Historia de dos chavales (3)

Luisito y Quico no pueden ser más diferentes. El primero es listo, rico y trabajador. El segundo, grande, paradote y no muy espabilado. Pero los dos quieren lo mismo. Esta es su historia. La de ellos y la de la joven profesora que les enseñó todo, todo, todo.

Como su contrato era temporal decidió que por nada del mundo podía fallarle al director si quería renovar. Así que Inmaculada optó por ir vestida lo más agresiva posible. Después de todo su primera clase de hogar y a lo mejor Luisito no estaba.

Luisito le pareció la mar de majo. A pesar de los accidentes, de su baja estatura. Pero la pobre Inma desconocía que el chico se las sabía todas. Por eso estaba en clase de Hogar. Una asignatura optativa, mucho más descansada que manualidades.  Se olvidó de todas las chicas de inmediato cuando vio aquel monumento entrar por la puerta. Inmaculada se había optado por una falda azul plisada y con mucho vuelo. Una blusa amarilla a topos blancos muy escotada y medias amarillas con liguero y sujetaligas haciendo juego con una ropa interior también amarilla y muy provocativa. No faltaban, claro está los tacones altísimos.

Su compañero era Quico, un chico tímido, grandote, regordete y con gafas, a la que la sola presencia de la nueva profesora puso muy nervioso.

Luisito vio la jugada perfecta. Como la nueva profesora no conocía a nadie hacerse pasar por el bueno y dejar a Quico el honor de ser el rebelde del aula.

Durante la clase practicaron hacer unos pastelillos. Quico cada vez que Inmaculada se inclinaba sobre su bollo para ver como le estaba quedando la pasta del hojaldre empezaba a tartamudear al ver aquellos melones enormes inclinándose hacia él. Además Luisito le hacía dudar cada dos por tres y Quico tenía que levantar la mano y obligaba a la guapa profesora a ir hasta su pupitre e inclinarse todavía más que la vez anterior, sin preocuparse de si quedaba a la vista su provocativa ropa interior. Total sólo eran unos niños... de dieciséis años.

Llegó el momento de meter los pastelillos en el horno. Como tardarían unos quince minutos Inmaculada dio permiso a todos para ir al patio. ¿Todos? No, dos voluntarios se ofrecieron a ayudarla a preparar la clara batida que haría falta para la segunda parte de la clase.

Luisito observó fijamente a Inmaculada, que parecía cada vez más sofocada por el enorme calor que irradiaba el horno. Bufaba, se abanicaba con unos apuntes y se desabrochó dos botones de su escotada blusa. Como mientras pasaba eso batía huevos sus pechos no dejaban de moverse al compás del ritmo que imprimía al brazo. Resultaba muy excitante. Luisito le susurró al oído a Quico:

–Parece que la nueva profesora está agobiada por el calor. Será mejor que le expliques cómo se pone en marcha el aire acondicionado. Es el típico detalle que te hará mejorar tu promedio de notas.

–Pero es que no sé cómo funciona.

–Muy fácil, Quico. Y de paso se lo enseñas a ella. Primero enciendes el PLAY y llevas al máximo, al 10, el botón regulador. Si no funciona, déjalo al máximo pero aprieta el botón verde.

–Bueno, si tú lo dices –y alzando la voz–: Señorita, aquí hace mucho calor. Si quiere le enseño cómo funciona el aire acondicionado.

–Bien –comentó Inmaculada francamente aliviada– por fin me vas a enseñar algo tú a mí, aunque no sea en literatura.

Quico se levantó y se plantó ante el aparato, que estaba en la pared, situado a la altura de la cintura. Inmaculada se levantó también y se colocó junto a Quico. Tan cerca que él pudo sentir su perfume y de reojo mirar hacia su escote, con los tres botones abiertos, por donde se adivinaba aquel maná de abundancia.

–Bien, veamos.

–Primero, señorita, se aprieta el PLAY.

–Que bien, ya se nota una fresca brisa.

–Y ahora se pone el regulador al máximo.

Y contra lo que pensaba Inmaculada fue ella la que volvió a enseñar algo a los dos chicos. Porque del aparato surgió una ventolera directa a su falda plisada que se le arremolinó a la cintura en unos segundos.

–¡Pero qué haces? ¡Para eso! –gritaba Inmaculada mientras intentaba inútilmente que los chicos no viesen sus esculturales piernas, su culo de infarto, con aquellas braguitas amarillas y medias y sujetaligas haciendo juego.

En un primer momento Quico no supo qué hacer. Sólo podía mirar embobado aquel espectáculo junto a él, mientras Luisito se refocilaba desde su pupitre.

–¡Te he dicho que pares eso!

–Creo que es aquí señorita -dijo Quico, que tal como le había indicado Luisito apretó el botón verde.

–¡Imbécil! ¡Eso es el extractor!

En efecto. El aparato de ventilación invirtió toda su potencia y desgraciadamente succionó todo lo que estaba a su alcance, lo primero la juguetona falda plisada de la sexy profesora. Atrapó una punta y ya no la soltó. Inmaculada intentó sujetarla pero fue inútil. En medio minuto la presilla del cierre ya había saltado y ella había perdido su falda a manos de una especie de aspirador. Apartó a Quico de un manotazo y se arrodilló junto al aparato intentando detenerlo pero sólo sirvió para que se quedase con uno de los desvencijados mandos en la mano y para que aquella loca corriente hiciese saltar todos los botones de su blusa y incluso soltase el cierre de su sujetador, que era delantero.

Al final se detuvo. Aliviada vio como Luisito había desenchufado el aparato de la red eléctrica. El supuesto "niño bueno" sostenía el enchufe mientras lloraba.

–Tú, Quico, castigado contra la pared, por malo. Que eres más malo que la peste.

Así, pensó aquel niño sátiro ya no podría verla. Intentó inútilmente que la blusa sin botones le tapase un poco la pechera donde aquellos senos bailaban sin control y se dirigió hacia el sollozante Luisito. Sus lágrimas y pesar parecían auténticos.

–Muchas gracias, guapo. Pero ¿qué te pasa?

–Que al levantarme para apagar ese trasto se me ha volcado toda la clara de huevo que estaba batiendo y mire como me he puesto, señorita.

Justamente. Por accidente, como creía Inmaculada, Luisito se había manchado el pantalón de espesa clara de huevo en su mayor parte "donde más pecado había".

–Mi madre me reñirá mucho y me castigará el fin de semana sin salir –manifestó el chico entre pucheros.

–No te preocupes. Tú has ayudado a tu profesora y verás que tu profesora es agradecida.

Sin importarle que estaba medio desnuda en la clase –¿por qué iba a importarle? El niño sátiro estaba de cara a la pared y aquel otro era un angelito– se fue hasta su mesa cogió una caja de kleenex y se arrodilló delante de Luisito.

–Ahora mismo tu profesora te lo limpiará todo, tranquilo.

–Frote bien, señorita que es una mancha muy difícil

Y frotó, vaya si frotó. Debería haber notado que el chico estaba excitado, pero un chico tan pequeño y inocente, lo que pensó Inmaculada es que estaba muy desarrollado.

–Señorita, no sale.

–No, verdaderamente –y eso que Inmaculada estaba echando el resto, restregando muy fuerte. Tanto que en medio del calor provocado por el horno estaba toda sudada y de vez en cuando, cuando se le rompía otro kleenex cogía un nuevo pañuelito de papel y en lugar del pantalón se secaba el sudor del cuello y los pechos, que de tan turgentes y libres del sujetador que colgaba a ambos lados del busto se pegaban húmedos a la finísima camisa amarilla y se transparentaban en todo su esplendor.

–Si tuviera algo con que darle a estas malditas manchas.

–Pruebe con saliva, señorita.

Ella le miró estupefacta.

–Yo lo digo por ayudar.

–Ah, bueno.

–Al principio probó humedeciendo con la punta de la lengua los kleenex pero entonces los pañuelitos se rompían más fácilmente. Así que luego pasó aplicar directamente la lengua y de tanta humedad el aparato se le marcaba tanto a Luisito que la propia Inmaculada, en medio de la desnudez y el calor, empezó a ponerse muy cachonda, si hubiera sabido lo que significaba esa palabra.

–Ah ,ah... Ahora va bien señorita, pero hágalo también por dentro, que estas manchas son muy traicioneras y calan mucho.

–¿Por dentro?

Inmaculada le miró escandalizada. Ni su novio, el buenazo de Santiago, se había atrevido en cinco años de noviazgo a pedirle algo así.

–Es que mi madre mira siempre la ropa por dentro. Es muy limpia. No querrá usted que me riña por un detalle tonto.

–¡Pues vaya con la limpia de tu madre!

Inmaculada le abrió la bragueta y metió la lengua dentro, buscando todos los recovecos. Ya estaba toda húmeda. El recuerdo del día anterior y de la tranca desmesurada que ostentaba el chaval estaba demasiado fresco. De hecho, Kraus no podía sino ser un sucedáneo. El caso es que entonces Luisito la sujetó por la nuca con las dos manos, con fuerza, dio un golpe de pelvis y Inmaculada lo notó en su boca en todo su esplendor. Quiso retroceder pero no pudo. La primera reacción fue gritar, pero por razones obvias tampoco le fue posible. Pero después le siguió la corriente y le hizo una mamada histórica.

En un momento determinado se oyó la voz y los pesados pasos de Genaro, el bedel, que se acercaba por el pasillo del aula.

–Señorita Inmaculada, el director quiere verla.

–¡Mierda! -masculló Luisito.

-¡Deja! ¡Oh, no...!

Inmaculada logró soltarse pero en ese momento, a dos centímetros de su cara, se soltó también Luisito y se le corrió completamente encima: en la cara, en el pelo, las gafas y la blusa. La puso toda perdida.

Cuando entró Genaro, Luisito ya se había abrochado, pero el aspecto de Inmaculada, aunque increíblemente sexy también tenía un punto de deplorable. la nueva profesora justificó así la situación:

–Mientras batía el aire acondicionado me arrancó la falda y del susto me puse perdida de clara de huevo.

-Ah... -se limitó a comentar Genaro, al que Kraus no había explicado nada de sus planes para salvar el colegio. El rudo bedel sólo se quedó con la idea de que los tiempos estaban cambiando.