerdo! ¡Obseso! ¡Yo lo mato!

El director Kraus, más loco de celos de lo que le había dejado Genaro con su reporte, empezó a perseguir a Quico a golpe de fusta y el chico se protegía como podía. Inmaculada todavía no sabía si el chaval lo había hecho a posta o si todo había sido un accidente. Pero decidió aprovechar su estado de semidesnudez para librarlo de una paliza, que, otra vez, en parte, podía ser culpa suya. Así se interpuso de nuevo entre el alumno y el crispado director, mientras Quico aprovechaba el lapsus para esconderse debajo de la mesa.

–¡Cálmese, señor director! ¡Hay que intentar comprender al chico!

–¿Comprenderle! ¡Lo que voy a hacer es sacarle todos sus obsesiones junto con su piel a tiras!

–Sí, ya sabe que la adolescencia es un período difícil. Los chicos necesitan apoyo para controlar sus impulsos sexuales. Hay que observar las razones, profundas, contemplar todas las causas... Como hacemos con Luisito. No podemos hacer con uno una cosa y con otro otra.

El director se detuvo un momento observando aquellos magníficos pechos desnudos. Pero al momento volvió a levantar la fusta:

–Usted haga lo que quiera. Pero yo lo mato.

Inmaculada suspiró. Era obvio que tendría que sacrificarse del todo. Estaba excitada, sí, pero sólo pensaba llegar hasta el final por razones pedagógicas. Estaban ya muy cerca así que sólo tuvo que dar un paso para pegarse a él, abrazarlo y decirle mientras le acariciaba la cabeza.

–Tranquilo, tranquilo. Que somos maestros del siglo XXI. Somos profesionales que sabemos dominar nuestros más bajos instintos.

Él bajó la fusta y con el otro brazo le acarició la espalda. Pero Inmaculada le notaba todavía los músculos duros. Estaba tenso. Inmaculada debía  hacer algo más. Aprovechando que había bajado la guardia momentáneamente prendió la tira con la hebilla que colgaba del mango de la fusta de un botón lateral de su falda:

–Uy, me ha enganchado la minifalda.

–Deje, ya se la saco.

–No. Que no quiero que se rompa –estaban muy cerca de la mesa–. Hágame caso, Kraus, deje que me vuelva –ella se giró y le dio la espalda–. Deje que me la suba –y se la remangó con las dos manos dejando a la vista primero los muslos, el sujetaligas y luego todo el culo, con unas braguitas minúsculas y puntilladas, de color tostado, como los sujetaligas –¿A que ahora lo ve mucho más claro para sacármela?

–Sí, ahora será más fácil.

La mano izquierda repasaba aquellos muslos duros, tiraba del liguero. Con la derecha dio dos tirones suaves de la fusta, pero no pudo sacarla. Estaba demasiado nervioso. Dejó la fusta que cayó a peso muerto sobre una de sus piernas.

–Uy, ¿la saca ya?

–Ya, ya la estoy sacando –dijo cuando en realidad lo que  se llevaba entre manos era otra cosa

Ella se abrió de piernas y de pie como estaba se volvió a combar hasta que se aguantó con las manos sobre la mesa.

–¿Puede ahora? La verdad es que no entiendo a ese pobre chico. Parece como si cada vez que me viera se volviese loco. ¿Usted lo entiende?

–Creo que empiezo a comprenderlo, señorita Inmaculada -le comentó el director mientras su mano subía por las redondeadas nalgas, ya todas húmedas, y jugueteaba con aquellas braguitas.

–Pero, señor director ¿por qué me las está bajando? ¿Cree que es necesario?

–Es que son tan finas que no quisiera romperlas con alguna brusquedad.

–Ay, usted si que es prudente. Un ejemplo de moderación, de mesura, de dominio, de... ¡Ahhhhh! … de polla!

El director acababa de endiñársela por detrás. Y a cada embate las rodillas de Inmaculada se doblaban, los brazos cedían y los pechos se bamboleaban que era un contento.

–Pare, Kraus. Tenga misericordia. Va a pensar usted que soy una golfa.

–¿Una golfa? ¡Para nada!

–Pero piense en su honor, en el chico…

–El chico se ha largado con el rabo entre las piernas.

–¡Pues como yo! –lamentó la pobre Inma entre jadeo y jadeo. Intentando que cada embate sus brazos se mantuvieran firmes apoyados en la noble mesa de roble..

Y éste era el espectáculo que Quico podía ver desde debajo de la mesa. No la cara de Inmaculada, que la tenía sobre la mesa, sino todo el resto: un festín para la vista.

-Pero... uhhhhh, señor director... mmmmmmnnnnnn.... uy... que lo que está haciendo... oh, ooohhh, uuoohh.... no es sacar, es meter, ummmm, ummm, mmmmnnnnn

-Es lo que yo digo siempre, que antes de sacar hay que meterla.

-¡Uuuaaaahhhh! Usted sí que sabe.

Inmaculada gozó como una loca. Pero sólo se corrió cuando los brazos cedieron y de una de las acometidas su torso se fue contra el borde de la mesa. En ese momento los pechos quedaron tan cerca de Quico que el chico no pudo resistir la tentación de lamerle desde debajo de la mesa los duros pezones a su nueva y sorprendente maestra y llevarla así hasta el delirio.