Historia de dos chavales (2)

Luisito y Quico no pueden ser más diferentes. El primero es listo, rico y trabajador. El segundo, grande, paradote y no muy espabilado. Pero los dos quieren lo mismo. Esta es su historia. La de ellos y la de la joven profesora que les enseñó todo, todo, todo.

Si los tacones eran el principio del sacrificio, verdaderamente fue así. Después de dos días de compras con la mujer de Rojas, un pizpireta entrañable que le había hablado de una manera como nunca lo había hecho una mujer. La verdad es que aunque a su novio Santiago le había asegurado que se había aburrido, lo cierto es que había sido mucho más instructivo de lo que parecía. Todo el fin de semana lo había pasado aprendiendo a caminar con aquellos zapatos de tacón altísimos que se había comprado y que desde ahora le habían dicho que tenían que ser imprescindibles.

Inma salió aquel lunes vestida para matar. Optó por ir andando en lugar de que Santiago la llevase en su coche. Prefería probar sobre el terreno sus recién descubiertas armas de mujer. Para empezar se vistió con un vestido verde manzana, muy primaveral que destacaba por una falda de tubo que acababa dos dedos por encima de las rodillas y un escote redondo que destacaba y comprimía su pechos como ofreciéndolos a un espectador inocente. Lo de sus pechos tenía su aquel, porque Inmaculada llevaba toda la vida con complejo de pechugona hasta que la mujer de Rojas la convenció de que tenía un tipo envidiable. El vestido le marcaba hasta el ombligo, por no decir nada de las minúsculas braguita o del liguero, que según la mujer de Rojas también era una prenda imprescindible de cualquier seductora que se preciase. Las medias eran transparentes y los zapatos verdes hacían juego con el vestido. La única concesión a que la procesión iba verdaderamente por dentro era en una medalla de la virgen de Carmen que llevaba en el bolso, como recuerdo de que por fuera podía parecer lo que fuese, pero ella seguí siendo una mujer de sólidos principios. Otra concesión había sido el moño y las gafas, aunque se había maquillado cuidadosamente y el carmín dibujaba ahora sus labios de fresa.

De manera que se dirigió al colegio andando. Además caminar era muy importante, porque ahora como nueva mujer seductora  a Inmaculada la mujer de Rojas le había dado todo un curso de como moverse, andar y coquetear con los hombres. El cursillo, acelerado, acabó con la siguinte declaración de su improvisada profesora: “yo con tu edad y anatomía los volvería a todos locos”.

Verdaderamente empezó a notar que algo pasaba. Los hombres se daban con el codo a su paso, o ponían los ojos como platos. El guardia urbano que antes no le hacía ningún caso aquel día detuvo el tráfico para que ella cruzase por un sitio donde no había ni paso cebra. Incluso un mensajero tuvo un accidente después de pasar junto a ella. Verdaderamente lo de andar como si constantemente tuviese que menear el culo, acompañando cada paso con un golpe de cadera, funcionaba.

Se presentó en el despacho del director mientras que el Genero, el bedel, que era más bruto que un arado derramaba su batido sobre los pantalones al verla pasar.

–Señor Kraus, ¿qué le parezco?

Kraus estaba sorbiendo un café y quedó tan patidifuso que el café empezó a resbalar por la comisura de sus labios como si no ardiese.

–Se va a quemar, señor Kraus.

-Oh, sí, sí.

Con su balanceo recién estrenado se acercó al director y con una servilleta de papel le secó el café de la cara.

–Mejor así. No sé como se ha podido manchar de este modo.

–Són estos pezones... quiero decir, tazones. Estan mal diseñados.

–Bueno, espero no pasar desapercibida. Incluso no me he puesto sujetador, como me ha recomendado la mujer de Rojas. Dice que los tengo tan firmes y duros que casi no me hacen falta. ¿Usted que cree?

–Yo, yo... No sé, deje que toque

Kraus aprovechó que Inmaculada estaba inclinada sobre él secándole las manchas de café para tantear suavemente aquellas tetas que ella había puesto a pocos centímetros de su cara, dos melones que al inclinarse tensaban más el vestido agrandando el escote redondeado. Tenía razón eran duras y firmes como una roca. Morenos, juntos y perfectos.

–No. no creo que pase desparecibida.

–Bueno esto ya está –y le besó junto a los labios con una inocencia casi infantil–. Pupita sana. Si no se cura hoy, se cura mañana.

Al leve contacto de sus labios Kraus sintió como si su polla fuera un látigo que golpeara contra su pantalón.

–Venga, será mejor que la lleve a su clase.

–Todo sea por salvar esta escuela y a sus niños –y Inmaculada suspiró ante lo ingrato de su tarea.

Luisito no olvidaría nunca la vez que vio entrar a su nueva profesora. Tenía 16 años y ella ni podía imaginarlo. Sólo que llevaba un vestido verde que parecía pensado para remarcar hasta el más sensual de sus movimientos. El director Kraus la compañaba y parecía tan pendiente de ella como de ocultar la parte superior de su pantalón con una carpeta blanca.

–Aquí teneis a Inmaculada Pechugona... quiero decir... Tarragona. Tarragona, eso es... la nueva profesora.

Luisito, en primera fila, fue el único en reirse abiertamente del lapsus de su director. Los demás estaban demasiado ocupados con la espectacular delantera de la nueva incorporación del profesorado.

El director se dio cuenta, claramente.

-¿Tú de que te ries, graciosillo? Pues ahora castigado después de clase.

–No sea tan duro con el, séñor director -dijo ella adelantándose y combando su cuerpo hacia él –. Parece un niño muy bueno.

Pero Inmaculada se combó tanto que ofreció una perspectiva privilegiada de sus pechos a Luisito y sin querer su redondo y voluptuoso trasero fue a topar con los abultados pantalones del señor director.

–¡Uy!

Al contactar en parte tan sensible con un miembro tan bien predispuesto la virtuosa Inmaculada no pudo por más que dar su gritito y un par de pasitos hacia delante, casi instintivos que supusieron el choque de aquellas tetas tan grandes como permitía la ley con la cara del párvulo.

–¡Cómo lo siento!

Se alzó recomponiendo el vestido y se fue hasta la mesa. El director claramente trasmudado la siguió y dijo:

–Como es su primera clase mejor que me quede, así se sentirá un poco más acompañada.

–¡Cuánto se lo agradezco! ¡Niños, podéis abrir el libro por la página...!

Luisito abrió el libro pero no pensaba en eso. Sólo sentía como su miembro, en la primera erección que tenía por un contacto tactil con una persona del sexo femenino, se hinchaba y golpeaba el borde del pupitre, produciéndole una mezcla de placer y dolor.

La clase fue espectacular. La nueva profesora les explicó la lección rápidamente, más bien mal. Pero nunca habían estado tan atentos. Nada que ver con sus clases de literatura, cuando explicaba Dickens Cada brillo en sus gafas redondas y plateadas, cada mirada de sus ojos de almendra ligeramente rasgadas, cada paso de sus tacones infinitos. Y si aquello era el delirio, la locura vino después. Nunca tanto alumnos habían tenido tantas dudas. Y nunca un profesora había sido tan solícita. Iba personalmente a cada pupitre, personalmente se inclinaba ante cada alumno, bajo la atenta mirada del director Kraus, y dejaba a los alumnos cegados, no por la brillantez de sus explicaciones, más bien vagas; sino por la vaharada de perfume que le acompañaba y aquellos senos que, apretados y al alimón, tensaban el escote redondo del vestido verde manzana y ofrecían perspectivas inusitadas del paraiso prometido. Pero no sólo el que preguntaba y su compañero ponían los ojos como platos ante aquel vergel de la naturaleza. También al otro lado del pasillo disfrutaban del espectáculo: un culito redondo, enmarcado por un vestido semielástico que ella tensaba al máximo, sin darse cuenta, al adelantar un poco un pierna y tirar así de la tela hacia delante. Ese gesto, junto con una inclinación de noventa grados para dar la explicaión hacían que por detrás se le marcase todo: las diminutas bragas que dibujaban una simetría lujuriosa, los sujetaligas, tirantes como una cuerda de estibador. Además la falda se le subía un tanto y se podía intuir el final de sus medias transparentes, con ese reborde dos centímetros de  un color más oscuro. Con aquel panorama no fue extraño que las preguntas fuesen legión. Y que Luisito incapaz de contenerse, pusiera un par de libretas y varios papeles sobre su regazo y que se la empezase a menear bajo el pupitre.

No quería que lo vieran, pero cuando acabó la clase y sus amigos se levantaban para irse al patio El director le miró y le dijo:

–Tú no. Te he dicho que estabas castigado.

Total que se tuvo que quedarse. Y con aquel fenómeno natural delante optó por darle continuidad a sus trabajos manuales. Total, el director permanecía sentado en la mesa del profesor, que estaba sobre una tarima que hacía que los que salían a la pizarra estuvieran más altos. Y Kraus sólo tenía ojos para ella, que se había acercado a la mesa y cuchicheaba con él. ¿Pero no se daba cuenta aquella criatura que había puesto sus senos sobre la mesa, que le quedaba a la altura del estómago, cual frutos ofrecidos a una gula descontrolada?, pensaba Kraus. ¿Pero no era consciente que al poner un pie sobre la tarima y otro en el suelo, como a medio camino de subir un escalón, la falda se le levantaba como nunca? se interrogaba Luisito en silencio.

El caso es que le niño sólo podía percibir cuchicheos, fragmentos de frases murmuradas a media voz.

–¿Lo he hecho bien?

–Genial, pistetuda... quiero decir... pistonuda.

–Han preguntado mucho... eso debe ser buena señal...

–Usted, tranquila. Sólo son niños inocentes... de doce años...

Pero Luisito apenas atendía a nada que no fuera la prieta popa de Inmaculada, que oscilaba ora a la derecha ora a la izquierda, ora a babor, ora a estribor. Y la falda que esta tan subida que se apercibía claramente que la profesora llevaba medias, no pantys. Y se veía donde acababa el nylon y empezaba la piel. Tanto que no se dio cuenta  que el ritmico movimiento de su muñeca estaba haciendo golpear su reloj de pulsera metálicos con una de las barras del pupitre.

El sonido alertó a Inmaculada.

–¿Qué es eso?

–Nada, señorita.

Ella se acercó taconeando con fuerza. El corazón de Luisito estaba desbocado. Y su pene más. Era imposible volverlo a su sitio con aquella dimensiones.

–¿Cómo que nada? Déjame ver que tienes ahí abajo.

–¿Ahí, dónde?

–Bajo esos papeles.

Ella se había inclinado justo delante de él, poniendo su manos sobre el pupitre. Era imposible no fijarse en sus pechos, que subían y bajaban al ritmo frenético de su respiración, como ansiosos de librarse del vestido.

–No... no... no es nada.

–¿Cómo que nada? Déjame ver ahora mismo.

–Que no, señorita.

–Pues si no me lo enseñas queda confiscado –y rápida como una liebre la manita de Inmaculada se coló entre los papeles y libretas. Ante su contacto la verga de Luisito se encrespó más si cabe. Por eso y porque al agarrarla Inmaculada parecía no darse cuenta de que había tirado todo su cuerpo para adelante hasta pegar el escote a la cara del excitado empollón.

–Parece una linterna, pero muy gorda.

–Señorita, déjeme.

–Caballero, obedezca a la profesora –terció Pedro Kraus, que supuestamente había acudido a ayudarla. Pero el director parecía más preocupado en restregar sus partes contra el culo de Inmaculada que en hacer algo útil. Y la maestra, en su lucha por sacar a la luz lo que ella imaginaba inocente juguete, no hacía nada más que remenar su culo contra Kraus. Ora a la derecha, ora a la izquierda.

–Pero suéltala... Luisito.

–¡No, no y no!

Hasta que Kraus la cogió de un brazo –con la otra mano aprovechó para sobarle la cintura– y tiró con fuerza:

–Será mejor que me deje a mí, señorita Tarragona.

El agarrón del director fue de los más inoportuno. Tiró de su brazo y hizo que Inmaculada tensase todo su cuerpo hacia atrás, con lo que el escote, que seguía pegado a la cara del alumno, se bajó unos centímetros y apareció un pezón rebelde, el izquierdo para más señas, que rozó los labios del niño...

–Total si no puede ser nada malo. Si eres un ...

... al mismo tiempo que entre las libretas y folios con apunte afloraba un miembro que parecía la torre inclinada de Pisa.

Y en ese instante el pollón, antes de que la sorprendida Inmaculada pudiera soltarlo, disparó un chorro de semen como si fuera una manguera a propulsión, un surtidor que ella con sus dos manita era incapaz de controlar. El líquido roció de pleno la cara, las gafas, el pelo y el vestido de la nueva tutora.

–¡Estúpido! ¡Mira cómo me has puesto!

Avergonzado, Luisito salió corriendo todavía arma en ristre. Pero sólo hasta el pasillo. Luego volvió sobre sus pasos y espió por la rendija de la puerta.

–La verdad es que estoy tan avergozada -decía ella.

–No importa, deje que la seque –se ofrecía el director Kraus.

–Lo cierto es que debería sacarme el vestido.

Ella se bajó la cremallera por detrás y en un santiamién el vestido cayó a sus pies. No llevaba sujetador, y tenía un aspecto magnífico vista por detrás, con uns diminutas bragas blancas y las medias transparentes con liguero también blanco.

–No sé lo que le pasó al chico –seguía ella ante un cada vez más azorado directro Kraus, que ponía una manos en la cintura de Inmaculada como para reconfortarla–. Fue como si se volviera loco sólo de verme.

El director se acercó, le empezó a secar el semen de las gafas, la cara, sirviéndose de un kllenex.

–¡Suerte que estaba usted aquí! ¡Si no no sé qué me hubiera podido pasar!  –el director bajó al cuello, a los pechos que también estaban empapados, tanto que el kllenex se hizo girones y pronto aquellos pezones de marrón glacé se encontraron con unos dedos desnudos y temblorosos–. Suerte de su presencia. Sin su ayuda, sin su sangre fría, me hubiera temido lo peor... Pero... Pero... ¿qué hace bajándome las braguitas? ¿Cómo sabe que aquí también estoy mojada? Perdón ... Quiero decir... Es que, verá usted... Con esa tranca... Era enorme, casi de proporciones inhumanas...

–¿Cómo esta?

Inmaculada apenas se dio cuenta. Sólo cuando el director condujo su mano hasta otro miembro no tan grande pero igual o más viril todavía, se apercibió de que el director se había bajado los pantalones.

–Pero... -dijo sin soltar tamaño instrumento- señor director.. no irá a, no irá... Usted no puede.. Usted es el director.. yo soy una empleada... yo....

–Todavía quedan veinte minutos de recreo.

A pesar de su resistencia, Kraus había podido bajarle las bragas y ahora le excita un clítoris que ya estaba húmedo y deseoso.

–No, piedad... mi novio... el colegio... la moral.

Era inútil. El director parecía tener una fuerza sobrehumana. Enloquecido, la tiró sobre la tarima y se abalanzó sobre ella. Inmaculada sintió como le mordía los pezones al mismo tiempo que dentro de ella escenificaba el desembarco de normandía.

–¡No! ¡No!

Pero estaba encantanda. Aquel miembro parecía un émbolo mágico. El director la tocaba por todo el cuerpo, como su fuera todo manos, mientras se aplicaba largamente a sus pezones. Inmaculada se corrió justo cuando sonó el timbre del final del patio. Verdaderamente, su primer día de tutora había sido muy instructivo. ¿Quién ha dicho que el recreo es un tiempo de ocio sólo para los niños?